Archive for the ‘Sobras completas’ Category

Bodega de anécdotas, correrías y mojamas del ser

sábado, julio 14th, 2018

Anécdotas. Foto: Cuartoscuro.

Sobre familia y juventud

– Yo vengo de una especie de fuego cruzado: mi apellido Calera Grobet lo aclarará: yo soy hijo de una familia veracruzana, de San Andrés Tuxtla, por parte de mi madre. Franceses por parte de mi madre. Y por otro lado soy vasco. Mi abuelo era vasco. Yo tengo la doble nacionalidad. Entonces cuando yo digo fuego cruzado lo digo en realidad. Porque ellos se conocieron con una cuadra de distancia, mis padres. Entonces yo comía, en ocasiones, con uno y cenaba con el otro o cenaba con uno y comía con el otro y viajaba un poco. Entonces bueno, nuestra sapiencia o nuestro conocimiento delectativo de la cosa ya estaba ahí presente. Y por lo tanto fue una afición, una disciplina y una monserga al mismo tiempo de estar pensando qué comer de manera natural.

– Y es que una vez sobrepasado el suburbio, a uno le sienta bien. Es una forma satelital de entender la metrópoli, que a uno lo signa de cierta manera, peculiarmente, es posible que la gente inteligente de la zona de Tlalnepantla donde crecí -que es un entredicho del Estado de México, un paréntesis extraño entre la carretera hacia Querétaro y la ciudad- pueda distinguir, cuando regrese a su terruño, que la gente de Satélite se viste de manera distinta, habla de manera distinta, come de manera distinta, se organiza de manera distinta. Es más parecido a Nueva Jersey. No creo definitivamente que se junte Coapa con esa zona. Son bien distintos. Eso tiene un ritmo estadounidense. La arquitectura de Satélite es una arquitectura absolutamente californiana, las calles tienen un ancho californiano. Hay que recordar que aunque parezca cosa de nomenclatura no es lo mismo una delegación que un municipio. Los municipios guardan una cosa prehispánica ostensible. Era vivir en ambos mundos, porque yo de pronto llegaba a la fuente de Petróleos y empezaba el Paseo de la Reforma y me liberaba un tanto de ese universo absolutamente católico, conservador, radical. Es una población que no lee, que no se acerca a los museos, que casi no sale tampoco. El paseo es ir a Plaza Satélite y estar de peripatético al lado de las neverías. Bueno, estuvo ruda la salida pero al final logré reinventarme desde la universidad. Mi papá era un vendedor de cerveza, de la cervecería Cuauhtémoc, cuando se acababa de pegar con Moctezuma, en los años setenta. Luego mi madre trabajó mucho tiempo en diferentes cosas y al final se dedicó a la prensa, trabajó quince años en el Auditorio Nacional pero en realidad mi familia no tuvo una vocación del mundo de la cultura. Mi abuelo fue un escritor, un periodista de Novedades un tiempo. Me dio mucho gusto que después me contratara a mí Novedades porque sentía que podía estar en algún sitio que él hubiera recorrido. Un periodista de cultura, traductor del francés, tiene un libro sobre Botánica. Algunos registros sobre la Botánica que vino de Europa

– Mi preparatoria se llama Colegio Interamericano, un colegio bastante bueno en Tlalnepantla casi Valle Dorado. Muy fuerte, vamos, parecía el Conservatorio, me costó mucho trabajo. Me costó más trabajo pasar la preparatoria que pasar la universidad. Y bueno, yo huí al Claustro. Huí al Claustro porque si bien no me tocó a mí lo de la huelga en la UNAM ya se sentía que las cosas en la Universidad no estaban bien. Yo quería estudiar en la Universidad, Hispánicas. A mí me interesaba mucho caminar por ahí un rato y después quizás hacer una especialidad en Literatura Española. Y bueno, pues me quedé una oferta que me parecía interesante, en ese momento donde las universidades tenían cargas muy chonchas, digamos engordadas, carreras que competían si duraban cinco años. Ahora es al revés, tú puedes competir como universidad en cuanto tengas una carrera cortita que después te lleve a un posgrado. Entonces eran cinco años de saberes de las humanidades, de las ciencias sociales, y eso me brindó alguna especie de bastón. Había una carrera que se llamaba Ciencias Humanas y a la mía le pusieron primero Ciencias Humanas y de la Cultura y luego Ciencias de la Cultura y ahora se llama Gestión Cultural. Que es, sin menoscabar el ejercicio de esta universidad o de los estudiantes, una carrera que tiene un sesgo más técnico, lo cual, entendido como se debe, no está mal. Lo mío era absolutamente ridículo. En alguna ocasión yo platiqué con un profesor de Antropología y yo le decía que el profesor anterior nos había encargado leer el Capital y el anterior nos había dejado leer El Quijote y el anterior nos había dejado leer a Weber y el anterior a Julio Ramón Ribeyro. Y bueno, el tipo no me creyó, yo le puse los libros en el escritorio para que los viera de golpe y era un deseo de ser omnicultural que francamente nunca existirá. Hay que decir también que, aunque parezca ridículo, mis primeros trabajos en la universidad yo los entregué con máquina de escribir porque no tenía PC, la PC no era una cosa generalizada en el 93, muchas familias de la clase media no tenían PC. Y no tenían la facultad de llegar a la información como ahorita. Ir y venir era un via crucis, un periplo que me costaba mucho trabajo porque yo hacía cerca de tres horas. Llegué a hacer tres horas alguna vez entonces cuando había algún examen importante (yo entraba a las siete de la mañana) me quedaba a dormir en el centro. Conocí así muchos hoteles del centro. Algunos que tienen la ocasión muy interesante de recibir extranjeros desde que comenzaron. Así como es posible saber que los poblanos son los que migran a Nueva York y los michoacanos hacia Chicago, no sé, es posible que tú sepas qué país viaja a qué hoteles.

Sobre “Hostería la Bota”

– Yo tengo un restaurante que se llama Hostería la Bota y está en el Centro Histórico. En octubre de 2005 comenzó y me exigió, el lugar, su escritura Muchas veces me preguntan, a los dos o tres tragos, nunca al primero porque la vergüenza prevalece, que por qué la Hostería lleva tal nombre de La Bota y yo no he mentido nunca: todo viene del libro Juan de Mairena, de Machado aunque a algunos no les cuadre la cita. Nos dicen sus páginas que una vez le increpó un tal Cosme ‘a veces se ha dicho: las cabezas son malas, que gobiernen las botas’ Esto es muy español, amigo Mairena, a lo que este respondió ‘Eso es algo universal querido Cosme, lo específicamente español es que las botas no lo hagan siempre peor que las cabezas’ pues resulta que a menudo imagino yo esta historia, cambiada un poco por razones de conveniencia: en la mía no se hace referencia a las botas como calzado, metáfora de pensar con los pies en el relato original y tampoco se desarrolla en las Españas, sino en los Méxicos.

– Con respecto al surgimiento de Hostería la Bota, yo he escudriñado dentro de mí esa pregunta y la puedo más o menos justificar así: Yo fui invitado a fundar Casa Vecina, que está en la calle de Regina, para la Fundación del Centro Histórico. En algún momento se rentaba un lugar ahí abajo, tengo entendido que se le iba a rentar a unos japoneses que no llegaron a la primera cita y tampoco a la segunda, yo levanté la mano y le dije a esta gente de la empresa refinadísima del Centro Histórico que me dieran chance de tener ahí un lugar. Me dijeron que cómo era posible que un escritor se metiera a cocinero y, para no tardarme en explicarles que son ciencias concomitantes, que hay vasos comunicantes que las ligan, les pedí seis meses. Y me los dieron y ya vamos para trece años. Me imaginaba, dado que esta iba a ser una segunda casa de cultura, un centro cultural, que podíamos llamarle Hostería y nos quitábamos así también el término asqueroso de Bar. Yo quería hacer una especie de taberna, de restaurante para el restaure del cuerpo pero también para el espíritu, donde arriba se estén dando clases de batería, de métrica en la poesía española, de cualquier cosa. Y bueno, creo que me entregué totalmente, mi vida se transformó.

– Primero no me dejaban tener gas, había una legislación que no estaba liberada y el chiste era que yo no podía tener gas, entonces cocinaba con parrillas eléctricas. Perdimos como 20, todavía guardo en la Hostería una que fue la primera que ocupamos. Yo solamente hacía pizzas y tapas, cosas chiquitas, tortas. Era una cosa de seguridad, no había tanque estacionario, no me acuerdo cómo era. Al final ya lo logramos y pudimos cocinar bien. Era una cocina de 2×3, tú volteabas a tu alrededor y estaban la puerta, la alacena y el fregadero, todos mis cocineros acababan ensopados de sudor, todo estaba colgado en el techo para tener espacio abajo, todas las ollas se colgaban, y fue hermoso pero también absolutamente agotador. Fuimos experimentando con los sabores, la gente no sabía lo que era la chistorra en el centro, lo digo con todo cariño, la butifarra les daba miedo porque pensaban que era una víscera, que era como decir chanfaina, ese guiso de vísceras que se vende en Tepito, como las migas. Les daba miedo, y yo les decía “Es un choricito normal, no te preocupes”.

Sobre el Centro Histórico

– En fin, es cierto que el centro vive, y eso no depende de ninguna magnitud. El centro seguirá y nosotros nos quedaremos muertos. Alex Lora seguirá y nosotros estaremos muertos y el centro seguirá. Pero yo vengo diciendo desde hace un rato que la moneda está en el aire porque el Centro Histórico ha tenido cualquier cantidad de modificaciones, parece mentira que hayan intentado embonar como en juego de Fischer Price dos identidades que no son mezclables. Entonces bueno, el Centro ha sufrido un decaimiento muy veloz. Principalmente este tipo de comercio que se está permitiendo hacer, sí comprendo que hay libertad de mercado, que siempre y cuando uno cumpla las reglas digamos de bienestar social, de seguridad cívica entre otras cosas uno podrá tener un establecimiento en cualquier demarcación pero también es cierto que si uno viaja a Ginebra o a Brujas o a Barcelona o a cualquier lugar, incluso en Guatemala me parece que pudiera ser más claro que en México, hay centros que están encaminados a tener un cierto tipo de establecimientos, cuyas señas de identidad no solamente lo favorezcan sino que lo protejan. Creo que eso no sucede en el centro histórico de nuestra ciudad, es decir, imaginemos que un entorno naturalmente muda cada treinta, cuarenta años, por ejemplo la Zona Rosa, como cualquier otro, es susceptible de morir, de hecho creo que es necesario que muera para reintegrarse. O lo que ha pasado con la Roma tantas veces. La Roma de José Emilio Pacheco no es la Roma que existe ahorita, por supuesto que no, y tampoco la de Pacheco era la anterior. Pero creo que aquí se intentó hace no mucho tiempo, estamos hablando de una década, plantear un nuevo centro histórico. Se llamó incluso así, el nuevo Centro Histórico, por un lado con la presencia de Slim, con la Fundación del Centro Histórico y por otro lado con una especie de subdelegación que se llama la Autoridad Territorial del Centro Histórico por parte de Obrador. Se juntan Obrador y Slim y deciden, cada quien desde su territorio y desde sus posibilidades, apoyar al centro, y se logra, en muy buena medida. La calle de Regina, y debo decir sin petulancia que a mí me tocó mucho dirigir ese espacio, se cerró, parecía que estabas en Tlacoltalpan, una calle muy hermosa, y otras tantas que se pudieron cerrar al tránsito vehicular, que se limpiaron del hampa. Era un barrio canijo, muchísima violencia, asaltos, asesinatos, hay que decirlo como es, y creo que se está pauperizando a pasos agigantados otra vez. ¿Por qué? Porque las variables que permitieron que renaciera han sido sustraídas, muy silenciosamente. Por ejemplo, la calidad en la seguridad, el impulso turístico de alto nivel, creo que la cuestión de la estética arquitectónica, de la preservación del patrimonio en inmuebles también se ha visto deterioradísima. Y no tiene qué ver con esta cosa del rigor de la estampa nada más, no me refiero a ese remozamiento solamente estético, epidérmico. Sino también profundo, la profundidad del centro que se puede manejar desde altas esferas creo que es lo que se ha recortado. El primer gobierno electo de la ciudad, se consideró así. Y creo que Alejandro Aura tuvo que ver, aunque estamos hablando de un momento anterior, casi 10 años antes, tuvo que ver con el renacimiento del centro porque se decidieron muchas cosas en su gestión, por ejemplo, una que me viene bien pronto, si quieres podemos platicar de ello, es la FILZ. El primer concierto que se da públicamente en la Ciudad de México, en la era reciente digamos, creo que es Manu Chao, y lo hizo el equipo de Aura. A lo mejor a eso me refiero, grandes líneas. Digamos lo que dicen como cliché algunos analistas políticos “de calado profundo”.

– Y hablando de seguridad en el centro, una vez recibimos una llamada en 16 de septiembre diciendo que a nosotros gachupines nos iban a llenar de cohetes el restaurante. Alguna vez pasó que habían tirado un huevo y le había dado a una chica en el ojo y se había rasgado el epitelio. Deberían de garantizar la seguridad de la gente que recorre la Federación, es un derecho constitucional, transitar libre por la Federación. Yo tuve que cerrar cuatro años ese día pensando en que la violencia podía llegar. Este último ya abrimos, ya por decisión conjunta con el equipo dijimos “queremos abrir” y bueno, abrimos y no sucedió nada. Pero bueno, así habrá millones de casos, ¿no?

– Yo venía publicando ahora sobre el Centro Histórico, llegué a publicar cerca de ochenta entrevistas a diferentes personalidades del lugar de muy diversa índole: creadores, vecinos, restauranteros, trabajadores del servicio público etc. En editorial Mapas, era un blog oficial del centro. Quiero decir, apoyado por el Fideicomiso, por KmCero, por varias organizaciones gubernamentales y yo iba a hacerlo más como una especie de duelo o de decisión que llamara la atención, por supuesto no sucedió nada, sobre el tema. Nadie se está interesando en reflexionar al centro críticamente. Se reúnen para conversarlo como una anécdota en donde Jacobo Zabludovsky sigue siendo la persona que lo conoce más y en paz descanse el señor pero bueno, esta cosa petulante de pensar que la gente conoce el centro. El centro es irreductible, el centro nadie lo conoce. Nadie puede decir que lo conoce, no lo puede decir Guillermo Tovar, no lo puede decir Zabludovsky, y por supuesto no lo podría decir yo jamás, ninguna institución, ninguna persona lo conoce porque el centro se mueve, mínimamente se mueve, se te escapa, ese es su chiste. Tiene que ver más con un gas, de manera que si tú juntas a Matos Moctezuma pídele una cosa, si tú juntas a la señora que ha vivido 50 años atrás de Palacio Nacional, ellos son los que nunca están invitados a esas discusiones, a los que nunca se les pregunta. Yo tenía un ciclo que se llamaba el Altavoz que tenía justo ese objetivo. Y ahora lo que me da gusto, para hablar también de las cosas que suceden bien, es que haya nuevos grupos colectivos multidisciplinarios, interdisciplinarios, que están reflexionando el centro desde otra óptica, muy jovencitos, 25 años, que sí quieren ver esa otredad siempre olvidada que estamos diciendo. La gente que comercia en el centro, la gente que vive en el centro, la gente que tiene cuatro generaciones ahí, y eso es un viso de esperanza para que esto cambie. A ver. Todo mundo quiere cambiarlo cuando acaba de llegar al puesto político y todo mundo se harta de hacerlo al poco tiempo. Es un trabajo duro, difícil pero por supuesto digno culturalmente de realizarse. No veo por qué no.

– Hay que decir que el centro son muchos centros también. La gente puede estar en el centro sin darse cuenta de lo que está sucediendo en la cuadra de al lado. El centro vive los días festivos como cualquier otro. La gente piensa que porque cierran las calles del centro el centro no vive y sigue viviendo, sigue viviendo en las madrugadas, tiene muchos horarios, la gente regresa a trabajar en muy diferentes horarios, la gente come en diferentes horarios, diferentes grupos de personas lo habitan. El centro me doy cuenta también que ha cambiado por lo mismo, cuando tú salías en la madrugada del centro, hace no mucho tiempo, era un hervidero de gente que iba a cenar al Popular, a la Pagoda, que se iba a los puestos de Quesadillas que había en las escaleras, en los traspatios de las vecindades, y ahora ya no he visto ese ecosistema hervir como antes. Algo está sucediendo y le toca a los especialistas descubrir por qué.

Sobre “La Chula, Foro Móvil”

– ¿qué es La Chula Foro Móvil? surgió por el marco de la FILZ, yo pensé que era posible hacer una panadería móvil y rescatar lo artesanal de la panadería tradicional mexicana, que era posible ligar algunos textos sobre la panadería, que se entregaran con el mismo producto. Y luego fue aderezándose y por fin quedó en un proyecto, un experimento que se llama Chula porque es un acrónimo que significa Comunicación Humana, Literatura y Arte, es una combi del año 75 que intenta sacarnos a nosotros a la ciudad, ser promotores no que reciben a una población en un espacio determinado como hemos venido haciendo estos últimos doce años sino que nos ayude a experimentar el proceso inverso que es salir por ellos, descubrir que es posible buscar la otredad afuera y respirar nuevos aires, hacer vasos comunicantes con las delegaciones, llevar las delegaciones al centro y el centro a las delegaciones, esa es la idea de la Chula .Yo digo que es un espacio para el tráfico de ideas. Digamos que la Chula puede partirse en dos. Una parte de hardware, su parte física, la combi como la conocemos que es entrañable, tiene placas de auto antiguo por cierto, y tiene atrás parrillas y refrigeradores para poder cocinar si yo quisiera, lo hemos hecho ya muchas veces, y en el centro, que es la parte que hemos llamado el salón Versalles, tiene una biblioteca, una librería que transporta libros, que tú puedes comprar o puedes leer dependiendo en qué modalidad la llevemos, como biblioteca o como librería, y que hace las veces de un foro móvil, tal cual lo dice su apellido, es la Chula foro móvil porque contamos con computadoras, proyectores, cámaras de video, sillas, mesas, toldos que nos permiten llegar a algún lugar y sin necesidad incluso de energía eléctrica porque la podemos generar nosotros, llevar a cabo un pequeño concierto o la proyección de una película, una mesa redonda, una presentación, una lectura. La experiencia es muy enriquecedora. El estar yendo, esta circunstancia de estar en gerundio, dirigiéndote al otro, propicia cualquier cantidad de ideas y pasiones, uno siempre está prendido, esa es la palabra. No sabes qué te va a esperar, no sabes qué te vas a topar en el trayecto.

Sobre la gastronomía familiar y la cena navideña

– En fin, yo cocino mucho, cocino los fines de semana porque me da oportunidad de, con tiempo, por ejemplo los domingos, lo sábados por la mañana descubrir nuevos sabores, experimentar. No estudié gastronomía, aprendí eventualmente con mis abuelas, la veracruzana y la española. Mi madre cocina bastante bien, por el mismo fuego cruzado que yo decía. Y bueno, yo cociné al principio en la Bota casi todos los días. Tengo toda la panza quemada porque te pegas mucho el sartén. Me gusta que todos mis cocineros tienen quemaduras de los sartenes, es como un guiño que hay entre cocineros. Y bueno, yo hacía la paella, la fabada, las tapas, la carta la diseñamos mis hermanos y yo, cada quien tiene un expertise distinto, uno más a la comida tex-mex y lo ha conseguido bien, y esa es una cocina extrañísima para mí, no la comprendo del todo, francamente. Más cajun, la gastronomía de Nueva Orleans. Que por cierto hay por ahí un libro muy interesante de Paco Taibo sobre ese tipo de comida, la comida estadounidense que tendrá algunas florituras para descansarle. Yo me fui más a lo mediterráneo, me interesó mucho aprender de los embutidos y ahora estoy experimentando más con el pescado, que eso fue para mí un universo distinto, pese a mi familia veracruzana. Creo que la familia del altiplano, del valle no necesariamente sabe comer bien pescado. Estábamos reducidos a un filete sólo en tiempos de cuaresma. O al triste bacalao en Navidad, que por cierto decía Gómez de la Serna en una greguería que el bacalao era como una suela de zapato que tendría que venderse más bien en los rastros (hay que recordar que para ellos el rastro es el mercado de pulgas) que en un mercado de alimentos. Y tiene razón, nuestro bacalao está disecado, hay que darle vida, y las amas de casa, las cocineras se preocupan por estarle irrigando vida a ese bacalao que nos gusta, por cierto, que es bueno en tortas en un recalentado y que es apasionante pero que es una momia resucitada. Pienso por ejemplo que se podría hacer una estupenda cena mexicana con romeritos, caldos, arroz, pulque, atole. Y preservar íntegramente esos sabores, y no en una misma cena meterte bacalao, romeritos, pavo y pierna. Y pasta. Y luego las ensaladas, es una salvajada, cinco platillos tan diversos.

Sobre la escritura gastronómica

– Yo no he podido escribir poesía sobre comida, tengo mi columna cada semana en Letras Libres, ahora viene un libro nuevo que son como 300 páginas de rock and roll culinario en la editorial Bonobos para la FIL. Es una editorial de ensayo y literatura y el mío está en la colección de ensayo, son ensayos sobre gastronomía de diversos temas. En una óptica periscópica porque no hablo solamente de comida sino de los restaurantes, de la libertad que debe tener el comensal, de sus derechos como comensal, de diferentes elementos hasta llevarse al hartazgo, hablo por ejemplo del Cerdo hasta las últimas consecuencias, yo intento hacer una literatura de comida desde la literatura. De la comida y la bebida también, de los placeres que entran por la boca.

– Debo decir que muy extrañamente tengo una especie de ventriloquía extraña, cuando escribo sobre comida suelo ser muy abierto, muy inclusivo, me interesa hacer una fenomenología, una hermenéutica de las cosas, como si fuera yo un antropólogo participante. Y cuando escribo poesía suelo ser muchísimo más solemne, me interesa el amor, la revolución, una poética del amor un tanto más cerca de los surrealistas o de los últimos románticos. Pienso en la literatura como lo pensaba Rimbaud, la poesía quiero decir como una forma de cambiar la vida, de salvar al mundo, entonces en ese sentido puedo decir que soy menos solemne en la escritura sobre comida y muchísimo más solemne en la literatura.

– Lo que pasa es que también me he transformado con el paso del tiempo, yo era un bisonte que tenía a Hemingway, a Pavarotti, a Buñuel como paradigma. Físicamente era otro, también. Me interesaba torear, hacer box, la vida a galope. Toreé hace un mes, vaquillas solamente, con mis hermanos en algún rancho. Y luego uno también va transformándose, ya no puedo comer como comía, me gustaría mucho hacerlo pero lo reservo solamente a los fines de semana. También el hardware se va afectando, ya son demasiados kilómetros recorridos sin aceite. Estoy contento con la sedimentación que se va dando de esos viejos fuegos, no pierde intensidad: se mueve. Sigo pensando en que la cocina es un placer como pocas cosas. Hace poco aprendí que la palabra hogar viene de focal que viene de fuego. Nuestro hogar es donde está el fuego, y también donde está el relato, porque uno cuando está alrededor del fuego hace que surja el relato de nuestra propia vida, entonces para mí no hay mejor momento que sentarme a beber con mis amigos hasta perder la conciencia comiendo y bebiendo, contando historias.

– Tengo algunas recetas que están bien y que pueden competir en los paladares, y sobre todo desde la concepción de la comida como un derecho que nos pertenece y que la derecha nos quiere quitar, es decir, nos impiden que comamos ciertas cosas, que bebamos, que fumemos, que hagamos lo que nos gusta, y entonces de ahí un poco la rabieta de “come lo que te place” Si quieres hacer panza de puerco harás panza de puerco, si quieres comer vísceras comerás vísceras, yo tengo claro que en mi vida cotidiana yo alguna vez me descubrí comiendo vísceras toda una semana sin proponérmelo, es parte de mi vida. Entonces las recetas tienen qué ver con eso, si tú quieres juntar A con B cuando el cocinero en turno de tu universidad te dijo que no, pues eso es justo lo que vas a hacer.

– Sí siento ese celo de haberme metido en un área que no me correspondía, y también desmontar muchas cosas, por ejemplo, si quieres hacer un huachinango frito en manteca de cerdo, ¿por qué no lo vas a hacer? No me explico. Hay reglas que no tienen razón de ser. Por ejemplo, no puedes gratinar lo que quieras gratinar porque se supone que el gratín es de poca monta. Si fuera así entonces hay que decir que la cocina de los llamados Bistrós proviene de los pueblos más pobres del mundo, no podemos ni siquiera hablar de restaurantes sin la revolución francesa y sin que los pobres hubieran inventado platillos como antes se los hacían a los potentados. Lo hemos reinventado para nosotros, de manera que andar por el mundo diciendo que tú inventaste la morcilla con huevo me parece primero una mentira y luego una sandez.

– A mí me da la impresión de que si ahorita en el frío nos acercáramos a una persona de la tercera edad con un chocolate y un pedazo de rosca le podemos sacar unas lágrimas, porque lo que va a pasar ahí no es solamente que va a salivar sino que le va a acontecer toda su existencia y va a tener cerca los olores de los suyos.

El diseño en el mundo del comer

sábado, julio 7th, 2018

Nostalgia por etiquetas de vinos. Foto: Especial.

Quise escribir un poco sobre el diseño que presentan los productos gastronómicos, los ligados al mayor placer, porque para para muchos, me incluyo, significan una sentida manera de comprender el mundo, una manera de decir que nos abrimos al placer desde el objeto visual, su parafernalia, su publicidad, entendida esta desde la más alta estética y no a partir de un consumismo ordinario y rapaz. ¿Me acompañan? Ustedes podrán sumar a este pequeño sus marcas y etiquetas más queridas.

