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De los nazis a los hippies: el fin de la ruta del escarabajo se dio en México, donde se reprodujo por miles

sábado, julio 13th, 2019

Bautizado “vochito”, pasó a ser el “carro del pueblo” de los mexicanos, fabricado por los mexicanos. El último de los 5,961 vehículos de la Edición Final será exhibido en un museo, tras unas ceremonias del 10 de julio en Puebla para marcar el fin de una era.

El vehículo nació como un proyecto pensado para darle prestigio al régimen nazi que nunca se hizo realidad y fue el auto de los contestatarios estadounidenses de la década de 1960 tan reconocible como una botella de Coca-Cola.

FRANCFORT, Alemania, 13 de julio (AP).- Volkswagen está poniendo fin a la producción de su última versión del emblemático “Escarabajo” en una planta de Puebla, México. Es el fin del camino para un vehículo que ha simbolizado muchas cosas en las ocho décadas transcurridas desde 1938.

El vehículo nació como un proyecto pensado para darle prestigio al régimen nazi que nunca se hizo realidad. Luego fue símbolo del renacimiento económico de la Alemania de posguerra y de la creciente prosperidad de la clase media. Ejemplo de globalización, vendido y reconocido en todo el mundo. El auto de los contestatarios estadounidenses de la década de 1960. El vehículo, por sobre todo, sigue teniendo un diseño único, tan reconocible como una botella de Coca-Cola.

En esta foto de archivo del 27 de abril de 1966, trabajadores de Volkswagen salen en sus Escarabajos de la planta en Wolfsburg, Alemania. Foto: AP Foto, archivo.

El diseño original -un auto con una silueta redondeada que podía sentar a cuatro o cinco personas, con un parabrisas casi vertical y un motor en la parte trasera- se remonta a los tiempos del ingeniero austríaco Ferdinand Porsche, contratado para hacer realidad el proyecto de Adolf Hitler de fabricar un “auto del pueblo”, accesible al gran público, como el Modelo T de Ford en Estados Unidos.

El 26 de mayo de 1938, el dictador de la Alemania nazi Adolfo Hitler habla en la inauguración de la planta Volkswagen en Fallersleben, Alemania. Foto: AP Foto, archivo.

Algunos aspectos del auto se asemejan al Tatra T97 fabricado en Checoslovaquia en 1937 y a bosquejos del ingeniero húngaro Bela Barenyi publicados en 1934. La producción masiva de lo que se llamó el KdF-Wagen, la sigla de la organización laboral nazi bajo cuyo auspicio iba a ser vendido, se suspendió debido a la Segunda Guerra Mundial. En lugar de fabricar vehículos, la nueva y gigantesca fábrica de las afueras de Hanover empezó a producir transportes militares, usando trabajadores de toda Europa que vivían en condiciones miserables.

Después de la guerra fue un fabricante de autos para civiles bajo la supervisión de las autoridades de ocupación británicas. La fábrica fue entregada en 1949 al gobierno alemán y al estado de Baja Sajonia, que sigue siendo propietario de parte de la firma. En 1955 salió a la venta el millonésimo Escarabajo, fabricado ahora en Wolsburgo.

Decenas autos Volkswagen que participan en un festival anual del “Club de Escarabajos” en Yakum, en el centro de Israel. Foto del 21 de abril del 2017. Foto: AP Photo, Oded Balilty, archivo.

Estados Unidos fue el mercado extranjero más grande de Volkswagen. En 1968 se vendieron 563,522 autos, un 40 por ciento de la producción. Una publicidad anticonvencional, divertida, de la agencia Doyle Dane Bernbach alentaba a la gente a “pensar en pequeño”.

“A diferencia de lo que ocurrió en Alemania Occidental, donde su precio bajo, su calidad y su durabilidad personificaron la nueva normalidad de la posguerra, en Estados Unidos las características del Escarabajo le dieron un aire altamente anticonvencional en un mercado dominado por el tamaño y la espectacularidad”, señaló Bernhard Rieger en su libro “El auto del pueblo” del 2013.

Obreros mexicanos trabajan en la planta de ensamblaje del Escarabajo de Volkswagen en Puebla, a 105 kilómeetros de la Ciudad de México, el 21 de julio del 2003. Foto: AP Photo, José Luis Magaña, archivo.

La producción en Wolfsburgo se interrumpió en 1978, al ganar popularidad modelos como el Golf. Pero el Escarabajo no estaba acabado. La producción pasó a México desde 1967 hasta el 2003. Bautizado “vochito”, pasó a ser el “carro del pueblo” de los mexicanos, fabricado por los mexicanos.

El nuevo Escarabajo, una versión retro totalmente nueva construida sobre un chasis de Golf modificado, revivió en cierta medida el aura simpática, anticonvencional del auto en 1998 bajo la guía de Ferdinand Piech, nieto de Ferdinand Porsche. En el 2012 su diseño se hizo más elegante. El último de los 5,961 vehículos de la Edición Final será exhibido en un museo, tras unas ceremonias del 10 de julio en Puebla para marcar el fin de una era.

Un cráneo y dientes custodiados revelarían el verdadero destino del dictador en La muerte de Hitler

sábado, abril 13th, 2019

Establecer el destino final de Hitler lleva a los investigadores no sólo ante el férreo muro que supone la alta burocracia rusa, sino a una lucha casi política que confronta la visión de Occidente con el legado de la URSS y su posición de potencia mundial. 

Ciudad de México, 13 de abril (SinEmbargo).– La figura de Adolfo Hitler no deja de causar polémica. A casi 74 años de la caída de Berlín, el 2 de mayo de 1945, hay quienes dudan del fin del máximo líder del Tercer Reich. Unos aceptan su suicidio como hecho cierto, pero otros piensan que cambió su identidad y murió más tarde. Sin embargo, no faltan quienes tejen otras versiones y están seguros de que logró escapar y trasladarse hasta América del Sur, donde llevó una vida apacible y alejado de la mano de la justicia.

En La muerte de Hitler, publicado bajo el sello editorial Diana, la dupla conformada por el periodista Jean-Christophe Brisard y la cineasta Lana Parshina revela el resultado de una exhaustiva investigación que los llevó hasta lo más profundo del Archivo General de la Federación de Rusia, el GARF, donde quedaron resguardados los secretos de la temida KGB.

