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¿Quién escribe la enciclopedia de todos?

miércoles, noviembre 8th, 2017

Según los propios datos de Wikipedia, el 45 por ciento de las contribuciones a Wikipedia en nuestro idioma se hacen desde España mientras sólo el 25 por ciento se hacen desde México y Centroamérica. Foto: EFE.

Wikipedia es La Enciclopedia. En 17 años (16 años y 11 meses) ha desplazado a todas las enciclopedias tradicionales y se ha convertido en el primer sitio de referencia, con cientos de millones de consultas mensuales. Pero ¿quién escribe los artículos?

El slogan de Wikipedia en español es “La enciclopedia libre” y, en inglés, “The free encyclopedia that anyone can edit” (“la enciclopedia libre que todos pueden editar”). Esta naturaleza colaborativa ha sido y sigue siendo el blanco de muchas críticas: “ahí pueden escribir todos, qué horror”; por lo tanto “no es confiable” y “hay un desprecio a los expertos”. Dicho de otra forma: si todos pueden escribir, qué va a pasar con el conocimiento académico, el conocimiento de-a-de-veras que tanto trabajo y dinero nos ha costado formar en las universidades.

Estas críticas hicieron poca mella y, salvo excepciones, se puede decir que la cantidad de de entradas de Wikipedia por país es proporcional a su número de individuos con conexión a internet. Así, no extraña que haya más artículos en inglés y francés que en español y portugués. También han influido otros factores más o menos intuitivos: la renuencia a sumarse a un proyecto estadounidense (China), la conciencia colectiva de ser los únicos responsables en el mundo de que exista información disponible en su propio idioma (sueco, italiano, alemán o cebuano versus español), el bilingüismo de los usuarios (India versus España) o boicots regionales por parte de profesores y académicos (México).

Así, y aunado al hecho del espíritu democrático de Wikipedia (gana la versión que aprueba la mayoría), la idea de la libertad de edición queda bastante restringida a quién tiene y quién no tiene internet. Y, después de los años, a quiénes constituyen esa mayoría con poder de veto para hacer valer su versión “enciclopédica” por encima de las otras. A continuación un par de ejemplos. Primero uno “ingenuo” y luego otro no-tan-ingenuo o, más bien, importante.

Por cinco años, mientras fui profesor del Tec de Monterrey y la Universidad Iberoamericana, una de las tareas que encargaba a mis estudiantes era la de crear o editar significativamente páginas de Wikipedia. Una de dichas páginas fue la de la “tostada”, en la categoría de “platillos mexicanos”.

Por estúpido que parezca, se desató una guerra de ediciones.  Los wikipedistas españoles reaccionaron para resaltar su “tostada” (pan tostado) y, mis estudiantes, primero, para resaltar la tostada mexicana y, después, para intentar llegar a un bonito común acuerdo. Ganaron los peninsulares. Y es que, según los propios datos de Wikipedia, el 45 por ciento de las contribuciones a Wikipedia en nuestro idioma se hacen desde España mientras sólo el 25 por ciento se hacen desde México y Centroamérica. Así, la democracia de un mayor número de wikipedistas españoles (en representación de unos 50 millones de habitantes) ganó sobre una minoría de wikipedistas mexicanos (en representación de unos 130 millones de habitantes).

Usted puede consultar el historial de Wikipedia para ver por sí mismo cómo fue: cómo pasamos de una primera entrada (en 2002), donde la mayor parte del texto se refería a México, a la última (2017) donde la tostada mexicana queda reducida a una línea. Más aún, se terminó creando una página particular para “tostada mexicana” (que fue tachada de “posible promocional” en su aparición). Pero, a diferencia de otras entradas donde la misma palabra puede referir a varias páginas (como “Newton”), en el caso de la “tostada” no se redirige automáticamente a una página de opciones ni aparece la leyenda de “desambiguación”.

El ejemplo anterior, si se quiere, no tiene ninguna implicación trascendental en el mundo gastronómico. Pero sirve para ilustrar dos asuntos: 1) la “democracia” de Wikipedia sólo representa al número de usuarios y no necesariamente al número real de personas que conciben un término con tal o cual definición y 2) el nacionalismo, regionalismo o amor propio al rancho influyen en la forma de actuar de los wikipedistas en detrimento de una versión incluyente de una definición: ¿no sería más adecuado tener todas las definiciones de “tostada” del mundo en una misma página en lugar de pelear por la primacía de su/nuestra interpretación?

Pero hay casos donde estos sesgos causados por la disponibilidad de internet y el porcentaje de usuarios de tal o cual país sí tienen implicaciones graves.

Según Wikipedia, el porcentaje de contribuciones en lengua portuguesa se divide en: 60 por ciento Sudamérica (Brasil), 35 por ciento Portugal y 5 por ciento África del sur (Angola, Mozambique y Cabo Verde). Así, cuando uno busca la entrada de Mozambique en portugués que, como toda entrada de país está semi-protegida y sólo pueden modificarla “usuarios registrados”, uno se encuentra con una página sorprendente. En resumen, porque los propios mozambiqueños están borrados o vilipendiados en su propia historia.

Ahí se habla, primero, de que eran “pueblos bantúes” sin particularizar. Luego, de que había puestos comerciales “suajilis” y “árabes” hasta que aparece el primer nombre de pila, el de un portugués, Vasco da Gama, quien “reconoció el área”. Algo así como si en la página de México dijera que “había pueblos nahuas y mayas hasta que llegó Hernán Cortés”. Respecto a la esclavitud, se menciona que eso era algo “histórico” donde “muchos de los esclavos eran comprados o vendidos por jefes tribales locales… que invadían tribus guerreras vecinas”.

Y uno se pregunta: ¿de verdad a los mozambiqueños les gusta referirse a sus antepasados como “tribus guerreras y esclavistas” (descripción que, por supuesto, también podría ser aplicada a los griegos o a cualquier pueblo europeo)?

Por último, respecto a independencia del país, resulta que no fue, como en los casos mexicano o estadounidense, una lucha por la libertad en contra de sus opresores coloniales sino que 1) estaban influidos por “ideologías comunistas”, 2) ésta fue posible no por su lucha sino por el “retorno de Portugal a la democracia” y 3) el Frente de Liberación de Mozambique (FRELIMO) era sólo una guerrilla que, en cuanto Portugal les “cedió” el país, sumieron a la población en una guerra civil (sin mencionar, claro, que el grupo opositor estaba patrocinado por el régimen sudafricano del apartheid) e instauró un estado de terror contra los pobrecitos portugueses que fueron exiliados o “huyeron por miedo”.

El hecho de que los mozambiqueños recuerden a Samora Machel (el dirigente el FRELIMO) como los mexicanos recordamos a Hidalgo o los estadounidenses a Washington, está ausente en la página. ¿Será ésta la versión mozambiqueña de la independencia del país o será la versión de los colonizadores, de los portugueses?

En este caso, también, un recorrido por el historial de la página y por las páginas de los usuarios que han colaborado en ella despeja la interrogante: esta página no ha sido escrita por los mozambiqueños. Peor aún, también se puede rastrear un cambio en el discurso desde la primera entrada en 2003 (nótese, un año después que la entrada de “tostada”) al presente.