VINOS Y LICORES

Siempre llamaron mi atención las etiquetas de las botellas. Las tipografías, las estampas, los emblemas. Había en ellos una celebración, a veces muy barroca, a veces muy grotesca, otras tantas elegantísima, de la existencia. No podía pasar por los aparadores sin dejar de otear las botellas y sus perchas. Me gustaba mucho, es una de mis preferidas, la del “Anís del Mono”. La recordaba de cerca porque, cuando visitábamos a mi familia española, mientras mi padre jugaba dominó con sus hermanos y tíos (todo eso es un pietaje vaporoso en la memoria, de dimes y diretes, de olor a cigarro y colonia, donde quizá sobresalía el olor del puro perenne del tío Antonio), se me pedía de vez en cuando fuera yo quien sirviera un poco de anís para alguno de los invitados. Y entonces me acercaba a la barra en forma de serpiente (una barra de carrizo, de bambú, muy elegante con su pretil de metal en el área de servicio, acabo de ver una igual en el Mercado de La Lagunilla y ofrecí un dineral por ella pero ya estaba vendida), y servía de la botella con la etiqueta de eso que tenía cara de mono, de hombre y de diablo a la vez, con su botella pesada, a cuadros, que lucía siempre con su barba de azúcar en el gollete, cristalizada ahí con el paso del tiempo.

Ya de grande me gustaron muchas más: la de “Strega”, magnífica, con su grabado viejo de “la stazione ferroviaria”, las letras rojas estilizadas al centro de las medallas doradas. Luego leería en la novela de Mario Puzzo, que ese Strega de tan lindas maneras, era lo que bebía Vito Corleone en sus juntas en la casa de Staten Island; lo que ofrecía a sus visitantes. Me llamó la atención siempre la silueta de la botella de “Galliano”. Seguro la recuerdan, a manera un tanto si se quiere de nuestra más conocida del Rompope “Santa Clara”, la de Galliano era así, ancha por debajo, y se iba angostando hacia llegar a la rosca. Las había altas y en algunas ediciones muy altas, que parecían cirios de una iglesia modernísima. Me gustaba la botella de un vino blanco que se llamaba “Black tower” y era así, un torpedo de cerámica negra, casi un cilindro perfecto salvo por la necesidad de un pico de botella para verter su contenido. Era muy elegante, muy sobria y misteriosa. Cosa contraria a lo que suscitaban las botellas de “Lancer´s” que, en los años setenta, parecían cantimploras de barro, y que eran de color verde para el vino blanco y café para el rosado, sudaban bellamente sus fríos al abrirlas. Me daba la impresión de que se trataba de botellas más artesanales, arcaicas, rupestres, para caminar por los fríos de la campiña portuguesa. La botella tan fina y elegante del “Grand Marnier”, con su forma de alambique, sello de lacre, cinta roja y etiqueta marfil con letras góticas, casi no ha cambiado desde 1880, y que me daba mucha ansiedad para arrancar ese sello que dice “lapostolle marnier”. La botella y la tapa del “Amaretto Disaronno”, que no sé si se ha fabricado de manera similar desde hace un siglo. Pero es absolutamente reconocida, con su tapa de plástico negra y cuadrada, su peso descomunal de vidrio rotundo, y que seguramente es una de las causas para seguirlo vendiendo en los mercados.

PUROS Y TABACOS

Las etiquetas de puros, ahí el arte máximo de la ilustración al servicio del ocio, del entretenimiento, del disfrute maravilloso de la vida. Coleccioné cientos, en verdad, cientos de cajas de puros cubanos, españoles, veracruzanos, dominicanos. Por el olor de sus cajas, por el placer de ver sus etiquetas, por el diseño tan bello de sus cintillos. Y bueno, aunque gusto siempre de un buen puro, el que quedó más con ese gusto fue mi hermano Adrián, cuando íbamos a los toros. Él se quedó con el hábito muchos  años, yo no pude fumar mucho, sólo de vez en cuando. Y es que las cajas de puros españolas, cubanas o mexicanas, fueron siempre muy atractivas en su diseño. A mí me parece que de las mejores están la “Partagás”, “Romeo y Julieta” o “Santa Clara”. Muchas de estas etiquetas eran idílicas, mostraban glorias, es decir, imágenes de laureles con motivos romanos u olímpicos; pero también, en ocasiones se mezclaban con paisajes naturales, paisajes de los entornos de donde son estas etiquetas, por ejemplo: campos de cultivo de tabaco, de secado de tabaco donde los campesinos trabajan al golpe del sol para el bienestar, digamos, el orden y el progreso de las firmas. En muchas ocasiones estos dibujos estaban rematados arriba y abajo para delimitar el campo visual de la etiqueta con listones sobre los cuales se escribía alguna frase en latín o medallas de algunos premios que hubieran ganado a lo largo de su historia. Estas cajas han ido cada vez más simplificando su diseño, ya no son ni tan robustas, ni tan elaboradas como antes y muestran ahora con muy mal gusto, una etiqueta en su dorso que alude a los perjudiciales que son para la salud los puros, los cigarros u otras formas de consumir tabaco. Entonces pasamos de cielos, palmeras, sembradíos verdes, gente trabajando o mujeres y hombres en tronos a muestras de fetos y de dentaduras picadas, cualquier cantidad de aberraciones que nos advierten de la posible muerte, disfunción eréctil, o de personas sufriendo de la enfermedad pulmonar obstructiva crónica (EPOC), bueno, cada quien con su mal gusto. Este tipo de imágenes, me refiero a las bellas, también llegaba a los cintillos de los puros. Los puros estadounidenses eran muy buenos en su diseño pero también los cubanos, españoles, los de Catemaco, es decir, los “Te-amo” y los “Fariña”. Hubo alguna vez una fábrica de puros en la familia Grobet, a principios del siglo pasado, que se llamó “La Vencedora”. Generalmente los puros españoles y los mexicanos, por lo menos en los años 40 y 50 hacían alusión o presentaban un motivo taurino, ya se les ligaba al mundo de la tauromaquia, entonces aparecían más que toreros, toros en el campo bravo, a un lado de los sembradíos de tabaco como si fueran los toros los que también se alimentaran de esos pastos.

LATERÍA FINA

Sobre las latas hay que decir que los diseños primeros pertenecían un mundo muy distinto al actual. La latas se pintaban por decirlo de alguna manera sobre la superficie de ésta, que era muchísimo más gruesa, y de un tipo de metal que se oxidaba con facilidad. Se abría de manera distinta, no se cortaba en sí la lata, sino que contaban con una pestaña que, a la manera en que también se aprieta la pasta de dientes, ibas enrollando la tapa de la misma. Las tonalidades y los diseños eran francamente espectaculares, eran muy luminosos. Recuerdo con mucha nostalgia, no la lata de “Campbell” que nos vino después por el arte de Warhol, pero sí la de los productos “Calmex”, ésta, sobre todo con el atún, que lo mostraba en un momento en el que no importaba si era de aleta amarilla o no, si fuera bonito o no (como también otras conservas españolas), éste era un atún azul y plateado, muy hermoso de ver pues tú comías una y otra vez porque te despertaba ese placer por la tipografía, por la luz que brillaba y por el gran detalle; la filigrana tan hermosa que parecía incluso que estuviera pintado a mano y no por una máquina. Yo no puedo dejar de recordar por ejemplo las latas de “Royal”, con ese amarrillo, azul y rojo tan vivido. El amarillo mismo del chocolate “Abuelita” o del chocolate “Ibarra” porque esos colores rojos y amarillos, quizá de manera muy subconsciente hacían referencia también a nuestra hispanidad, no al chocolate prehispánico, sino al chocolate que nos venía de la madre patria y que significaba en algún momento la reunión familiar, la compartición de anécdotas después del día de trabajo o la celebración de alguna efeméride; no necesariamente la natividad o el año nuevo, sino algún cumpleaños o festejo que se decidió hacer por la noche sin la necesidad de alcohol de por medio sino con litros de leche caliente con chocolate y quizá pan dulce al centro de la mesa.

Hay una tradición enorme, me imagino que habrá coleccionistas, (gente que se haya dedicado al mundo del diseño gráfico, del diseño de impresos, propios de la parafernalia, de la publicidad), que se hayan dedicado a coleccionar objetos en el mundo del ultramarino, de la latería fina española. “El vigilante” es una de esas firmas que sigue mostrándonos a marineros pescando en alta mar, a marineros en la proa como vigías viendo hacia dónde dirigir los botes camaroneros, viendo haciendo donde dirigir las naves para tirar las redes y pescar. Entonces desde ahí ya empieza el viaje culinario, desde que tú estás observando  la lata que vas a comprar. Los productos portugueses ni se diga, los productos gallegos, toda la región cantábrica, toda la costa que va desde Portugal hasta Irún por arriba de España, presentó siempre estas latas llenas de identidad popular, sobre todo de pequeñas comarcas que hasta me imagino trabajaron esa pesca para el autoconsumo y que después el excedente lo daban a la industria o al revés.

Los quesos franceses, enlatados o puestos en cajas de madera, también tienen ese gusto por la tipografía, por el diseño de su etiqueta, por ejemplo en casos como el de los quesos madurados: el camembert o el brie; en casos de ciertos patés ya sean de ganso o de cerdo, los más exquisitos foi gras. Pienso que incluso vienen en esos diseños el éxito de su venta. No me he puesto a ver la relación que existe entre la belleza de una etiqueta o de una lata en su parte frontal y la calidad de los productos pero me imagino que en muchas ocasiones nos daremos cuenta que es más bello el diseño que la calidad del producto que se está comiendo. Por ejemplo, uno puede sucumbir a la etiqueta del tequila “Sauza” porque uno piensa que se reflejará en el paladar el placer de estos arcángeles que descienden con trompetas para cautivarnos pero resulta que quizá no concuerda con lo que se bebe o come.

Quiero pensar que el diseño popular mexicano es una especie de recordatorio de que el capitalismo no siempre significó el olvidó de la cultura popular. Me refiero al diseño de las charolas, de los cromos, tan arracimado, tan arraigado a nuestra cultura que llega incluso a tomar por asalto las cortinas de herrería de los establecimientos, me refiero a estas orugas de metal que bajan día a día en los pueblos y que siguen presentando a sus cervezas preferidas, sus refrescos más antiguos. La inteligencia del fanático podrá recordar cientos y cientos de ejemplos de diseño artístico que se imprimó en los productos que yo recuerdo ahorita, pero quiero pensar que eso es un resultado, un efecto, de una causa profunda que tiene que ver con el gusto popular por su cultura visual. No quiero pensar que en otros países sea distinto y que solamente América goce de esas posibilidades o Europa y América gocen de esas posibilidades, ya que me imagino que en otros continentes habrá lo mismo; pero refiriéndome al mundo mexicano me gusta pensar que esta forma de reventar el iris; de llegar con una paleta de pantones absolutamente reventada a cualquier punto, respondía a una idea de la felicidad un tanto más próxima a nosotros que la de ahora, ya por demás utópica idea de conseguirla, que si bien sabíamos era imposible conseguirla, en todo caso nos demorábamos un tanto en documentar nuestro pesimismo al estar cerca de estos productos. Yo decía hace rato que llegaba hasta las cortinas, a rotularse en los terrenos baldíos, en los muros de los abarrotes, de las tiendas de abasto más populares; que llegaba a tocar los camiones repartidores y toda la publicidad pero me imagino que podrá encontrarse en cualquier cantidad de soportes más: en comerciales de televisión antiguos, en comerciales incluso de cine antiguos, en las hieleras, los naipes, el juego de dominó, la forma en que se diseñaban los calendarios y las bolsas de las carnicerías que se regalaban por los establecimientos a los clientes más frecuentes y más queridos. Quizá ya ahí queda para el recuerdo y el análisis, incluso para la preservación de ese tipo de diseño que fue suplantado por el diseño hecho por computadora, impreso electrónicamente no tan artesanalmente; que cambió la vieja manta por el plotter, que cambió la marquesina rotulada a mano por la marquesina hecha por robots y que en ese gesto seguramente también perdió temperatura y relación afectiva con nosotros, por más que tenga las señas de identidad antiguas, que se quiera copiar de ese mundo, resultará cada vez más complicado cómo nos decíamos a nosotros las cosas, cómo nos causábamos antojos. Siento que ahora estaremos cada vez más bajo el machote ordenado, particular, y hemofílico, que se repite así mismo del nuevo mercado más hipsteril, más del mundo absolutamente moderno.  En fin, nostalgia por ese mundo ya ido en donde era posible advertir una magia en esas comunicaciones, una cosa artística maravillosa en tantos diseños como las latillas de pimentón, de las mostazas americanas y demás especias, la de los tés y las galletas, ahora también las mermeladas. Son esos garigoles, esos trazos, esos colores, los que nos invitan a adentrarnos en el mundo del sabor.

Performance culinario

sábado, mayo 19th, 2018

Por eso no se mimetice y mímese. Foto: Cuartoscuro.

Propongo lo siguiente. Escoja usted a un acompañante que ame considerablemente. O bien los que quiera, si así lo considera poético. Luego elija un parque bien cuajado que le venga a modo por su cercanía o simplemente porque le gusta. Y bueno, si no hay parques disponibles, por lo menos una zona verde habitable en esta ciudad tan ruin. ¿Que cuál es el objetivo? Pues comer como se debe, a la manera de un picnic, comer bien, un día cualquiera, como acto libertario, en el espacio abierto.

Porque la verdad es que hay que frenar de alguna manera, aunque sea así de simbólica pues, el vértigo de la modernidad, la pauperización de lo humano, esa terca tendencia a la putrefacción que llega con el corporativismo, es decir, la maquinaria del capitalismo más salvaje. Por eso, es que le planteo esta idea. Lleve a la oficina la comida que quiera (casera, habitual, o bien algo especial, algo que lo consienta), y haga que sus comensales invitados hagan lo mismo. Piense al hacerla que la compartirá con el otro. ¿Y sabe por qué? Porque no hay mejor manera de convivir entre pares, saber algo de las maneras que tienen de vivir otros seres humanos. Hable de las películas o programas de televisión que vio en la semana, de los libros que leyó, cuente chistes, anécdotas de lo que usted guste, de la maldita inmortalidad del cangrejo pero observe siempre una regla: no hable de su jefe o del trabajo porque justo la idea es mandarlos por un momento derechito a la chingada.

No. Mejor hable de usted mismo. De los entretelones de la vida en la tierra, del amor, del arte. Porque si se pone a ver, nos ponemos a ver, todo ello al final es la misma cosa: la conversación luego de comer o comiendo, con el otro querido, como la mejor manera que tiene uno de asombrarse de estar vivos. Hable también de la religión que es la amistad y por supuesto de la comida misma. La idea es desprenderse del todo hecho pedazos, suspender su propia burbuja de la porquería en que se ha convertido el hecho mismo de trabajar, escapar de la cruel alienación a la que hemos sido sometidos, la cosa de la vida vulgar. Reflexione. Esa zona delimitada por una sábana, esas viandas que le convida su grupo, cocinadas por ellos mismos o sus familias, ese postre precario que se ha embarrado en el contendor de plástico, representan su autonomía, su reinado. Es ahí, en esa arquitectura vernácula que es delimitada por sus cuerpos en el parque, rodeada de plantas y árboles, que operan únicamente sus reglas, su forma de pensar y decir. Es su reinado. Se trata pues de un paréntesis que frena el discurso homogeneizador de que todos somos iguales frente al sudor del trabajo, que todos somos obreros del sistema. ¡A tomar por culo el maldito sistema! Esa farsa que nos ha hecho creer que no existimos.

Por eso no se mimetice y mímese.  Haga usted amor con la comida al aire libre, y no se limite. Destape un buen vino, coma de lo lindo, cierre con un termo de café hirviendo y bostece un buen rato para comerse así, como otros comen energía, presupuesto, ego, unos minutos de su hora de comida.  Y además, caiga en cuenta que comer así es regresar a la ciudad, dejarnos ver entre sus brazos como si fuera aún nuestra madre querendona. Picnic como recostarnos de nuevo en la matriz, como casa del árbol no para el soliloquio sino el coloquio de los amantes. Y es más: lo convoco a que promueva esta sublevación. Diga NO a los comedores industriales. NO a las máquinas expendedoras de comida chatarra. NO a las fondas baratas pero cutres. El tiempo nuestro es el que vale. Porque sobreviviremos. Caminaremos de nuevo con nuestros portaviandas, nuestros maletines del placer, a degustarnos sobre la hierba, a sentirnos plenos con la compartición del pan. La comida a cielo abierto será como una nueva eucaristía, y vaya que la querremos por siempre. Esta comida, sépalo, siéntalo, será, la primera comida del resto de nuestras vidas. Buen provecho.

Somos lo que comemos

sábado, agosto 19th, 2017

Se come lo mismo en toda la República, lo fogones huelen a lo mismo en todas nuestras cocinas, con alguna u otra variación. Seguramente las cuaresmas fueron iguales en todas partes. Foto: Cuartoscuro

De la comida y el origen.

Distingo a la comida como un arte, es decir, como una especie de poesía comestible como cualquier otro bien de nuestro patrimonio cultural, tanto como si de arquitectura se estuviera conversando, como si de música se tratara. La comida de un pueblo como una especie de suma idiosincrática de lo que su cultura significa. Yo vengo de una especie de fuego cruzado porque mi familia de un lado es vasca, mi abuelo vino acá por motivos de la Guerra Civil Española, vino de un pueblo a una hora de Bilbao que se llama Turtzios; por otro lado, mi familia es de Ginebra, Suiza, pero también veracruzana. De manera que a mí me fue, entenderán, imposible escapar de la cocina como una suerte de líquido amniótico que me vio nacer. Nos fue imposible a los hermanos Calera sustraernos de ese fulgor, de esa cosa tan caliente que fue estar entre una y otra cocina. Y aparte tan distintas, porque extrañamente, pudimos hacer un zurcido invisible entre ambos dominios, parecería un tanto inusual que se lograra, aunque haya continuidades entre las cocinas. Creo que se trata de cocinas distintas y aún así somos herederos de esa tradición tan compleja. Aquí no pude y tampoco lo quería zafarme de ello, yo quise hacer un homenaje a los sincretismos. Todos somos resultados de sincretismos diversos, la cultura es unión. Cualquier apellido, cualquier linaje, cualquier árbol genealógico, trae una cantidad de mezclas de lo más ricas y nos constituyen. Entonces quizás nuestro menú refleje eso, un homenaje a todos esos que somos y ya no están con nosotros, me parece una actitud mínimamente ética en este mundo donde la migración se ha tachado como algo nefasto, cuando debería ser quizá el inicio de un nuevo mundo.

En el mundo de los calderos.

En mi casa, una casa de clase media en un barrio en el Estado de México, como lo es Tlalnepantla, se cocinaba cualquier cosa; de ahí su valor: un huevo frito, una sopa de fideos, algún arroz con un cocido. Si nosotros tenemos un hilo que nos trascienda a todos, una herencia transversal que nos engarza a todos, es la comida. Muy probablemente aunque no lo queramos ver siempre. Se come lo mismo en toda la República, lo fogones huelen a lo mismo en todas nuestras cocinas, con alguna u otra variación. Seguramente las cuaresmas fueron iguales en todas partes. Pero debo decir que, desde ahí, desde muy niño, en esa casa comencé a olisquear lo que se iba a venir después de tantos años como una cosa frenética: la de estar siempre en el mundo de los calderos. A mí ya me importaba el ritual de la cena, por ejemplo. Mi padre nos hacía de cenar, ya todos en pijama, a punto de dormir y ese momento para nosotros lo alcanzábamos a intuir con cierta sabiduría infantil, se convertiría ese ritual en algo sumamente importante. Yo recuerdo como momentos de alta poesía y de alta libertad, el haberme sentado con los míos a las mesas infantiles de la mano del relato familiar. Mi madre y mi padre fueron en ese sentido los primeros cocineros que me abrieron el sabor del mundo y lo agradezco mucho, por supuesto. Intento reproducir quizá eso aquí, que cuando la gente se sienta a la mesa, la gente esté suspendida del vértigo criminal y abominable de la modernidad. Que al hacer el relato del mundo frente a los suyos, sienta felicidad y no bruma, no se sienta atropellado por el tiempo de la alta velocidad, “el tiempo de la flecha”, como dicen los filósofos. Recordando ese momento donde al parecer éramos invencibles, inmortales. Creo que se logra, lo hemos logrado. Debo decir que, me di cuenta, era hijo de un artista. Mi padre no llegó a acabar la secundaria, quizá. Me tardé en darme tiempo que yo estaba frente a un alquimista. Yo vi a mi padre meterse al refrigerador y tomar lo poco que hubiera ahí y convertir en un rompecabezas, a veces de un semblante poco apetecible, los ingredientes y tejer ahí un castillo muy potente. Ni siquiera podríamos decir que cocinaba algunas cosas habituales, eran siempre esperpentos inventados para nosotros. Les llamábamos las cenas especiales y vaya que lo eran porque salían de la normalidad en muchos sentidos. Yo no puedo desasirme de esa idea de invención en la comida. Como si estuviéramos haciendo un cuadro o componiendo una sinfonía o un poema. Creo que así hay que ver la cocina o el arte: hacer obras ni tan secas ni tan caldosas, ni tan saladas ni tan dulces. Equilibradas para darles de comer a la gente. No en un sentido de mera alimentación. Es decir, no estamos dándole de comer a la gente, le estamos dándole desear. Y mi padre nos hizo desear mucho darnos placer a nosotros mismos, mediante estos mejunjes extraños. Si yo pudiera recordar quizá alguno con amor, eran unas quesadillas planas, más bien raquíticas, casi invisibles, casi inexistentes. Él podía quedarse quizá dos horas haciendo de comer mientras veíamos Los Intocables, con aquella voz de Álvaro Mutis, que era formidable. No miento cuando digo que tres hermanos pueden acabar con un centenar de quesadillas.

En la cocina siempre hay fiesta

Para mí todo se mezclaba en un mismo mazo de naipes, para mí no había distinción entre un día de fiesta y un día natural. Lo debo decir así aunque alguien haya escrito abundantemente sobre el espacio sagrado de lo ritual y el espacio más cotidiano. Para mí, de manera interior, no existe tal diferencia porque yo ya había ritualizado ese espacio. Para mí esa burbuja, esa suspensión a la que yo me refería antes, en donde realmente no sucedían las leyes de la materia, donde el tiempo no pasaba, donde no había fricción con la realidad concreta; yo ya lo había dado de manera que, quizá sí, el menú era distinto pero yo siempre fui cocinado por mis padres y mis abuelos, siempre. Siempre hubo tres generaciones en la cocina de mi casa y si no había una cuarta era porque éramos muy jóvenes. Pero sí pude alcanzar a vislumbrar lo poético en mi cotidianidad, en cualquier fecha del calendario. Lo cocinado en las fechas de fiesta era quizá algo que pudiera estar prohibido por nuestra capacidad económica en algún otro momento, pero de ahí en fuera, para mí era lo mismo. Algunos platos de las tradiciones veracruzanas o españolas. Mi familia española cocinaba algunas cosas distintas, yo lo reconocía, notaba esa diferencia respecto a lo que cocinaban mis amigos en sus casas. Al entrar a la casa de mis abuelos españoles yo siempre percibía el olor a cocido. Era una casa muy vaporosa con una cocina de azulejo para poderse lavar como si estuviéramos en Andalucía, o en un restaurante donde se asa constantemente carne, ahí donde se necesita tirar chorros de agua para poderla lavar. Así era la cocina de la familia Calera. Me daba cuenta de que no en cualquier lugar se hacían huevos con angulas que era algo extrañísimo, en esa casa había piernas de cerdo, colas de res o rabos de toro como quiera llamársele. Eso me atraía. Me da la impresión de que ahí está justo el meollo del asunto. Cuando se trata de adentrarse a las Humanidades o a las Ciencias Sociales. En esa coloratura se nos va la vida misma, en tratar de descubrir esa coloratura. Todo lo que signifique la inteligencia tendrá que ver en la capacidad que tenemos para descubrir esas tonalidades. Las diferencias de esas tonalidades. Evadir a toda costa el barullo monocorde siempre. Cualquier persona inteligente, cualquier persona que no haya estado ya derribada de su ser humano tendrá que irse por la vida tratando de definir esas coloraturas. Y bueno, la cocina es justo eso, lo que sucede es que lo que tiene la cocina y que no tienen otras artes, porque para mí la cocina es arte, y lo que no tienen otros patrimonios, es que la cocina nos pertenece del todo, no nos ha sido robado ese patrimonio por los espíritus más raquíticos, más ramplones, más conservadores. Nosotros comemos todos los días. No nos pueden quitar eso como nos han quitado los bosques o las arquitecturas bellas que alguna vez tuvimos en la ciudad. No se pauperiza tan rápido como otros patrimonios. Ahí está la posibilidad de nosotros de percibir esos olores, esos sabores y esos colores. ¿Qué no también en eso radica la literatura? La sutileza, la clara nitidez con la que se define un sabor de otro, una palabra de otra, un idioma de otro, un cineasta de otro, un músico de otro. Una persona misma en nuestra cartera de amistades, ¿no es eso lo que nos distingue para ser más queridos que otros?, ¿más buscados que otros? Pues sí. Creo que pasamos la vida tratando de tocar, como si fuera una lectura de braille, para poder definir esas pequeñas sinuosidades. Tal como ese brincoteo de la aguja en un LP. Eso es lo fascinante de la cocina, porque ahí adentro, aunque no lo podamos ver, sucede quizá lo que el disco de Newton, que está girando esa cocina a toda velocidad y la vemos de color blanco; pero si nosotros frenáramos un momento las cosas, veríamos esas coloraturas abrirse paso en esta organoléptica, en esta sinestesia. Ahí adentro está toda nuestra cultura, nuestra carga idiosincrática como pueblo está metida ahí. Por eso la cocina también es liberación, es resistencia, es llamado a la acción, es beligerancia, también.