Parte de esos secretos son el cráneo y los dientes, por ejemplo, que se atribuyen al líder de la Alemania nazi, y que se conservan custodiados por un grupo de solemnes y leales colaboradores del GARF, que entienden a la perfección lo que está en juego detrás de esos restos.

“Ese cráneo, o lo que queda de él, es fuente de discordia, de polémica entre Rusia… y una buena parte del mundo. ¿Pertenece a Hitler? ¿Rusia miente? Larisa espera la pregunta esencial, la de la autenticidad de la osamenta. Su respuesta consta de dos palabras: ‘¡Lo sé!’. Dina y Nikolai, sus adjuntos, también saben. Nosotros no sabemos”, relata Brisard tras una de las visitas al GARF.

Porque establecer el destino final de Hitler lleva a los investigadores no sólo ante el férreo muro que supone la alta burocracia rusa, sino que se convierte en una lucha casi política que confronta la visión de Occidente con el legado de la URSS y su posición de potencia mundial.

A lo largo de los años, los caminos se les cierran y alargan la investigación que se mantuvo vigente gracias a la tenacidad de los autores, que se sobrepusieron a más de una cadena de negaciones que podrían haberlos desalentado, y que les permitieron revelar a la humanidad el destino final del hombre que marcó la historia y que aún hoy sigue colocándolo en el centro de la polémica.

Fragmento del libro La muerte de Hitler, de Jean-Christophe Brisard | Lana Parshina. :copyright: 2019, Editorial Diana. Traducción de Ivonne Said. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

***

Moscú, 6 de abril de 2016

Lana está desconcertada.

Sus contactos al interior de la administración superior rusa no le ocultaron que tenemos escasas posibilidades de lograr nuestro objetivo. Nuestra cita de las once está confirmada, pero en Rusia eso no significa nada. Un viento helado nos pica el rostro conforme nos acercamos al vecindario donde se encuentra el Archivo General de la Federación de Rusia. En Rusia se le conoce como GARF (Gosudarstennyy Arkhiv Rossyskov Federatsii), una institución nacional ubicada en pleno centro de Moscú. Alberga una de las colecciones de archivos más grande del país con cerca de siete millones de documentos, desde el siglo XIX hasta nuestros días. Se trata de documentos en papel, principalmente, pero también de algunas fotos y expedientes secretos. Es por uno de esos expedientes secretos que desafiamos el duro clima moscovita y la no menos dura burocracia rusa. Lana Parshina no es una completa desconocida en Rusia. Esta joven periodista rusoestadounidense, realizadora de documentales, es invitada con frecuencia a la televisión para hablar de lo que continúa siendo su logro más admirable, la última entrevista a Lana Peters. Lana Peters era una anciana pobre, olvidada por todos en un hospicio para indigentes en los confines de Estados Unidos. Se ocultaba y se negaba a hablar con los periodistas, sobre todo si era para evocar el recuerdo de su padre, un tal Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, es decir, Stalin. En realidad, Lana Peters se llamaba Svetlana Stalin y era la hija consentida del dictador. En plena Guerra Fría, en la década de los sesenta, escapó y pidió asilo político al enemigo estadounidense. Entonces, se convirtió en el símbolo de aquellos soviéticos que estaban dispuestos a hacer lo que fuera para huir de un régimen tirano. Lana Parshina había logrado convencer a la arisca descendiente para que le concediera una serie de entrevistas filmadas. Eso fue en 2008. Un éxito destacado en toda Rusia. De hecho, Stalin había vuelto a ponerse de moda en Moscú varios años atrás. Lana Parshina conoce a la perfección el complejo funcionamiento de la maquinaria administrativa y burocrática rusa. Está segura de poder consultar los archivos secretos, privados y complejos.

Sin embargo, esta mañana de abril de 2016 la siento preocupada. Tenemos una cita con la directora del GARF, Larisa Alexanderovna Rogovaya. Solo ella puede permitirnos consultar el expediente H. «H» de Hitler.

Desde la entrada del vestíbulo principal del GARF se establece el tono. Un soldado con un bigote muy de los años setenta, tipo Freddie Mercury, exige nuestros pasaportes. «¡Control!», refunfuña como si fuéramos intrusos. Lana, con su identificación rusa, no tiene ningún problema, pero mi pasaporte francés complica las cosas. El soldado no conoce el alfabeto latino y no puede leer mi nombre. Brisard se convierte en БРИЗАР en caracteres cirílicos. Justamente así me anotaron en su registro de personas autorizadas para ese día. Después de una larga revisión y de la ayuda salvadora de Lana, finalmente podemos pasar. ¿La oficina de la dirección general de los archivos? Nuestra pregunta le molesta al soldado, que ya atiende a otro visitante con la misma amabilidad. «Hasta el final, después del tercer edificio a la derecha». La joven que nos respondió no esperó a que le agradeciéramos para darnos la espalda y subir las escaleras mal iluminadas. El GARF parece una ciudad obrera soviética. Se extiende por varios edificios con fachadas siniestras al más puro estilo soviético, mezcla de constructivismo y racionalismo. Deambulamos de un edificio a otro tratando de evitar los grandes charcos de nieve fangosa. «Dirección General» indica, con letras grandes, una placa sobre una puerta doble a lo lejos… Un auto oscuro bloquea la entrada. Nos quedan unos 20 metros por recorrer, cuando una mujer de estatura considerable sale apresuradamente del edificio para meterse al vehículo. «Es la directora..»., murmura Lana con un toque de desesperación al ver que se aleja el auto.

Son las diez y cincuenta y cinco, nuestra cita de las once acaba de esfumarse delante de nosotros.

Bienvenidos a Rusia.

Las dos secretarias de la dirección del GARF se dividen las funciones, está la agradable y la francamente desagradable. «¿Para qué es esto?». Sin entender nada de un idioma, como es mi caso con el ruso, es fácil percibir la rudeza de las palabras. Así que la más joven de las dos mujeres —la descortesía provenía de la menor— no es nuestra amiga. Lana nos presenta, somos los dos periodistas, ella es rusa y yo francés. Estamos aquí porque tenemos una cita para reunirnos con la directora, la señora directora, y después para consultar un objeto un poco particular… «¡No la verán!», corta de tajo la secretaria hostil. «Se fue, no está». Lana le explica que ya lo sabemos, que vimos el auto afuera, que la directora olvidó nuestra presencia y se esfumó delante de nosotros. Cuenta todo eso sin abandonar su entusiasmo. ¿Tenemos la opción de esperar? «Si les place», concluye la secretaria, saliendo de la habitación con un montón de archivos bajo el brazo, para indicar la importancia del tiempo que nos atrevimos a quitarle. Un reloj cucú suizo, que descansa sobre su escritorio, marca las once y diez. La otra asistente escucha a su compañera sin decir una palabra. Percibimos su aire de arrepentimiento. Lana se dirige a ella.