La primera entrada de Mozambique sí relataba una historia que sonaba familiar y creíble para cualquier ciudadano de un país excolonia, como México o Estados Unidos. Decía: “excolonia portuguesa… FRELIMO fue un movimiento [no una ‘guerrilla’] que luchó por la liberación… se volvió un partido político… Samora Machel ocupó la presidencia”. Pero después, poco a poco, esa visión desde adentro fue cambiando a una visión desde afuera, a una visión desde Portugal o, más terrible aún, a una visión desde los libros de historia que se utilizan en la educación brasileña.

Como podemos ver, debido a disparidades tecnológicas, la supuesta libertad e inclusión de Wikipedia no sólo es bastante menor a lo que su slogan nos hace creer sino que esto tiene también consecuencias en la generación de contenidos y en la ideología que conllevan. Estas consecuencias pueden ser más o menos pueriles, como en el caso de la “tostada”, pero también pueden ser relevantes para la forma en que entendemos al mundo, como en el caso de “Mozambique”.

Más aún, la crítica que veía con terror que “cualquiera pudiera editar una página” ha quedado rebasada por una crítica donde, en efecto, prevalece la visión de aquellos que tienen mayor acceso a la tecnología y se desprecia la visión de los grupos con menor acceso. Así, Wikipedia se ha ido convirtiendo en un escaparate más de la ideología hegemónica (eurocéntrica, etc…), tal como lo fueron la mayoría de las enciclopedias impresas.

Pero hay una diferencia, las enciclopedias impresas no afirmaban un principio de inclusión (“esto lo hacemos todos”) sino un principio de autoridad (“nosotros somos la verdad”). Así, si esta  tendencia no se revierte, dando cabida a las voces tecnológicamente minoritarias e impidiendo que estas sean aplastadas por las voces tecnológicamente mayoritarias, en los próximos años seguiremos presenciando la paradoja de que Wikipedia muestre una visión tan elitista como la de las enciclopedias tradicionales mientras se hace pasar por una enciclopedia incluyente.

Movistar y la estafa masiva a los emigrantes mexicanos

miércoles, septiembre 6th, 2017

En la oficina de Movistar pregunté (y también preguntó la persona que estaba en el escritorio a mi lado) si el servicio en EU tenía alguna restricción. Foto: EFE.

La oficina de Movistar está llena. Varios, como mi pareja y yo, queremos contratar uno de esos nuevos y maravillosos planes de telefonía celular llamados “Vas a Volar” pues prometen:

Vigencia del 27 de marzo al 30 de septiembre de 2017. Planes Vas a volar 0.5 y 1 disponibles en modalidad control; planes Vas a volar 1.5, 2, 3 y 5 disponibles en modalidad pospago y control. Las llamadas y mensajes de texto son ilimitadas para entrantes y salientes a cualquier compañía de México, Estados Unidos, Canadá y Puerto Rico estando en México, EU, Canadá y Puerto Rico mientras el plan esté activo.

(la liga, aquí: http://www.movistar.com.mx/documents/legales/plan-con-equipo )

Y, claro, la razón por la cual mi pareja y yo queremos contratar este plan es la misma que la del resto de la gente en el establecimiento: nos vamos a mudar a EU. y qué mejor que mantener nuestro número de teléfono mexicano al que nos pueda llamar de forma ilimitada nuestra familia que seguirá en México y viceversa.

Suena al paraíso, ¿cierto?

Sí, por mucho, sonaba a la mejor opción de telefonía móvil para los más de cuarenta millones de mexicanos y descendientes de mexicanos que vivimos en EU, ya sea de forma temporal o permanente.

Y, más aún, muy probablemente también la opción más fácil de contratar para los cientos de miles de mexicanos “indocumentados” que viven en EU pues el trámite lo tenían que hacer en México, con sus documentos mexicanos, y no en Estados Unidos, donde les habrían de pedir algún documento estadounidense (como el número de Seguro Social, una tarjeta de crédito estadounidense…) o tendrían que seguir con los carísimos planes pre-pago donde te cobran hasta por cada mensaje que recibes (y, por supuesto, también por las llamadas que recibes de México y no es un cobro nada barato).

Sí, el paraíso.

El paraíso que además se anunció -como puede ver en la cita de arriba- justo antes de Semana Santa: la segunda época del año en que más migrantes vuelven a México a visitar a la familia. Y, por supuesto, en la contratación especificaban que, para poder tener los beneficios del plan, tenías que ser mexicano legalmente.

Pero el paraíso no existe, ya sabemos.

En la oficina de Movistar pregunté (y también preguntó la persona que estaba en el escritorio a mi lado) si el servicio en EU tenía alguna restricción: “Sólo que deje de pagar se cancela”, respondió muy sonriente la señorita. Así, nos vinimos muy contentos a EU a fines de julio y lo primero que sucedió fue que, justo después de cruzar la frontera, ambos teléfonos dejaron de funcionar.

Nos quejamos.

Nos seguimos quejando.

A veces funcionaban a medias: una línea podía hacer llamadas pero no tenía datos, la otra tenía datos pero no podía hacer llamadas.

Y a veces volvían a no funcionar del todo.

Más aún: recibir llamadas de México ha sido casi imposible cuando no imposible.

En resumen, en más de un mes, nunca hemos tenido el servicio que prometieron.

Pero ahí no para la cosa. El 9 de agosto (a cuatro meses de lanzar el paradisíaco plan) mandaron un mensajito con la “actualización” de las políticas del servicio (“Actualización”, léase, cambio unilateral y arbitrario del servicio). Ahí aclaraban que:

Los Servicios incluidos en el plan Prepago® de Roaming Internacional en Estados Unidos, Canadá y Puerto Rico no están diseñados para su Uso Internacional Permanente.

(la liga, aquí: http://www.movistar.com.mx/uso-roaming-permanente-eua-can )

Así, todos los teléfonos se bloquearían después de 30 días de uso en el extranjero. Y se bloquearon (curiosamente, su eficiencia es tal que, en nuestro caso, sólo bloquearon una línea pero la otra no).

Las razones para esta “actualización” pueden ser varias: a) tal vez los sabios de Movistar nunca esperaron tantos nuevos clientes migrantes y las compañías filiales en EU (T-Mobil, At&T) les reclamaron el uso de la red o b) el plan estaba pensado desde el inicio para prometer una cosa y luego cancelarla arbitrariamente a sabiendas de que la mayoría de los nuevos usuarios no estaríamos en México para reclamar o cancelar el plan (pues, efectivamente, intentar cancelar el plan vía “telefónica” ha sido imposible en mi caso).

Pero cualesquiera que hayan sido las razones, el resultado es el mismo: hartos mexicanos en Estados Unidos y Canadá que no contamos con el servicio y no podemos cancelar el contrato pero sí tenemos que seguir pagando (porque el plan, claro, tenía que estar referenciado a una tarjeta de crédito).

En el mejor de los casos, Movistar dice que puedes cancelar el contrato (dice que puedes, aunque en la práctica, como ya dije, no me ha sido posible) si pagas por el servicio que no te dieron y, obviamente, pagas también una multa por la cancelación antes de tiempo.

Esto, en palabras llanas, es una estafa masiva. Una estafa que seguramente, como a mí, está afectando a miles (o más) de mexicanos en Estados Unidos y Canadá.

