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El periodista y crítico gastronómico Cristino Álvarez muere en Madrid, España

viernes, enero 19th, 2018

El periodista y crítico gastronómico Cristino Álvarez, más conocido por su pseudónimo “Caius Apicius”, ha muerto hoy en Madrid a los 70 años. Escribió semanalmente sus artículos sobre gastronomía, publicados en más de un centenar de medios de todo el mundo.

El periodista Cristino Álvarez, articulista de EFE, durante su discurso tras recibir en la ciudad lusa el “Premio Puro Cora” que concede el diario El Progreso de Lugo. Foto: EFE

Madrid, 19 de enero (EFE).- Nacido en A Coruña, España, en octubre de 1947. Se graduó en Periodismo por la Escuela Oficial en 1974 y ese año se incorporó a la Agencia EFE, donde desarrolló su carrera profesional.

Desde el 31 de enero de 1981 ha escrito semanalmente sus artículos sobre gastronomía, publicados en más de un centenar de medios de todo el mundo.

A lo largo de su trayectoria ha colaborado con numerosas publicaciones y es autor de una docena de libros.

Considerado uno de los más importantes informadores gastronómicos del país, en 1991 recibió el Premio Nacional de Gastronomía y en 2014 ingresó en la Real Academia de Gastronomía con un discurso sobre el vino y el Camino de Santiago.

Tras dedicarse en sus primeros años a la información parlamentaria, comenzó a escribir crónicas gastronómicas con el seudónimo de “Caius Apicius”, en homenaje al gastrónomo romano del siglo I, Marco Gavio Apicio.

El que fue director de Información de la Agencia EFE, el escritor gallego Carlos Reigosa, ha recordado que Álvarez fue autor de más de 3 mil 500 crónicas gastronómicas, con las que tuvo “mucho éxito por su extraordinaria originalidad”.

“Tenía una enorme capacidad para aunar cocina y cultura, y lograba hacer literatura de seducción, crónicas absolutamente fascinantes”, ha glosado Reigosa.

Sus artículos, ha precisado, “aparte de estar muy bien escritos conllevaban una gran erudición y proporcionaban un recorrido histórico por la cocina y cómo se había desarrollado”.

Admirador de Álvaro Cunqueiro, Josep Pla o Julio Camba, “Caius Apicius” era un gran experto en vinos, un tema sobre el que dio numerosas conferencias, y colaborador de decenas de revistas especializadas en gastronomía, aunque donde más publicó fue en La Voz de Galicia.

Su última crónica, difundida el 15 de enero y titulada “En blanco y negro”, la dedicó a uno de los platos que más le habían emocionado y gustado en su vida, la poularde demi-deuil con láminas de trufa, de la que, como tantas otras veces, aporta su particular receta.

El exdirector de Información de EFE y vicepresidente de la Asociación de la Prensa de Madrid (APM), Nemesio Rodríguez, ha dicho que Álvarez era “un gran periodista con un gran amor por EFE, a la que dedicó su vida profesional hasta el último suspiro”.

“Destacó como cronista parlamentario en los primeros años de la Transición y luego convirtió la crítica gastronómica en un homenaje permanente a la lengua española”, ha afirmado.

Para Rodríguez, “la extraordinaria calidad literaria de sus textos atrajo la devoción de lectores del mundo en español que semanalmente no se perdían la cita con sus crónicas”.

OPINIÓN | Los chefs más estrellados

viernes, septiembre 22nd, 2017

El crítico gastronómico Caius Apicius hace una reflexión sobre los chefs con más estrellas Michelin, se pregunta si entre más “estrellados”, mejores cocineros.

Por Caius Apicius

Madrid, 22 de septiembre (EFE).- Leo la relación de los cinco cocineros del mundo que atesoran más estrellas en la Guía Michelin: son, por este orden, Joël Robuchon, con 28 estrellas; Alain Ducasse y Gordon Ramsey, con 19, y, más lejos, Pierre Gagnaire, con nueve y Martín Berasategui, con ocho. Tres franceses, un inglés y un español.

¿Quiere esto decir que son los cinco mejores cocineros del mundo? Vamos por partes. La máxima calificación que otorga la Michelin a un restaurante son las ansiadas tres estrellas, así que quienes tienen más de tres tienen más de un restaurante; esto es de cajón.