Una reunión en el Kremlin, en presidencia, no estaba prevista en la agenda de la directora. Obviamente, cuando Putin o, con más seguridad, su gabinete llama, corremos. La secretaria simpática explica en voz baja, con frases cortas. Parece muy tierna, su voz es reconfortante a pesar de que la información que nos da es negativa. ¿Quién sabe a qué hora volverá? En todo caso, ella no. ¿Esa llamada de último minuto es por culpa nuestra? «No, ¿por qué sería culpa de ustedes?».

Son más de las cinco. La paciencia por fin rinde frutos. Una caja de cartón rígido acaba de abrirse ante nuestros ojos. Allí está, en el interior, muy pequeño, cuidadosamente conservado en un cofre.

—¿Entonces es este? ¿Es él?

—Da!

—Sí, ella dice que sí.

—Gracias, Lana. ¿Y eso es todo lo que queda?

—Da!

—No es necesario que traduzcas, Lana.

Al verlo más de cerca, el cofre se parece mucho a una caja de disquetes. De hecho, lo es. ¡El cráneo de Hitler está conservado en una caja de disquetes! Para ser precisos, se trata de un pedazo de cráneo que las autoridades rusas afirman que pertenece a Hitler. ¡El trofeo de Stalin! Uno de los secretos mejor guardados de la Unión Soviética y de la Rusia poscomunista. Y para nosotros, la culminación de un año de espera y de investigación.

Hay que imaginar la escena para comprender la extraña sensación que nos invade. Una habitación rectangular de tamaño suficiente para acomodar a una decena de personas; una mesa, también rectangular, de madera oscura laqueada; en la pared, una serie de imágenes en marcos rojos protegidas con cristal. «Son carteles originales», nos dicen. Datan de la época de la Revolución, aquella Gran Revolución, la Revolución rusa, la Revolución de Lenin de octubre o noviembre de 1917, según si nos regimos por el calendario juliano o el gregoriano. En ellos están plasmados obreros orgullosos de vientre hundido. Sus fuertes brazos levantan una bandera escarlata ante el mundo. Un capitalista, un opresor del pueblo, se cruza en su camino. ¿Cómo se reconoce su condición de capitalista? Viste un traje lujoso, porta un sombrero de copa y exhibe una barriga gorda y llena de grasa. Respira suficiencia, esa que los poderosos exhalan delante de los más débiles. En el último cartel, el hombre del sombrero perdió la soberbia. Está tendido en el suelo, con la cabeza aplastada por un enorme martillo, el del obrero.

El simbolismo, siempre el simbolismo. A pesar de lo poderoso que eres, terminarás aplastado, con la cabeza destrozada por la resistencia del pueblo ruso. ¿Hitler vio estas imágenes? Seguramente no.

Qué pena por él, porque los rusos terminaron por adueñarse de su pellejo; de su cráneo, para ser más exacto.

Pero volvamos a la descripción de la escena.

Esta pequeña habitación, esta sala de reuniones con rastros revolucionarios, se encuentra en la planta baja del GARF, justo al lado del área de secretarias, donde esperamos pacientemente a que regresara la directora, Larisa Alexanderovna Rogovaya. La mujer exuberante, con sus 50 años, no impresiona a sus interlocutores solo por su imponente presencia física. Su tranquilidad y su carisma natural la distinguen de la mayoría de los funcionarios moscovitas. A su regreso del Kremlin, cruza la oficina y entra a su despacho sin vernos. Lana y yo habíamos tomado asiento en las dos únicas sillas de la habitación. Una enorme planta verde tipo ficus las apartaba e invadía ampliamente nuestro escaso espacio vital. Incluso así de concentrada y con tanta prisa, era imposible que no notara la presencia de dos seres humanos cerca del ficus gigante. Eran entonces las cuatro. De un salto, nos ponemos de pie y recuperamos la esperanza. El teléfono acaba de sonar. «¿En la habitación de al lado? ¿La sala de reuniones? En 30 minutos…». La secretaria amable repite las órdenes que recibe por el auricular. Lana se inclina hacia mí sonriendo. Se refiere a nosotros.

En silencio, la directora se sienta al final de la gran mesa rectangular y a sus costados, de pie como en posición de firmes, dos empleados. A la derecha, una mujer de edad bastante avanzada como para haberse tomado un merecido retiro desde hace mucho tiempo; a la izquierda, un hombre con un físico espectral salido directamente de una novela de Bram Stoker. La mujer se llama Dina Nikolaevna Nokhotovich, es la responsable de las colecciones especiales. El hombre se llama Nikolai Igorevich Vladimirtsev (se hace llamar Nikolai), es el jefe del departamento de conservación de los documentos del GARF.

Nikolai ha colocado con cuidado un caja de cartón grande justo frente a la directora. Dina lo ayuda a levantar la tapadera. Después, los dos retroceden, con las manos en la espalda, y clavan la mirada en nosotros. Una actitud de advertencia de estos dos vigías dispuestos a intervenir. Larisa, aún sentada, coloca las manos a cada lado de la caja como para protegerla y nos invita a mirar el interior.

Pensamos que ya no viviríamos este momento. Ese pedazo de cráneo parecía inaccesible aún esta mañana. Después de meses y meses de negociaciones interminables, de repetidas solicitudes hechas por correo electrónico, por correo convencional, por teléfono, por fax (sí, sigue utilizándose con frecuencia en Rusia), por conversaciones personales con funcionarios obstinados, por fin nos encontramos frente a este fragmento humano. A simple vista, se trata de una buena cuarta parte de una bóveda craneal, la parte posterior izquierda (dos parietales y un trozo de occipital, para ser exactos). El objeto de tanta codicia por parte de historiadores y periodistas de todo el mundo. ¿Es de Hitler como aseguran las autoridades rusas? ¿O corresponde a una mujer de unos 40 años, como lo afirmó hace poco un científico estadounidense? Preguntar eso en el edificio del GARF sería como hablar de política, poner en duda la palabra oficial del Kremlin. Una opción impensable para la directora del archivo. Completamente impensable.