¿Es que el gobierno de México permite que una compañía extranjera estafe masivamente a sus ciudadanos o será que PROFECO tomará cartas en el asunto para cancelar todos estos contratos por incumplimiento arbitrario por parte de la compañía y, por supuesto, también multará a Movistar?

¿Dónde buscar soluciones para el racismo en México?

miércoles, julio 12th, 2017

En los últimos meses han aparecido varios artículos periodísticos sobre el racismo en México. El aspecto positivo de esto es obvio: de lo que no se habla, no existe, y no se puede solucionar un conflicto del que no se habla. Foto: Isaac Esquivel, Cuartoscuro.

El racismo es un mecanismo de opresión, de explotación del ser humano por el ser humano. Tiene un origen simple, administrativo: es más fácil distinguir a los explotados si estos tienen diferencias físicas visibles. Luego viene el constructo (pseudo-)justificatorio: los explotados no existen, son como niños, no piensan, son atrasados y retrasados, no tienen cultura ni conocimiento y un largo etcétera de la infamia que culmina con el dictum “la explotación es por su propio bien”.

Y el cerco de silencio: el explotado, o el subalterno -en términos de Spivak- no tiene derecho a una voz propia, su voz no está autorizada o, como dice Uma Kothari, “el conocimiento no depende de lo que sabes, sino de quién eres [biológicamente] y de dónde vienes”.

Los intentos de inclusión más socorridos han sido, paradójicamente, también mecanismos de exclusión en dos modalidades. Primero, el explotado adquirirá voz cuando demuestre que ya no es un ser inferior sino un ser “civilizado”; es decir, luego de llevar a cabo una transformación radical donde deja de ser él mismo para convertirse en un émulo de los explotadores (en la ropa, la música, la “cultura”, la “ciencia”, el pensamiento, etc.) O, segundo, cuando acepta ser relegado, cosificado, inmovilizado en una categoría biológico-cultural que pretende a la vez ser prístina y eterna. En ambos casos se elimina la libertad del ser humano y su comunidad para decidir un devenir propio.

Por descontado, cuando se dice que el racismo es un mecanismo de opresión, no se quiere decir que sólo haya un tipo de racismo o un solo conjunto de acciones que procuren dicha opresión. Más bien se refiere a que el racismo siempre tiene ese fin: la explotación del ser humano por el ser humano. Y los conjuntos de acciones, tácticas y estrategias para conseguirlo son tan variadas como lo son las sociedades del planeta. Este conjunto de acciones depende de la propia historia de cada sociedad. Así, las formas más extendidas por el orbe son precisamente las que derivan de procesos históricos más extendidos.

Además, al tener como fin la explotación, es un mecanismo dinámico que es ajustado a los cambios por sus proponentes para mantener el status quo. De modo que, lo que en cierto lugar puede parecer o ser un avance para buscar la integración armónica de su sociedad, en otro, eso mismo, ya ha sido revertido y utilizado en contra de la comunidad oprimida. No hay soluciones mágicas ni universales pues el racismo funciona también como el paliativo ideológico que permite a los opresores sentirse moralmente dignos de oprimir. De modo que renunciar a éste significa aceptar la propia malignidad o renunciar a todas esas prácticas de explotación que permiten mantener un estatus privilegiado.

El racismo no tiene una explicación biológica. No es, siquiera, una ideología. El racismo es, valga repetirlo, un complemento, un mecanismo del que echa mano la ideología que sostiene que es moralmente válida la opresión del ser humano por el ser humano.

En los últimos meses han aparecido varios artículos periodísticos sobre el racismo en México. El aspecto positivo de esto es obvio: de lo que no se habla, no existe, y no se puede solucionar un conflicto del que no se habla.

Los problemas que encuentro con estos artículos son varios. En primer lugar, porque suelen tener el tono sensacionalista y condescendiente de quien ha redescubierto el agua tibia pues, además, su alcance suele ser ése: repetir lo que cualquiera sabe, que en la televisión mexicana abundan los “güeritos”, por ejemplo. En segundo lugar, porque el “análisis” suele quedarse en el señalamiento de la atroz obviedad o en una comparativa simplista con las prácticas “más avanzadas e incluyentes” de otras sociedades. El señalamiento de la atrocidad es necesario, es el primer paso. Pero la comparativa simplista suele tener el mismo tufo colonialista (y racista) de siempre pues resulta que esas sociedades “más avanzadas” son las mismas que produjeron los discursos racistas de la actualidad.

No quiero decir con lo anterior que una sociedad no pueda cambiar, sería optar por el nihilismo. Más bien, ¡qué bueno que esas sociedades -si es que es así- sean menos racistas que antes! Pero, en el mejor de los casos, los procesos de cambio que esas sociedades tuvieron que llevar a cabo para revertir su propio racismo sólo pueden servirnos de aliciente para pensar que es posible lograr el cambio que requiere la sociedad mexicana. Sin embargo, no pueden servirnos de modelo ni hoja de ruta pues los procesos históricos que han conformado el encumbramiento del racismo mexicano como complemento de una ideología de explotación son diferentes.

Valgan un ejemplo. La adopción de un lenguaje no-racista es deseable, pero carece de la hondura necesaria para lograr una transformación cuando un país se preocupa por decir “afromexicano” y mantiene ciudades que se llaman “mata-moros”. Aquí me parece claro cómo la estrategia de inclusión parece preocuparse más por repetir las formas de otra sociedad (Estados Unidos o Francia) que por analizar nuestro propio racismo.

Ahora el INEGI ha publicado un estudio estadístico para correlacionar color de piel con estatus socioeconómico y movilidad socioeconómica. El estudio muestra lo que ya sabíamos. Por supuesto, era necesario tener las cifras por aquello de que nunca falta un iluso que crea que, como la ley dice que todos somos iguales, sea así en la realidad. Lo problemático aquí, a partir de los artículos que se han publicado al respecto (sobre todo, curiosamente, en los que han aparecido en medios como El País o Huffington Post), es que pareciera que la solución que se vislumbra es volver al esquema de la época colonial pero por “razones incluyentes”, a ésa época en donde todos estaban clasificados en “cambujo”, “saltapatrás”, “criollo”, “mulato”, etcétera. Eso sí, ahora con categorías ad hoc a esta época de predominio de las grandes transnacionales y el fetichismo por las etiquetas impersonales de los términos “científicos”: las que establece la compañía estadounidense PANTONE ®.