Está claro que cada uno de estos chefs tiene, o ha tenido, su restaurante insignia; fue el “Jamin” parisino para Robuchon, hasta su prematura jubilación; el “Louis XV”, de Montecarlo, para Ducasse, y los que llevan sus nombres, respectivamente en Londres, París y Lasarte (España), para Ramsey, Gagnaire y Berasategui.

A partir de ahí… Robuchon da su nombre y su cachet a restaurantes por todo el mundo. Ducasse y Ramsey, lo mismo. Gagnaire y Berasategui se ciñen a sus países de origen. Es evidente que todo lo que abran estos cocineros va a crear expectativas y, tanto por méritos reales como por la inercia de la propia guía, van a ser bien valorados.

¿Puede esta inercia llegar a sobrevalorar un restaurante tras el que está uno de estos grandes chefs? Puede. Curiosamente, ninguno de ellos ha encabezado nunca la lista “The 50 best”, de la revista Restaurant, si bien los cuatro primeros han figurado muchas veces entre los diez primeros.

He disfrutado del buen hacer de cuatro de los cinco. Del que más, Martín Berasategui, que supo triunfar en la ciudad española con más “tres estrellas”, San Sebastián, donde, además de Martín, las lucen Juan Mari Arzak y Pedro Subijana.

También he tenido la suerte de comer en el viejo “Jamin” y en “La Table de Joël Robuchon”, ambos en París. Robuchon, buen amigo, fue considerado uno de los mejores cocineros del siglo XX. Y con razón. Igualmente tuve el placer de conocer a Ducasse y, claro, probar en varias ocasiones su magnífica cocina, que pone el paisaje provenzal en cada plato.

Solamente una vez disfruté de un menú de Gagnaire, y nunca he probado la cocina de Ramsey, que me parece de mucho mérito para tratarse de un chef británico, a juzgar por el programa de TV en el que explica sus recetas favoritas.

Los cinco son prudentemente innovadores. Quiero decir que practican una cocina de hoy, por supuesto, pero lejos de saltos al vacío, de piruetas sin red. Saben lo que hacen, tienen una sólida base y conocen muy bien la cocina de la tierra que los sustenta. Tienen, como solía yo decir, los pies en el suelo y el reloj en hora.

Problema: al viajero gourmet le gusta, cuando va a un “grande”, poder saludar al maestro. Esto, como comprenderán, sólo puede hacerse de vez en cuando en sus restaurantes-franquicia, en los que, desde luego, gobierna la cocina un discípulo aventajado; pero no es “el maestro”.

No olviden que muchos de estos “tapados” han acabado por volar por su cuenta, y de volar muy alto, además… aunque sólo tengan un restaurante.

Ya lo saben: para conseguir tres estrellas hay que ser muy buen cocinero; para tener muchas más, hay que ser, además, emprendedor y tener vista para los negocios; nunca les va a faltar financiación para una nueva aventura, que, a poco que se ajuste a su prestigio, incrementará su colección de estrellas. EFE

OPINIÓN | La paradoja del huevo

viernes, septiembre 1st, 2017

El periodista gastronómico Caius Apicius analiza los mitos alrededor del huevo, tan desayunado, comido y cenado durante años y que tiene detrás de él el estigma del colesterol “malo”.

Por Caius Apicius

Madrid,  1 de septiembre (EFE).- Muchos de ustedes habrán sufrido en sus carnes la obsesión del mundo moderno por el colesterol; tema de conversación, que si el colesterol “bueno”, que si el “malo”… y disculpa para que los nutricionistas y la clase médica decretasen severas medidas sobre la presencia de algunos alimentos en la dieta.

Dejando aparte que se va sabiendo más sobre el colesterol y se empiezan a poner las cosas en su sitio, quiero llamarles la atención sobre lo que yo llamo la paradoja del huevo.

Como saben ustedes, el huevo concentró un montón de ataques por arte de quienes cultivaron el terror al colesterol. Había que reducir su ingesta: cuatro piezas a la semana, como máximo. La gente, en general, se atenía a esas recomendaciones.