La cocina es medio y mensaje.

Habiendo explicado que yo no encuentro ninguna separación entre la cocina y el arte, ahora quiero decir que yo cocino para comunicarme, lo mismo sucede cuando escribo, sea novela o poesía. Yo cocino para comunicarme con el otro, para buscar la otredad. Cuando yo estoy ligado al otro, por medio de un platillo, lo que más me interesa es extraer de ese platillo, el relato del otro. O digamos, juntos construir un relato sobre esa mesa. No me interesa la idea de la comida sin que exista ese relato. Eso sería en todo caso la Fast Food. Eso no tiene que ver con la comida como un integrante de nuestro espíritu, sino como un objeto comestible. Cuando aparece el relato, pareciera que con el mismo vapor de lo que estamos comiendo, cuando se suscita ese relato filosóficamente hablando, profundamente hablando, entonces, en ese momento estamos comunicándonos como seres humanos. Tú vas a decirme lo que eres, lo que te gusta, lo que dejaste de ser, lo que te enseñaron ser, lo que quisieras crear en un futuro y aunque dure veinte minutos o media hora esa conversación ligada por un plato, ahí, digamos que se cierra el círculo de todo código de actualización artística, de comunicación artística, ahí viene el goce estético. Lo mismo pasaría cuando tú escuchas a Mahler, cuando tú ves a Basquiat. Ahí se reúnen todos los puntos. Es como una especie de Aleph borgiano y sucede la gran explosión poética. Cuando tú hablas después de haber probado lo que yo cociné. Es una forma de probarnos a nosotros mismos. Quien se come en realidad es uno al otro. Es una antropofagia y un hacerse el amor al mismo tiempo.

Un mercado

sábado, mayo 27th, 2017

“Para nosotros, simplemente los frutos del agua y de la tierra esparcidos para provecho de los naturales, la economía engarzada por el truque del tianguis”. Foto: Cuartoscuro

1. Hacia atrás

Hace más de 500 años, cuando los llamados “del continente” se arrojaron al mar en busca expandir el mundo conocido, se toparon con nuestra alteridad, nuestra otredad. Se trató del reconocimiento de un rostro oculto de la raza humana que les serviría de espejo, y no pudieron más que conmocionarse: y esa es la palabra justa, ya que se trató de un súbito y duro reacomodamiento de su logos. Cómo no, si se habían encontrado con la impresionante estructura de México-Tenochtitlán, una ciudad por todo lo alto, vertebrada con todas las de la ley (de una cosmovisión bien arracimada con sangre y sudor sobre su tierra), y que no le pedía nada, en absoluto a las ciudades del viejo mundo. No fue el panorama con que se cruzaron una cosa simple. No fue esa idea romántica de la pureza o virginidad salvaje de una cultura, sino el complejo orden de una civilización con mayúsculas, cargada de mitos pero también de ideas.

Y de verdad se trató de un golpe doble. Por un lado, los emocionó la exactitud de su traza, que equilibraba una estupenda disposición espacial (la majestuosidad de sus templos, palacios, habitaciones de los ciudadanos comunes, en fin, la funcionalidad y estética de su capacidad arquitectónica), pero también, poderosamente, con lo que con todo el poder que sus construcciones protegían, albergaban: el fulgor poético de su vida misma, un rico ecosistema de poblaciones en paisaje, hecho de ríos de gente en interacción de oficios, placeres y ocios, conectados por relaciones de todo tipo: rituales religiosos, negociaciones políticas, meros tratos civiles (todo ello íntimamente relacionado), ciertamente un flujo metropolitano de relaciones cuya sofisticación, su aspecto más vital, fue y sigue siendo su mercado.

Y ahí, en ese universo de cosas, digamos como epicentro de la cosa social, limpio, ordenado (y por cierto vigilado permanentemente por las autoridades para evitar cualquier problema entre vendedores y compradores), el cuerno de la abundancia: todos los productos existentes a lo largo y ancho de la tierra indígena. Espacio y tiempo reunidos. Porque un mercado también es tiempo y en uno como este, el grande de la ciudad precolombina, todo se vendía fresco, recién hecho: mercado oportuno porque simplemente no pudo haber sido de otra forma.

En palabras del europeo: epifanía, cuerno de la abundancia, viña del señor. Edén. Para nosotros, simplemente los frutos del agua y de la tierra esparcidos para provecho de los naturales, la economía engarzada por el truque del tianguis. O por sólo unos canutos de oro, pedazos de cacao. En la jerga actual: intervención espectacular en el espacio público, patrimonio vivo, efímero, intangible, de profusa organoléptica: olor, sabor, color, textura. Idiosincrasia profunda porque vistos a profundidad, es decir, no sólo a partir de la fácil y “colorida” enumeración de todo lo que se puede hallar en ellos (que seguro es todo lo habido y por haber), los mercados son él lugar arquetípico, zona concentrada de sentidos, de fenómenos identitarios que reclaman su estudio no sólo por la antropología o la sociología sino por la filosofía. Gran tarea humanista y científica la de escudriñar ahí: para la historia de las mentalidades, para la psicología organizacional, para la economía, las relaciones exteriores, para la res política.

Porque en el intento de analizarlo desde su interior, ¿no es el mercado algo más que la suma de lo que se trafica en ellos? ¿Algo más grande que lo meramente relacionado con el abasto de sus poblaciones? Por supuesto que sí. Ahí juega, se engulle a sí misma, se reinventa o recicla la cultura misma. Ese es el terreno de juego para la proliferación masiva de mensajes, el espacio idóneo para la infección o contaminación de formas de ser, de ver, el modelo por antonomasia de imitación de las conductas y pensamientos. Ahí, en sus puestos delimitados por apenas una tela y unos cuantos palos, por un cordón, por la mera estivación de lo vendible (expresión mínima de la arquitectura), los mercados reproducen, todo lo que ahí surja o llegue en la dimensión de lo cultural (lo que los grupos de líderes prefieren o no usar para vestir, lo que las multitudes gustan o aborrecen comer, pensar, decir, imaginar), es decir, lo que se siembre y coseche por su población en términos trascendentales de historia y destino: noticias ocultas, secretos a voces, preguntas que no se desean o saben responder, mentiras como verdades y viceversa (su punto medio que son los rumores, los chismes, las leyendas), lugares comunes o certezas empíricas, y también, por supuesto, miedos, misterios, alegrías, deseos. Límites. En otras palabras: ahí en los mercados el vaivén de los temperamentos colectivos, los estilos de época, el genio de los pueblos, la manera que tiene un grupo de pobladores unidos por un territorio y un mismo gobierno, de entender la vida y la muerte y la forma de transcurrir el tiempo que las separa: su mitología, su cosmogonía.

El mercado nunca más como un mero lugar en donde pagamos por comidas para mantenernos con vida, por artículos para el cuidado de nuestra persona o herramientas para el mantenimiento de nuestra vivienda. Refractarios a su estudio somero, los mercados se plantan de manera más profunda en las raíces de su tierra. Ahí también, por ejemplo, el nivel de sofisticación del pueblo que lo propone. ¿O no es posible inferir, deducir por lo que se expende en él y su mayor o menor consumo, algo sobre su personalidad? ¿En temas como la higiene personal, su modo de concebir el trabajo, la práctica del culto o la proclividad al ocio, la diferencia de clases, el famoso poder factico, el tiempo libre, la sexualidad incluso?
Así es: el mercado como diccionario de símbolos: la digestión de usos y costumbres, los vicios y virtudes ocultas bajo su superficie. El mercado es entonces una especie de puesta en escena de nuestra capacidad de juego, de imaginación, de tolerancia, de integración, en fin, de educación, una zona para la transfusión (ya quisieran su poder las instituciones educativas, los aparatos ideológicos de cualquier tipo de gobierno), de elementos valiosos e intangibles, de origen insondable, y forjadores directos de la personalidad colectiva. Por ejemplo, la idea de arte y poesía. La cosa estética. La forma de imaginar la belleza. El mercado pues como una de tantas máscaras que tapan el vacío de la significación, cuyo dorso nos enseña la pura oquedad, el vacío. Y es más: en la naturaleza profunda de los mercados, el punto de partida, quiebre y retorno de nuestro propio lenguaje. En donde, valga la mofa, se maneja lo que viene siendo lo que es y lo que no es.

2. Hacia el hoy

Y de ahí para el real. Porque aunque sea el mercado actualmente algo distinto, no lo es del todo. Se trata, a caso, de la resurrección del mismo viejo fenómeno, luego de una retahíla de zangoloteos económicos (que no de transformaciones paulatinas), que cruzan desde la época virreinal hasta la revolución, y que sin dificultad podrán seguirse aún hasta la actualidad. ¿Cómo resumirlos desde la óptica de la sensibilidad popular? Muy claramente. Dice Eduardo Galeano, en sus Venas abiertas de América Latina: “Para quienes conciben la historia como una competencia, el atraso y la miseria de América Latina no son otra cosa que el resultado de su fracaso. Perdimos, otros ganaron. Pero ocurre que quienes ganaron, ganaron gracias a que nosotros perdimos”. Es cierto. La historia del subdesarrollo del nuevo continente, refleja su otra cara, que no es otra que la historia del desarrollo del capitalismo mundial.

Y bien, en este marco general de cosas, de una economía global llena de desigualdades, de un comercio internacional cada vez más criticado (ya que desfavorece cada vez más a las naciones subdesarrolladas), un estado salvajismo capitalista de libre mercado que va dando tumbos contra naciones enteras, el destino del mercado local, de las pequeñas formas de organización mercantil al interior de las pequeñas comunidades no puede ser distinto. A partir de un desequilibrio dialéctico del orden y el progreso (por expresarlo de una manera positivista), frente a la inmarcesible realidad de nuestros pueblos: su pobreza, extendida en su territorio hasta ya comenzado el siglo XXI. El mercado entonces como un fenómeno de la sensibilidad de las masas, que resiste a uno y otro empellones del Mercado con mayúsculas, al capitalismo y su varita mágica, en todas sus versiones (los supermercados, por ejemplo, las empresas trasnacionales con su “gran gama de oportunidades”).

El mercado pues, ahogado en las fauces del capitalismo. Y atacado desde varios flancos. Desde su versión más reluciente, la de la modernidad, aquella que prometió vía la revolución industrial internacional la emancipación del hombre sobre la indomable naturaleza, o bien desde las ideas más revolucionarias (englobemos los objetivos de todas, de alguna manera, por sus deseadas y pocas veces vistas: libertad, igualdad y fraternidad). En fin, se sabe, se sufre a diario, todo un orden mundial que con una bota aplasta los derechos del hombre, y con la mano en la cintura solapa las trastadas, fraudes, robos de los grandes corporativos y sus monopolios, que llenan las páginas de los periódicos todos los días. ¿Monsanto? ¿Nestlé? ¿Coca-Cola? ¿McDonalds? ¿Cientos más? Hay listas gigantes en la internet.

De manera que, luego de sortear tantos bemoles, imaginar al mercado actual en la ciudad de México es, mínimamente, un acto de imaginación. Para empezar, por su mismo nacimiento híbrido, ya que es lo mismo herencia de los tianguis, es decir, de las tradiciones mercantiles en Mesoamérica, y además de modos traídos por los españoles. A ver. Desmembrados antiguamente por la colonia (había que cortar la cadena alimenticia, meterse en ella y manejarla para mandar dinero a la corona, y por eso cambiamos de pochtecas y tamemes a pagar peajes e impuestos), cambiamos el día de plaza o de mercado mayor para pasar a otro tipo de organización más flexible, dejando mercadillos, lonjas comerciales, estanquillos, recauderías y todo tipo de vendedurías autorizadas por todas partes y en diferentes días. Luego, por otro lado, porque el mercado tal como lo conocemos, en su formato ampliado, horizontal, infiltrado a espacios antes impensables, también es una amalgama de las costumbres traídas por los peninsulares: las tradiciones de comercio de los bazares de Medio Oriente y los zocos del mediterráneo, versión europea de los zouks de África.

En fin, todo un elemento de aculturación, de traducción, de larga permanencia, que guarda en el Centro Histórico, casi de manera intacta, su sustancia medular. ¿Cómo se fue cuajando el nuevo tipo de mercado ahí? Cuáles son sus características frente a otro tipo de comercio? El reto (perdido de antemano), de dilucidar las señas del mercado abierto, reventado en el Centro Histórico, no tiene comparaciones.

3. Al Centro

El Centro Histórico de la Ciudad de México fue declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco en 1987. Hace ya 25 años. ¿Cuánto de su área de 10 kilómetros cuadrados está destinado hoy por hoy al comercio? Casi toda. Y así se hace sentir. Comercio abierto en canal (¿carnaval?), en carne viva, desbordado en plazas públicas, por supuesto, pero también parapetado por arriba y abajo de edificios viejos, nuevos, reconstruidos, remodelados, incluso adentro de palacios o templos, plazas comerciales, zonas restringidas y, pese al discurso oficial de las autoridades, sobre puestos ambulantes fijos o semifijos, sobre calles, banquetas y fachadas de la zona. Culebra que aparece y desaparece, toro escurridizo, serpentina en levitación. La Ciudad de los Palacios por arriba y, abajo, detrás o en lo oscurito, la “Ciudad Propiedad del Comerciante Total, Formal o Informal y Anexas S.A. de C.V.”, en todas sus formas al mismo tiempo, en comisión de acciones y tranzas: transacciones. Eso sí, comercio de mayoreo o menudeo pero entre hormigas, accesorio, cuerpo a cuerpo, en corto.
Porque habría que decir que así como el Centro dejó de ser el meollo del poder federal (con la salida de la residencia presidencial a Los Pinos en Chapultepec), o del saber (con la partida de la Universidad Nacional al sur de la ciudad), también dejó de serlo para el abasto masivo capitalino, cediendo tal responsabilidad a la Central de Abastos, en Iztapalapa, considerado el mercado más grande de América, tal vez del mundo. No. Este comercio es ingente sí, pero de una manera más líquida. Se deshebra en pequeñas dosis (cada quien trabaja en su cuadra, con su gremio), se trata de un secreto entre pequeños empresarios y marchantes, poco a poco hasta mover la montaña, tozudamente. Y cada día el cliente en turno, ingenuo o avezado, es el más importante para la supervivencia. Por ello los vendedores se interesan sobremanera en el apersonamiento, en la labia verborreica, impresionista, efectista, en el correveidile necesario para la expansión y fortalecimiento de sus pequeñas empresas. Hay que cacarear la cosa. Véase el diseño pintoresco, vernáculo de sus pancartas y volantes, lo “peculiar” de su publicidad impresa repartida por millares en cualquier punto. Porque si bien se saben partículas de un gran todo y no se pretenden únicas, sí originales en la definición de su personalidad. ¿Pero qué hay detrás de todo ello? ¿De dónde nos viene? ¿Qué significa? Sepa esa bola.
En ocasiones, muchas familias de comerciantes se han dedicado al oficio de varias generaciones atrás. Esos pioneros tienen el famoso know-how, el cómo hacerlo, ya integrado. Saben la forma de transferir el conocimiento técnico (es decir las mañas), la información secreta o íntima entre clientes y proveedores. Saben bien cómo moverse con ese tesoro de datos, patrimonio de añales y una ventaja muy valiosa sobre la competencia, porque los viejos lobos de mar, los del colmillo largo, ya se dieron de topes con la realidad, ya pasaron por ello y sobrevivieron.

Ellos, capitanes inmortales, inventaron las reglas del juego, mantienen redes enormes con otros mercaderes y generalmente tienen varios negocios en la ciudad, incluso en puntos muy lejanos. En otros casos se trata del caso contrario. Jóvenes “estudiosos” que son emprendedores independientes, que se lanzan a las calles con una idea clara: poner un negocio que les dé dinero rápido y fácil. Ellos están preparados para evaluar el riesgo de nueva inversión, se aconsejan entre nuevos empresarios sobre compras oportunas y sus mejores precios, son espías que sustraen datos de la competencia, la intentan boicotear por medios electrónicos o de otro tipo. La vanguardia. Sea como sea, entre viejos y nuevos puestos la guerra es la misma de siempre: ganar clientes y que tarde o temprano, previo análisis y conocimiento del juego, el puesto grande se coma al chico, y tal vez lo escupa con otra cara. Entre todos estos comercios, puestos cualesquiera, hemofílicamente, se tejen puentes invisibles al comprador.

Hay alianzas comerciales con fecha de caducidad, préstamos con todo tipo de cláusulas y tabulaciones de intereses, castigos tributarios, chantajes, extorsiones y por supuesto, gran cantidad de ofertas que no se pueden rechazar. Eso es lo que origina la alta temperatura de la gran película. Nervio por la situación económica que origina tensión social, supuestamente por debajo del agua, oculta detrás de la máscara del compañerismo gremial. La cosa arde entre papas calientes.

Por eso los vendedores son enigmas difíciles de resolver para la colectividad. A veces son iconos de la nostalgia, queridos por ser entidades históricas, y en otras son tildados de lapas de la sociedad, parasitarios de muchas maneras. Se nos hacen familiares y los queremos porque los necesitamos pero al mismo tiempo nos causan cierta sospecha. Amor y desconfianza: melodrama de aparador. Relación de conveniencia, convivencia utilitaria. ¿Y a todo esto, qué se puede decir de lo que se vende ahí, en esas calles de locales abiertos de capa, ese mundo de publicidad gritando anuncios, planes de pago, ofertas, gangas, promociones? Absolutamente todo porque todo se halla ahí. Por ello la frase chusca: “Si usted no lo encuentra en el Centro Histórico es porque aún no se ha inventado”.
Haga sus mezclas como quiera. Productos para compra, venta o renta. Nacionales o extranjeros. Correctos, incorrectos, legales o ilegales, permitidos. Fayuca, piratería y cosa robada (que no son la misma cosa).

Mecánicos o eléctricos, naturales o sintéticos. Viejos, nuevos, seminuevos o usados, descontinuados. De primera, segunda o tercera clase. Raros, conocidos, populares. De lujo, necesarios o innecesarios. Baratos, caros, muy caros. Saludables y tóxicos. Para el uso personal, doméstico o industrial. Productos de uso cotidiano o sólo de temporada. Perecederos o perennes. Resistentes o frágiles. Desarmados, armados, completos o incompletos. Compuestos o descompuestos. Naturales o artificiales. Animales o plantas, vivos o muertos, en fin, una cadena sin fin de productos expendidos en plazas hechas ex profeso para ello (y que lucen abandonadas), en espacios públicos diseñados para todo menos eso (y que lucen abarrotados). En sótanos, azoteas, zotehuelas, en el subsuelo, el transporte público, desde que amanece hasta bien entrada la noche, los 365 días del año. Y sin meternos aún en el tema de quién lo vende y lo consume. Porque del lado de los que ofertan hay de todo.

Desde gente de “clase baja” que ostenta sin pudor todas sus posesiones, de la manera más extrovertida (y que se da el lujo de manejar decenas de asistentes, cajeras, secretarias, cargadores, estibadores, transportadores, es decir los del “diablito”, los viejos arrieros), hasta gente “de prosapia” cuya fortuna se vino abajo y se intenta reactivar (reinventar), a partir de negocios “modernos” o “atrevidos” que no conocen en lo absoluto y por ello fracasarán, pasando por gente de clase media que se mantiene en la línea mortal del equilibrio, soportando las “miles de cal por las pocas que van de arena”, un estancamiento genético cortesía de las ya hasta queridas crisis nacionales, que al parecer constituyen la única herencia en vida por vivir en esta tierra.

Y bueno, en el tema de quién compra la cosa es aún más diversa: compran los infantes, los adolescentes, las amas de casa, los estudiantes, los profesionistas, los burócratas, los industriales, los contratistas, los turistas nacionales o extranjeros, los amolados, los pobres y los muy pobres, hasta los mismos comerciantes entre sí y en grandes cantidades. La pirinola del juego así lo manda: “Todos compran”. O “Todos venden”, como se vea.

Y todo esto para decir que es justo por esta diagnosis estrambótica, por estado de cosas raras del teje y maneje del comercio, que el Centro Histórico se define (o indefine), como una ínsula extraña, heterogénea e irreductible, a la vez que uno de los espacios culturales más caros de nuestro ser mexicano: a lo largo de su calendario de siglos, en sus flujos de población y de billetes, de cuentas bancarias fluctuantes entre crecidas y bajonazos, se aglutina eso que hemos ido condensando como cultura metropolitana y que a veces pesa como nacional.

Y eso que la cosa no le ha sido fácil a este estilo de vida. Hay muchos agentes que viajan en sentido contrario al comercio informal, entendido éste no sólo como una mancha voraz de puestos callejeros sino también a una buena suma de locales fijos, dado que uno y otro se alimentan de dicha informalidad al desentender la ley: no hay buen uso del suelo, no hay pago de impuestos, no se sabe claramente el origen de sus mercancías, no hay veracidad en la información manejada en el proceso de su compra o venta. Por ello en ese mundo de este comercio las cosas siempre se dirimen de la misma manera: una y otra vez se acepta o niega su existencia, se analiza la pertinencia de su tolerancia, o de plano se lanzan campañas para su erradicación total sin negociación posible, a pesar de que todos los involucrados saben que significa una alternativa al desempleo y, más importante aún, para el abastecimiento de la población de escasos recursos. Y luego de pronto a la misma gente le parece incómodo.

Provoca conflictos con otros gremios, hordas de gente en histeria consumista, pirámides de basura y bloqueos de tránsito, forcejeos de clases, de grupos e intereses, empujones, mentadas, vistas de cara y tomaduras de pelo de unos a otros actores. Aún así, una y otra vez, pase lo que pase, regresa más fuerte que nunca, su fuerza es monstruosamente mayor que los defectos de su sistema vital: subsiste, resiste, se agranda, asoma su rostro hambriento apenas aparece el sol. Y tal rostro que dibuja la colectividad vendedora es uno que reconocemos como propio y nos representa: no es propiamente el del gesticulador político, mentiroso, odiado por el pueblo: es el de un joven risueño, pícaro y nervioso, agazapado pero expectante, dispuesto a cometer, de nuevo, feliz de la vida, el gran acto de su propagación.

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COMER COMO POLÍTICO

“Me los enseñó con vergüenza. No podía mover los dedos. Este era su segundo intento de regresar pero no tenía dinero ya y no había comido en dos días”. Foto: Cuartoscuro

“La verdad es que cuesta trabajo aclimatarse al hambre. Y aunque digan que el hambre repartida entre muchos toca a menos, lo único cierto es que todos aquí estamos a medio morir”. Esto fue escrito por el maestro Juan Rulfo en “La fórmula secreta”. Y es que hace unas semanas llegó un joven a las puertas del restaurante a pedir un cigarrillo: cenizo, de baja estatura, en estado de calle, indigente. Con marcas en la cara sin que supiéramos su naturaleza. Venía desde Honduras, caminando. Mientras estuvo en el lugar nunca se quitó los audífonos. Me pidió que le diera del vaso que yo bebía. Por supuesto le entregué mi vaso. Me dijo que quería pasar a Estados Unidos. Otra vez. Porque ya había vivido ahí un tiempo pero lo echaron. Con mala dicción, como si no pudiera articular las mandíbulas, me dijo cómo fue.

Estaba en Los Ángeles en un centro comercial y entró por unos pantalones. Se los robó sin saber que tenían los broches que hacen sonar los detectores de las alarmas. Estuvo preso por dieciocho días y luego lo deportaron a Honduras en un avión junto a otRos tantos. La segunda vez que quiso pasar le pasó algo “feo”, según sus palabras. Con los labios medio cerrados. Pero siempre sonriendo. Iba saliendo rumbo a México y se topó con los Marasalvatrucha. Se echó a correr y le dispararon. Se paró. Pero lo machetearon. Por eso tiene en los dos antebrazos una gran cicatriz en forma de raya, que se continúa de brazo a brazo.

Me los enseñó con vergüenza. No podía mover los dedos. Este era su segundo intento de regresar pero no tenía dinero ya y no había comido en dos días. Me dijo que le dolía la cabeza. Le dije que tenía que comer. Yo me acordé con tristeza de un refrán: “Al dolor de cabeza, el comer lo endereza”. Le serví un plato de lo que comimos todos aquel día. Comió hasta donde su estómago pudo pero no fue mucho. Le serví un par de cervezas. Por las secuelas de los tajos sus movimientos eran torpes: yo mismo le prendía los cigarros. Me dijo adiós, se paró de la mesa y se fue. Mucho dolor en todos los que vivimos esto. No sé por cuánto tiempo durará. Un muchacho como de 20 años con los ojos turbios. Como escribiera Eduardo Milán: “No comer pone los ojos locos”.