Larisa Rogovaya dirige el GARF desde hace unos días apenas, en sustitución del antiguo director, Sergei Mironenko. Una posición muy política y delicada en esta Rusia de la era Putin. En nuestra presencia, Larisa Rogovaya mide cada palabra que usa. Solo ella responde nuestras preguntas, los dos empleados no tienen voz ni voto, siempre concisa, con dos, a veces tres, palabras y con el rostro constantemente tenso. Parece que la alta funcionaria ya lamenta haber accedido a nuestra petición. Aunque para ser precisos, ella no ha accedido absolutamente a nada. La orden de permitirnos observar este pedazo de cráneo viene de más arriba. ¿Qué tan arriba? Es difícil saber. ¿Del Kremlin? Sin duda, pero ¿de quién en el Kremlin? Lana está convencida de que todo viene de la oficina del presidente. Igual que en la época soviética, el archivo de la nación volvió a convertirse en un lugar casi secreto. El 4 de abril de 2016, Vladimir Putin firmó un decreto en el que se estipula que la gestión de los archivos, su publicación, su acceso y su revelación son responsabilidad directa del presidente de la Federación de Rusia; es decir, el propio Putin. Fue el fin del periodo de apertura de los documentos históricos iniciado con Boris Yeltsin; el adiós del carismático director del GARF, Sergei Mironenko, amigo de tantos historiadores extranjeros y portavoz de un acceso casi libre a los cientos de miles de objetos históricos de su institución. «Menos comentarios, más documentos. Estos deben hablar por sí mismos», le gustaba responder como una cantinela a sus colegas sorprendidos por esta política de apertura. ¡Se acabó! ¡Se acabó! Mironenko quedó al margen. Sus 24 años de servicio bueno y leal a cargo de la dirección del GARF no cambiaron nada. De un plumazo, el Kremlin lo degradó. No lo despidió, no lo jubiló (a los 65 años podía reclamar su jubilación), no lo transfirió a otro servicio, sino que lo bajó de rango. La humillación se suma a la desgracia porque, por supuesto, la nueva directora, nuestra querida Larisa Rogovaya, no es más que su antigua subordinada. Stalin no lo habría hecho de otra manera.

El decreto de Putin data del 4 de abril de 2016, y nosotros nos encontramos delante de la caja que contiene el pedazo de cráneo el 6 de abril de 2016. No resulta paranoico pensar que Larisa Rogovaya daría lo que fuera por vernos salir. Todo su cuerpo grita su aversión hacia nosotros, su miedo a acabar como Mironenko. Así, cuando pedimos que saque la caja de disquetes del cofre, la tensión sube inmediatamente de nivel en la pequeña habitación. Larisa se vuelve hacia sus dos centinelas, e inician un breve murmullo. Nikolai mueve la cabeza en señal de desaprobación. Dina toma una hoja del fondo de la caja, se acomoda sus pequeñas gafas, que le dan un aspecto apesadumbrado, y se acerca a Lana.

Al mismo tiempo, la directora indica a Nikolai con una señal que no ha cambiado de opinión. Él duda aún, vacila un momento. Luego, de mala gana, mete sus delgados brazos en el cofre y extrae con delicadeza la caja de disquetes.

«Deben firmar la hoja de asistencia. Escriban bien la fecha, la hora y sus identidades». Dina nos indica cómo llenar el formulario. Lana obedece con diligencia. Permito que lo haga y me dispongo a examinar el cráneo. Nikolai se interpone. Se coloca delante de mí y con un «pst, pst» en tono molesto me indica mi error. «Primero llene la hoja de asistencia», insiste la directora. Lana disculpa mi torpeza. «Es francés, es extranjero, no entiende», intenta explicarles sonriendo, avergonzada como si yo fuera un niño latoso. ¿Por qué tantas precauciones? ¿Por qué esta tensión? Mironenko pasa frente a la puerta abierta de la pequeña habitación. Lo reconozco porque lo he visto muchas veces en los reportajes a lo largo de mis investigaciones sobre el expediente de Hitler. Está solo en el corredor. De cuerpo pesado y encorvado, arrastra su gran esqueleto sin mirarnos siquiera. Por supuesto que sabe qué hacemos. Antes era él quien se reunía con los periodistas. Conoce el cráneo a la perfección. Son las cinco y media, ya trae su grueso abrigo, su sombrero esconde sus canas, su día terminó. El de Larisa no. «Todo debe hacerse conforme a las reglas. Los tiempos cambian, debemos ser prudentes», indica la directora en el momento en el que Mironenko abandona el edificio. «La administración central nos dio luz verde para permitirles ver el cráneo, pero tenemos que rendir cuentas». Lo único que Larisa quiere escuchar de nosotros es que digamos que entendemos, que es normal, que por supuesto no hay ningún problema. Ese cráneo, o lo que queda de él, es fuente de discordia, de polémica entre Rusia y… una buena parte del mundo. ¿Pertenece a Hitler? ¿Rusia miente? Larisa espera la pregunta esencial, la de la autenticidad de la osamenta. Su respuesta consta de dos palabras: «¡Lo sé!». Dina y Nikolai, sus adjuntos, también saben. Nosotros no sabemos. «¿Cómo pueden estar tan seguros?». Larisa recita a la perfección las frases hechas, preparadas con anticipación, repetidas mecánicamente. Años de investigación, de análisis, de cotejos llevados a cabo por la KGB y los mejores científicos soviéticos… Ese cráneo es el de Hitler. «En todo caso, oficialmente es de él». Por primera vez, la directora del GARF modula su discurso. La certeza se resquebraja un poco. La palabra «oficialmente» no es insignificante. Científicamente no es el cráneo de Hitler, pero «oficialmente» sí lo es.

Lana terminó de llenar la ficha de registro. Nikolai deja de bloquearme el paso como por arte de magia. La caja de disquetes y el cráneo son nuestros. Acercamos el rostro a la tapa de plástico. Una etiqueta adhesiva grande, como esas con las que se marcan los disquetes, nos impide ver bien. Nos contorsionamos para verla de lado, pero es lo mismo. Con un movimiento de mi mano pregunto si pueden abrir la tapa. La llave, ¿girar la llave? Mi gesto funciona. Nikolai saca una llave pequeña de su bolsillo y abre la cerradura. Luego regresa a su lugar, justo detrás de nosotros, pero no levantó la tapa. Repito el movimiento de mi mano, pero esta vez hago un gesto para abrir, levantar. Lo hago dos veces, despacio. Larisa parpadea, Nikolai entiende y abre la caja gruñendo. Por fin, el cráneo está realmente delante de nosotros.