Un reconocimiento de nuestra propia historia debería de disparar la alerta sobre esta medida. Más aún cuando estos articulistas parecen escribir desde la certidumbre colonialista: “lo que hace el primer mundo es lo más avanzado, lo mejor”. Aquí dos muestras. Leo Peralta en Huffington Post dice “A diferencia de países como Estados Unidos y Francia, donde los estudios demográficos incluyen preguntas sobre la etnicidad” (http://www.huffingtonpost.com.mx/leo-peralta/el-inegi-revelo-nuestra-pigmentocracia_a_22488829/ ), y Pablo de Llano en El País dice “Los analistas coinciden en que la demora en el reconocimiento del problema racista, que en México se está echando a rodar con mucho retraso con respecto a otros países” (https://internacional.elpais.com/internacional/2016/06/30/mexico/1467238980_975515.html ). Saltan las dudas, en el supuesto caso de que en Estados Unidos y Francia vivieran las sociedades menos racistas del mundo, ¿es posible adoptar simplemente sus prácticas a pesar de las diferencias históricas y sociales?, ¿a qué países se refieren los analistas de Pablo de Llano, a Nigeria, Indonesia y Paraguay, o también a países primermundistas? Si de adoptar medidas exitosas se trata, ¿no deberíamos de buscar en países con historias y sociedades más similares a la nuestra? Es decir, ¿no sería más inteligente volcar nuestros ojos a África subsahariana para ver cómo han tratado ellos de resolver el problema en lugar de mirar hacia sociedades como la francesa o la estadounidense? Francia no fue colonizada en los últimos 500 años, Nigeria sí. Y el proceso de colonización de EE.UU., bien lo sabemos, fue muy distinto al nuestro. ¿No hay en esta mirada hacia Europa y EU. el mismo deseo racista que se pretende acusar? ¿No hay en este desdén, en esta ausencia de búsqueda entre nuestros pares, una repetición del cerco de silencio: “el conocimiento no depende de lo que sabes, sino de quién eres [biológicamente] y de dónde vienes”?

En resumen, el racismo en México es un problema grave. Lo ha sido desde la misma independencia. En estos doscientos años que van desde 1810 hemos vivido la lucha entre las estrategias que han buscado el mantenimiento del status quo de explotación y las que han buscado desmantelarlas. Algunas de estas últimas han sido ideas propias y otras han sido adaptaciones. No huelga decir que las adaptaciones que hemos hecho de las prácticas de las potencias coloniales han sido las que peores resultados nos han deparado. Más nos valdría estudiar nuestra propia historia y nuestra propia sociedad, sopesar nuestros errores y también nuestros aciertos y, si vamos a buscar ideas en otros países, lo hagamos en los que sí se parecen -histórica y socialmente- al nuestro.

La literatura accesible

miércoles, julio 5th, 2017

En términos generales se puede decir que cada país tiene un libro así, y la importancia de los factores extraliterarios resalta cuando estos libros-pivote, estos libros de referencia básica para una comunidad literaria, son perfectamente desconocidos más allá de los límites de dicha comunidad. Foto: Archivo Cuartoscuro.

“Accesibilidad” es un término administrativo, propio de las industrias de servicios del transporte y de la comunicación. Se usa para indicar qué tan fácil o difícil es para un individuo, en un lugar determinado, formar parte de una actividad. La industria editorial es una industria del área de la comunicación.

La accesibilidad de las obras literarias depende de factores en los que pueden influir o no autores y lectores. En primer lugar, está la distribución misma: que el libro esté ahí. También cuentan las campañas de alfabetización, de fomento a la lectura y el sistema escolar en su conjunto. Estos son factores en los que autores, editores y lectores poco influyen. (Ciertamente, un grupo de padres de familia puede crear un círculo de lectura en una primaria de Tecomán, un autor puede hacerse autopromoción visitando pueblos, y una tropa de lectores entusiastas puede hacer de un libro en específico el más leído en Navojoa. Pero difícilmente cambian el panorama general). No quiero referirme aquí a ese tipo de “accesibilidad”, sino al que tiene que ver con la obra en sí.

La interpretación ingenua del término indica que una novela, por ejemplo, es más accesible si es de fácil lectura. Es decir, restringe el término a las posibilidades que tiene una obra para ser entendida por un mayor número de lectores, y de ahí se pueden desprender categorías como “literatura light”.

Sin embargo, “accesibilidad” se refiere a la facilidad que tenga un lector para “formar parte de una actividad”. Y la actividad que sucede a la lectura es la conversación. Se lee para conversar con el texto y acerca del texto (con otros interlocutores). Y, si bien “entender el texto” puede ser una premisa necesaria para conversar con éste; no lo es para conversar acerca de éste con otras personas: el conocidísimo caso del faroleo.

Así, los “clásicos de la literatura” suelen ser inaccesibles en el primer sentido (uno requiere un vocabulario amplio, por lo menos, sino es que también conocimientos de historia y de la tradición literaria precedente para entender El Quijote con la misma facilidad que se entiende un bestseller contemporáneo) pero son accesibles en el segundo sentido pues siempre es fácil conversar acerca de los “clásicos” en lugares determinados: las citas sueltas en las redes sociales o en las tertulias y presentaciones de libros.

Algo similar sucede con otros libros más recientes que son, en sí mismos, difíciles de entender pero de los que no sólo es fácil sino hasta “necesario” hablar. Esto se debe, obviamente, a factores extraliterarios: muchos hablan, y hablan bien, acerca de esos libros; por lo tanto, “yo también tengo que decir algo al respecto para no ser excluido de la conversación”. El ejemplo más a la mano sería el Ulises, de Joyce. Pero también Paradiso, de Lezama Lima, y muchos otros títulos de los que tal vez no tendríamos noticia si no hubieran confluido otros factores extraliterarios que colocaran al libro en el centro de la mesa.

En términos generales se puede decir que cada país tiene un libro así, y la importancia de los factores extraliterarios resalta cuando estos libros-pivote, estos libros de referencia básica para una comunidad literaria, son perfectamente desconocidos más allá de los límites de dicha comunidad: ¿cuántos lectores latinoamericanos habrán leído Luuanda, de José Luandino Vieira; cuántos lectores africanos, La región más transparente, de Carlos Fuentes?

Es necesario recalcarlo: la accesibilidad de una obra no depende de su calidad literaria. Pueden ser maravillosas. Pueden ser mediocres. Pueden ser novelitas efímeras que venden millones de ejemplares. Y, también, pueden ser canónicas.

Tope Folarin, escritor nigeriano-estadounidense, publicó el año pasado un artículo en Los Angeles Review of Books (https://lareviewofbooks.org/article/accessibility-robert-irwin-chinua-achebe-chimamanda-ngozi-adichie-imbolo-mbues-behold-dreamers ) en contra de la literatura accesible. Ahí hace un análisis de la recepción, por parte de la comunidad literaria estadounidense (autores-lectores-editores-críticos-etc.) de la llamada “literatura africana” del siglo XX: de Chinua Achebe a Imbolo Mbue y Chimananda Ngozi Adichie. Los tres son excelentes escritores. Pero la accesibilidad de sus obras, a decir de Folarin, depende de sus temas y tramas.

En resumen, son historias conocidas; son libros que ya esperaba la comunidad. Son títulos con los que los lectores pueden conversar fácilmente porque no les dicen nada nuevo o, mejor, no ponen en entredicho ni su ideología ni sus prejuicios en torno a un territorio y su gente: África subsahariana. Hablan de las dificultades de la migración y la búsqueda del sueño americano, hablan de cómo todo se desmorona en sus países originarios. Tienen también su toque de exotismo. (También se podrían agregar a los autores de los países musulmanes que se traducen a lenguas europeas: en su gran mayoría, todos subrayan la misma idea que ya tienen los lectores de los países “occidentales” -gracias a la televisión, por ejemplo, desde la primera guerra del Golfo Pérsico- sobre los países musulmanes).