Y el dolor se mezcla con rabia cuando a los días leo en el periódico una nota sobre nuestros enormes políticos. Según la información proporcionada por diario Reforma, los Senadores (¿Cenadores?) de esta amada República en donde libremente hemos decidido pasar nuestras vidas, ha determinado acabar con todos los lujos de su cocina, con las intenciones de casi ayunar, volverse franciscanos. En ese empeño, nos señala la periodista, únicamente han solicitado un gasto menor para el siguiente año, según lo revelan algunos anexos de la Licitación de Comestibles Perecederos de la Secretaría General de Servicios Administrativos. Va más o menos así:

a) Carnes: filete de búfalo, de avestruz, costillar de cordero, rib eye, new york, gallinas rock cornish, faisán, perdiz, codornices y pato confitado.
b) Productos del mar: abulón, calamares importados, filetes de lenguado y robalo, salmón fresco y ahumado, langosta, langostinos, cangrejo de alaska, almeja chirla, salmón, bacalao noruego. c) Acompañamientos: aceites de nuez y de oliva extravirgen, alcaparras, anchoas, almendras, avellanas y nueces de macadamia, 7 tipos de arroz, 6 tipos de azúcar, 5 variedades de chocolates, 6 distintas cremas, 11 tipos de helado, 8 clases de pan y 15 tipos de pastas, azafrán, cúrcuma, curry y jengibre, así como un pedido de 25 tipos de queso que habría que investigar o imaginar. d) Postres: curaba (un fruto exótico de sudamérica), dátiles chilenos, cerezas naturales, arándanos, moras azules, carambolos y maracuyá. Todo esto con un pequeño costo de millones de pesos.

A esta indignación se sumaría, muy poco tiempo después, la despertada por una nota de Arturo Pérez Reverte, en la que el novelista nos explica, haciendo crónica de alguna vez que recaló en un paradero de esos que flanquean las carreteras españolas, las razones por las que la mierda es considerada como un patrimonio de la humanidad. Ahí, delante de los camiones aparcados, en sitios con “toritos de Osborne, perdices disecadas, carteles de futbol y fotos de toreros, cedés de Bambino y la Niña de los Peines, botas de Vino Las Trez Zetas y cosas así”, rodeado de “longanizas y morcillas colgadas del techo, y los currantes de la carretera y los campos cercanos despachando el menú del día”, tuvo a mal toparse con una realidad infame pero cierta. Acompañado en la mesa por trabajadores que llevan “la cara sucia, el pelo polvoriento, las botas o zapatillas gastadas, la ropa ajada”, que huelen a “sudor masculino y honrado, a ropa de faena, a caretos en los que despunta la barba de quien se levantó temprano y lleva horas de tajo”, no pudo dejar de ver cómo, pese al hambre tremebunda de sus cuerpos, levantaban “los ojos para mirar el telediario, donde una panda de golfos con corbata, que no han trabajado en verdad en su puñetera vida”, hacían declaraciones intentando convencer a todo un país de sus estupideces, sin entender en absoluto que tenía que ver “lo que se trajinan esos charlatanes, esos cantamañanas y esos hijos de la gran puta con la realidad”.

Para bien, una respuesta le llegó rápidamente, de la mesa más próxima, cuando con libreta en mano, el mesero pidiera a sus comensales elegir su segundo plato, entre filete a la plancha, conejo al ajillo o manitas de cerdo. Ahí fue cuando uno de los hombres “con las uñas llenas de Grasa, mientras rebañaba un pan con los restos de un guiso de habas, patatas y pescado”, respondió sin levantar la cabeza: “A mi ponme las manitas de ministro”.

Por eso es que agradezco infinitamente al maestro José de la Colina por el microtexto titulado “Escrito en mármol”, incluido en su libro Portarrelatos: AQUÍ YACE UN HOMBRE QUE EN VIDA NO FUE NADA, NI SIQUIERA DIPUTADO.

Hoy comen los estereotipos

sábado, mayo 6th, 2017

Los tacos de tripa, que no los de suadero, constituyen el almuerzo perfecto para la gente con deseos de crecer en lo que hace, gente emprendedora. Foto: Cuartoscuro

1) Los albañiles comen huevos revueltos con sardinas sobre tapas de tambo. A tacos y con chiles en escabeche. O cerros enteros de tortillas con chiles verdes y sal.  Aunque el 3 de mayo, en su día de la “Santa Cruz”, los patrones les llevan también kilos de  carnitas de cerdo, para variarle.

2) Los policías son omnívoros y comen lo que venga. Lo que cae en sus redes. En lo que puedan traducir su cartera. Yo vi a un policía asar en un anafre una paloma que él mismo mató con una resortera en  Chapultepec. Los policías que velan comen pollos rostizados el 31 de diciembre. A todos, se les ve sean de tránsito o de la bancaria,  iluminados por luces rojas y azules de la torreta, comiendo de pie en taquerías de puesto blanco, en torterías de puesto blanco, pero casi no en fondas de donde podrían ser largados una vez descubiertos por la sociedad a la que tuvieron que apoyar y prefirieron robar una y otra vez.

3) Los bomberos han de comer lo que ellos se hagan ahí adentro del cuartel, más o menos en ansiedad y más o menos en calma, es decir, más o menos con tensión. Tal vez ellos, que se llevan bien con el fuego, puedan cocinar algo mejor que los empleados del banco, que no han de pasar de una hamburguesa de doble carne y doble piña. Esas de puesto naranja. Quizá algo más que emparedados, quizá algo llevado desde casa. Lo cierto es que a los de sombrero alto como es el caso de los bomberos, no se les ve muy seguido con su uniforme por la calle, llevando las bolsas del mandado.

4) Los niños del mundo deberían poder comer los aparadores que quisieran: vidrieras completas de dulces, de chocolates, para poder comer todos los bocadillos que tanto les gustan, todos los panes, los bollos de las estanterías, hasta reventar. Y gratis. Eso es lo que deberían comer todos los niños del mundo aunque cuenten millones de pobres en nuestro país, tantos miles con sus padres separados haciendo como si no pasara nada. En todo caso se debe decir que los niños de ahora, los que llegan a comer, claro, comen mal, y precisamente por no comer cocidos, caldos con piezas de animales con proteína, mucho menos verduras. Seguramente todo irá por pastelillos, frituras, golosinas. Y por lo demás, qué bien. Que se atasquen de videojuegos y de películas en línea.

5) Los mentados futbolistas (y me disculpo por mentarles así pero aparecen en cualquier sopa), seguro comen asados mal hechos, en donde da la impresión que abundan, más que los buenos cortes, las salchichas ahumadas. Y carnes magras y pocas cervezas.

6) Las azafatas, sushi. O ensaladas con pechugas de pavo asadas. O alguna combinación de tales extremos. Y cuentan las calorías, y se imaginan siempre con poco peso, para embonar en una falda que han comprado o comprarán pronto en ese viaje tan soñado a París.

7) Los atletas de barrio (como los luchadores, los karatekas, los boxeadores, los velocistas) pudieran comer siempre, quién lo hubiera pensado, como muchos estudiantes y oficinistas, tacos de guisado. Los tacos de guisado, por cierto, luego de las gorditas, son los preferidos también de las secretarias. Junto con los huaraches, las quesadillas, los sopes y las memelas.

8) Los jóvenes supuestamente sofisticados del Distrito Federal comen carnitas o barbacoa los domingos. Por los días normales de la semana tal vez se sientan muy modernos con sus tacos de cajuela.  O algo mezclado: una hamburguesa rellena de algo con maíz o algo de maíz relleno con algo de trigo. O viceversa y frito

9) Los taxistas pueden comer pescaditos rebosados y cocteles de camarones con ostiones. Ya el domingo un “Vuelve a la vida” como metáfora de lo que se necesita para seguir adelante en el camino.

10) Las amas de casa que no cocinan comen lo mismo que las que cocinan, pero lo compran hecho. Albóndigas, sopa de pasta, milanesas, tortitas de papa o chuletas, una ensaladita menor sólo para distinguirse de los demás.

11) Los doctores de batita, principalmente los pediatras en edad juvenil comen seguramente pastas, y rebanadas de lomo, un estofado  y una copa de vino blanco. Su trabajo les costó estudiar, en fin, las especialidades del día. Y no lo acaban. También quieren cuidar la línea. Eso sí, postre. Tal vez piensan que lo merecen luego de tanto cuidar enfermos.

12) Los periodistas comen cortes si es que comen con alguien importante del trabajo, pero bien pudieran comer de cantina toda la vida. La conciben como una fonda pero con bebida incluida. Y claro, cuando están con la familia disparan una pizza.

13) Los poetas comen como tiburón tigre pero siempre y cuando no los vean. Cuando los ven dicen tener mucha hambre y no haber comido desde hace una quincena. Se atascan en esas zonas oscuras, a solas, como vampiros. Por ejemplo: muchos tacos con chorizo o longanizas, mucha grasa como la que hay en la cabeza de res. En ocasiones las poetas pueden comer tantos esquites como ellos tacos de surtida o de maciza. O bueno, ambos comparten en bellas escenas urbanas que recordaremos por siempre en el bello cine mexicano.

14) Los carteros comerán acaso de la tortillería: compran sus tortillas, arroz, huevos cocidos, salsas, y de ahí se arman de energía para subirse de nuevo a la moto. La moto no es como la cleta de antes pero para manejarla requiere de una buena alimentación. Por eso a veces pasan a comprar jamón a las tiendas para reforzar los tacos.

15) Los veladores comen pan dulce y café luego de los tamales que les lleva su marchante de toda la vida. Los lavadores de coches son fanáticos de los tacos de canasta.

16) Los empleados de las tlapalerías o las ferreterías piden comidas completas. Estar entre tanto fierro levanta el hambre. Pero como tienen un flujo constante de efectivo pagan los guisos caros: llegan al chile relleno, a la costilla asada, a la mojarra.  Los empleados cafés internet definitivamente viven con base en café y galletas hasta llegar a casa. Ahí, todo lo que les haya dejado la familia o los compañeros de cuarto es agradecido. Lo toman y luego lo pagan, dicen, pero no pagan nunca nada.

17) Las pollas y los jugos de naranja con huevo, el anís, el trago de jerez tempranero, es exclusivo de los abogados de medio pelo, de los ingenieros venidos a menos, de los gestores de trámites en las delegaciones. No se dice aquí necesariamente que se trate esta comida frugal (acaso nutrida con alguna torta ya envuelta de mostrador), propia de los borrachos, por lo demás un oficio que para muchos se vive con igual disciplina y tesón que cualquier otro por décadas.

18) Los caldos de gallina con Tehuacán preparado son para jubilados. O esos a los que antiguamente se llamaba judiciales, marranas, gente corriente, de pacotilla. Y los eructan durante el día con ronco pecho semejando a un gorila.

19) Los tacos de tripa, que no los de suadero, constituyen el almuerzo perfecto para la gente con deseos de crecer en lo que hace, gente emprendedora. Cantineros con sueños de independizarse, constructores vernáculos con ego de arquitectos, aquellos que nunca se dejaron explotar por los demás y reclaman aquí su imperio del sabor.

20) Los yogurts y las granolas, las frutas partidas, son de los nuevos matrimonios que quieren tener un hijo y una casa propia. Seguramente por la tarde comen enchiladas suizas o flautas, cosas que les hagan sentir entusiasmados por un futuro mejor: el porvenir.

21) Los jefes burócratas pierden el suelo seguido y se ponen de acuerdo para ir a comer escamoles y tequila, huauzontles y tequila, luego piden cabrito y tequila hasta perder el estilo. Y si no salen siempre con su sábana de res, su carne a la tampiqueña. Los rémoras y lambiscones de ese estilo de vida comen lo mismo pero en estado de “sobrinas”.

22) Las quesadillas de sesos quiero pensar que son para los artistas. No lo saben los que las comen las más de las veces pero, hagan lo que hagan, son o serán artistas. Por eso quizá sean mejor comprendidas por los niños y las niñas que por las almas desvalidas.

23) La barbacoa es de los padres de familia. Los que trabajaron duro y quieren dar a su apellido esa alegría. Y bueno, ser padre es un oficio duro, que reclama un buen consomé y unos tacotes de espaldilla.

24) Los diseñadores freelance comieron chilorio de micro-ondas. Ahora se hacen latas de atún para no perder el tiempo. O sándwiches con mayonesa.

25) Las marchantas del mercado comen cuando va bien un buen pambazo. O mole de olla. Mole verde. Porque para que regrese la saliva para el discurso se necesita algo así, barrocón, pesadón. O unas tostadas de pata. Y piden siempre su jugo grande de naranja.

26) Los que venden casas comen cochinita pibil o comida china. También los ajustadores de seguros que gustan de atascarse de birrias y pozoles. No, tal vez pozoles no, pero sí birrias, muchas birrias.

27) No sabemos qué comerán los que atienden las gasolineras. Beben refrescos fríos, eso sí, y galletas, parémosle de contar. Tampoco sabemos lo que comen los presidentes de los países jodidos de Latinoamérica: cerebros, destinos y presupuestos, pasados por el gañote con bebidas energéticas fosforescentes, quizá en su menú todo lo que se pueda robar.

La comida de nuestra vida: hagámosla ya

sábado, abril 15th, 2017

Nadie puede quitarnos el derecho de darnos placer, de convocarnos a la plaza pública para deleitarnos con alimentos y bebidas. En absoluta armonía. Foto: Cuartoscuro

Hace cuatro años, a la mesa con el crítico de arte Fernando Gálvez, me hacía ver su intención de llevar a cabo una acción de desobediencia civil que no debería tanto serlo y que, sin lugar a dudas, una vez que se reprodujera a lo largo del territorio nacional, terminaría siendo una bomba emancipadora: sacar una mesa a la calle y comer ahí, en el espacio público, lo que cada familia pudiera o bien, lo que entre ellas se compartieran.

El sueño suyo, y que por supuesto hice mío inmediatamente al escucharlo, era que ahí, todos arrojados a la calle, decenas de familias en sus mesas en cada cuadra, en cada manzana (o tal vez todos agolpados en sólo una gran fila de mesas que hicieran una misma, cómo saberlo), en fin, en cada colonia, en varias y así hasta llegar a copiarse por toda la federación, nos sabríamos libres de ataduras políticas: todos, sin excepción a la mesa, nos sentiríamos religados por algo (ya no digamos más fuerte que el nivel formal de un entramado electoral),  más fuerte que las telarañas de la sensación patriotera que aparece de vez en cuando, sino por una sensación de libre pertenencia por estar todos en la búsqueda de un fin: ser felices gracias a la colectividad, sin políticos y sin empresarios, es decir, sin mentiras.

Varias veces suelo imaginarme en esta mesa gigantesca, este sembrado de puntos de luz en el mundo, con las señas de la comitiva que se reúne en la mesa de Luis Buñuel en su Viridiana (1961), acometiendo con el mismo fervor la tan poética empresa de La Grande Bouffe (La Gran Comilona, Marco Ferreri, 1973). Deseos míos, quizá, utopías, pero no despropósitos.

Porque, ¿no deberían ser estas mesas, no como añadidura sino como mera condición de posibilidad de su existencia, mesas abiertas a la otredad más extrema? Por ejemplo que en ella se reunieran los más ricos y los más pobres, los ingenieros y los doctores, con los mecánicos, los carniceros, los ladrones?

¿No debieran se radicales? Quiero decir que ya ahí, con los pares comiendo, con los distintos pero iguales comiendo, donde ya no hay que ir por nada más allá que la compartición de los relatos, el entramado de los relatos varios para hacer uno cuyo nombre más bello no es el de literatura sino de cultura, ¿qué más sino hacerlo nutrido, prolongarlo, doblarlo, torcerlo, jugar con él?  ¿A ver hasta dónde llega y eso significaría a ver hasta dónde llegamos los unos de cara a los otros, cómo llegamos a dar ahí y cómo es que nos metemos a la cabeza el gran tema de la supervivencia, qué pensamos y qué nos diremos o no diremos de la sexualidad, de los placeres y los vicios, de la dura prueba que es prodigarse ese pan que ahora es compartido y sobre todo, nuestro tremendo asco por los gobernantes corruptos, los empresarios que sacan la sangre al pueblo?

Puede ser. Por lo pronto yo le invito a usted. Imagínelo por lo pronto. Escoja usted a un acompañante que ame considerablemente. O los que quiera, si así lo considera poético. Luego elija un parque bien cuajado que le venga a modo por su cercanía o simplemente porque le gusta. ¿Que cuál es el objetivo? Pues comer como se debe, a la manera de un picnic, comer bien, un día cualquiera, como acto libertario, en el espacio abierto.

Porque la verdad es que hay que frenar de alguna manera, aunque sea así de simbólica pues, el vértigo de la modernidad, la pauperización de lo humano, esa terca tendencia a la putrefacción que llega con el corporativismo, es decir, la maquinaria del capitalismo más salvaje. Por eso, es que le planteo esta idea. Lleve a la oficina la comida que quiera (casera, habitual, o bien algo especial, algo que lo consienta), y haga que sus comensales invitados hagan lo mismo. Piense al hacerla que la compartirá con el otro. ¿Y sabe por qué? Porque no hay mejor manera de convivir entre pares, saber algo de las maneras que tienen de vivir otros seres humanos. Hable de las películas o programas de televisión que vio en la semana, de los libros que leyó, cuente chistes, anécdotas de lo que usted guste, de la maldita inmortalidad del cangrejo pero observe siempre una regla: no hable de su jefe o del trabajo porque justo la idea es mandarlos por un momento derechito a la chingada.

No. Mejor hable de usted mismo. De los entretelones de la vida en la tierra, del amor, del arte. Porque si se pone a ver, nos ponemos a ver, todo ello al final es la misma cosa: la conversación luego de comer o comiendo, con el otro querido, como la mejor manera que tiene uno de asombrarse de estar vivos. Hable también de la religión que es la amistad y por supuesto de la comida misma. La idea es desprenderse del todo hecho pedazos, suspender su propia burbuja de la porquería en que se ha convertido el hecho mismo de trabajar, escapar de la cruel alienación a la que hemos sido sometidos, la cosa de la vida vulgar. Reflexione. Esa zona delimitada por una sábana, esas viandas que le convida su grupo, cocinadas por ellos mismos o sus familias, ese postre precario que se ha embarrado en el contendor de plástico, representan su autonomía, su reinado. Es ahí, en esa arquitectura vernácula que es delimitada por sus cuerpos en el parque, rodeada de plantas y árboles, que operan únicamente sus reglas, su forma de pensar y decir. Es su reinado. Se trata pues de un paréntesis que frena el discurso homogeneizador de que todos somos iguales frente al sudor del trabajo, que todos somos obreros del sistema. ¡A tomar por culo el maldito sistema! Esa farsa que nos ha hecho creer que no existimos.

Por eso no se mimetice y mímese.  Haga usted amor con la comida al aire libre, y no se limite. Destape un buen vino, coma de lo lindo, cierre con un termo de café hirviendo y bostece un buen rato para comerse así, como otros comen energía, presupuesto, ego, unos minutos de su hora de comida.  Y además, caiga en cuenta que comer así es regresar a la ciudad, dejarnos ver entre sus brazos como si fuera aún nuestra madre querendona. Vamos de “día de campo”, decíamos antes. “Día de campo” para propinarnos un día de campo en medio de la urbe hostil. Picnic como recostarnos de nuevo en la matriz, como casa del árbol no para el soliloquio sino el coloquio de los amantes. Y es más: lo convoco a que promueva esta sublevación. Diga NO a los comedores industriales. NO a las máquinas expendedoras de comida chatarra. NO a las fondas baratas pero cutres. El tiempo nuestro es el que vale. Porque sobreviviremos a la hostilidad del mundo capitalista, del tiempo rápido de su modernidad que nos hace pensar o sentir que no hay otra forma de vivir nuestra vida. ¡La hay!

Nadie puede quitarnos el derecho de darnos placer, de convocarnos a la plaza pública para deleitarnos con alimentos y bebidas. En absoluta armonía. Las calles, las plazas públicas, nos pertenecen. No pertenecen exclusivamente a los vendedores ambulantes, a los rateros, a los pudientes, que acaparan el espacio público como si fuera suyo. No. Sin embargo, salir a la calle y sentarnos a la mesa parecería en un acto de desobediencia civil. Y no tendría porqué. Queremos decir con esto de comer juntos en familia, que nos suspenderemos, seremos equidistantes a la médula ósea de lo que los gobiernos imponen como realidad, porque la realidad que queremos es otra, más pegada a los sentidos que a las mañas, las astucias, los trámites, los pagarés. Queremos salir a los jardines y ser felices.

Caminaremos de nuevo con nuestros portaviandas, nuestros maletines del placer, a degustarnos sobre la hierba, a sentirnos plenos con la compartición del pan. La comida a cielo abierto será como una nueva eucaristía, y vaya que la querremos por siempre. Esta comida, sépalo, siéntalo, será, la primera comida del resto de nuestras vidas. Buen provecho.

NOTA MUY IMPORTANTE:

Imaginemos que usted elije la Plaza de San Jerónimo en el Centro Histórico para acometer este sueño.  Y el día 23 de abril. De las 2 de la tarde hasta las 7 de la noche. ¿Sabe por qué? Porque haremos una Gran Comilona por cuarta vez, en el Centro Histórico. La Gran Comilona, una acción colectiva, está abierta a todos, y será acompañada de una feria de publicaciones alternativas, lecturas de poesía y presentaciones de libros. La entrada será absolutamente gratuita. Los requisitos para participar son: llevar comida y bebida (lo mismo platos, vasos y cubiertos), para compartirla gratuitamente con otros comensales sentados en la mesa, o bien en las jardineras de la plaza. Hay pocas reglas que cumplir. Hay que compartir los alimentos, no desperdiciarlos, y se deberá a toda costa intentar hacer una escultura social de paz y placeres en que se pueda pasar una tarde pletórica entre amigos, disfrutar del entorno. El respeto, la seguridad y la limpieza, serán cosa que hagamos entre todos. Amigos de esta columna, “Sobas Completas”. Los invito a comer. A comernos entre todos. A comer lo que pensamos, sentimos y soñamos, en la plaza pública, de manera gratuita, y crear una experiencia única. ¿Vienen?

 

 

 

El mercado nuestro como la cultura misma: Una entrevista a Julen Ladrón de Guevara

viernes, enero 27th, 2017

En la Ciudad de México existen 329 mercados de zona, más los tianguis. Sitios en los que se pueden encontrar productos frescos, locales, sanos y económicos. Julen Ladrón Guevara sabe de ellos, pues los ha caminado y admirado prácticamente toda su vida. Antonio Calera-Grobet la entrevistó en un recorrido con muy distintos olores y sabores.

Ciudad de México, 27 de enero (SinEmbargo).– Julen Ladrón de Guevara se define como cronista de mercados, dice que el gusto por caminar sus pasillos lo trae de nacimiento y lo ha reforzado con cientos de buenas experiencias. Lleva años escribiendo sobre ellos, defendiendo su importancia y conservando su tradición.

En esta entrevista comandada por el promotor cultural Antonio Calera-Grobet, la también curadora y museógrafa habla sobre la historia de los mercados más importantes de la Ciudad de México, de cuáles son sus favoritos y del libro que publicará próximamente sobre las recetas de cocina de estos recintos tradicionales.

La identidad de algunos de los mercados de la ciudad. Imagen: Sedecodf

La identidad de algunos de los mercados de la ciudad. Imagen: Sedecodf

– Recuerdo conversaciones contigo sobre comida. Al parecer desde pequeña has reconocido en el mundo de los paladares dominios contiguos al arte y a las letras, a las humanidades. ¿Me equivoco? Platícame algo de esa infancia tuya rodeada de viandas y vituallas. ¿De dónde te viene?

– Me parece que las primeras conversaciones que tuvimos al conocernos, fueron sobre arte y comida, al mismo tiempo. Y es natural porque en gente como nosotros, que consideramos arte casi todas las manifestaciones hedonistas del ser humano, la pasión por la comida es una de nuestras favoritas. Sabemos que esta pasión en particular demanda mucho tiempo y atención, sobre todo si además de comer cocinas, porque en el proceso de elegir los alimentos, olfatearlos, imaginarlos en la mesa, pensar en el vino que se ofrecerá junto con los platos, se nos cruzan imágenes y pensamientos de todo tipo que además de conformar nuestra visión del mundo, la nutre. Me parece que ese proceso es como si realizáramos el boceto de un bodegón cada vez que nos volcamos en nuestras cocinas a idear comidas completas para amigos, o simples pero bonitas para nosotros en soledad, o cuando nos infiltramos en cocinas ajenas para ayudar a picar más rápido la cebolla. Para mí, hay pocas cosas tan disfrutables como idear, cocinar, compartir la comida con los amigos y generar los recuerdos que formarán parte de nuestro acervo de felicidad para los momentos duros y para la vejez.

Además, en ese mismo sentido, la comida cumple con una función de amalgama muy especial en el seno de las familias, porque es a la mesa cuando se hacen menos difíciles las confesiones personales, donde se celebran los cumpleaños, se pide matrimonio a la luz de las velas, se comparten secretos o simplemente se platican las cosas que las personas que amamos hicieron durante el día cuando no estaban con nosotros. En el mejor de los casos, en el peor, se tiene una televisión prendida que funge como maestro de ceremonias, y punto.

En algún momento de confusión pensé que estas sensaciones y deseos de cocinar permanentes que tengo se debían a que yo idealizaba las fiestas y demás momentos gratos con alimentos de por medio, pero al final me doy cuenta de que en realidad les estoy dando el valor que se merecen, y si lo disfruto es porque es disfrutable. Para resolver esta crisis cristiana, que más bien me venía por la culpa que me daba cuando la estaba pasando bien, me remití a los recuerdos felices de mi infancia, cuando mi padre invitaba a sus amigos o a nuestra familia a la mesa y platicaban horas de los recuerdos que se generaron antes de que yo existiera. Nunca faltaba una botella de vino, quesos, pan y los gritos de mi padre cantando emocionado algunas canciones españoletas de principio de siglo pasado que le enseñara su papá; fuera de lo ingerible, son esos gritos y los pasitos fugaces de nuestros gatos lo que primero me vienen a la mente.