El “teléfono de la destrucción” de Hitler será subastado en EU

domingo, febrero 19th, 2017

Él considera el teléfono un “arma de destrucción masiva”, ya que las órdenes que Hitler dio a través de él cobraron muchas vidas.

Dice que el vendedor y la casa de subastas esperan que vaya a parar a un museo, donde la gente que lo vea. Foto: EFE/AP

Chesapeake City, Maryland, EU, 19 de febrero (AP).- Una casa de subastas de Maryland puso a la venta el teléfono personal que Adolfo Hitler usaba en sus viajes.

Bill Panagopulos, de Alexander Historical Auctions, dice que los soldados rusos de la ocupación le dieron el teléfono al brigadier sir Ralph Rayner durante una visita al bunker de Hitler en Berlín. Ahora el hijo de Rayner ha puesto a la venta el teléfono rojo, el cual tiene un grabado en la parte trasera que muestra el símbolo del Partido Nazi y el nombre de Hitler.

Se calcula que el valor del aparato oscila entre 200 mil y 300 mil dólares, y Panagopulos dice que las pujas comenzarán a partir de 100 mil dólares el fin de semana.

Él considera el teléfono un “arma de destrucción masiva”, ya que las órdenes que Hitler dio a través de él cobraron muchas vidas.

Dice que el vendedor y la casa de subastas esperan que vaya a parar a un museo, donde la gente que lo vea “comprenda realmente lo que el pensamiento fascista extremo puede traer consigo”.

Maná manda mensaje a Trump, “No vamos a regresar a esos tiempos de Hitler”, dicen

miércoles, octubre 26th, 2016

La banda mexicana ha expresado en diversas ocasiones su rechazo en contra del candidato republicano a la Presidencia de Estados Unidos, Donald Trump. En esta ocasión, durante una en el Madison Square Garden, el líder de la banda Fher, aprovechó para mandarle un mensaje al empresario y aseguró que “No vamos a regresar a esos tiempos de Alemania con Hitler”.

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Por Rafael Cores

Ciudad de México, 25 de octubre (SinEmbargo/La Opinión).– “Estamos en un momento histórico. ¿Por qué? Porque salió un candidato al que no le gustan los latinos y no le gustan los mexicanos”, dijo Fher Olvera, el cantante de Maná, casi al final de su concierto la noche del lunes en el Madison Square Garden de Nueva York.

“Tengo la sensación de que es medio racista“, siguió Fher en alusión a Donald Trump, sin mencionar en ningún momento el nombre del candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos.

“No hay problema, en el 2016 los latinos han agarrado muchísimo power. Y aquí a los latinos y a los mexicanos se les respeta”, dijo entre los vítores del público que llenó la histórica arena neoyorquina.

“No queremos que Estados Unidos se convierta en un país en donde van a empezar redadas aquí y allá, de casa en casa, de negocio en negocio, de ciudad en ciudad. Preguntando por su apariencia, por su apellido, preguntando cuál es tu id. La policía preguntando ‘give me your fucking id’. ‘Fuck you‘. No vamos a regresar a esos tiempos de Alemania con Hitler”, continuó.

“Salgan a votar y demuestren su power. No les dé hueva, no les dé flojera. Porque Latinoamérica al final ha hecho grande a este país también”, terminó Fher.

ESTE CONTENIDO ES PUBLICADO POR SINEMBARGO CON AUTORIZACIÓN EXPRESA DE LA OPINIÓN. Ver ORIGINAL aquí. Prohibida su reproducción.

Qué hacer con la casa de Hitler: ¿Derribarla o reformarla?

martes, octubre 18th, 2016

El ministro del Interior austriaco, Wolfgang Sobotka, anunció en la noche del lunes la demolición del edificio y la construcción de uno nuevo basándose en la decisión de los 13 historiadores, juristas, administradores y políticos de la comisión. Pero el anuncio alarmó a los expertos, pues una demolición constituiría “una negación de la historia nazi en Austria”, como explicó el historiador Oliver Rathkolb en nombre de la comisión. La pregunta ahora es: ¿qué hacer?

Por Matthias Röder 

Braunau am Inn, Austria, 18 octubre (dpa).- El objetivo es claro: que la casa en la que nació Hitler, en el pueblo austriaco de Braunau am Inn, no se convierta en lugar de peregrinación para los neonazis. Pero después de que una comisión de expertos presentara su informe definitivo, parece que conseguirlo es más difícil de lo esperado.

El ministro del Interior austriaco, Wolfgang Sobotka, anunció en la noche del lunes la demolición del edificio y la construcción de uno nuevo basándose en la decisión de los 13 historiadores, juristas, administradores y políticos de la comisión. Pero el anuncio alarmó a los expertos, pues una demolición constituiría “una negación de la historia nazi en Austria”, como explicó el historiador Oliver Rathkolb en nombre de la comisión. La pregunta ahora es: ¿qué hacer?

En el informe, la comisión argumentaba por qué no está de acuerdo en dejar un hueco vacío en el lugar del edificio. Así que la variante “demolición pura” fue descartada de forma unánime, explicó hoy Rathkolb. También se desechó otra opción muy discutida en los últimos años, que consistía en crear un museo, porque los neonazis lo considerarían más bien una atracción a pesar de que sus fines fueran puramente didácticos.

“El simbolismo y el aura de su lugar de nacimiento sirven a modo de de identificación con la ideología nazionalsocialista y la persona de Hitler”, advierten los expertos. Últimamente llegaron numerosos autobuses de turistas, por ejemplo de Hungría, que se fotografiaban delante de la casa.

Así, finalmente se recomendó como solución óptima una “profunda remodelación arquitectónica” que deje el edificio irreconocible y elimine la carga simbólica. “El nuevo edificio podría albergar un centro financiero o una fundación caritativa”, dijo Rathkolb.