Folarin apunta a un autor excepcional que logra establecer el puente que permite esta conversación -Chinua Achebe, con Todo se desmorona, en este casoy cómo después dicha comunidad sigue esperando más de lo mismo. La explicación que da, por supuesto, tiene que ver con el poscolonialismo. Y extiende el fenómeno a autores de otras latitudes: Amy Tan, Jhumpa Lahiri y Junot Díaz, por ejemplo.

¿Le faltó Roberto Bolaño? ¿Le faltó Octavio Paz?

Las características de las obras comercialmente exitosas dentro de la mal llamada “comunidad literaria internacional” -ese sector del mercado primermundista- son relativamente fáciles de intuir a posteriori, después de que apareció un Achebe o un García Márquez. Pero no antes. En el caso de aquellos autores que logran trazar los primeros puentes con una comunidad lectora no hay que caer en el facilismo de pensar que “literatura accesible” es un término peyorativo. Más bien, es un prodigio: lograron hacer algo que antes se suponía imposible.

El problema, por supuesto, viene después, cuando se encasilla a toda una región del mundo en un solo tipo de literatura, en un solo tipo de historia; y se eliminan del imaginario y del mercado todas las demás expresiones. Ahí, cuando se suprimen de la conversación y se tornan inaccesibles -independientemente de si son de fácil o difícil lectura- el resto de manifestaciones artísticas.

Pero el fenómeno no sólo se restringe al marco de la “literatura de exportación” sino que cada comunidad literaria nacional, estatal y subregional tiene un catálogo propio de literatura accesible.

Las casas editoriales y los editores lo saben: qué tipo de libros y de autores se pueden vender mejor.

En el caso mexicano, un ejemplo de trama accesible es ese cóver infinito de El extranjero, de Camus. Un tipo aburrido y atormentado, de preferencia periodista, burócrata o profesor -de la UNAM por supuesto-, que también es escritor y lleva una vida anodina y rencorosa -tal vez enamorado de una estudiante o colega harto menor-, un día, tras una serie de equívocos tan intrascendentes como su propia existencia -por andar pensando en todos los libros que ha leído, por ejemplo, porque estas novelas también suelen ser “librescas”, se equivoca en el día de la cita con su estudiante y- comienza su caída, normalmente, con desenlace trágico.

¿Le suena conocido?

Sí, porque hay muchas y siempre funcionan comercialmente.

El anterior es ejemplo de uno de los tipos de literatura accesible que hay en el catálogo nacional. Hay más, pero todos cumplen con las mismas características: el lector se identifica sin necesidad de cuestionar su propia ideología ni sus prejuicios sobre la realidad, tampoco implica pensar en otros problemas de su entorno ni, mucho menos, pensar en otros puntos de vista ni posibilidades de interpretación. El lector se reafirma, no se confronta. Dicho de otro modo, esta literatura accesible -de “segunda generación”, después de aquellos que trazaron los puentes- es perfectamente idiosincrática.

El caso paradigmático sería Guillermo Fadanelli quien, para el cambio de milenio, ya había publicado una decena de libros y, por lo menos uno de ellos, La otra cara de Rock Hudson, había recibido en 1998 uno de los premios más importantes de la época: el extinto IMPAC-ITESM-CONARTE. Pero eran libros que confrontaban al lector y sólo entró al centro de la conversación literaria nacional hasta que por fin publicó una novela con trama accesible (tal como la descrita): Lodo, misma que invitó a los lectores a echarle un ojo a sus libros precedentes.

Asimismo, el tipo de literatura popularizada a partir de Vila-Matas y Roberto Bolaño, con personajes-escritores, enrabiados o no, que dejan de narrar porque se deprimen al ver que todo es un cochinero o nomás porque sí, es otro tipo de literatura accesible: hay miles de escritores-lectores que se sienten perfectamente identificados y nada confrontados. Eso vende. Y luego empalma muy bien con la vertiente -tomada desde más lejos- de la autoficción: ya se me quitó la depresión y ahora voy a escribir sobre lo que más me importa, yo mero y mi vida cotidiana.

El grado de accesibilidad de una obra de arte cambia, obviamente, con el tiempo y en relación directa con la idiosincrasia de su comunidad. (El Canon de Pachebel, por poner un ejemplo musical, pasó desapercibido hasta que encontró eco en el rock pop y, ahora, es una de las composiciones de “música clásica” más conocidas). Desde este ángulo también se puede mirar el (pseudo-)conflicto entre la literatura del centro del país y la literatura norteña; no es una discusión estética, es una reacción por parte de los autores/críticos de la Ciudad de México y sus alrededores al ver cómo perdían su lugar preponderante en el centro de la conversación literaria nacional.

Para un autor, encontrar el punto medio en que su obra tenga el grado de accesibilidad suficiente como para que una editorial comercial se interese en publicarlo y, también, el grado de originalidad o experimentación suficiente como para no sentir que está haciendo cóvers es tarea harto complicada. (Si es que, acaso, está consciente de ella). Lo que sí queda claro al ver estas obras-pivote de los autores que lograron tender los primeros puentes de lo que ahora puede considerarse literatura accesible es que, aparte de los factores extraliterarios, esos libros suelen tener una calidad muy superior a la de la mayoría de sus contemporáneos. Por lo tanto, si la idea es hacer un libro que se aparte del todo de la literatura accesible de la época, el único camino es hacer el mejor libro posible, el mejor de todos; aquel que no sólo refleje la idiosincrasia de la comunidad (de la comunidad entera, no de la comunidad literaria pues ésta, como en la arquitectura, siempre va a la saga, atrasada) sino que la confronte y la revierta hasta construir otra forma de ver el mundo.

Es tarea titánica, por eso ha sucedido tan pocas veces en la historia.

Los partidos políticos a un año de las elecciones de 2018

miércoles, junio 28th, 2017

Así, a un año de las elecciones federales, sería conveniente que los partidos políticos se pusieran a trabajar. No en echarle más ganas al espectáculo -es eso, mero espectáculo- de guerra proselitista, sino en dedicarse a conocer este país que parece que han desconocido del todo. Foto: Cuartoscuro.

El próximo año serán las elecciones federales y los mexicanos desconfiamos de nuestras instituciones. Mucho más que en los últimos 20 años. Es decir, desconfiamos más hoy de los partidos políticos y del Instituto Nacional Electoral (por mencionar sólo dos) que incluso antes de que hubiera alternancia política en la Presidencia de la República.

Las razones de la desconfianza se pueden resumir en una sola: los mexicanos no nos sentimos representados. No sentimos -por más discursos y propaganda de convencimiento a la población- que las instituciones trabajen para mejorar el país: ni para mejorar nuestras condiciones de vida, ni para equiparar las oportunidades de desarrollo de los mexicanos, ni para construir un programa económico que garantice la sustentabilidad.

Dicho de otra forma: no sólo nos sentimos sin futuro, nos sentimos sin presente.

Sin embargo, por alguna extraña y misteriosa razón, los políticos de uno y otro lado del espectro (salvo por el Congreso Nacional Indígena) parecen no darse cuenta de esto y se detienen discutiendo cuestiones accidentales, sin fondo, sin idea.

Supongo -sí, también creo en los Reyes Magos- que debe de haber políticos de oposición que también comparten esta desesperación que sentimos la mayoría de los mexicanos, que también tienen familiares y amigos que no son millonarios con cuentas y propiedades en el extranjero “por si acaso”, por si “se pone peor la cosa”.