Foto cortesía de Julen Ladrón de Guevara.

Foto cortesía de Julen Ladrón de Guevara.

En los años 80 y 90, los asiduos a nuestra mesa de los domingos eran los músicos amigos del exilio chileno, de quienes recuerdo una pieza que en definitiva es la más importante del soundtrack de ese tiempo de mi vida: Gris Tango, de Camerata Punta del Este. Me encantaban todos ellos, en especial la pianista, que era una especie de Morticia alta y espigada, con el pelo negro y largo, de vestido negro y largo también, que me hipnotizaba cuando ponía sus manos sobre el piano. También recuerdo a mi padrino en la casa, que es escritor y que desde niña me parecía enorme y me fascinaban sus visitas, que eran escasas pero muy disfrutables; él fuma puro y le gusta el futbol, así que a veces veía los partidos con mi padre que celebraba a gritos cada gol, como todo… a gritos eufóricos, con el rostro amoratado, jajajaja. En una ocasión, la Julen fetichista se quedó con uno de los puros sin terminar del padrino, y lo guardó muchos años, ¡como 30! Ya no sé dónde está, pero recuerdo su olor, que impregnó todo un cajón con recuerdos que debe estar por ahí todavía. De esos años recuerdo a muchos buenos amigos, a mis novios que también pasaron por esa mesa, a Aníbal Quijada, el mejor amigo de mi padre entonces, que era un viejo chileno sensacional, porque tenía un nivel de plática tan amena y enternecedora, que siempre que se despedía sentía que me estaban arrebatado algo. Él fue quien le pidió a mi hermano que sí se acercara al féretro de mi papá porque había que despedirse, porque él que estaba más viejo la sabía y que mejor mirara la sonrisa tan linda que le habían dejado los de la funeraria para que se fuera con eso. Ese día lo amé más que nunca, pero también fue el último que lo vi.

Cuando niña, tuve la inmensa suerte de vivir en una casa de techos muy altos, rodeada de cuadros, libros, cientos de objetos que eran los fetiches y los detonadores de recuerdos de mi padre. Vivíamos a una cuadra del centro de Coyoacán, así que el entorno en el que crecí era privilegiado; mi vecino era Alejandro Galindo y nos amábamos mucho, pasé tardes interminables en su casa haciéndole compañía y viendo películas; el parque estaba muy cerca y lo fines de semana eso era una fiesta, nos rodeaban al menos tres iglesias importantes, muchas casas antiguas, cantinas, calles empedradas, centros culturales, teatros, amigos pintores y escritores, librerías y demás cosas bonitas que estaban a pocos metros de distancia. Tan sólo había que abrir la puerta para ver cosas hermosas y echar a andar sin miedo a que te robaran, lo cual fomentó en mí esta vagancia crónica que tanto me ha dado y a la que tanto le agradezco.

Por otra parte, el mercado de mi casa estaba a un par de cuadras de distancia, y cada tercer día iba a comprar el bofe de mi gatita, porque no existían las croquetas todavía. El camino lo sigo haciendo con los ojos cerrados;  después de escuchar el ruido del azote de la inmensa puerta de vidrio con herrajes de los 50 de mi casa en Coyoacán, caminaba con un poco de flojera pegada a la pared y llegaba por el lado del basurero, daba vuelta en la tienda de discos que aún eran de acetato y llegaba con el carnicero. Ese bofe me daba asco, era esponjoso y olía muy mal, pero a los gatos los volvía locos de emoción. En el mercado me pasaba horas con mis marchantes que me querían mucho, les hacía gracia que los fuera a visitar y me regalaban cosas; estaba La Güera que sigue vendiendo frutas ahí, los señores de los jugos, pero sobre todo la señora que me vendía las tortillas, que era muy dulce y muy buena conmigo. En ese mercado compré todos los accesorios de mi adolescencia, porque había grandes puestos de fayuca con objetos brillantes y novedosos:  lipsticks amarillos que pintaban color rojo, broches de novedad, blusas de seda china preciosas, dulces ácidos, agujetas de arcoíris, lociones raras, estampas de olor, chocolates americanos, casetes regrabables con dibujos lindos para grabarle a los novios las canciones de amor que nos hacían recordarlos, cigarros de Yves Saint Laurent o John Player Especial, en fin, una cantidad de cosas que eran muy apreciados en mi adolescencia.

De la mano de mi padre visité muchos otros mercados, sobre todo los tianguis del centro de la ciudad, como Tepito o la Lagunilla, porque le encantaban las baratijas, las novedades y las antigüedades. Le encantaba complacerme comprando muchas cosas baratas, y yo me sentía soñada. A veces en navidad íbamos a Ciudad Juárez y nos cruzábamos al Paso a los tianguis y hacíamos lo mismo, era muy emocionante. En fin, que el gusto por el mercado me viene desde el ADN y fue reforzado con cientos de buenas experiencias que he tenido en estos lugares.

– Me gusta considerar que existen cocineros de profesión y cocineros de pasión. Es decir, creo que sí hay cocineros que nacen y que se van haciendo con el tiempo. Yo me considero uno de ellos y a ti también. Dime como es que te sientes cocinera: ¿Qué te gusta cocinar y por qué? ¿Cómo es que imaginas este mundo de los placeres culinarios?

– Pues tienes razón, somos de esos cocineros forjados por la pasión, y creo que existimos de esta manera porque cocinar tiene muchas ventajas para nuestro cerebro reptiliano, debido a que el instinto de supervivencia te dicta alimentarte y repetir las experiencias que te hacen sentir bien.  Entonces si además de saciar el hambre despides dopamina mientras cocinas, pues el cerebro te va a incitar a que lo hagas la mayor de veces posible para sentirte bien. En mi caso, mi cerebro me tiene bien entrenada porque ya lo volví adicto a esas sustancias que se generan al ejecutar todo aquello que conlleva poner un plato en la mesa, como pensarlo, comprar los elementos necesarios, procesarlos, etc. Por eso creo que cocinar, así como pintar, ejercitarse y escribir son ejercicios cotidianos intrínsecos a nuestra naturaleza humana desde el principio de los tiempos. Hay gente que prefiere correr, jugar futbol o pintar, pero a nosotros básicamente nos gusta cocinar. Entre las cosas que prefiero preparar están muchas recetas de la comida mexicana, algunos inventos míos, mousses salados y postres de frutas crudas (porque no las cuezo como dicen las recetas tradicionales porque se marchita el sabor y el color). En realidad la comida que preparo es sencilla la mayoría de las veces, pero me gusta idear la presentación final porque basado en ello corto los ingredientes de determinada forma, o los cuezo o los frío, los empanizo o la echo al vapor. Me gusta que al final se vea bien, que los colores de las verduras brillen en vez de verse marchitas, así que deben estar en un punto adecuado para no cocerse de más. A los postres  les meto mucha producción al decorarlos porque me gusta pintarlos a mano, ponerles diamantina o pátina dorada, realizar los adornos que se me ocurran con el material comestible que sea, y no me importa cuánto me tarde o me complique. Otra cosa que me tiene fascinada son los resúmenes de los caldos, es decir, la salsa restante después de ponerla al calor para que se evapore el agua y quede el concentrado, que a veces es salado o es dulce. Estos jarabes concentrados hacen la diferencia de muchas cosas en cuanto al sabor y a la textura de los alimentos, pero hay que tener paciencia. Por eso considero que este mundo de los placeres culinarios es multidimensional, tiene tantos niveles y gratificaciones paralelas que sería difícil de describir de otra manera.

– Uno de tus temas por excelencia, tus querencias más evidentes, es el del mercado mexicano. ¿Cuándo es que podemos hablar de la existencia de un mercado sea que se levante al aire libre, bajo un techo, sea antiguo o moderno, más bien grande o pequeño’ En otras palabras, ¿cuáles son los elementos constitutivos de un mercado, sin los cuales se vendría abajo?

Una toma del Mercado de Jamaica en diciembre. Foto: Diego Simón Sánchez, Cuartoscuro

“Después de la conquista los productos que se vendían en estos mercados cambiaron y la gastronomía mezcló sus ingredientes así como los hombres su sangre”. Foto: Diego Simón Sánchez, Cuartoscuro

– Este es un tema tremendo, porque para hablar de los primeros mercados reconocibles como tal hay que remontarse a una época extraordinaria, que es aquella previa a la conquista, donde el comercio estaba relacionado de manera íntima con los mercados, que eran al aire libre. Ahí se congregaban los oficiantes de todo tipo para exponer y vender sus mercancías, pero también se reunía la gente a divertirse, a comprar y a dejarse ver. Uno de los mercados más importantes del mundo (del nuevo y del viejo) fue el del Tlatelolco, que según las palabras de Bernal Díaz del Castillo, era más grande que Salamanca. La visión que debieron tener estos españoles la primera vez que lo conocieron debió ser alucinante, porque este era la obra que el rey Moctezuma mandó construir para mostrar su poderío ante sus enemigos y su pueblo, para generar confianza y prosperidad, para que su potestad quedara bien asentada entre todos los habitantes de ese mundo que parecía estar por florecer aún más. Sin embargo se atravesó la conquista con las consecuencias que conocemos. El mercado de Tatelolco se proveía de las mercancías que venían de los pueblos cercanos, cuyos comerciantes llegaban ya fuera a pie o en canoa, porque este mercado tenía un embarcadero donde cabían más de 3 mil 500 embarcaciones y muchas llegaban de Xochimilco. Bajo la estricta supervisión de un juez que vigilaba los precios y los intercambios, se vendían plumas, esclavos, perros cebados, joyas, ropa, animales para comer, hueva de mosquitos e insectos, tortillas, tamales, y hasta comida corrida. Las mujeres se pintaban la cara de rojo y la boca de amarillo para ser más atractivas y salían con sus mejores galas a pasearse. Después de la conquista los productos que se vendían en estos mercados cambiaron y la gastronomía mezcló sus ingredientes así como los hombres su sangre; con el tiempo fueron y vinieron héroes patrios, guerras, tiempos de paz, y con ese transcurrir del tiempo llegó Porfirio Díaz, aunque los mercados seguían con formato de tianguis, es decir, casi no habían mercados bajo techo.

Foto cortesía de Julen Ladrón de Guevara.

“Si el mercado es una metáfora de la vida, hay para todos y todos tienen lo que se necesita para ser feliz disfrutando de la vida.”. Foto cortesía de Julen Ladrón de Guevara.

Con el Porfiriato se construyeron algunos, siendo el de La Paz, que está en el centro de Tlalpan, el más emblemático de la época. Fue construido entre 1898 y 1900 por los presos de la cárcel de la zona, que acarreaban los pesados ladrillos que le dieran esta forma única a uno de los mercados más viejos y bonitos de la Ciudad de México. Ya en los años 50, con Ruiz Cortines como presidente y Uruchurtu como regente, se mandaron  edificar muchos mercados de barrio en las colonias de la ciudad, lo que generó una gran movilidad económica y un apoyo más directo al campo mexicano. Desde mi punto de vista, es el segundo mejor momento de los mercados de México, después del rey Moctezuma. Y después de este relato, nos damos cuenta que los elementos que constituyen a un mercado son muchos y muy importantes, porque son de tipo económico, social, cultural, y las ramas que se derivan de estos.

– El mercado como ecosistema cultural por excelencia, una suerte de escultura social en donde se entraña la cosmovisión de un pueblo determinado. Desde dónde viene esa pasión en ti.

– Me viene desde el estómago, pero también desde el deseo de ser feliz vagando por un mercado que parece fiesta y me provoca felicidad. Me viene desde las vísceras porque la necesidad de integrarlos seriamente a mi vida la tuve desde antes de ser consciente de tenerla. También me viene de la infancia, o tal vez de la infancia de mi padre, que me enseñó el camino, pero también creo que él sólo despertó en mí algo que ya traía por derecho de piso, como creo que lo traemos todos. Me gusta pensar que estas cosas que me suceden con los mercados o con el arte, podrían sucederle a todo el mundo porque no debo ser una de pocos, lo que pasa es que hay quien trae ese instinto despierto, a otros hay que despertárselo pero también hay a quienes no les interesa y lo dejan dormido para siempre. Si el mercado es una metáfora de la vida, hay para todos y todos tienen lo que se necesita para ser feliz disfrutando de la vida.

– ¿Cuál es el futuro de los mercados tal y como los conocimos cuando tienen frente de sí a cualquier cantidad de competencias hoy día? ¿Podrán con las firmas trasnacionales? ¿Qué cambia en ellos con la llegada de los supermercados, las tiendas de oportunidad, los autoservicios?

El mercado de Jamaica, uno de los más importantes de la capital mexicana. Foto: Cuartoscuro

“Al menos en un futuro cercano, puedo ver la integración de la gente de a pie a la vida económica del mercado, porque se está poniendo de moda, y eso está bien”. Foto: Cuartoscuro

– El panorama del futuro de los mercados hoy es más esperanzador del que teníamos hasta hace dos años, porque al menos para la Ciudad de México ya tenemos una ley que los protege por formar parte del patrimonio cultural.  Con esto habrá más recursos para estos establecimientos, se harán más labores de restauración, adaptación y demás trabajos pendientes de desde los años 70. Al menos en un futuro cercano, puedo ver la integración de la gente de a pie a la vida económica del mercado, porque se está poniendo de moda, y eso está bien. Las circunstancias actuales ayudan a que estos centros de abasto tengan mayor reconocimiento y se les dé un valor distinto, en cuanto a los productos en general, pero también en cuanto a la calidad en la gastronomía que se genera bajo sus techos. Quisiera pensar que con esta crisis que cada vez es mayor, nos convenzamos de la importancia que tiene para nuestra economía consumir nuestros alimentos en los tianguis, mercados sobre ruedas, recauderías y demás tiendas de barrio. Ojalá que así sea.

Los supermercados cumplen también con su función, hay muchas cosas que sólo podemos comprar ahí, pero desde su aparición los comerciantes de mercados sufrieron mucho y el gobierno permitió el crecimiento de estos comercios sin regulaciones especiales para proteger a los mercados. Esto  derivó en el descuido del campo, o la exigencia a los campesinos de que produjeran fruta igual en tamaño y forma, porque consideran aun hoy que esa estética anoréxica que exige uniformidad, delgadez extrema y demás aberraciones es la que vende. Controlar hasta la forma de las frutas es una neurosis que ha desembocado en el sacrificio de la calidad en pos de la belleza según los cánones del súper; ¡qué absurdo! Ahora resulta que la comida fea es la más grande, la irregular, la que tiene todas sus características alimenticias, la que dejaron crecer hasta que cayó del árbol, y la bonita es la que tiene tantas modificaciones genéticas que ya perdió sustancia. En fin, ya vienen de regreso las mujeres con formas, espero que suceda lo mismo con la fruta y la verdura.

– Cuáles son tus mercados preferidos de la Ciudad de México. ¿Platícanos por qué?

El mercado de Jamaica, uno de los favoritos de Ladrón de Guevara. Foto: Cuartoscuro

El mercado de Jamaica, uno de los favoritos de Ladrón de Guevara. Foto: Cuartoscuro

– Esta es siempre una respuesta difícil de contestar, porque son muchos, tomando en cuenta que en la ciudad existen 329 mercados de zona, más los tianguis y demás. Pero de los que más visito y disfruto, son los de Jamaica, el de zona y el de las flores, donde tengo buenos amigos y me siento de verdad en casa. Cuando voy a comprar las flores le llamo siempre a Horacio, cuya familia tiene algunos locales y conoce muy bien a todos. Damos una vuelta, compro muchas flores por poco dinero y después me voy a comer al Jamaica de zona con Daniel, el dueño del Paisa, que es un local de comida basada en productos de mar, donde se come delicioso. Otro que me encanta es el de San Juan, donde también tengo un lazo de amistad con algunas familias que me tratan muy bien cuando voy a comer; con Maru de la Jersey, Ricardo de los mariscos, Karol de la Gastrobutique, y así con varios. La visita es genial, si quiero quedar bien con alguien lo llevo a comer ahí. Por supuesto el tianguis de los martes de la calle Salvador Alvarado en la Escandón, que fue primero del que comencé a escribir de mercados gracias al Pollo, que es mi marchante preferido, el de mi infancia que es el de Coyoacán, El de la Guerrero por cómo se come…

– ¿Cómo crees que las autoridades han protegido esta entidad de nuestro patrimonio vivo? ¿Crees que se ha venido trabajando bien en la salvaguarda de este tipo de elementos que constituyen nuestra cultura?  ¿Qué hay de quien piensa que se trata de espacios de comunicación social, de compra y venta no sólo de artículos y comestibles sino también de identidades, que se halla a punto de desaparecer?

– Creo que en la Ciudad de México lo han hecho muy bien estos últimos años, lo sorprendente es que hayan dejado pasar más de 50  para comenzar a darles el crédito que se merecen. Me parece que el Secretario de Economía ha tenido un interés real por apoyar a los mercados, ayudar a que no se extingan y a que tomemos conciencia de que nos pertenecen como parte de nuestro patrimonio de vida, como personas y como ciudadanos. Yo soy apartidista y no me interesa apoyar a ningún político porque no creo en ellos, pero debo admitir que la actuación de Chertorivski ha sido atípica y ejemplar en este tema, y sí creo que sólo a partir del interés en sacar adelante a la ciudad a partir de apoyar uno de sus focos sociales y económicos más importantes, surgen proyectos como los que ha generado esta secretaría por orden de este secretario en particular. No es al partido político, si no la persona que genera los cambios a la que hay que reconocer, porque de esa manera colaboraremos para estar a salvo de que nos sucedan cosas que no deseamos, como la venta de los mercados a particulares. Es en esta administración que se han logrado grandes avances para el futuro de los mercados, lo malo es que al salir este señor quién sabe quién venga, con qué intereses y con qué proyectos propios, por eso fue tan importante el nombramiento de patrimonio para los mercados, ya que este es un candado para evitar que sigan amedrentando a los comerciantes con amenazas de quitarles sus mercados.

La cronista de mercados Julen Ladrón y don Daniel, comerciante con 55 años de experiencia. Foto: Twitter (@elymoonblack)

La cronista de mercados Julen Ladrón y don Daniel, comerciante con 55 años de experiencia. Foto: Twitter (@elymoonblack)

Lo malo, muy malo, es que esto no sucede en todo el país, y que el detrimento de los mercados debido a la falta de apoyo de los gobiernos, está provocando que se extingan. Nadie quiere ir a un mercado sucio y que se está cayendo, quién querría apostar por invertir en uno de estos locales los ahorros de la familia si hay amenazas constantes de que un consorcio comercial quiere comprarlos para hacer un supermercados ahí… No deberíamos padecer estos temores, ya tenemos suficiente. No es justo que a los gobernantes no les interese apoyar estos centros de vida, de tradición, de cultura gastronómica; aquí es donde de manera natural deberían llegar todos los productos del campo mexicano, por eso no apoyar a los mercados es darle la espalda al campo, a la ciudadanía, a la historia, y a la memoria de un país cansado de tanta injusticia y dejadez. Ojalá la ciudad de México sea un ejemplo que estos necios sean capaces de ver, porque su gran ceguera es también un gran problema.

– Tengo entendido que escribirás pronto un libro sobre los mercados. ¿Se viene ya? ¿Puedes adelantarnos parte de sus contenidos u objetivos?

– Sí, es un libro de recetas de la gastronomía de los mercados de la ciudad de México. Después de visitar y comer en tantos mercados, me di cuenta de que los cocineros tradicionales de esta ciudad están ahí. Haciendo cuentas, he descubierto recetas que llevan al menos 120 años bajo el resguardo y ejecución de una misma familia, que en muchos casos han heredado incluso los molcajetes y demás enseres que sirven para la preparación. Alguien que con mucha pena una vez me dijo que sólo preparaba flautas, me contó que esa receta se la enseñó su mamá, y a su mamá su abuela, y así, hasta que llegamos a los 120 años preparando dos salsas y una sola receta de flautas; me pareció de un nivel de especialidad tan increíble como el que debe tener cualquier maestro japonés que lleva 60 años consagrados al perfeccionamiento del sushi. Además me gusta la dinámica de este libro porque me obliga a conocer más mercados, a comer rico y a visitar a la gente que me ha tratado tan bien cada vez que cruzo el umbral de su segundo hogar, que es el mercado.

Sobras completas | Tacos: tema y variación, consideraciones

viernes, agosto 12th, 2016

Esta semana el escritor y promotor cultural creador de la hostería La Bota, hace un ensayo sobre los tacos: de guisado, de canasta, placero, de carnitas, suadero, de cochinada o sal… La Ciudad de México es un paraíso para los tacoadoradores, y Antonio Calera nos cuenta su propia experiencia.

  1. Los Tacos de Guisado

Foto: Cuartoscuro

“Ese disco de Maíz se rellena más saludablemente, es decir, con platillos generalmente verdes, mucha verdura, un poco de pollo y casi nada de carne roja”. Foto: Cuartoscuro

Los Tacos de guisado son la manera más común –el pretexto diría su servidor–, a través de la cual los comedores de Tacos no reconocidos en público, los no profesionales o los Tacoadoradores de clóset, se permiten un acercamiento al mundo real de la fritanga y sus placeres. Se dice o se piensa en estos círculos que en este tipo de Taco no hay grasa en el comal, o bien que ese disco de Maíz se rellena más saludablemente, es decir, con platillos generalmente verdes, mucha verdura, un poco de pollo y casi nada de carne roja: Rajas con Crema, Arroz con Huevo cocido, Acelgas, Ejotes con Huevo, Huevo con Salchicha, Frijoles con Queso fresco, Tortita de Papa o Papa con Rajas y una larga fila de posibilidades. En pocas palabras: es propio de este reino que el comensal lo asimile como una especie de quiebre o deslinde del Taco más grosero –Carnitas, Chorizo o Pastor de Puerco; Cabeza, Tripa o Suadero de Res–, y legitime la mordedura de sus Tacos como válida, aprobada por el sistema de salud, casi benefactora del género humano, lo que sería necesariamente verdadero si no se observara el dark side de aquellos universos: Picadillo, Cerdo en Verdolagas, Mole Verde o Mole Rojo, Chicharrón, Tinga de Pollo o Carne, Lengua a la Veracruzana, Longaniza en Morita, Bisteces en Chile pasilla, Moronga, Chile relleno, Pancita y hasta Alambre con harto Tocino. A pesar de este pequeño inconveniente, lo que ciertamente opera y hace mucha diferencia con otro tipo de Tacos es que en estos no sólo existe la salsa verde o roja, sino que se permiten el acompañamiento de otras que brindan al que come una sensación de frescura, novedad, regreso a la naturaleza: Chipotle, Caldillo de Jitomate o Tomate Verde, Chile Serrano, Pasilla, Guajillo o Morita, fondos, untos o guarniciones que provocan felicidades complejas a la lengua. Y aunque los Tacos de guisado son muy buenos cerca de las salidas del Metro, en las paradas de autobuses o en los mercados, es imposible dejar de mencionar los “Tacos Hola”, también llamados “El Güero” en Ámsterdam 135, en la Condesa. Cerca de una veintena de platillos y 40 años de experiencia. Lástima que cierren a las dos o tres de la tarde. Otros estupendos de guisado son los de “El Jarocho”, en la calle de Manzanillo No. 26, esquina con Tapachula, casi esquina con Insurgentes. Nacido en 1947, “El Jarocho” es sinónimo de tradición y buen sabor en un titipuchal de posibilidades: Mole Verde y Rojo, Cerdo en Morita, Cochinita, Barbacoa, Cerdo con Verdolagas, Sesos a la Mexicana, Rajas con Crema, Pollo Entomatado, Carne Tártara, Carne Deshebrada, Huevo en Salsa, Moronga, Nopales con Torta de Camarón, Longaniza en Salsa, Tinga Jarocha, Cabeza en Salsa Verde, Hongos a la Mexicana, y sus famosos Campechanos con Bistec, Chicharrón Duro y Longaniza.