Pero ahora viene la paradoja: si en la Edad Media la medicina que estaba a la cabeza de todas era la árabe, y los textos árabes eran los más apreciados, hoy son los anglosajones los que están a la cabeza en este terreno, y el resto del planeta, con las dignísimas excepciones que haya, se rigen por las normas dictadas en inglés.

¿Cuatro huevos a la semana? Pues bueno, cuatro huevos a la semana. ¡Pero es que me lo dice alguien que come huevos todos los días, en el desayuno! Claro ejemplo del clásico “haz lo que yo te diga, pero no lo que yo hago”, en tiempos atribuida al clero, hoy perfectamente aplicable a la clase médica.

O sea, que estos señores se meten todas las mañanas sus “eggs with bacon”, o sus “scrambled eggs”, y tienen la desfachatez de decirme a mí, que adoro los huevos fritos y la tortilla de patatas, que limite mi ingesta.

En fin. Ellos desayunan huevos revueltos, esa masa amarilla que se puede ver en la zona de platos calientes de los bufés de desayuno hotelero, masa a la que yo siempre he guardado un respeto que me impide ponerla en mi plato. Unos buenos huevos revueltos son deliciosos, pero no es el caso.

Antes, la gente fina incluía en el desayuno un huevo pasado por agua, que requiere su técnica para dejarlo en su punto y más técnica para comerlo adecuadamente. La verdad es que estos huevos ganan muchísimo con una cucharadita de caviar.

Había cantidad de trucos para conseguirlos en su punto, todos ellos aplicables en países católicos: que si el tiempo en que se recita un credo, que si no sé cuántos padrenuestros… Complicado. El credo, ¿en latín o en español? Y ¿qué credo? ¿El largo o el corto?

Mejor atenerse al reloj para hacerlos en su punto, donde el posesivo se puede referir tanto al de los huevos como al que usted prefiera.

Yo no desayuno huevos, pero las pocas veces que me han apetecido han sido escalfados. Pochés. Tienen, también, su propia técnica, que hace que no sólo estén en su punto (yema aún líquida), sino que, además, queden muy bonitos, hechos una especie de blanquísimos buñuelos con ese velo de clara que da hasta reparo romper… si no fuera porque lo bueno está dentro.

¿Fritos? Si son, efectivamente, fritos en aceite, y no hechos a la plancha con manteca de vacas, perfecto. Pero a otras horas. Desde luego, para un español unos huevos fritos con papas fritas son, con la tortilla de papas, la cumbre de la cocina de los huevos.

Que tienen menos colesterol del que nos decían. Y conste que quien esto firma no ha tenido el colesterol alto nunca en lo que va siendo ya larga vida, así que lo digo por ustedes. EFE

OPINIÓN | De anchoas, trufas y otros lujos

viernes, mayo 19th, 2017

¿La suma de dos exquisiteces da siempre una exquisitez mayor? El periodista gastronómico Caius Apicius examina en qué casos es buena idea darle una oportunidad a la experimentación y llevarse una buena sorpresa.

Por Caius Apicius

Ciudad de México, 19 de mayo (SinEmbargo/EFE).– ¿Dos y dos son siempre cuatro? Según el protagonista de la poco conocida novela de Verne El secreto de Maston, secuela de De la Tierra a la Luna y Alrededor de la Luna, no es así inexorablemente; los matemáticos sabrán cómo es eso.

Yo me limito a trasladar la cuestión a nuestro ámbito de actuación y pregunto: en la cocina, si quieren ustedes en la gastronomía, ¿la suma de dos exquisiteces da siempre una exquisitez mayor? Aquí sí que, evidentemente, la respuesta es negativa. En algunos casos, es así; en muchos otros, ambas se declaran incompatibles e, irremediablemente, una acaba anulando o al menos, disminuyendo mucho las cualidades de la otra.

Pero siempre hay margen para la sorpresa. Vean ustedes la combinación que reproduzco aquí: “Llegaron a la mesa tres platos de anchoas en salmuera, bien limpias de espinas, cubiertas con un excelente aceite de oliva y con un ligero pellizco de orégano por encima. Otro mozo llegó con una buena trufa de las Langhe (región piamontesa famosa por su trufa blanca) y con un cuchillo especial, empezó a hacer caer finísimas rodajas sobre las anchoas”.