Así, a un año de las elecciones federales, sería conveniente que los partidos políticos se pusieran a trabajar. No en echarle más ganas al espectáculo -es eso, mero espectáculo- de guerra proselitista, sino en dedicarse a conocer este país que parece que han desconocido del todo. Es necesario que entiendan qué pasa en los diferentes sectores sociales de nuestro territorio. Que sean capaces de priorizar los diferentes problemas de la nación y esto lo hagan no en términos electoreros sino en términos de un programa sustentable, a largo plazo. Y, por supuesto, que sean capaces de hacer propuestas coherentes, específicas e inteligentes para cada uno de estos problemas.

A la fecha, salvo -en parte- por el Congreso Nacional Indígena, ninguno de los partidos políticos ha podido realizarlo. Basta con ver las “propuestas” (si es que así pueden llamarse) que han enarbolado en las elecciones intermedias federales y en las distintas contiendas estatales: son refritos, ideítas geniales, cosas que ya existen y estupideces rampantes que sólo dan cuenta de su ignorancia sobre el país en el que viven.

Tienen un año, es tiempo suficiente para ponerse a estudiar y convertirse en lo que por ley, deben de ser, los representantes de un pueblo, el mexicano.

 

Literatura: memoria y lucha ambiental en México

miércoles, mayo 17th, 2017

En 1989 Homero Aridjis y Fernando Césarman coordinaron un libro maravilloso, Artistas e intelectuales sobre el ecocidio urbano, y mi memoria le agrega al título de la Ciudad de México, tal vez porque fue publicado allá y porque sus múltiples colaboradores hablaban de allí mismo. Yo lo compré usado cuando iniciaba la universidad y me encantó, lo cargaba para todos lados, lo mostraba a quien podía, memorizaba algunos de los poemas (aún recuerdo casi todos los versos de ¡Salud!, de Ethel Krauze) que luego declamaba de pie sobre una mesa en alguna de las cafeterías del Tec en ese pequeño lapso que va entre que te subes a la mesa y llegan los guardias a bajarte o te tunden tus compañeritos con servilletas, vasos y platos de unicel.

Me gustó tanto que lo regalé. Lo hice con esa tranquilidad juvenil de quien confía en que un libro es para siempre, que luego lo encontraría de vuelta en alguna librería o biblioteca. Pero no: ése libro está justo en el limbo de lo que no es tan reciente como para promoverse en redes sociales ni tan viejo como para ser “rescatado” por la web. Así que no existe. Peor: según nuestra memoria colectiva que llamamos “internet”, básicamente, nunca existió, a pesar de que ahí colaboraron autores como Fuentes, Monsiváis, Zaid o David Huerta y artistas plásticos como Francisco Toledo o Pedro Coronel (es decir, el topus uranus del momento). Incluso en el portal de la Enciclopedia de la Literatura en México es un libro que no se menciona ni en la entrada para Aridjis ni en la de Césarman.

Borrado: como si los artistas e intelectuales de este país jamás se hubieran preocupado por la catástrofe ambiental.

Y es que así parece. Cuando utilicé la palabra “ecocidio” en un ensayo para una clase de la maestría en ecología de zonas áridas, mi entonces profesor, el Dr. Ricardo Rodríguez Estrella, montó en cólera: “¡eso no existe!, ¡eso se lo inventó Césarman con un poetita!, ¡aquí hacemos ciencia!”

Eso: a los ecólogos no les gusta el aire místico o poético que suelen tener este tipo de publicaciones ambientalistas.

Pero a los escritores nacionales tampoco parece gustarles esa mística ni el catastrofismo ambientalista ni, mucho menos, los tecnicismos de la ecología y, si buscamos de 1989 para acá, encontraremos que pocos autores –a pesar del Protocolo de Kioto y demás cumbres en medio de la debacle ambiental- han escrito algo al respecto (está, por ejemplo, No será la tierra, de Jorge Volpi, o La soledad de los animales, de Daniel Rodríguez Barrón).

Las editoriales, parece, prefieren publicar textos extranjeros al respecto.

Así, el hecho de que una editorial pequeña (an.alfa.beta) y un grupo de autores (Antonio Hernández –el coordinador y único biólogo del libro-, Ximena Peredo, Sara Luz Sánchez y Claudio Tapia) hayan publicado un libro para dar cuenta de uno de los últimos ecocidios más estúpidos de nuestro país es algo destacable.

¿Cuál es este ecocido estúpido?: la construcción del nuevo estadio de Rayados de Monterrey sobre 30 hectáreas de lo que era la región de matorral submontano del bosque de La Pastora, uno de los poquitísimos pulmones urbanos de una de las ciudades más contaminadas del país (y digo una de las más porque, dependiendo la fuente, se disputan el deplorable primer sitio Monterrey, Mexicali y, por supuesto, la Ciudad de México).

El libro da cuenta de todo el proceso “legal” para el regalo –sí, ésa sería la palabra más adecuada aunque no la que se usó “legalmente”- de los terrenos a grupo FEMSA por parte del gobierno pues eran de propiedad pública, de los dimes y diretes en los periódicos, de los dribles y burlas –en términos futbolísticos- a las legislaciones ambientales, de la historia de lucha del Colectivo en Defensa de La Pastora, del peso corporativo histórico de uno de los grupos empresariales más importantes y queridos por la sociedad regiomontana, de lo que se podía ver ahí –entre sabinos y encinos del río La Silla-, de cómo se fue transformando y en lo que quedó, de cómo se demonizó el lugar como un sitio baldío, peligroso y sucio y la propaganda/publicidad de la iniciativa privada/gobierno como los nuevos superhéroes que habrían de rescatarlo.

En resumen: da cuenta de lo que era, de cómo se destruyó, y cómo se consolidó un negocio privado bajo el falso argumento de un interés público (“es que a todos nos gusta el futbol, es muy nuestro”).

Sólo me hizo falta, por mi deformación como ecólogo, una explicación más profunda y simple de la importancia y servicios ambientales que otorga, por un lado, un ecosistema de matorral (pues en nuestro imaginario mediático estamos acostumbrados a “defender” ciertas ideas de naturaleza: la selva tropical o el bosque de pinos, por ejemplo) y, por otro, de la relevancia de lo que en ecología se conoce como “zona buffer” o “zona de amortiguamiento” de un área natural protegida (sin éstas, en resumen, el área natural protegida está condenada a desaparecer).

Éste es uno de esos libros que deben de existir, de los que ojalá no se pierdan en el limbo del tiempo y la memoria, como ocurrió con el de Aridjis y Césarman, uno de esos libros que nos ayudarán a explicarles a nuestros hijos y nietos cómo fue que mandamos a la chingada el mundo en que vivíamos, ya fuera porque estuvimos del lado de la devastación –aunque sea sólo por hacer oídos sordos- o porque luchamos y estuvimos del lado derrotado: así perdimos, m’ijo, hay que aprender pa’ no repetir los errores.

El bosque de La Pastora: memoria y lucha

Antonio Hernández (Coord.)

Editorial an.alfa.beta

2015, 88 pp.

Las editoriales, parece, prefieren publicar textos extranjeros al respecto. Foto: Especial.