 

  1. Los Tacos de Canasta

Foto: Cuartoscuro

“Hace veinte o más años, por parte de las colonias llamadas pipirisnais, que lo tildaron, no olvidamos la grosería, como el Taco Sudado”. Foto: Cuartoscuro

Los cubiertos con su “jorongo colorado”, los “Volkswagen de los Tacos: algo práctico, bueno y económico”, a decir del maestro Jorge Ibargüengoitia. A diferencia de otros Tacos, los que se expenden en locales de herrería o bien en locales arquitectónicos o formalmente establecidos, el Taco de Canasta es un Taco itinerante que se despliega por la urbe mayormente en bicicletas de dos llantas (sobre la cual se deposita la clásica canasta que les da su nombre, un frasco de Salsa Verde con probada capacidad oscilatoria, y un buen número de papelillos de estraza que servirán lo mismo de platos que de servilletas), aunque sea cierto también que es posible dar con ellos en nichos con cortina, de esos que acaso requieren de un mostrador o barra para poder despachar toda su variedad: Adobo, Mole Verde, Papa con Huevo o Chorizo, Frijol o Chicharrón, aglutinados por ese mínimo común matérico, ese ingrediente secreto (que bien podría ser Tortilla molida, Pan o los dos al mismo tiempo), que unifica todos sus sabores en una misma textura, e impide tan bien y a toda costa, la distinción de la fibra de alguna Carne. Primo ciertamente cercano de la familia de los Tacos naturales

(Pastor y Bistec, Suadero acaso), esta especie es ciertamente endeble y no ha gozado siempre de gran reputación, sobre todo si nos imaginamos las primeras recepciones que tuviera, hace veinte o más años, por parte de las colonias llamadas pipirisnais, que lo tildaron, no olvidamos la grosería, como el Taco Sudado. Aún así, pese a estas críticas clasistas, el Taco de Canasta se mantuvo firme frente a las especulaciones sobre su naturaleza (que si se hace de las sobras o despojos de los restaurantes de la ciudad, que se hace con papel periódico, que si no es en realidad algo comestible lo que nos metemos a la boca con fe y alegría) y constituye en estos días una vía despavilante, energética y rellenadora más no peleada con el sabor, que no solamente sobrevive en las calles sino que se muestra cada vez con más buena salud, gracias a una de sus potencias innegables, insustituibles, únicas: su Tortilla flácida, adobada y aceitosa, que brinda a cada unidad de una textura sin igual, gozosa y adictiva, que fabrica litros y litros de baba desde las siete de la mañana y hasta las cinco de la tarde, hora en que esta versión taquera se guarda para la llegada de otros miembros de la especie taqueril. Por cierto que existen algunas condiciones de posibilidad para que un Taco sea de Canasta. La primera, que el Taco sea barato y llenador (es decir que debe poderse pagar por el más bruja y al mismo tiempo retacar bien su compartimento estomacal); la segunda, que el Taco se acompañe de harta Salsa Verde o Chiles Jalapeños en Escabeche, esos picantes que ya saben aciditos (ya sea por el meneo de largos recorridos, por estancamiento en el punto de venta o bien por días de añejamiento) y que que tienen como objetivo taponear esa herida gástrica que nos exige alimento antes de entrar a la oficina, alivianar esa úlcera que, como cruza entre volcancito y mosca, nos jode a cada mañana en la boca del estómago. Y por último pero muy importante, la tercera: que el Taco sea rápido. Porque como nos vuelve a iluminar el autor de Instrucciones para vivir en México, entre “que pide uno los Tacos y se limpia uno la boca satisfecho, no tienen por qué haber pasado más de cinco minutos”. (Si quiere contratar buenos Tacos de canasta llame a este serio proveedor: “Tacos de Canasta Don Ale”. Hay de Chicharrón, Cochinita, Puntas de Res en pasilla, Mole Verde y Adobo –con Pollo o Cerdo a escoger–, Papa y Frijoles, con Chorizo, Queso o Tocino si se quiere. A domicilio, absoluta higiene y calidad). Y como colofón a este pequeño paréntesis taquero, quiero terminar con un agradecimiento sincero a una pareja de Tacos –ya se habló del Taco de Sal en las primeras páginas–, que ha sido parte fundamental de nuestras vidas: me refiero por supuesto a los mejores, a los insuperables: el Taco de Huevo y el Taco de Sopa de Pasta. Un aplauso a estos grandes participantes de la historia.

 

  1. El Taco Placero: dos acepciones

El primer día del curso, centrado en la enseñanza de la escritura, los estudiantes redactaron sus experiencias sobre su comida mexicana favorita, lo que sirvió al profesor para reafirmar la popularidad de los tacos entre los jóvenes, sin importar si son inmigrantes. Foto: EFE/Archivo

“El Taco Placero es un ejemplo de comida rápida bien, que no perjudica tanto la salud como otros Tacos empapados de aceite”. Foto: EFE/Archivo

Caminando sobre la calle de Colima en la colonia Roma, junto a la palomilla, ya con el estómago a gritos, fuimos detenidos con violencia por un anuncio venido del cielo: “TACOS PLACEROS: GUACAMOLE, ARROZ, HUEVO, NOPALES, RAJAS, TORTITAS DE PAPA, MOLE ROJO, CHICHARRÓN”. Dos señores mayores sentados –cosa de lo más extraña–, frente a una tabla cuadrada como mesa, sirven a diario más o menos a diez personas a la vez. Todos los comensales a pie menos dos, ya que existe un par de periqueras sin pintar, descarapeladas ya por el uso rudo. Apagamos el hambre en pocos minutos y con un cigarro en la mano intentamos aclarar algunas dudas. ¿A qué se refiere uno cuando dice Taco Placero? ¿Cuándo nació este nuevo miembro de la familia de los envoltorios en Maíz, cuáles son sus límites y sus alcances? Las opiniones son muy diversas pero casi siempre comienzan yéndose por la eufonía. Placero seguramente viene de “Plaza”, por lo tanto, los Tacos que se venden en la plaza se denominan así. Pero eso no viene explicando mucho. En las plazas se venden varios tipos de Taco. El Taco Sudado las más de las veces y en los costados puestos blancos de guisado o bien de Tripa, Suadero o Longaniza. Ahora bien, cuando algún amigo me acompaña en estas obsesiones y me dice que su definición tiene que ver con la palabra placer yo pienso que no está nada equivocado. Por instinto, amigo lector. El placer de estar en una plaza a mediodía y poder acabar a puro golpe de antojitos y de una vez por todas con el dolor en la boca del estómago. Y mi teoría sobre la evolución del Taco Placero ya descrita, es que todo comenzó con las tortillerías. Hace cincuenta años, poniéndole Sal a las Tortillas hechas rollito y luego, cada vez más ambiciosos, untándolas con Salsas expendidas en el lugar –que iban del molcajete a la Tortilla y ahora se venden en vasitos desechables–, para acabar haciendo Tacos de Arroz, Frijoles, Aguacate, Chicharrón. En fin: Tacos Placeros, esos improvisadotes, que no esperan, que no perdonan a la salida de la oficina, de camino a casa con los niños apenas salidos del colegio. Y por cierto que el Taco Placero es un ejemplo de comida rápida bien, que no perjudica tanto la salud como otros Tacos empapados de aceite. Para terminar, debo decir que hay quien piensa que los Tacos Placeros son los Tacos que empiezan a pulular de Bistec, Cecina, o Chorizo, y que se hacen acompañar por Papas Fritas, Nopales o Cebolla Asada. Están en un grave error. Común pero grave a la vez. Propone el que esto escribe que este tipo de Tacos se llame: Tacos Anfibios. Por ser de Res y Cerdo, por ser de Carne y Verduras. O bien Tacos Generosos, porque se sirven con el acompañamiento por un interés sincero de llenado. Y si persisten las confusiones qué importa, todo gira en el sentido de un verso de Mario Santiago Papasquiaro: “Saliva bailando entre los dientes”.

 

  1. Otros tantos más

Foto: Facebook (@villamelon)

“Los Campechanos, perfectos, los Costeños si es que se quería despabilar uno, y lo mejor, los Costeños con Cebollitas de la Longaniza”. Foto: Facebook (@villamelon)

Cuando se habla de Tacos en el Centro Histórico es imposible no comenzar por hablar de los viejos conocidos, como quiera que estos nos caigan de bien al ánimo o al estómago. Unos famosos son los llamados, por falta de nombre, “Tacos de Canasta de la calle de Uruguay”. En este tipo de casos es necesario hablar de la relación cantidad-calidad. Si bien para muchos comedores profesionales no es posible atribuir a la cantidad ningún mérito –ni siquiera una medalla por la perseverancia, el hecho impresionante de que sean visitados por miles de clientes cada mes–, para muchos otros entre los que se incluye este escritor, es un acto permisible el actualizarse en estos establecimientos cada dos o tres años, sobre todo cuando se halla uno de paso y hace la méndiga hambre. En este sentido, por el Centro, por toda la ciudad, por todo el mundo, habrá por ahí unos restaurantitos, fonditas, mesoncitos sin otro chiste que no saber mal y estar calientes sus platos. A secas, se come bien. Otra cosa son los “Ricos Tacos Toluca”, registrados erróneamente por una revista como “El Gran Taco Toluqueño”. Van y vienen todos los días desde Toluca y están instalados por las calles de López y Puente de Peredo. A estos buenos Tacos se debe asistir con hambre de verdad, con dolor en la boca del estómago para atizarle con ganas. No hay pierde: hay Cecina de Cerdo (a esa que llaman ahora nada más Enchilada), Cecina Salada de un gran nivel, Obispo y Queso de Puerco, de canastito, provinciano. Bien fritos los tres, por supuesto. Las Salsas son perfectas y el Queso de Puerco frito, derretido, es algo que, además, se encuentra en peligro de extinción. La pasa uno bien, platique y platique con el taquero: una joya de veras, una preciosidad que cierra a las cuatro de la tarde. Los “Tacos del Güero” están ubicados muy cerca del anterior puesto. Son conocidos como los de Marroqui (están en López 100), o bien los “Tacos del si no le gustan me voy”. Se trata de un local blanco en una esquina, atendido por el padre y los miembros de una familia –ataviados con playeras del lugar y sus apellidos–, y que vende exclusivamente Suadero, Bistec (que viene de Beefsteak) y Suadero, o como diría un amigo de Los Ángeles, “Suaderígeno”, “Bistamientos” y “Longevidad”. Tampoco hay mucho que moverle: aunque vea gente que campechanea, yo le aconsejo que usted vaya por el que parece la sensación del lugar: Bistec o Suadero con harto Guacamole, uno de los mejores de la ciudad, y que elaboran por cubetas que guardan debajo de las camionetas del negocio. Una vez que muerda por primera vez, le quedará claro que no va a poder parar por cuatro o cinco Tacos.

Si usted es un aficionado del mundo taurino o no, es algo que a este tema no importa, porque los Tacos de “El Villamelón” son conocidos por todos los capitalinos. Fueran éstos comedores no-profesionales, miembros de la Sociedad Protectora de Animales –haría más falta una Sociedad Proveedora de Animales–, o uno de esos “CCCP” (Carnívoros de Clóset para las Crudas Privadas), que van por la semana comiendo casi nada en la oficina (Ensaladas de Atún, pechugas de Pollo, litros de agua), y una vez llegado el sábado, luego de una salidita pesada con la pandilla, se atreven a entrar en el mercado (de la mano de su madre), para zumbarse litro y medio de Pancita, dos Mixiotes de Carnero, siete de Maciza con Cuerito y un Arroz con Leche. Ubicados anteriormente en su consabida esquina, que conecta a Holbein con la Plaza de Toros ya cerca de Insurgentes, ahora su sede es la que ocupaban antes, sobre la misma Holbein, (antes de llegar según el sentido de la calle a las “Cebollitas” o al “Taquito”), las Carnitas “El Matador”, cuya imagen emblemática mostraba a un gordo barbón toreando a un Cerdo. El local anterior era por supuesto mejor. Pequeño sí, incómodo más para el cliente que para los dueños, pero con su personalidad: lleno de cochambre, con esos novillotes o toritos en la pared que, a fuerza de aguantar el calor y las historias del lugar, parecían estar hechos, sus cuellos cada vez más doblados, de papier maché. Tal vez por eso, “El Villamelón” ganó siempre, si no por noqueo, sí por puntos: por su apariencia, sus modos, sus reglas. Por ejemplo, aquella cola para las chelas primero, para boletitos después, cola para pedir los Tacos –que se alargaba según la expectación de la corrida–, y la peor, otra si los amigos calcularon mal su hambre. Inquietaba de veras el sistema de moneditas-propinantes-sobornantes, sobre el ticket previamente pagado, en la cola para pedir los taquetes. No por la cantidad final al sumar cuenta y mordida –porque en realidad sería siempre menor a la propina que uno estuviera obligado a dar por los consumos, tan grandes siempre–, sino por tratarse de un sistema que creaba cierta tensión entre la gente: crudos de domingo, con hambre de bestias, cercanas las cuatro de la tarde, con la prisa de entrar a la plaza junto con el paseillo, sin saber muchas veces que lo que se formaba en realidad eran los papelitos y no las personas. Los Campechanos, perfectos, los Costeños si es que se quería despabilar uno, y lo mejor, los Costeños con Cebollitas de la Longaniza. Por eso casi nadie se enteraba que vendían Moronga, Cecina o Chicharrón: porque son muy buenos los otros. Y las señoras buena gente siempre si a uno ya lo conocían. Más platicadoras. Y con todo y todo, a pesar de que ya “El Villamelón” es otra cosa, ya le llegó una modernidad mal entendida, bien que pesa todavía en el gusto de los taqueros citadinos. Ya sea en los domingos de toros, en los domingos sin ellos, o bien en las tardes de la semana laboral, como recuperador al día siguiente de una fiestita mal acomodada. No se puede uno perder tampoco los “Tacos del Don”, conocidos también como “SuperGringas”. Es fácil llegar. Yendo por Revolución, uno pasa el “El Borrego Viudo” (esa taquería que representa muy bien el otro “Taco al Pastor”, de Cebolla incluida, Salsa calientita y sin “Jardín” o Piña) y llegando a la altura de Mixcoac, uno toma el retorno de la izquierda, como si quisiera regresar por Patriotismo a la Nochebuena o a la Condesa. Y ahí sobre la izquierda, a unos metros apenas por el Colegio Williams, aparece el negocio familiar, agrandado ya hace unos años. Lo mejor: Súper Poblana, Súper Mexicana, Súper Gringa y una estupenda Torta de Chorizo con Huevo. El Guacamole es bueno. Limpio, rápido, maravilloso. Un clásico ya. Y ya en el sur, si les quedó un huequito, ya muchos lo saben, por Vértiz y Eje 5, los “Tacos Beto”, mejor conocidos como los “Tacos de Cochinada”. La llamada Cochinada es el detrito de Carnes en el perol, ya frita y frita por el tiempo, que adquiere la textura del raspado de las (o los) sartenes. En los Tacos de “Don Chema”, atendidos por él mismo, uno de los taqueros más importantes de la ciudad, se le llama “Peñasco”. Lo mejor: pedir campechanos con “Cochi”. Alguien puede atreverse a comer 11, como lo hicieran alguna vez algunos amigos, pero se requiere un estómago ensanchado de profesional. Antes de terminar, debemos hablar de un tipo de Taco capitalino, no tan escogido por los amantes del buen comer, pero que sigue las líneas de la perfección. Se trata de los Tacos de Carnitas pequeños, con Tortilla chiquita, que se esparcen por todo nuestro territorio culinario. Por ello, más que dedicarle atención a un establecimiento en particular, me referiré a las de este tipo que lo hacen bien. Y así como hay Aguas y Nieves llamadas “La Michoacana”, tiendas de abarrotes “La Lupita” o carritos de Paletas Heladas con el nombre de “Bambi”, estas taquerías se llaman “El Paisa”. Recuerdo una, la primera que yo conocí por el estilo, ubicada en las esquinas de la avenida Montevideo y Azcapotzalco La Villa, en la Colonia Lindavista; otros que se encuentran en la calle de Tonala casi esquina con Baja California en la Colonia Roma Sur, hay varios en la esquina de Bajío con Manzanillo de la misma zona. ¿Pero en qué consiste su exitoso formato? Analicemos. Todos comparten establecimientos similares. Son pequeños y pintados de esmalte, con el cazo de freír en el mismo sitio y a la vista, estiban sus Refrescos en repisas o en refrigeradores pequeños. Los de Lindavista son célebres desde hace 40 años por su Tepache y sus Chaparritas El Naranjo, y casi todos dan Delawere o Sangría. Sus Carnitas se guardan en muebles de metal y vidrio y por estar debajo de un spot que las mantiene más o menos calientes, algunos las han denominado “Carnitas de Foco”. Con este mobiliario, el cliente de pie, puede ver los trozos de carne que hay en existencia, y pedirlos al taquero detrás del mostrador: Buche con Cuerito, Maciza con Cuerito, Costilla, Montalayo es lo que se pide más. O surtida. También es normal que en estos puestos se den trozos de carne a un precio mayor, lo que no debe de asustar al cliente ya que decir esto es decir nada ya que son quizá el tipo de Taco más barato de la ciudad. Como son Taquitos miniatura, van picaditos, muy picaditos, con Salsa Mexicana también muy picada. Se cortan las Carnes y la Verdura con cuchillos grandes y filosos, contra los cortes de madera de árbol habituales. No hay que olvidar que en estos lugares se presentan también Quesadillas de Sesos y pedacería variada. Bastante buenas. Así las cosas, con todo puesto para comer, los bendecidos piden de 5 en 5 en platos de plástico (que suele cambiarse en cada pedido), hasta llegar a cuentas pesadas: 25 o 30 Tacos fácilmente. Como todos los de su género, los tres establecimientos aquí mencionados llegan a ser nocturnos y cerrarán por ahí de las 10 de la noche.

 

El paseante en busca de un restaurante

viernes, agosto 5th, 2016

Y ahí frente al espejo se dijo, por adentro, nuestro paseante: “Vivir la vida, pues, que para eso se la pasa uno trabajando. ¿Cuándo sino en un fin de semana para acometer la gran ciudad, sentarse a la mesa en un buen restaurante?”. Y así prendió la radio para darse ánimos, darse un baño. “Nada mejor que este estado”, pensó. “Sentirse limpio, fresco, espabilado, con el cerebro en blanco, listo para salir al mundo y, literalmente, comérselo”. Se vistió acorde a la ocasión, ni muy arreglado pero tampoco muy casual, y se hizo a la calle para dar con un nuevo sitio, el descubrimiento añorado. La cosa ha comenzado como se debe.

Una perfecta mañana, día de sol, la gente en ánimo de verbena. Y bien, habría que comenzar el paseo dejando algo en claro. Un buen restaurante, pensaba, le quedaba bastante claro, no significaba necesariamente el más famoso o el más caro, tampoco el más innovador en términos culinarios. No. Podría ser incluso todo lo contrario. Un restaurante no muy conocido y viejo, barato a comparación de otros, y que por alguna razón incomprensible no hubiera sido descubierto por grandes grupos de glotones. Y es que luego resulta que los verdaderos epicentros gastronómicos son justo los que viven tranquilos por debajo de la publicidad, alejados de las redes sociales y sus supuestos reflectores, con los mismos clientes de siempre (en el mejor de los casos con varias generaciones de familias leales a su sazón), y que, aunque para algunos resulte extraño, viven tranquilos lejos de las exigencias propias de un restaurante “con todas las de la ley”: pocas mesas, cartas reducidas, poco personal, y por ello quizá el tiempo necesario para dedicarse a lo indispensable, lo fundamental: hacer buena comida y dar un buen servicio.

Claro. Habría entonces que dar con el calvo, con ese ansiado descubrimiento de lo nuevo. Y no se refería tampoco, era algo que sabía, por lo menos no por ahora, a toparse con alguna fonda, tortería, comida corrida o garnachería. No. Su amor por ellas era incondicional y llevaba el poder de su grasa, literalmente, en el corazón. No. Quería toparse este día con ese restaurante levantado desde cero, con dedicación y esfuerzo por una familia o grupo de amigos, por ejemplo, que al principio no hubiera tenido todas consigo y, con el paso del tiempo, ensayando y equivocándose como receta primordial, hubiera comenzado a sacar la cabeza, se hubiera dado a conocer y recomendar, nunca mejor dicho, de boca en boca.

Sí, eso habría que buscar. Tarea nada fácil, imaginaba, en una ciudad en la que sus restaurantes lo que más hace es copiar. Doliera a quien doliera esa era la verdad. Para comenzar por el afuera, el espíritu de clonación era muy evidente desde los nombres. Nombres italianos, españoles o ya de plano en inglés, que como subtítulo presumían su definición: todos los restaurantes son bistrot, todos trattoria, todos delicatesen y gourmet: “Ah, y por cierto -apuntaba con una sonrisa mentalmente- algunos menos afortunados hasta copiaban el ofrecimiento de una promesa más bien incierta, y que se insinuaba con el mismo cliché popular: “… y algo más”. Tan francamente pobre. Era una pena y era una pena: se preocupaban los dueños o socios más en ser iguales que en presumir su deferencia. No había imaginación ni valentía. Menos conocimiento de su mercado.

Y si las cosas eran así por afuera lo eran aún peor por dentro. Colores blancos y negros, mesas de madera, espejos grandes con enmarcados palaciegos, refrigeradores para postres a la vista de todos y, casi como una obligación si se quiere pertenecer al gremio, un elemento cohesionador de todos los competidores, esos muros pintados de negro como pizarrones, en donde un menú enorme se escribe con gises para el apoyo de los débiles visuales. “Ya lo sabemos: recordemos”, pensaba el paseante en su camino. “Menús en papel para no gastar, mismas vajillas, mismos vasos, misma manera de ser absolutamente ecológicos a través de la reutilización de palets o envases de pet y claro, en donde todos son artesanales u orgánicos, todos cocinan en el momento con alimentos frescos y comprados directamente a su agricultores, todos son verdaderos chefs como lo indican las filipinas y todos son pet friendly. Sin olvidar que todos toman ginebra (como antes Jäggermaister y antes absenta), cierran con los mismos digestivos, los mismos postres, cafés mafufos hechos por los mejores baristas con el mejor café del mundo. Pan con lo mismo”, se decía, mientras su paciencia se iba al traste.

No hay que ir muy lejos para darse cuenta de lo que está sucediendo, pensaba el paseante, mientras se abría paso por los corredores habituales, los más frecuentados por los habitantes de la zona turística de la ciudad. Basta con comparar a diez o veinte lugares. “Lo que pasa es que no hay estilo. No hay personalidad propia, no hay ego para distinguirse de los demás. Por el contrario, todo parece provenir de un mismo patrón, haberse uniformado, y tal reproducción masiva termina por hartar a quien lo identifica una y otra vez en diez kilómetros a la redonda. ¡Claro, cómo no odiarlo si uno se lo topa veinte veces en cada cuadra! Si nace una marisquería con una pecha, le seguirán cinco o seis parecidas. Lo mismo pasa con los que quieren ser dinners, las pizzerías, los lugares de cortes de carnes, los restaurantes italianos, los que van por la comida sana y los que se hacen los europeos por vender baguettes y embutidos con quesos. ¡Ya no digamos los menús! ¿Cuántas veces nos topamos con el queso de cabra y los portobello, las ensaladas con queso azul, arándano y peras? ¿Filetes rebañados? ¿Cuánto tiempo se tardaron en hacernos odiar las arracheras? ¡Se copian hasta las tipografías con que los presentan en sus cartas! ¡Dios santo! ¡Qué triste el panorama del hilo negro descubierto por todos al mismo tiempo!

Y así es que, súbitamente, nuestro paseante se dio cuenta de lo que sucedía, tuvo una epifanía: “Claro, muchos de los dueños de los restaurantes no ven a la comida como una pasión sino como un negocio. Y así no es posible que nazca la poesía. Los verdaderos restauranteros primero son creadores, comedores serios que aman lo que hacen y no lo cambiarían por nada: no ven a sus comensales como clientes sino como gente que busca el placer a toda costa, por sobre todas las cosas: como hacer magia. Y luego está el servicio. Hemos perdido nuestra capacidad de exigir por lo que pagamos. Nos han hecho pensar que criticar es dar la nota”.

El paseante no lo pudo evitar. Se le fueron las ganas de comer, conocer un nuevo lugar. Todo lo que veía era igual. Se detuvo. Alzó la cabeza y prendió un cigarrillo. Se le veía confundido, abatido. “Ni hablar. No es posible dar con lugar distinto, original. Habrá que ir a lo seguro. Los sitios de antaño, que no saben fallar. Es una lástima. Y qué digo lástima: es una calamidad. Ya no queremos comer bien, no nos causa alegría la magia de la buena comida. ¿A dónde habrá ido a parar nuestro apetito señorial?”.

Oda a una maravilla: La tortilla

sábado, julio 16th, 2016
Foto: Cuartoscuro

Sol de agricultura, cuenco de sudor y sangre, marcaje de identidad profunda para el eclipse de hambre. Foto: Cuartoscuro

“Pero, poeta, deja la historia en su mortaja
y alaba con tu lira al grano en sus graneros;
canta al simple maíz de las cocinas”.
Pablo Neruda

Dizque lo primero fue el verbo comer y en tu nombre, santa, divina, todos los convites, atracones, festines. Ahí desde siempre en tu ser, con su cara caliente y terrosa, desde que tuvimos memoria, el lindero y el marcaje de nuestra cultura maravillosa, el área y el perímetro de nuestro auténtico ser, nuestra gorda historia.

Meta, gol, neta, mero punto donde convergen todos los puntos que conforman el planeta, en donde se concentra nuestro rostro milenario, nuestro pequeño relato en el complejo calendario. Hoyo negro o moteado, disco de Newton hacia el blanco, plataforma plena o ajada, espejo enterrado, joya humilde que conforma, una a una con sus pares, el punto de partida de todos nuestros manjares.

Sábana, techo, mortaja, en rollito o aplanada, se trata de una bondad que apuesta por el otro sin pedirnos nada: de mano en mano, pues, de palma en palma, se reproducen en la mesa como por arte de magia: una tras otra para toda la horda, hasta que el cuerpo aguante o se nos tape la aorta. Así, en serie dispuestas, calientitas en su playera de papel o su abrigo manta, superpuestas, nos abren al salmo mundano, al estar en calma, al sereno del cuerpo y el gozo del alma. Sol de agricultura, cuenco de sudor y sangre, marcaje de identidad profunda para el eclipse de hambre.

Dura como laja o como nube blanda, acaso con sal, casi impoluta, o con su guerra de tintes pintada y húmeda (ya sea al vapor, frita o tatemada), su calidez se añora pero su sabor perdura. Moneda de cambio para la alta y la baja (lo mismo para yupis-fresas que para lacras-majaretas), bien que se da su taco la señora altiva, en cualquier fecha y cualquier comitiva.