El plato aparece en la excelente novela histórica, policíaca y gastronómica a la vez El banquete, de Orazio Bagnasco. Es un plato que prepara para sus dos invitados el maestro Stéfano, cocinero mayor de Ludovico Sforza, llamado “el Moro”, señor de Milán en la segunda mitad del siglo XV.

Época de gloria de la cocina italiana, con exponentes como el maestro Martino da Como, cuya obra alcanzó renombre al ser traducida el latín por Bartolomeo Platina bajo el título de “De honesta voluptate et valetudine” (De los placeres honestos y la salud), o en la corte de Nápoles, por Robert de Nola, que escribiría en catalán su “Llibre del Coch”.

Bien, los invitados del maestro Stéfano, ante el nuevo plato, reaccionaron negativamente: “Os habéis equivocado de veras: son dos sabores incompatibles”. Así, a priori, yo pensaría lo mismo; en la novela, ambos comensales quedaron cautivados por la combinación. Bueno, pensé yo, cosas de la literatura que mezcla ficción con historia.

Pero un día, por otro motivo, fui a mirar qué decía de las anchoas en salazón mi añorado amigo Marco Guarnaschelli en su monumental Grande Enciclopedia Illustrata della Gastronomia. Y me encontré con una receta de anchoas trufadas, que el autor señala que es “típica de le Langhe”. Hela aquí:

“Poned una capa de anchoas desaladas, bien limpias, en un plato hondo, mejor de barro. Sobre ellas, poned una capa fina de rodajas sutiles de trufa blanca, luego otra de anchoas y encima otra de trufa. Dos capas -advierte la receta- son el mínimo, pero pueden ponerse más. Bañadlo con un aceite extravirgen de oliva, moved el plato para que el aceite penetre bien, tapadlo y conservarlo al fresco. Se puede comer a partir del segundo día y se conservará durante una decena de días”.

Begnasco era genovés y las Langhe limitan con Liguria. Así que ya fui entendiendo de dónde sacó el autor la receta en cuestión. Saber que es un clásico me tranquiliza bastante, pero supongo que tendría que probarlo para convencerme. Dos joyas semejantes juntas… bueno, pues a lo mejor sí.

Un personaje ya del XVI aficionadísimo a las anchoas en salazón era el emperador Carlos V, nuestro Carlos I. Cuentan las crónicas que, cuando iba de viaje, es decir, casi siempre, ordenaba que le precedieran sus queridas anchoas en conserva, para poder disfrutar de ellas al llegar a destino. Iban, según esos cronistas, en barrilitos de madera, bien estibadas.

Tengamos en cuenta dos cosas: la primera, que la lata de conservas de hojalata no se inventó hasta 1810 y no se usó comercialmente hasta tres años después; la segunda, que la industria de la conserva de la anchoa en Santoña es cosa también del XIX, desarrollada por italianos instalados allí precisamente por la abundancia (y baratura, se supone) de la materia prima.

Pero mucho después de que se inventara la lata, seguían empleándose para determinadas preparaciones, más bien semiconservas, los barrilitos de madera. Vayamos a nuestro conocido “Picadillo”. En su receta de ostras en escabeche, que atribuye al cura de Rianxo, al parecer muy amigo de su padre “cuando era yo muy pequeño”, puntualiza.

Al parecer, el eclesiástico les hacía llegar varios regalos en Navidad, regalos todos ellos comestibles, entre los que el autor destaca “unos barrilitos de ostras en escabeche capaces de satisfacer el paladar del gastrónomo más exquisito”. Ya ven: sin pretenderlo, hemos acabado ligando las anchoas con las ostras, seguramente dos de los mejores sabores de los muchos buenos que el mar ofrece.

Claro que, hasta hace verdaderamente muy poco, las ostras eran un símbolo del lujo gastronómico y las anchoas (bocartes o boquerones por otros nombres) carecían de cotización. Hoy, las ostras están al alcance de quien quiera saborearlas, pero las anchoas han sufrido una revaluación que las ha llevado a la categoría de joyas de nuestra despensa. Y es que lo son.