Escribe de lo que sabes, decían

miércoles, mayo 10th, 2017

En cualquier caso, suele dejar en los jóvenes escritores la idea de que no hay que andarse metiendo con temas ajenos. Foto: Cuartoscuro.

¿Por qué hay tan pocas novelas proletarias en un país tercermundista como éste? Debería de haber, supongo. No como un dogma impuesto a la sazón del realismo comunista, sino como un mero reflejo. ¿No parte la literatura de la realidad? Eso dicen. ¿Cuál es la realidad de México con sus millones de pobres posrevolucionarios?

Imagine que usted es uno de esos profesores de historia –casi de película- apasionado por la literatura y que quisiera compartir a sus alumnos algunas novelas que resumieran la sociedad de cada país en sus principales momentos históricos. Si le tocara hablar del siglo XX colombiano sería sencillo. Más bien, el problema radicaría en escoger sólo unas cuantas de las muchísimas que hay (y donde seguro estarían La vorágine, de José Eustacio Rivera, Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez y El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince, La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo o Rosario Tijeras, de Jorge Franco). Tendría decenas de novelas de excelente factura para mostrar todos –o casi todos- los sectores de la sociedad colombiana durante el siglo XX e inicios del XXI.

Eso sería lo esperable.

Lo raro sería que en un país la mayoría de novelas hablara de otra cosa. Y que costara trabajo encontrar, por ejemplo, en un país trazado por vías férreas y plagado de minas, cuatro buenas novelas sobre ferrocarrileros o mineros.

Pero esto último parece ser que es lo que pasa en México: la ausencia.

El tema da para mucho. Desde el rechazo –muy entendible- a la “novela de la Revolución” y el rechazo subsecuente –también entendible- al rechazo de dichas temáticas. Podría hacerse una tesis que incluyera también factores sociológicos: la lógica comercial de las editoriales, los apoyos estatales a escritores, etc. Pero aquí quisiera hablar sólo de tres consejos que solían repetir los talleristas en México desde hace un cuarto de siglo y que pueden tener, al menos de sesgo, algo que ver:

  1. Habla de lo que sabes

Es el más socorrido. No hay taller literario en el que no se diga esto. Y sí, tiene su razón de ser, porque luego escribe uno de algo que desconoce y nomás anda presumiendo su ignorancia sin darse cuenta. A veces viene de la mano de “siempre es necesario hacer investigación antes de escribir”, pero en otras no. En cualquier caso, suele dejar en los jóvenes escritores la idea de que no hay que andarse metiendo con temas ajenos: si no has sido obrero, no escribas sobre una fábrica; si no has sido jornalero, no hables de los campesinos, etcétera. O, por lo menos, postérgalo.

  1. Se necesitan años para escribir sobre eso

Cada que algún compañero llegaba al taller con un cuento sobre algún suceso social tremendo que estuviera pasando en esos momentos, los profes solían decir algo así. Y añadían: “aún no conocemos bien el fenómeno, espérate”. Daban razones para ello: “las mejores novelas de la Revolución se escribieron mucho después de la Revolución, la mejor novela sobre La Violencia en Colombia se escribió mucho después de La Violencia”. La lista de mejores obras sobre un tema social podría extenderse a –casi- toda la literatura africana subsahariana contemporánea, o remontarse a Los miserables, de Víctor Hugo. Y lo mismo se ha dicho sobre las llamadas “narconovelas” que no tuvieron esa prudencia para aguardar décadas: “están verdes”.

No obstante, si bien es cierto que un fenómeno social de la magnitud y las implicaciones de una revolución o una guerra de independencia difícilmente se entiende mientras está sucediendo, lo que solían olvidar decir dichos talleristas era, por un lado, que la mayoría de aquellas grandes novelas se habían publicado cuando ya había un nuevo estado, posrevolucionaro o poscolonial, que provenía justo de aquella gesta que ensalzaban las novelas. Y, por otro lado, que en algún momento de la historia la idea misma de las novelas era justo hablar de lo que estaba sucediendo más que de hacer recuentos y balances históricos de lo que había pasado: el mismo Quijote de encuentra con un ejemplar de primera parte de El Quijote.

En resumen, aunque este consejo es sensato, sumado al anterior pudiera generar un doble obstáculo: espérate, no hables aún. Al que se le podría añadir un tercero:

  1. Tu personaje no es verosímil

Ésta es otra frase harto socorrida. Y muy prudente, también. Además de amplia: pues suele decirse tanto para las acciones como para los pensamientos y diálogos de los personajes. A lo que recuerdo en los talleres, muchísimas veces era atinada. Pero también sucedía que cada que el personaje hacía alguna elaboración filosófica o poética y dicho personaje no era un “intelectual”, todo mundo decía que no era verosímil. Con lo cual, lamentablemente, parecía cundir la idea de que ningún obrero, campesino, ama de casa, estudiante de secundaria, minero, operadora de maquila y ese largo etcétera que incluye como al 90% de los mexicanos era capaz de tener pensamiento complejo. Así, con el tiempo, al taller muchos terminaban llevando cuentos con personajes escritores, fotógrafos, pintores, profesores o periodistas; o cuentos con personajes planos y simples que se dedicaban a cualquier otra cosa.

Por supuesto, lo que sugiero aquí es una exageración: parto de unos cuantos casos de talleres literarios para tratar de dar cuenta de una ausencia que también tiene que ver con editoriales y sistemas de distribución. Sé que no lo consigo. Que, además, cualquier escritor habla de lo que se le da la gana. Y eso está muy bien. Hay excelentes novelas mexicanas de muchísimos temas que no retratan la realidad de la mayoría de los habitantes del país. Pero sigo preguntándome por qué hay muy pocos autores a los que sí se les da la gana de hablar de lo que cualquiera puede ver al caminar por las calles de nuestras ciudades. A mí me encantaría leerlas. ¿Y a usted?

P.S.- Cuando pregunté esto en redes sociales la semana pasada, gratamente recibí una enorme cantidad de respuestas y de frases dichas en los talleres. Por ejemplo: “es panfletario”, “el realismo es bien aburrido”, “esa literatura está fuera de moda”, “el arte debe comprometerse con el arte mismo” y muchísimas más. Hartas gracias a Omar Delgado, Francisco Rangel, Carlos Hinojosa, María Teresa Montes y todos los demás (imposible listarlos) que enriquecieron este diálogo que, me parece, es importante continuar.

Ir a la plaza (o la privatización del ocio)

miércoles, mayo 3rd, 2017

En México, se pueden resumir en dos. Una incluye boutiques, cines, restaurantes, losas imitación mármol y un espacio privado. Foto: Cuartoscuro.

¿Qué tan seguido va usted a la plaza? Mejor: ¿qué imagina usted por “ir a la plaza”? Dependiendo de dónde viva, de su estrato económico y sus gustos culturales, entenderá actividades muy distintas. En México, se pueden resumir en dos. Una incluye boutiques, cines, restaurantes, losas imitación mármol y un espacio privado. La otra incluye globeros, paleteros, vendedores de pan, músicos callejeros o una banda en el kiosko, payasos, burbujas de jabón y, muy probablemente, jardines y una iglesia en un espacio público.