Fondo y forma, contendor: cuchara, plato y tenedor. Rotonda para los comedores ilustres de toda la nación, cojín de primera base: pasaje a otra dimensión. Escultura orgánica, arte conceptual, o simplemente una escultura que se pudre tal cual: objeto del deseo, símbolo nacional, punto y seguido, aparte y final: todo y nada o más bien poco en realidad, apenas unos gramos de leve densidad.

En nuestra calli: tlaxcalli, en nuestro suelo: su anzuelo, en nuestra mesa: sorpresa. Y en cantidad: hervidero de manos los tortilleros, naves nodrizas de la risa y el desenfreno. Deidad. Maná, manía: condición de posibilidad para el recogimiento y la devoción, masa que mueve el alma a la virtud y la perfección. Alegría. Asunto para el unto, aterrizaje para el potaje, charola que rola y nos pone a peso el sobrepeso. Y más que eso: platillo volador, oblea, lugar o no lugar, ente que desaparece y aparece en un tris: que así sea. Lunar o solar, como uno quiera, para el hoyo en la panza, aplacar el ansia, omnipresente siempre cuando se junta la gente.

En fin, no hablemos más los unos o los otros, que su majestad marca la equis de todos los tesoros: no de monedas y para unos, sino de historias y para todos. Alcemos pues el corazón por ella y sus blasones, epicentro de los caprichos de millones de tragones. ¡Qué siga nuestro mundo girando sobre su eje, que siga y siga por los siglos su teje y su maneje! ¡Que nadie pierda su silla y se siente a la mesa, que nadie, pues, pierda la pista de su querida tortilla!

¡Preparen, apunten, huevos!

domingo, julio 3rd, 2016
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Del huevo también nace el Huevo Hervido, el Huevo Poché, el Huevo Duro, y así hasta llegar al huevo transmigrado. Foto: Shutterstock

Lo primero fue el huevo. Todos guardamos una relación con el huevo. De la manera que sea: íntima o familiar. En mi caso, desde que tengo memoria, cada vez que yo comía un huevo, en pijama casi siempre ya fuera por la mañana o por la noche, mi madre me decía, con la mirada perdida en las ventanas, que ella no podía comer huevo que no hubiera sido hecho por su madre. Es verdad. Uno va haciéndose mientras crece, de esas relaciones ocultas, profundamente personales y misteriosas, que en suma nos forman y reflejan a los otros.

Y lo que son las cosas, yo no recuerdo un huevo más rico que uno que me hiciera mi madre (y que por cierto me ha dicho que los huevos que más le gustaban y gustarán eran los hechos por mi abuela): revuelto, frito en mantequilla, con rodajitas de chile verde bien picado, puesto a la mesa con una rebanada de pan tostado. Y si bien los huevos bendecidos por sacerdotes saben igual que cualquier otro huevo es verdad que los huevos sólo las madres saben hacerlos como a nosotros nos gustan, aunque se rompan las yemas, o estén cocinados de más. He ahí la extraña melancolía o nostalgia por el huevo en la cultura a la que pertenecemos, la ovo-felicidad de los mamíferos sensibleros. Y es que super-filosóficamente hablando, el huevo no es sólo el huevo. Es el huevo y sus circunstancias, el huevo y sus vertientes, su cubismo salvaje. Por ello (y para responder a un personaje de Jack Kerouac en su novela Tristessa: “¿Cómo aprenderé a cocinar huevos?”) es necesario reflexionar sobre el huevo, recorrer su larga lista de versiones, facetas, papeles. No es fácil. Del huevo nace el Huevo Frito y de éste nacen los huevos Rancheros, los Divorciados. Para abrir boca, digo. Así las cosas, del huevo natural, luego de su primera transformación desprende otro: el Huevo Revuelto. Y de ahí el revuelto con jamón, con frijol, a la mexicana, con ejote, con sardina, con salchicha, con chorizo, con queso, con champiñones y demás. Del huevo también nace el Huevo Hervido, el Huevo Poché, el Huevo Duro, y así hasta llegar al huevo transmigrado, al huevo resucitado, al huevo inmolado, el huevo inmortal: el huevo ahogado, el huevo batido y horneado, el huevo en polvo y vuelto a armar que tanto me sorprendiera cuando lo vi en un hotel de California. Esa es apenas la insinuada verdad absoluta del huevo. El huevo es un tiempo, una sensación, un estado de ánimo que ha hecho de nuestras mañanas una zona de delectación terriblemente poética, mística, más cercana a la verdades de la vida.

Recuerdo ahora, como una revelación, una estampa que guardo en mis entrañas. Mi padre, extrañamente, entregando un dinero a un trabajador de la construcción, en una obra negra. Buscamos a la persona propietaria del sobre y nos enteramos que se encuentra en su tiempo de comida, con los demás trabajadores. Echaban sobre una tapa de tambo improvisada como sartén, una veintena de huevos revueltos con sardina. Una vez que lo encontramos, el señor agradecido nos pidió, con educación sincera que nos convenció –recuerdo bien su mímica de llevarse un taco a la boca–, que nos echáramos un taco antes de partir. Así fue: cada mordida de taco acompañada de chile jalapeño y refresco, dimos muerte al huevo más soñado de la historia, el huevo irrepetible, el huevo magnánimo. Es por esto y sólo por esto, por razones tan claras como las expuestas con anterioridad que, a manera de una rápida entrada a la felicidad, una entrada por la puerta falsa y trasera a la felicidad si se quiere, tramposa en descampado, alevosa y casi inexistente pero bien rutilante –también para calmar los instintos de muerte que pudieran existir entre ciertos lectores–, que este humilde cocinero propone a continuación, sin mayores preámbulos, algunas recetas que he recogido entre varios sazones para cocinar huevos y acercarse a la verdad.

Empezaremos con unos Huevos al Españolito. Se preparan medios tomates como huevos se vayan a servir. El tomate va en mitades vaciadas, fritas en aceite de oliva y salpimentadas. Se pone una rodaja de cebolla frita sobre cada mitad de tomate. Se hacen los huevos y se ponen sobre cada una y al final se salpica con pimentón. Vamos con los Huevos Cojonudos, que deben hacerse a la hora del almuerzo y llevan gracia porque van con carne de cerdo. Para los resacados. Se pone el picadillo de carne –un cuartito para ocho huevos está bien– dentro de un molde. Magra de cerdo. Se acompaña con rebanadas delgadas de Gruyere o Edam, o bien cualquier otro queso madurado y con resabio. Se le pone un par de cucharadas de crema hirviendo. Por último se cascan los huevos por arriba y se cuaja todo a baño María o bien al horno. Sal y Pimienta. A lo mejor, para los de buena tubería, un chilillo vede picado para morder y listo.

Siguen unos Huevos a la Madrileña, no sin antes aclarar que aquí es donde debemos mostrar nuestro amor verdadero hacia el jamón serrano. Porque lo vamos a freír y necesita nuestro apoyo. Y esto porque el Jamón, al ser puesto en la sartén va a deshidratarse y quedar salado. Por lo que convendría hacer esto con un Jamón no tan maduro. Vamos rápido a por los Huevos Ultramar. “A por lo huevos”, claro, suena mejor. Aquí un huevo puede ser un pretexto de hambre para alberca, picar algo mientras se bebe un primer trago fuerte. Se cuecen los huevos hasta que estén duros. Se parten luego por la mitad y se separan las yemas. Después se rellenan los huecos con mayonesa y se pone encima un par de pedazos de pulpo, un par de ostiones ahumados, o bien un par de zamburiñas en salsa de vieira. Todo en lata es fácil de conseguir en el supermercado. Las yemas se espolvorean sobre todo y se acompaña con pimiento morrón de lata en tiritas. Queda aquí un poco de salsa Tabasco, o bien unas gotitas de chipotle molido. Los Huevos Mamá Grande se hacen igual pero así: quitamos la yema de los huevos duros, la revolvemos con mayonesa y mostaza y luego esa masilla la incorporamos al huevo de nuevo. Se comen mejor fríos.

La siguiente es una receta que mi abuelo vasco, Luis Calera Minondo, solía hacerme en las visitas dominicales a su casa de Valle del Tepeyac. Como no llevan nombre, vamos a bautizarlos como Huevos y Culebritas. Ponga un poco de aceite de oliva a calentar –de oliva que no de olivo porque se estruja el fruto y no el árbol–, en una sartén grande, con un poco de ajo picado finamente. Mientras llega a su temperatura ideal –alta, cuando el aceite comienza a sonar y correr “por piernas” a las paredes de la sartén–, bata hasta cuatro huevos y salpiméntelos. Abra una lata de sucedáneos. Las llamadas mayulas o gulas de Surimi o de preferencia, si es posible para su cartera o es usted un cocinero valiente, tenga listo un poco de angulas naturales, que no son otra cosa que anguilas de mar bebés con un costo de jesúsbendito y que en el restaurante más viejo del mundo, la Casa Botín en España, fundado en 1725, sobre la calle de Cuchilleros tan hermosa, cuestan, en una porción de 150 gramos, más de 200 dólares. Pues bien, como quiera que sea que las tenga, ponga a freír las angulas en aceite de oliva con una guindilla, o bien naturales pero con una rajita de chile verde para dar sabor. Déjelas freír unos minutos uniformemente e incorpore los huevos. La textura debe ser la de huevos en su punto, no en bolas por estar fritos de más: tiernos, sin deshidratar. Si no tiene angulas en la alacena o prefiere los sabores fuertes, trabájelos con tres o cuatro filetillos de anchoa. Revuelva bien y sirva con bolillo caliente. Estos podrían llamarse simplemente huevos con anchoas. Tan fácil. Pero ya en el tema de las anchoas, para este u otro tipo de platillos, como una información para el bote de desperdicios, sepa usted que hace un par de noches me he topado en el televisor con un episodio de Futurama, ya sabe, la serie de Matt Groening del futuro. Ahí pasó pues que el eje principal del episodio era sentir nostalgia del estilo de vida setentero, ochentero y noventero. Fue sobre una subasta de una lata de anchoas (con el nombre “The Angry Norwegian”) la última del planeta tierra, cuyo costo alcanzaría el valor de 50 millones de dólares. Nada más y nada menos que cincuenta millones de dolarucos por unas anchoas que como se dijo ahí, son: “¡Saladas, aceitosas y se deshacen en la boca! Aprovechemos pues, olvidemos la criogenia y comámoslas de una vez. Sigamos el camino de recetas con los Huevos con Huevitos, para una noche especial. Se hacen tapitas de bolillo en el comal, tostaditas uniformemente, se untan con una buena mantequilla, danesa por qué no. Yo recomiendo para esto la Président francesa. Luego se hace huevo revuelto tiernito, quizá más de lo normal y se pone arriba del bolillo, para luego rematar con caviar oscuro arriba. No añada más sal. Perfectas texturas complementarias.

Otros huevos famosos en varios comederos son los Huevos en Rabo de Mestiza. Le pido que no se enferme con su nombre porque discriminarlos de su mesa sería alejarse de un sabor infinito. Prepare un caldillo de tomate bien sazonado y un tanto más espeso que de costumbre: como si fuera para ahogar unos chiles rellenos pero un poco más espeso, tan picante como quiera. Se le agregan al caldo unas tiritas de chile poblano y cuadritos de queso panela. Una vez hirviendo el caldillo casque unos en el caldo hirviendo, con cuidado para no tronar sus yemas con el golpe. Se cuecen con el hervor y quedan consolidados así hasta el final. Cómalos con tortilla de maíz porque le va perfecto. Antes de seguir no quisiera dejar de consignar la existencia de unos huevos, bastante comunes y queridos por todos pero que hallan en su nuevo nombre, huevos Duelos y Quebrantos, un fulgor mayor, además tienen el honor de aparecer en el mismísimo Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes, apenas a unas cuantas líneas de su inicio. La obra magnífica comienza así: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero (quiere decir olvidada), adarga antigua (que es un escudo de piel), rocín flaco (rocín es un caballo de trabajo) y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero (porque era más barata), salpicón las más noches (el salpicón en ese entonces era preparado con los restos de la olla del mediodía), “Duelos y quebrantos” los sábados (y se refiere ni más ni menos que a huevos con tocino o chorizo), lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos (es decir como plato especial), consumían las tres partes de su hacienda (es decir las tres cuartas partes de su renta)”.

Y todo esto sin olvidar a los clásicos, simples y bellos, y que son ya nuestros más profundos derechos inalienables. Me refiero, claro está, a todas las posibilidades del Huevo Tibio o pasado por agua, maravilloso ejemplar de la sencillez, se haga en egg-cup inglesa o no. Lo que se debe hacer ya se sabe: dejar el huevo un par de minutos en agua hirviendo para sacarlo después. Recuerdo en mi familia los reconocidos Huevos Tío Luis, que llevan el nombre de este pariente que, formándonos a hijos y sobrinos para darnos de comer a toda velocidad la mañana del domingo, nos pedía abrir la buchaca para él mismo meter la cucharada de huevo preparado. El estilo de la casa era así: un chorrito leve de jugo Maggi, chorrito leve de salsa inglesa, (Worcestershire por supuesto, que apareció en el mundo desde 1706, hecha con agua, vinagre, manzana, tamarindo, caramelo, cebolla, y desde que fuimos niños todos figura en los anaqueles de nuestras cocinas), un poquito de Sal y unas gotitas de limón. La cosa era así: el tío decía abre, uno abría y él metía cucharada, el tío decía abre, uno abría y él metía cucharada, y así hasta despachar a cuatro en diez minutos. Delicioso hasta ser sublime, y rápido y energético. Nos alcanzaba hasta la hora de la comida. Aunque los reyes de los huevos pasados por agua son los Huevos Benedictinos. Se dice, hay varias teorías, que a finales del siglo XIX fueron inventados en el restaurante Delmonico’s de Nueva York. Ya saben: el maître tuvo la idea de bañar dos huevos escalfados con salsa holandesa, que también lleva huevo, claro. Se trata de huevo con huevo pero no sólo eso. Hay que llevar esta técnica al extremo. Porque si uno ahoga huevos en agua y vinagre (para tener esa textura y flotamiento) y luego los baña en cualquier salsa que a uno le chifle, le haga sacudir las tripas, la cosa irradiará poesía pura. Ahí hay un pretexto para inventar nuevos estilos. Hágalo.

Un huevo no menos importante y quizá de los más queridos es el huevo cocido, el llamado también Huevo Duro. Milusos, camaleónico y lo mejor: portátil, ejemplar, que nunca nos ha abandonado. Es sin duda el huevo para el hambreado, el de la carretera rumbo al destino añorado, para aguantar la junta interminable de sandeces, accesorias a lo humano, el huevo para el cole, el huevo que rellenó nuestras carnes, mechó, agrandó y saborizó todas las carnes del mundo. Pues así las cosas. El huevo por adelante. Yo por lo pronto asumo que no puedo ni quiero zafarme de él. Y lo hago seguido. Últimamente combinándolo de ciertas maneras. Me interesa mucho con morcilla o moronga, a tacos con chile picado, me gustan mucho los huevos revueltos con espárragos. He recordado hace poco los huevos fritos con gotas gruesas de kétchup. Es tal sabor parte de mi infancia. Los huevos con queso son un universo poco explorado por el prejuicio. Pero un huevo frito con raspadura de parmesano es una cosa memorable: hagámoslo siempre con nuestro queso de molde chiapaneco (al que le llamamos “de Chiapas” siempre y cuando sea genuino, que de tan salado, casi como un Cotija, da la sensación que quema la boca. Los huevos revueltos con chutneys y mermeladas son una cosa que no hay que dejar de probar. Casi dulces pero bien que aceptan el picante.

Últimamente he experimentado cocinando nuevos huevos. Por ejemplo, huevos duros pero luego, fritos. También huevos revueltos pero que una vez ya hechos, fueron metidos al aceite hirviendo, es decir: deep fried. Me preguntaba: ¿en qué se convertirán? Huevos duros inyectados de ciertas salsas como manjar a un costado de los platos (por ejemplo, un huevo duro que se reviente de salsa pasilla o de una crema de frijoles ha sido estupendo). También con el uso del huevo alterno: huevos como textura espesante o aglutinante, y hasta el uso de cáscaras de huevo como contenedores del mismo pero ya cocinado. La experiencia es otra. Y he seguido por ahí un rato: huevos con trufas, huevos con ostiones ahumados, huevos con granos, huevos con frutos, huevos con tuétano, huevos con manteca de cerdo, huevos batidos como fondo de ciertos caldos. Así que bueno, hay mucho camino que recorrer. Hay que seguir reinventando a ese amigo que es el huevo y nos acompaña con lealtad desde el pasado más lejano.

 

Tres Tapas 3. Pequeños entremeses para masticar el domingo

domingo, junio 19th, 2016

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  1. UN VIEJO CONOCIDO

Puedo decir, más honrado que jactancioso, que he pasado la mitad de mi vida caminando las calles del Centro Histórico. A lo largo de más de dos décadas, la caminata libre y demorada con maestros y amigos ha sido, un tanto sin querer, el método para descubrir sus profundidades, sus ritmos, los diferentes rostros que conforman su compleja personalidad. Me refiero a ese Centro Histórico irreductible a los visitantes epidérmicos, las reseñas a volapié, refractario a los ábrete sésamo presumido por los jefes expedicionarios de tours instantáneos a la velocidad de la luz: el centro del Centro. ¿Será que en verdad nadie lo conocerá, que se trata de una entelequia cubista, un aleph que configura sus señas de identidad de manera distinta cada vez? Puede ser.

En fin, que como suele suceder desde la antigüedad con los rondines de los más humanistas viajeros (que no turistas), las marchas flaneurs más intimistas, las derivas más experimentales de los nuevos expedicionarios, muchas de aquellas viejas y nuevas caminatas terminaron o descansaron en los sitios para el más señorial solaz, los más bellos establecimientos para el restauro no sólo de las fuerzas del cuerpo sino también las luces de la razón y el espíritu. Así, levantar grupalmente el  relato de cada caminata en los templos de El Casino Español, la Hostería de Santo Domingo, El Cardenal, el Mesón del Cid, La Ópera, fue parte fundamental del ritual imaginativo de este y otros caminantes. O en el Danubio, por ejemplo, que hace las veces de mi cuartel general. Y no por razones accesorias. No por olisquear desde sus puertas abatibles mi origen vasco, mucho menos por las personalidades más o menos importantes que han escrito en los mantelillos que decoran sus muros (“Yo a lo tuyo”, escribiría García Márquez en el suyo): no.  El Danubio por lo importante. Por esa libertad y sencillez que hace que en sus gabinetes se abra la sensación de un comedero vitalista (como sus sopas siempre en ebullición), lejos de la rigidez de un recinto disecado, una museografía del pasado. Porque El Danubio no es un hospital o un geriátrico culinario: es un lugar auténtico, señorial, que lleva su vida con toda naturalidad. Y eso reclama distinción. Pocos llevan, con tanta naturalidad, su garbo. Y es que en sus muros de Uruguay desde 1936, casi la misma carta. 100 platillos de comida española que desde siempre hicimos nuestra. Pescados, mariscos, lechón, cabrito, sesos. Especialidades para todos los deseos. Así es: El Danubio  como despacho para lo verdaderamente caro: la guarida para dar rienda a nuestras afinidades electivas. Uno de esos pocos espacios imantados donde engullimos eso que los eruditos repiten como sincretismo, patrimonio vivo. Danubio: epicentro del Centro Histórico, centro del centro para hallarse con nuestra cultura, con uno mismo.

  1. EL COCINERO COMO SUPERHÉROE

La proliferación de programas sobre comida (algo que pudiéramos designar fácilmente como una nueva forma de televisión: la TV food), ha acercado hasta la cocina de decenas de miles de televidentes las virtudes o defectos de los creadores gastronómicos. Y la verdad es que, aunque ciertamente tal fenómeno haya creado cierto músculo para la industria a nivel mundial, la dificultad para los cocineros de verter su especialidad con reglas televisivas precisas en tiempo y espacio, quizá haya destronado ya cualquier cantidad de reputaciones.

¿Y aquí es que cabría realizarnos una pregunta? El cocinero profesional, pleno conocedor de su oficio y siempre en la práctica constante del mismo, ¿debería por obligación un animador, un conductor, un maestro de ceremonias (desenvuelto y simpático), de la creación de sus alimentos? Habrá que arrojar una respuesta por partes. Por un lado, resulta no sólo adecuado sino  profesionalmente convenido, advertir en el ejercicio de un licenciado en gastronomía (entregado a la investigación científica del saber), o de un cocinero (dedicado más a la ejecución del oficio), una disciplina que reclama más un saber hacer que un saber decir.

Aún así, pareciera una regla escrita que el aventarse a llevar un programa de televisión, se exige del investigador o cocinero televisivo una nueva capacidad: saber entretener al mismo tiempo que se habla de cocina y se cocina: saber hacer televisión. Hacer pensar pero divertir, es decir, informar, pero también hacer reír: hacer sentir. Ahora bien, ¿tal virtud es una regla de los comunicadores de la TV food? Habrá que decir que no y que los ejemplos saltan a la vista con facilidad, es algo evidente. Hay quienes llevan su programa con pies más ligeros y hay quienes se lo llevan sudando la gota gorda, son más pesados. Cosa de virtudes y limitaciones.

¿Cómo llevar, pues, a un buen puerto a los cocineros por la barra televisiva privada o abierta? Mediante un equilibrio: habrá que exigir que el cocinero cumpla lo mismo con el qué que con el cómo del saber: con el saber y la forma de entregarlo a los televidentes. Porque en todo caso dicho saber no se vierte en aulas de escuelas privadas sino en casa (estrictamente hablando no se trata ni de maestros ni educandos formales y se exige de una audiencia sostenida), pero cierto también es decir que se trata de programas para cierto tipo de espectadores que reclama de sus expertos cierto saber especializado. Ni tanto que queme al rating y ni tanto que no lo encienda.

  1. POR UNA HAMBURGUESA DIGNA

En el mundo de lo que se arma entre panes (bocatas, emparedados, sandwiches, tortas, baguettes y demás), habrá que decir que el imperio de la hamburguesa es inmenso y cruza continentes y culturas. Así, una “burger” representa lo mismo en casi cualquier punto del planeta: un trozo circular de carne molida de res, que se fríe en una plancha o se asa sobre una parrilla, y que se acompaña casi siempre con vegetales frescos, encurtidos y aderezos.

Ahora bien, ¿acaso pudo suceder que en esa expansión territorial la hamburguesa perdiera su magia? Para algunos de sus amantes así fue: perdió su personalidad entre dos extremos. Porque si bien es cierto que fue jalada primero hacia lo cutre (se prostituyó en margarinas tóxicas, carnes misteriosas, en fin, la pobreza extrema de sus elementos y acabados), también es verdad que fue olbigada a una prosapia que casi nos obliga a cortarla con cubiertos sobre manteles largos. Eso pasó: la hamburguesa sufrió trance esquizofrénico y requiere de un ajuste de tornillos, recuperar su propia voz.

La pregunta ahora es: ¿Qué es una hamburguesa? ¿Hasta dónde llega? ¿Cómo debe ser la hambuerguesa del futuro? Quizá lo mejor es que sus adoradores ayuden a estabilizarla. Por un lado, hay que reconocer que al caso mexicano (ese que se hace a flor de asfalto y nube de humo en una esquina común y corriente), le va bien la humildad del peso walter y no el completo. Porque a nuestra hamburguesa promedio le gusta viajar ligera por el mundo: un poco de mayonesa, mostaza y catsup (en donde ese rojo y su espesura dulce es real protagonista y elemento definidor), luego una cama frugal de tiras de lechuga, rodajas de tomate y cebolla, para ser rematada por el jardín más bello de edificio: jalapeños pero también, si se hace en casa, la magia ácida de unos magníficos pepinillos. En el otro extremo, sabemos que la hamburguesa contemporánea es un tanto más grande y barroca, y que se haya en un periodo de reinvención ciertamente apetitoso. Por eso el especialista hamburguesero reconoce la existencia de hambuerguesas de pollo, pescado o vegetales (para beneplácito de un mayor número de comensales), y que abre cada vez más a enchular su bollo con diferentes “poderes cárnicos” más allá del tocino como el serrano, el tuétano, huevo frito, foie gras (¿de verdad hasta kobe o wagyu? ¿quién degustará tal sabor sepultado entre la harina blanca y los ácidos?), algunos nuevos “abrazos lácteos” (masdam, gruyère, monterey jack, cheddar, azul), sin olvidar esos viejos “universos ecológicos” que van y regresan: cebolla enchipotlada, champiñones, aguacate, chiles toreados, piña y demás.

Habrá pues que encontrar y promover nuestra hamburguesa ideal entre estos dos polos: el  cobertizo de lo clásico o la libertad de lo moderno, pero eso sí, sin perder el estilo. Y es que, en contraste con el comensal más refinado o el fritangero, el espíritu del libre hamburguesero se distingue por querer estar cool. Salir en jeans a caminar por la noche eléctrica, y luego regresar a casa para ver una película de Hollywood y acicalar la ansiedad. Ahí, contento ya por llevar el botín adentro o lo suficientemente prendido para dejarse llevar por una malteada o un refresco frío, propinarle un bocado a ese suave manjar, multicolor y chorreante, lo mismo sutil que categórico, y por ello su preferido.