Pero que debía haber sido el punto final de un debate vigente durante años, resultó ser una provocación debido a la palabra “demolición” utilizada por el ministro. Sobotka dejó hoy la puerta abierta a todas las posibilidades: “Ya se verá cómo lo hacemos, si con una reforma, con una nueva fachada o con una demolición completa”, dijo en la radio ORF. Aunque la comisión prefiere ser más específica: “Entre una remodelación arquitectónica y una demolición completa hay un mundo”, dijo Rathkolb.

El proceso a seguir ahora está claro, a pesar de que aún no se hayan determinado los detalles. La comisión interna del Parlamento pretendía iniciar hoy la expropiación del terreno, algo que el Gobierno ya había decidido en verano. Una vez terminado el proceso parlamentario, la expropiación entraría en vigor a finales de año. Entonces se pagaría a la dueña una indemnización para acabar con la larga disputa y con un concurso de arquitectos se decidiría finalmente qué hacer y bajo qué condiciones.

El debate sobre el uso del centenario edificio, protegido por la declaración de patrimonio histórico, en este municipio de 16.000 ciudadanos situado en la frontera con Alemania se inició ya en 2011. La dueña se negó a remodelarlo y el Estado le transfiere desde entonces 300.000 euros (unos 330.000 dólares) como alquiler por el edificio vacío. La posición del alcalde, Johannes Waidbacher, fue siempre la misma: “Queremos un manejo históricamente correcto de la casa de Hitler”. Ahora son los arquitectos los que tienen la palabra.

Un “arte degenerado”: La kriptonita de Hitler era la música jazz

domingo, junio 5th, 2016

El jazz ha significado una amenaza para los regímenes totalitarios, no solo para el nazismo, sino también para el apartheid sudafricano o el comunismo del antiguo bloque del Este, pues los ciudadanos encuentran en él una forma de rebeldía y una tabla de salvación.

Por Eduardo Bravo, Yorokobu

Ciudad de México, 5 de junio (SinEmbargo/ElDiario.es).- El jazz no se lleva bien con las dictaduras o los regímenes autoritarios. Por definición, una música que permite que los diferentes miembros que participan en ella se salgan de la partitura no puede ser bien recibida en sociedades que promueven la adhesión inquebrantable al líder, el pensamiento único o la restricción de las libertades individuales.

Según el escritor polaco Leopold Tyrmand, el jazz es “un sistema de libertades sujeto a una disciplina libremente aceptada de vínculos integrales entre un individuo y un grupo. Como tal, pasó a ser la mejor metáfora de la libertad que cualquier cultura haya creado jamás”.

Para Josef Goebbels, sin embargo, el jazz era “música americana negrojudía de la selva”. Como al jefe nazi se le olvidó añadir que también la interpretaban gitanos, posteriormente la definiría sencillamente como “música de monos”.

El jazz era considerado un "arte degenerado". Imagen: Especial

El jazz era considerado un “arte degenerado”. Imagen: Especial

En consecuencia, cuando fue preguntado si el jazz podría ser radiado en las emisoras alemanas, el ministro de la Instrucción Pública y Propaganda del Reich respondió: “si por jazz entendemos música basada en el ritmo que ignora por completo e incluso muestra desprecio por la melodía, música en la que el ritmo queda marcado primariamente por las atroces estridencias de instrumentos quejumbrosos que resultan insultantes para el alma… en fin, en ese caso sólo podemos responder a tal pregunta con una rotunda negativa”.

Pero no solo se prohibió radiar el jazz en las emisoras alemanas. El veto se hizo extensivo a todos los demás países que fueron cayendo en manos de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial e incluso se amplió a otros géneros como el fox-trot, el tango y cualquier otro ritmo que fuera considerado entartete o degenerado. Una definición que también se aplicó a otras formas de arte no ario.

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Escuchar o interpretar jazz en buena parte de Europa durante los años 30 y 40 era un riesgo que podía ocasionar desde una amonestación o una detención, hasta la deportación a un campo de concentración y la muerte. Sin embargo, durante ese tiempo, en Europa hubo gente que burló las leyes del Reich y continuó disfrutando del jazz. A algunos, incluso, les salvó la vida.

Varias décadas después de finalizada la Guerra Mundial, Mike Zwerin, periodista especializado y músico –llegaría a tocar con grandes del jazz como Archie Shepp, Eric Dolphy o Miles Davis, al que acompañaría en algunas sesiones del clásico Birth of the cool–, decidió investigar las vidas de aquellos músicos y aficionados al jazz europeos durante el auge del Tercer Reich.

El resultado fue Swing frente al nazi. El jazz como metáfora de la libertad. Un libro que acaba de ser publicado en España por la editorial Es Pop en el que el autor muestra cómo el jazz ha supuesto una amenaza para todos los regímenes totalitarios. No solo para el nazismo, sino también para el apartheid sudafricano o el comunismo del antiguo bloque del Este, como demuestran las entrevistas que Zwerin mantuvo con músicos o ciudadanos polacos que, tras vivir el nazismo, en el momento de escribir el libro sufrían el régimen del general Jaruzelski.

Portada del libro "Swing frente al nazi". Imagen: Especial/Yorokobu

Portada del libro “Swing frente al nazi”. Imagen: Especial/Yorokobu

A lo largo de casi 300 páginas, Zwerin va narrando las experiencias y testimonios de personas que vieron en el jazz una forma de rebeldía y una tabla de salvación. Además de mantener el ánimo en plena persecución, su afición por el jazz, en ocasiones compartida por soldados y oficiales de las SS, hizo que evitasen ser deportados a los campos o detenidos por la Gestapo. En todo caso, y más allá de la anécdota, también abundan los testimonios de aquellos que vieron cómo esa afición provocó la muerte de amigos y familiares.

Algunos de los que fueron deportados en ocasiones pudieron salvarse tocando en macabras orquestas de jazz y swing que los oficiales de los campos organizaban para su solaz o participando en la mascarada organizada por Hitler en Theresienstadt. Un campo de concentración decorado como si fuera una colonia de vacaciones, que sirvió para rodar un documental de propaganda en el que se mostraba lo bien tratados que eran los judíos en esas instalaciones, las cuales llegaron a ser visitadas por la Cruz Roja para despejar toda acusación de crueldad por parte de los alemanes.

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La complejidad del tema provoca que Zwerin despliegue como narrador un estilo en el que se mezcla la crónica periodística con cierto toque de mordacidad, cinismo, humor y distancia, lo que le permite abordar ciertos temas delicados con más facilidad.

Por ejemplo, el hecho de que el único testimonio que queda de lo sucedido sea el de los supervivientes –los cuales tienden a idealizar lo sucedido y afirmar que “fue una época maravillosa”–, o la supuesta bonhomía de ciertos oficiales nazis o agentes de la Gestapo que apreciaban el jazz y hacían la vista gorda cuando se infringían las leyes que prohibían esa música.

Si bien es cierto que esos oficiales existieron, siempre fueron menos que aquellos que requisaban instrumentos, destrozaban discos o, directamente, ametrallaban a toda una orquesta y a los oyentes si los descubrían tocando en un club repertorio prohibido o pasada la hora del toque de queda.

Swing frente al nazi nos descubre en definitiva que, a pesar del peligro que suponía amar el jazz en la época nazi, el deseo de libertad del individuo procura siempre eludir las prohibiciones aprovechando sus fisuras o directamente burlándolas.

Entre las decenas de anécdotas incluidas en él, se cuentan aquellas que hacen referencia a la ignorancia de muchos de los jerarcas nazis, que prohibían los discos de Benny Goodman por ser judío y sin embargo permitían los de Artie Shaw porque no sabían que su nombre real era Arthur Jacob Arshawsky.

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Una cosa semejante a lo de Shaw y Goodman sucedía con los discos de Duke Ellington y Fats Waller. Los del primero estaban prohibidos por ser negro, mientras que se permitían los del segundo, no porque no lo fuera, sino porque los burócratas nazis no lo sabían.

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Durante años, los repertorios de jazz norteamericano fueron interpretados bajo nombres alemanes; los compositores judíos, eliminados de las partituras y los discos, camuflados. Uno de los testigos entrevistados por Zwerin cuenta que al entrar en una casa tras una batalla encontró decenas de discos de 78 revoluciones de música clásica. Decepcionado, se disponía a romperlos cuando le llamó la atención lo extraño de las etiquetas que parecían sobrepuestas. Al retirarlas, descubrió que lo que se escondía bajo piezas de Wagner o Beethoven eran en realidad discos de jazz.

A pesar de las prohibiciones del Reich a esa «música salvaje», de las burlas en los medios oficiales y de las persecuciones, incluso los pilotos de la Lutwaffe, cuando sobrevolaban territorio inglés antes de bombardearlo, sintonizaban la BBC para escuchar piezas de jazz.

Con el tiempo y en pleno conflicto bélico, algunos oficiales acabaron comprendiendo que el «el swing es bueno para la moral». Joachim Berendt, uno de los críticos europeos de jazz más prestigiosos y productor de algunos de los mejores discos del género de los años 70 para el sello MPS, luchó en Stalingrado. Sus superiores sabían que le gustaba el jazz y en un momento dado le pidieron que radiara algunos de los discos de su colección para animar a la tropa.

«Acabé radiando en la frecuencia militar alemana la misma música por la que te podrían haber llevado a la cárcel, si te hubieran pillado escuchándola en Berlín y en Hamburgo», explica Berent, quien tenía claro el poder subversivo del jazz: “Goebbels y Stalin sí que sabían hasta qué punto el jazz podía sugerir libertad y por eso se mostraron tan decididos a suprimirlo […]. Sabían que el jazz genera el tipo de actitud que podría poner en peligro su poder. No puede ser accidental que todos los regímenes totalitarios hayan estado contra el jazz”. Goebbels sabía que “escuchar jazz era una mala influencia para los buenos nazis”.

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Controvertida escultura de Hitler “niño” podría ser subastada por más de 10 mdd

viernes, abril 15th, 2016

Vista por detrás, “Him” (“Él”) parece la figura de un niño en un traje gris rezando de rodillas. De frente, empero, luce indiscutiblemente como Hitler. Se ofrecerá el 8 de mayo como parte de la subasta “Bound to Fail” (“Destinado a fracasar”), una venta curada en la que se estima que facturará entre 10 y 15 millones de dólares.

 "Him," de Maurizio Cattelan. Foto: AP

“Him,” de Maurizio Cattelan. Foto: AP

NUEVA YORK, 15 de abril (AP) — Una controvertida escultura de Adolfo Hitler arrodillado, realizada por el artista italiano Maurizio Cattelan, está entre los platos fuertes de una subasta especial de la casa Christie’s en Nueva York.

Vista por detrás, “Him” (“Él”) parece la figura de un niño en un traje gris rezando de rodillas. De frente, empero, luce indiscutiblemente como Hitler. Se ofrecerá el 8 de mayo como parte de la subasta “Bound to Fail” (“Destinado a fracasar”), una venta curada en la que se estima que facturará entre 10 y 15 millones de dólares.

La obra del 2001, hecha con pelo humano, cera y resina de poliéster, es la prueba del artista de una edición de tres. Fue parte de la retrospectiva de Cattelan en el Guggenheim en el 2011.

Otra obra importante en la venta es “One Ball Total Equilibrium Tank” de Jeff Koons. La escultura de 1985 muestra una pelota de baloncesto como suspendida, dentro de una vitrina de agua destilada. Podría venderse por 12 millones de dólares.

Ambas piezas llegan por primera vez al mercado de las subastas.

La venta “Bound to Fail” es curada por Loic Gouzer, vicepresidente de arte contemporáneo y de posguerra de Christie’s. El concepto se originó con una obra de Bruce Nauman titulada “Henry Moore Bound to Fail”, una pieza fundida de las manos del propio Nauman detrás de su espalda. La escultura tiene un precio de venta estimado de entre 6 y 8 millones de dólares.

Entre las otras 39 obras que se incluyen está una serigrafía de Glenn Ligon de Malcolm X con colorete y los labios pintados y una litografía de Marcel Duchamp de una Mona Lisa masculinizada con bigote y barba de chiva.

Gouzer ha curado otras dos exitosas subastas en Christie’s, incluyendo “Looking Forward to the Past” en mayo pasado, cuando “Mujeres de Argel (Versión O)” (1955) de Pablo Picasso se vendió por 179 millones de dólares, dándole al maestro español un nuevo récord en subasta.

“Bound to Fail” se realizará el domingo previo a la semana de la venta primaveral de Christie’s de arte del siglo XX, que termina el 13 de mayo.