Apetito panbolero

domingo, junio 5th, 2016
Se traza de una parrillada de 90 minutos, por todo lo alto. Foto: shutterstock

Se traza de una parrillada de 90 minutos, por todo lo alto. Foto: shutterstock

La cocina se ha saturado de bolsas del mercado: aportaciones culinarias de las familias invitadas (en refractarios, bolsas con cierre, compartimentos de plástico), botanas famosas hechas en casa (hay quien llegó con otras compradas) y, por supuesto, todo un arsenal de botellas de diversos calibres y fuselajes. La televisión reluciente marca a su modo el centro del mundo y todo es cuestión de tiempo. Se trata de un acontecimiento pero para cuando termina la cuenta regresiva y el árbitro silba el inicio de las acciones (por cierto que ya todo es fiesta, todo es aplausos y vitoreo), te das cuenta que no tienes miedo, que te has preparado realmente bien para sobrevivir al torneo. Empiezas bien. Como sabes que no todo es posible esquivas las primeras bolsas, las primeras charolas. Nada de papas fritas, nada de bocadillos, nada de carnes frías. Prefieres atacar en un momento verdaderamente importante. Por eso analizas a tu rival. Se traza de una parrillada de 90 minutos, por todo lo alto. Nada fácil, más bien colosal: cortes de carne, chorizos, morcillas, quesos fundidos, inventos variados de todos los que se asumen como cocineros designados. Pretendes confundir al enemigo abriendo con un poco de ensalada. Como si no tuvieras hambre y no quisieras comer casi nada. Y lo consigues. De los 11 que juegan contigo nadie podría saber que te has decidido a ir por todo. Sigues con unos pimientos rellenos, un poco de puré de papa, cedes a una salchicha para no pasar por embustero. Algo ligero, te dices, para seguir midiendo al enemigo. No te cabe duda que vas bien. Estás en plena forma. Destapas un vino blanco, cosa de niños. Estás feliz. Haces chistes, te ofreces para poner al fuego unas costillas de cerdo. Casa llena. Todos te piden un poco de esto, un poco de aquello. Y bueno, tú no le haces el feo. ¿Qué tanto es una copa más de vino, un buen pedazo de lomo puesto sobre el fuego, unos panecillos cubiertos con ricos ultramarinos? Nada, ¿verdad? ¡Pues que siga el partido! Por eso decides arrancarte por todo el terreno de juego. Picas por aquí y arremetes por allá, y a todos les queda claro que eres un jugador de lo más versátil: lo mismo comes que haces comer a todos de todas las viandas. No cabe duda que la reunión es un éxito. Y mírate tú ahí, derrochando clase, repartiendo juego en la media cancha. ¡Qué cosa! Y aún así paras en el medio tiempo para echarte una cerveza fría. ¿Por qué no? ¡Vaya que el calor lo amerita! ¡Y mira nomás a la comitiva! Los primos se arremolinan alrededor de las vituallas, los tíos no se apartan un centímetro de la barra de bebidas. Y tal vez porque la victoria parece estar decidida es que te confías. Te llevas un bollo a la boca, relleno de delicias y bañado en salsa picosa. Te abandonas. ¡Qué comida tan deliciosa! El partido ha terminado y los demás ya no comen pero tú le sigues. Pollo, camarones y hasta un plato de tallarines y luego, un poco de vino rosado, una empanada de mariscos, y rematar con un par de Martinis. En ese momento, bocado en mano, te cae el peso de la verdad. Según tú ibas ganado pero era justo todo lo contrario. Te dicen los amigos que en la repetición del partido prenderán de nuevo el asador. ¡No les crees y pides tiempo de compensación! ¡Imposible! Estás confundido. Vas a la banca y pides un digestivo. Esto no lo habías planeado en el entrenamiento. Te exiges reponerte pero estás agotado, a punto del estallamiento. No puedes más. Has perdido la batalla mientras los demás jugadores, un tanto más frescos, esperan su segundo aliento.

Tapiocas inéditas

domingo, mayo 22nd, 2016

Las tapiocas, querido lector, son juegos verbales en torno el mundo del comer. Se inspiran, humildemente, como usted adivinará, en las sendas “Greguerías” de Ramón Gómez de la Serna. Es deseo de este cocinero que las disfrute, y surjan en su mente otras de propio sazón. ¡Buen provecho!

Es deseo de este cocinero que disfrute las tapiocas verbales, y surjan en su mente otras de propio sazón. ¡Buen provecho! Imagen: Shuterstock

Es deseo de este cocinero que disfrute las tapiocas verbales, y surjan en su mente otras de propio sazón. ¡Buen provecho! Imagen: Shuterstock

Un cocinero: vástago natural de la diosa Cocina y el dios Eros. / Café (acróstico): Cargado, ardiente: ferviente pero espaciadamente. / Cocinero: todo aquel que hace versos con alimentos, poesía con la comida. / Madurez: aprender a hacer sandwiches con las tapas y no decirlo en las redes sociales. / La lechuga a la col: ¡Vieja amargada! / Estufa: tornamesa para concierto de cocinera / Y entonces el payaso tomó las morcillas y formó un bello cerdo con ellas. / Salchipulpos: engendros del mal gusto. / Un birote es un birote es un birote. / Chicharos en vaina: rosario de cocinero para el bien de su alma. / Yema rota: cocinero chafota. / Los hot cakes son para las good mornings. Los bolillos con nata para las buenas mañanas. / Waffles: nombre de perro de chef ochentero. / El aceite salta de gusto al rozar a su media naranja: el agua. / ¡Rayos y lentejas! / Ricolino: payaso engorda críos. / Trufas: meteoritos de sabor antiguo, piedras húmedas. / Hazme cara del logo de los Rolling Stones y te diré qué quieres. / Los arroces se bañaron en su perfume favorito: Amarillo No. 5. / Porrón: matraz de loco bebedor. / Las filipinas: camisa de fuerza para cocineros de cepa. / Tapioca al espejo: “Yo sólo digo que no sé a nada”. / Los pasteles: castillos románicos que se resguardan del tragón dragón. / Uvas que caen: canicas para gatos. / Tubo del paté: óleo para el pintor del sabor. / ¿Pusiste la olla express? ¡No dispares! / Pizza de cuatro quesos: orgía de lácteos. / Al señor Gordillo, se le solicita en el departamento de salchichonería. / Pavlovas, suspiros, merengues, recuerdan el blanco sobre blanco de Malévich. / Los mercados: Wall Street de la vida real. / Los tacos de papa son en verdad túneles del tiempo. / Elote a medio comer: cilindro para una caja de música moderna. / Pongámonos de acuerdo: ¿una canasta de huevos rotos es un presagio, una metáfora o un diagnóstico? / Hay dos tipos de humanos sobre la tierra: los que comen quesadillas fritas o al comal. / En mi “Vuelve a la Vida2 se desarrolla un cuento de monstruos marinos. / Come ostiones. No hay más metafísica que unas docenas de ostiones. / No te confundas: el lado oscuro de la fuerza es el chocolate negro. El lado malo es el chocolate blanco. / Los cocos son las bolas de boliche de los náufragos. / Dime a quién te comes y te diré quién eres. / Sacar huesos de guayaba de las muelas: entretenimiento viejo. Sacar pasas de los dulces: entretenimiento moderno. / Epitafio de un anafre: “Era una llama al viento y el viento lo apagó”. / Anafre: Asociación Nacional de Famélicos Empedernidos. / Gerbers: no sabemos si van a ser comidos o ya lo fueron. / Percebes: pedrería de Godzilas. / Erizos: paletas de marcianos o saturninos. / Lechón: símbolo de la paciencia para el comelón. / Carnitas: el cuerpo del delito. / Afilamiento de los cuchillos: coreografía marcial de los que sacian nuestro apetito. / Vida feliz: la descocada por cocada. / Unto: nombre para libro de la comida en el mundo. / Sangre: prime vino. / Tiquismiquis: del espíritu corto de luces que sólo come lo que hace mamá. / El comal le dijo a la olla: ¡Boya! / Dientes: primeras máquinas. / Pepinillo: nombre para el canario de una mayora. / Molcajete: dícese del pinche que chinga y chinga. / Manga: varita mágica. / Tomates Pelados: nombre para una banda de cocineros. / Hagamos gallos de veleta rostizados. / Tenía tanta hambre que puso a hervir sus zapatos de cocodrilo. / Las fotos de los planetas son como pizzas sobre la mesa. / Al comer caracoles escuchamos el centro de la tierra. / Flan: poema viejo. / Chícharos: canicas de los elfos / Estamos hechos de lo que comemos: alto porcentaje de cerdo desde el año de nuestro nacimiento. / Siéntate a la mesa y gusta de la vida: aquí el agua se vuelve néctar, maná, soma, ambrosía. /Toninas dijo kokotxas. / Cuando el cielo truene y tengas miedo, la lluvia golpee fuerte los ventanales de tu morada, apaga la mente, vuélvete sombra y date un abrazo de chocolate caliente. / Sobre el muerto, las Coronas frías. / A darle, que es mole y yo olla. / Pa’ pronto es tarde, ábrete el itacate. / Andovas andando anduvo: entrándole al taco como pulpo. / Maravilla nadar en natillas. Pesadilla: ahogarse en Campbell´s. / Los paquetes del frigorífico parecen traer siempre a un animal congelado en la montaña/ Los calamares se ven perfectos. ¡Para portada de Julio Verne! / Ritual imperecedero: comer tacos de ojo para hacerse de un tercero. / Los Surimis: grupo con cocineros sucedáneos que toca covers. / Las alacenas son las bibliotecas del sabor. /Las barricas y los vitroleros: muebles que resguardan la cultura. Mientras vivan: viviremos. / Fray Papilla: quien aplica la confesión a los de la cocina. / Sólo los cocineros juegan con fuego. Lo demás, francamente, un juego. / Cocinero en hamaca: peneque capeado. / Aparición: los gatos juran haber visto a dios en el garabato de los chorizos. / Cuando veas las barbas de tu vecino lavar, vigila las tuyas de no ensuciar. / Los pimientos son chiles habladores. / Las milanesas descansan bajo tierra. / Dame un pan y conquistaré al mundo. Dame además mantequilla y me conquistaré a mí mismo. / Tiempo: comer y beber todos de él. / Una bota: hígado para el ídem. / Calabaza: medio de transporte para la raza. / Mamey: del aguacate, primo holandés. / Pulque: las babas del diablo. / Coca-cola: refresco de cola. / Pollos colgados: pollos revolucionarios. / Bacanales: odas elementales. / Las hacía tan mal que eran tortillas de papanatas. / Belfos y Morros: nombre de restaurante para enamorados. / Escarchar: hacer nevar. / No hay trato hecho sin contrato y no hay tal sin un buen trago de por medio. / Sazonar: como manosear. / Cocinar: avivar.

La Calor: aguas frescas, picnics libertarios y sueño de una tarde de verano anticipada

domingo, mayo 8th, 2016
¿Dónde quedó el gran sabor de nuestra cultura líquida? ¿En la sequedad de nuestras carteras, en la mentada terquedad del entendimiento, ahí donde va a dar todo lo que bota la clase media sin sed conocimiento? Foto: lacasadedonaines.com

¿Dónde quedó el gran sabor de nuestra cultura líquida? ¿En la sequedad de nuestras carteras, en la mentada terquedad del entendimiento, ahí donde va a dar todo lo que bota la clase media sin sed conocimiento? Foto: lacasadedonaines.com

1.– AGUAS FRESCAS

Cuando de niño, no sé bien el porqué, no bebía agua. O quiero decir que no me recuerdo en ello. El agua para mí: eso incoloro, inodoro e insípido (tibio en vaso de plástico con popote integrado), para el final de la comida. Y aún así.  En todo caso sí que recuerdo, empapando la década de los ochenta y más atrás, a los coloridos polvos “radioactivos” de grandes nombres: Perk, Tang, Kool-Aid, para pintar por dentro todos los riñones. Me acuerdo que mis amigas los ocuparían tiempo después para pintar sus spikes e ir al Tianguis del Chopo con sus mohawk espectaculares. Luego vino el Nestea, el elixir para gente grande, y que para mis primos y amigos significaba lo mismo que tomar un Canada Dry-Ginger Ale, el refresco reservado a los adultos. Cada vez que uno abría esa lata del polvo para preparar la bebida como té sabor limón (una nube que parecía estar siempre flotando sobre nuestras molleras), el polvo se colaba por la nariz hasta emparentarse con nuestros pulmones, afiliarse al córtex, terminar como parte de nuestro código genético. Y bueno, ya ni decir de las amadas y odiadas Coca-Colas (la chica, una especie de cliché de lo mejor, la familiar de vidrio, la de dos litros, la de dos litros y medio, la de tres litros y tres y medio (¿invento?), y todas la que habrán de venir, de 25 o 50 litros, de 95 litros y medio para bautizos, quince años, bodas, divorcios y funerales.

¿Qué me dice entonces, amigo, de poner mejor un tinaco de refresco en casa para olvidar de una vez por todas (perdón Boing perdón, Del Valle perdón, Soldado de Chocolate, Jarochito de Veracruz, O Rey de Oaxaca, mi Yoli de Limón, perdón, mi Sangría Señorial, mi Casera, mi Chaparrita perdónenme pero lo tengo que decir), acribillar a las Aguas Frescas, exiliarlas de la Nación? ¡Para que nadie más las tenga en mente, al fin ya son muy pocos los que las recuerdan! ¿No le parece? Porque a estas alturas me pregunto, parece mentira: ¿dónde quedó el gran sabor de nuestra cultura líquida? ¿En la sequedad de nuestras carteras, en la mentada terquedad del entendimiento, ahí donde va a dar todo lo que bota la clase media sin sed conocimiento? No lo sé. ¿En dónde ese gusto por el agua natural, el pozo desnudo (sin aditivos o conservadores, efervescencias, picazones), esa agua quieta, callada, blanda, que se bebe a sorbitos, en calma? Pues no lo sé. Y apenas digo no lo sé, me viene a la cabeza Antonio Porchia. Porque creo que las Aguas Frescas se parecen a algunas enseñanzas de su Voces maravillosas, un deber ser: “Arrancamos a la vida la vida, para con ella, verla.” “Las pequeñeces son lo eterno y lo demás, todo lo demás, lo breve, lo muy breve.” Me acuerdo también de una Greguería de Gómez de la Serna: “El amor nace del deseo repentino de hacer eterno lo pasajero.” Y pues: ¿en dónde por fin, esa agua no para apagar la sed sino para poco a poco agruparse, hacerse uno con el México Profundo? ¡Y luego además de ese bautizo increíble! Agua Fresca: el más lindo pleonasmo de la comida mexicana.

Agua Fresca de Naranja, de Jamaica, Horchata, Guayaba, Guanábana, Lima, Limón solita o con su Chía, Mango, Papaya, Melón, Sandía (¿será la vieja del otro día?), Piña, Tejocote, de Nanche (Nance o Changunga como se le dice en Jalisco), de Tejocote, de Coco (y hay de la planta del Coco y se llama Tuba), de Tamarindo, de Chaya, de Zapote, en esos vitroleros magníficos como si fueran vivos, sudando frío cuan gordos son, sitiados en su sabiduría altiva, rodeado de moscas, de abejas, de mirones con la boca seca. O bien toda esa gama de bebidas de Mesoamericana que tienen que ver con el puro Maíz y sus temperamentales acompañantes (Anís, Pimienta o Chile, Jengibre, Canela, Cacao desde luego, Canela, Vainilla, tantos más), energéticos como el diablo y de nombres hermosos como el de Tejuino, el Pinole, el Tejate, el Chilate, el Tazcalate, hasta el Chocolate frío (el Chocomil como le dicen miles), largo, espumoso, ya sea en el vaso cónico de vidrio (¿icónico), de película gabacha, o en los metálicos de color rosa, rojillos, azulados, salidos ambos del flaco Osterizer de color verde, Deus ex machina color verde pistache, verde bajito (¿lo recuerdas?), muy mono ahí quietecito en la trapeada limpieza de los puestos de los mercados, de un verde distinto al de las casas con piso de tierra y techo de palma, a un costado del camino en el sureste, que repelen a sus hombres y mujeres a los dinteles a platicar, a darle una vuelta más al tema consabido, por las mil y una noches en las costas húmedas del verano mexicano. Sus hijos en el patio con su licuado en la mano, esos licuados que se perpetran cuando flagelan los mosquitos, para matar el tedio, la calor cuando éramos chiquitos, que se levantan con harto hielo y el sabor, de todo lo verde y lo amarillo, todo lo rojo, multicolor que nos regala Natura sin abrir la boca. Abierta nuestra boca eso sí por la Alfalfa y el Betabel, la Ciruela, el Capulín, la Chirimoya (¿Le ponemos Pingüica o Pitahaya aunque manche el mantel?).

¿O ya de plano nos pasamos al abominable mundo de las Nieves (de carrito como las vendiera Hermenegildo Bustos), de las Paletas Heladas en el kiosco de Tlacotalpan (¡Percheronas de Mamey, Pistache, Arroz con Leche!), los Esquimos, las Congeladas de Rompope, las Champolas en una Plaza de Campeche? ¿A dónde va mi amigo? ¿De Agua o de Leche? ¿A poco ya le dio sed?

2 b) Picnic libertario

Propongo lo siguiente. Escoja usted a un acompañante que ame considerablemente. O los que quiera si así lo considera poético. Luego elija un parque bien cuajado que le venga a modo por su cercanía o simplemente porque le gusta. Y bueno, si no hay parques disponibles, por lo menos una zona verde habitable en esta ciudad tan ruin. ¿Que cuál es el objetivo? Pues comer como se debe, a la manera de un picnic, comer bien, un día cualquiera, como acto libertario, en el espacio abierto.

Porque la verdad es que hay que frenar de alguna manera, aunque sea así de simbólica pues, el vértigo de la modernidad, la pauperización de lo humano, esa terca tendencia a la putrefacción que llega con el corporativismo, es decir, la maquinaria del capitalismo más salvaje. Por eso, es que le planteo esta idea. Lleve a la oficina la comida que quiera (casera, habitual, o bien algo especial, algo que lo consienta), y haga que sus comensales invitados hagan lo mismo. Piense al hacerla que la compartirá con el otro. ¿Y sabe por qué? Porque no hay mejor manera de convivir entre pares, saber algo de las maneras que tienen de vivir otros seres humanos. Hable de las películas o programas de televisión que vio en la semana, de los libros que leyó, cuente chistes, anécdotas de lo que usted guste, de la maldita inmortalidad del cangrejo pero observe siempre una regla: no hable de su jefe o del trabajo porque justo la idea es mandarlos por un momento derechito a la chingada.

No. Mejor hable de usted mismo. De los entretelones de la vida en la tierra, del amor, del arte. Porque si se pone a ver, nos ponemos a ver, todo ello al final es la misma cosa: la conversación luego de comer o comiendo, con el otro querido, como la mejor manera que tiene uno de asombrarse de estar vivos. Hable también de la religión que es la amistad y por supuesto de la comida misma. La idea es desprenderse del todo hecho pedazos, suspender su propia burbuja de la porquería en que se ha convertido el hecho mismo de trabajar, escapar de la cruel alienación a la que hemos sido sometidos, la cosa de la vida vulgar. Reflexione. Esa zona delimitada por una sábana, esas viandas que le convida su grupo, cocinadas por ellos mismos o sus familias, ese postre precario que se ha embarrado en el contendor de plástico, representan su autonomía, su reinado. Es ahí, en esa arquitectura vernácula que es delimitada por sus cuerpos en el parque, rodeada de plantas y árboles, que operan únicamente sus reglas, su forma de pensar y decir. Es su reinado. Se trata pues de un paréntesis que frena el discurso homogeneizador de que todos somos iguales frente al sudor del trabajo, que todos somos obreros del sistema. ¡A tomar por culo el maldito sistema! Esa farsa que nos ha hecho creer que no existimos.

Por eso no se mimetice y mímese. Haga usted amor con la comida al aire libre, y no se limite. Destape un buen vino, coma de lo lindo, cierre con un termo de café hirviendo y bostece un buen rato para comerse así, como otros comen energía, presupuesto, ego, unos minutos de su hora de comida. Y además, caiga en cuenta que comer así es regresar a la ciudad, dejarnos ver entre sus brazos como si fuera aún nuestra madre querendona. Picnic como recostarnos de nuevo en la matriz, como casa del árbol no para el soliloquio sino el coloquio de los amantes. Y es más: lo convoco a que promueva esta sublevación. Diga NO a los comedores industriales. NO a las máquinas expendedoras de comida chatarra. NO a las fondas baratas pero cutres. El tiempo nuestro es el que vale. Porque sobreviviremos. Caminaremos de nuevo con nuestros portaviandas, nuestros maletines del placer, a degustarnos sobre la hierba, a sentirnos plenos con la compartición del pan. La comida a cielo abierto será como una nueva eucaristía, y vaya que la querremos por siempre. Esta comida, sépalo, siéntalo, será, la primera comida del resto de nuestras vidas. Buen provecho.

1.– Sueño de una tarde de verano anticipada

Como te caería que reuniéramos al clan para cocinar y nos echáramos unas cervezas frías, ¿te parece? O un buen tinto. “A donde fueras, haz lo que vieras: tómate un Pesquera”. ¿Te gusta mi nueva frase?  O mejor un vinito blanco. Unos albariños estarían bien para el calor, ¿no? ¡Oh, esas Rías Baixas! Un Terras Gauda. Un dulce Diamante. Y ponemos el asador que ya lleva tiempo ahí encerrado. Llevamos todos las viandas. ¿Quieres? Para echarnos en el calorcito y escuchar música y platicar. Hace mucho que no nos vemos.

Tú abres con las ensaladas que te quedan muy bien,  ¿sí? Hazte ésa que lleva pasta. Me gusta mucho. ¡Jamás me imaginé pegar fusilli y aguacate con cotija! Qué bueno que te robaste esa receta de aquel restaurante. Hay que reinventarse o morir. “¡Cook or die!”, diría el Bourdain. O hazte ésa con gajos de naranja, chile verde y ajo. Le pusiste pepino y jícama una vez, ¿verdad? ¿Jengibre? O hacemos un cebiche de pescados y frutas. Un tzatziki y ahogamos ahí unas jícamas. Un tabule distinto con hierbas y menjurjes, ya veremos.

Cuando salimos inspirados bien que la hacemos. Le quiero pedir al vecino que saque el marinado de limón que hizo de res, pescado y camarón, ¿recuerdas? ¡Cosa maravillosa de carpaccio triple! Poco de oliva y unas lajitas de grana-padano. La carne sabía como a bresaola. ¿Era ternera? Le tiró algo de chile seco aquella vez, recuerdo. Casi malsano. Puedo hacer un pisto manchego o una sopa Billy-by. Y es que el puro mesón frío es lo que va con esta estación. Hay que llevar unos percebes o algo de amigos bivalvos, ¿no? Unas navajas. Unas chocolatas. ¡Ostras todas! Hay que pasar todo el verano comiendo así, crudo y fresco. ¿En dónde podríamos conseguir por acá unas de esas almejas Goeduck? Podríamos también abrir con unos quesos. Ya sabes: “Con buen queso y mejor vino, más corto se hace el camino”. ¿Tú me enseñaste ésa? Picar algo de mozarella, gorgonzola. O bueno, para salir de lo italiano podemos llevar un  brie suave. Eso y uvas, mermeladas de frutas. ¿Qué dices?

De plato fuerte podemos asar unos buenos cortes. Pero nada de Wagyu ni de buey de Kobe. Mejor algo clásico. Unas buenas costillas cargadas, un rib-eye, unas tortas de brisket retacadas. O unos cuencos de tuétano recocido. ¡Rebuenos! ¿Qué tal algo que no hayamos hecho en casa? Un conejo, una cabra, un cordero. Le asamos a un lado unas verduras y las convertimos en nuevas especias de tapenade. ¡Claro que podemos! ¿Te parece que falta un puente para entrarle a lo duro? Bueno pues podríamos aventarnos un bloc de foie trufado. Lo hacemos nosotros. Magret, hígado, trufa negra, un chorrillo de Madeira, todo eso bien especiado y al horno. ¡Qué lujo! Pero eso que lo haga el experto. Me refiero por supuesto a tu padre, no a ti. O un pollo para que los chavales lo devoren. Lo abrimos y lo asamos con una mantequilla a la maître d`hôtel. Para que se coman los dedos y pidan más. Les hacemos una limonada especial. ¡Bien! Y si quieren les hacemos algo malvado: ¡Costillas, panceta y piel doradas por el diablo! Y para jugar, ¿unas morcillas, butifarras? Mollejas o tripas, ¿no quieres vísceras? Está bien, las dejamos para otro día, con más calma. Y claro, si alguien quiere algo blanco podemos hacer un robalo o un pargo. Como el que embarraste con manteca de cerdo. ¿O era asiento de chicharrón? ¿Las dos? ¡Gran hallazgo!

Propongo que después del aquelarre en los postres la llevemos tranquila. Algo con soletas y cremas batidas. ¿Natillas? Propongo una pavlova con moras. O fresas o un pudín de frutas cocidas. ¿Comprar un flan? ¡No jodas! Y cerramos con un limoncello, un amontillado, un pastis. ¿Qué más se te antoja?  Cerramos con eso, ¿no? Azúcar y Chablis. Y con un Long Island cerramos la tarde. ¿Le parece? No hay nada mejor que acabar con un té. ¿Sabes? ¡Se me acaba de reventar la hiel!

Pues eso es lo que quisiera hacer este sábado. “Sueño de una tarde de verano anticipada”, llámale así a nuestra próxima obra de teatro. Para sepultar todo dolor, olvidar la puta oficina, blablablá, hacer lo que queramos. ¡Claro, emborracharnos! ¿Tú les hablas? ¿Ya quedamos? El que cocine peor se encarga de lavar los platos. Va a estar bueno. Ya verás. Hasta el sábado que nos fundamos con el cielo. Un abrazo.