Hitler junkie: Un libro analiza las drogas del Tercer Reich

domingo, octubre 11th, 2015

Norman Ohler publicó en Alemania Der Totale Rausch: Drogen im Dritten Reich, en donde retrata el uso de las drogas por parte del régimen nazi y, especialmente, por Adolf Hitler.

Por Salvador Martínez Mas

Adolf Hitler. Foto: deutschlandradiokultur.de

Adolf Hitler. Foto: deutschlandradiokultur.de

 

Ciudad de México, 11 de octubre (SinEmbargo/ElDiario.es).- El escritor alemán Norman Ohler se ha convertido en sensación literaria estos días en su país gracias a la publicación de un libro titulado Der Totale Rausch: Drogen im Dritten Reich (La borrachera total: Las drogas en el III Reich). Se trata de un volumen de contenido histórico que documenta el uso que se hacía de las drogas en tiempos del nazismo en la sociedad alemana, con Adolf Hitler a la cabeza.

Al Führer lo considera Ohler un adicto a un opiáceo, el Eukodal, especialmente en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial. El texto de Ohler ha generado un intenso debate intelectual en la prensa germana sobre si esa supuesta adicción hace menos responsable a Hitler de sus horribles crímenes. En este contexto, el propio autor de La borrachera total ha tenido que salir a la palestra para afirmar alto y claro que la supuesta dependencia del dictador nazi al Eukodal sobre la que versa su libro “no reduce su monstruosa culpa”.

Es un hecho histórico probado que Adolf Hitler no era un ario ejemplar. No era alto, ni rubio. Además, nunca gozó de un estado de forma óptimo, algo que se supone era característico de la “superioridad de la raza aria”. “Hitler hacía poco ejercicio. Cuando iba a caminar a Los Alpes siempre lo hacía cuesta abajo, asegurándose de que un coche lo iba a recoger al llegar a la falda de la montaña”, de modo que “era chocante el contraste de la obsesión de su régimen por criar una raza de arios saludables a través de la gimnasia diaria” cuando “la élite nazi nunca se preocupó por actuar en conformidad con el comportamiento que le pedía a los alemanes”, ha contado el historiador británico de la Universidad de Cambridge Richard J. Evans, uno de los grandes expertos del III Reich.

El libro de Ohler va más allá en estas observaciones sobre la élite nazi, que no daba ningún tipo de ejemplo haciendo uso de las drogas. Mucho del trabajo de este escritor versa sobre la aparente necesidad de Hitler de recibir inyecciones de Eukodal de su médico personal, el Doctor Theodor Morell. La tesis del autor está fundamentada en documentos de la época a los que ha tenido acceso en varios archivos de Alemania y EU. Hitler recibió la primera inyección de ese opiáceo en julio de 1943, la víspera de una importante reunión con su aliado italiano, Benito Mussolini.

Según recoge Ohler, el Doctor Morell decidió recurrir al Eukodal por los problemas de salud que acarreaba al Führer su notoria flatulencia, y es que el dictador nazi sufría intensos dolores por la presencia excesiva de gases en su organismo. Antes de esa primera inyección, Morell describía el cuerpo de Hitler como “lleno de gas”. Su tez estaba “pálida” y su comportamiento se resumía como “muy nervioso”, de acuerdo con los términos de su médico personal.

Siguiendo las cuentas de Ohler, entre 1943 y 1944, Morell recurrió hasta en 24 ocasiones al Eukodal para tratar los males de Hitler, “El Paciente A”, según el médico. Pero puede que fueran muchas más veces las que empleó esa sustancia, porque el autor del libro cree que bajo la inscripción “X” que aparece en los apuntes sobre el tratamiento de los dolores que padecía el dictador, se esconde ese opiáceo hermanado con la heroína.

Con todo, la medicación a la que estaba sometido el Führer también incluía otras drogas. Por ejemplo, la cocaína o la metanfetamina, dos estimulantes considerados hoy en día “sumamente adictivos” por la comunidad médica. Precisamente la segunda, en la actualidad popularizada bajo el nombre de Crystal Meth, se había convertido en la sustancia dopante por excelencia del III Reich. Se vendía sin necesidad de receta con el nombre de Pervitin, aunque no estaba tan concentrada como el actual Crystal.

Al empleo generalizado de esta sustancia en las filas del Ejército alemán, Ohler llega a atribuir una importante responsabilidad en el eficaz rendimiento de los ataques del III Reich en el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Así, el autor documenta el uso de la metanfetamina por soldados alemanes en el ataque a Polonia del primer día de septiembre de 1939. En el archivo militar de Friburgo, Ohler ha visto documentos en los que, en abril y mayo de ese año, el Ejército del III Reich buscó hacer acopio de esa sustancia.

Drogado o no, Hitler sigue siendo un genocida.

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No obstante, otros historiadores se han pronunciado para relativizar la importancia de las drogas en la Blitzkrieg, “la guerra relámpago” con la que el nacionalsocialismo se lanzó a la conquista de Europa. Winfried Süß, historiador del Centro para la Investigación Histórica de Potsdam, ha asegurado que el consumo del Pervitin en el Ejército “no era en modo alguno una decisión relacionada con la guerra”, porque “el rendimiento de los soldados”, por ejemplo, en el frente francés, “no era un problema”.

Aún así, el mayor debate generado por el libro concierne con el grado de responsabilidad de Hitler en sus crímenes, dado que en el libro de Ohler, el Führer aparece caracterizado como un “adicto al opio”. Y es que esta condición, según se puede interpretar en el volumen, pudo influir en las decisiones del genocida. De esta lectura no ha tardado en desmarcarse el autor del libro, asegurando que esa aparente adicción “no reduce su monstruosa culpa” en los crímenes del nazismo. Distanciarse así, de una forma tan clara con el sujeto sobre el que versa su libro es algo que no se percibe en las páginas de la novela, según ha reprochado la periodista literaria Julia Encke en su crítica, publicada en el diario conservador Frankfurter Allgemeine Zeitung.

Además, según ella “no queda claro lo que se deriva de la dependencia a las drogas” en Hitler. En cualquier caso, lo que sí recuerda La borrachera total es la farsa racista en la que vivió la nación alemana en tiempos del régimen nazi. Este vendía la idea de la superioridad de su pueblo y de sus líderes muy a pesar de estar necesitados de productos anestesiantes o dopantes, como les ha ocurrido desde siempre al resto de los mortales.

 

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