Cuando era niño vivía en un barrio a las afueras de Guadalajara y lo más cercano para ir a divertirme era dar de pelotazos en la calle; después, ir al barranco baldío y; si andaba muy animado, andar cerro arriba hasta un parque semi-árido donde a lo más se juntaban un grupo de boy scouts y otro de misioneros seglares. Y párale de contar. Mi madre trabajaba los siete días de la semana más de ocho horas diarias y mi padre, como buen progenitor divorciado en la década de los 70, solía llevarnos de vez en cuando a algún parque de diversiones o a un centro comercial a comprar una paleta y caminar a lo wey: porque a esa edad ver tiendas no nos llamaba la atención en lo más mínimo y, por ende, nuestro centro comercial preferido era Plaza Patria, pues tenía una rampa enorme en la que podíamos jugar a las carreras mi hermana y yo.

Al entrar a la secundaria tuve mayor libertad de movimiento. Y económica. Así que podía ahorrar el dinero del lonche o el que ganaba en algún trabajo para írmelo a gastar a las “maquinitas”; que no había en el barrio donde vivía pero sí en donde estaba mi escuela, en Santa Tere, también en los centros comerciales y habían abierto uno más allá del parque que estaba loma arriba, después de las fábricas: Plaza México.

Debido al trabajo de mi madre, a la empresa familiar en la que ya laborábamos todos, nuestra idea de “fin de semana” seguía siendo muy diferente a la idea mercantil: había que trabajar sábados y domingos, de hecho, era los días que más trabajábamos. Así que si bien en la preparatoria en la que estudié becado me enteré de algo llamado la “Plaza Tapatía”, una plaza pública, esta noticia vino de la mano de los prejuicios de mis compañeritos: “allí es un lugar de nacos, es peligrosísima”. Todos ellos iban a divertirse a los centros comerciales y, cuando llegué a acompañarlos, me aburría como ostra.

Hoy día, casi veinte años después, sigo sin encontrarles el chiste a los centros comerciales (salvo por el aire acondicionado en verano). Por suerte, como dicen los habitantes megaurbanos, vivo en un rancho. De modo que los fines de semana podemos “ir a la plaza” -eso que acá llaman “jardines”- a Comala o a Colima o a Villa Izcalli y divertirnos con la banda del kiosko, los bailables, los payasos, globeros, vendedores de burbujas de jabón, comer un pan o una nieve de garrafa sentados en una banca o corriendo de un lado al otro, participar de los eventos que haga el municipio (este Día del Niño mi huerca fue feliz subiéndose al escenario todas las veces que la dejaron), ver los desfiles de caballos, etcétera.

Lamentablemente, incluso acá, esto tiende a desaparecer. A ser mal visto, como si los prejuicios de mis excompañeros de la preparatoria fresa en donde estudié se hubieran esparcido por todos los niveles de la administración pública. O peor: como si fueran ciegos a esa correlación terrible que indica que los barrios más violentos son aquellos que carecen de espacios públicos funcionales y ahora tengan la idea de privatizarlo todo “para que se vea más bonito”, con las mismas cosas y las mismas tiendas de cualquier centro comercial en Shanghai, McAllen o Johanesburgo.

La gentrificación del campo mexicano

miércoles, abril 19th, 2017

México se mantuvo un tanto al margen de estas tendencias de volver al campo. Foto: Cuartoscuro.

Emigrar: del campo a la ciudad, de la ciudad al campo. Al primer tipo de migración lo asociamos con la revolución industrial, cuando la riqueza producida por las fábricas hizo sombra a la riqueza de la tierra. También, aunque menos se menciona, porque el campo siempre ha sido un lugar inseguro, presa de bandoleros eventuales; y en las ciudades –por allá del siglo XVIII- ya se hacía gala de algo llamado “policía” y científicos como Buffon ya dividían al mundo entre sociedades con “estado policial” y sociedades primitivas carentes de él.

¿Se ha dado cuenta de que los “trajes típicos” de países como Canadá e Inglaterra son uniformes de policías, uno del campo –las guardias blancas canadienses- y otro urbano?

Porque los hacinamientos urbanos causaban problemas que en el siglo XIX llamaban de “higiene” y lo mismo incluían la contaminación ambiental (y había que sembrar árboles y se crearon los bulevares) que el desempleo, la locura y la sexualidad (y se incrementó el número de cárceles y manicomios).

Pero no todo fue una reacción coercitiva. En Inglaterra se promocionó al ferrocarril como una solución ambiental -así como lo oye- porque permitiría a la gente vivir en un entorno más saludable, en el campo, y trabajar en la metrópoli.

Al siglo siguiente en Estados Unidos, gracias a Ford y al impulso de las ciudades de producción militar y los pueblos universitarios, aparecieron los suburbios donde se cambió al tren por el auto con el mismo fin: vivir en el campo, in the meadows, y trabajar en la ciudad. También comenzaron a proliferar conceptos como “la casa de campo”, “la casa en la playa”, el turismo, “la casa de descanso”, etcétera.

México se mantuvo un tanto al margen de estas tendencias de volver al campo. Hubo intentos –clubs campestres, country clubs, Avandaro, vecindades con campo de golf como moda en los 90- pero en gran medida minoritarios y bien acotados debido, probable y principalmente, a los esquemas de tenencia de la tierra: al ejido de propiedad nacional y uso colectivo.

Eso sí: los barrios de clase alta mexicana siempre han tenido más árboles que el resto. De modo que parecía que sólo faltaba un cambio en la legislación de la propiedad: una reforma a la reforma agraria. Y esto comenzó a suceder en 1992 y ha seguido sucediendo.

Ahora, si usted viaja por las carreteras del país –si se atreve a viajar y adentrarse porque, usted sabe, el campo siempre ha sido un lugar inseguro, lleno de bandoleros con AK-47-, si lo hace por aquellos parajes que se consideran bellos, notará la propagación de carteles inmobiliarios (carteles como decir “letreros” o “anuncios”, no se confunda) para que usted pueda adquirir por precios exorbitantes su terrenito para construir una casa de campo.

Alrededor de los “Pueblos Mágicos” y las playas –gracias a esta otra reforma que permite ya privatizarlas- el fenómeno es aún más acuciado. Ahí se ha vuelto técnicamente imposible que un lugareño que ha nacido ahí, cuyos padres y abuelos nacieron ahí, tenga una renta suficiente que le permita comprar en algún momento de su vida otro terreno igual, ahí, al terreno en donde vive.

Lo más rentable, dirán los economistas neoliberales, es que venda el suyo y se vaya a vivir a otra parte, lejos, más lejos, y trabaje después para los nuevos patrones, los recién llegados.

Al proceso de suplantar a una comunidad con otra de mayor ingreso se le ha llamado “gentrificación”. Y éste es un fenómeno que ya va a todo galope en el campo mexicano: ¿qué podría salir mal?

Einstein y Paglia: el silencio y la voz

miércoles, marzo 22nd, 2017

Dicen los que saben que, al llegar a los Estados Unidos en la década de 1930, un periodista le preguntó a Alberto Einstein si le podía explicar la teoría de la relatividad en pocas palabras. “No”, respondió el bueno de Beto.

Unos ochenta años después, cuando le preguntaron a Camila Paglia sobre el cambio climático, no sólo la buena de Camila sí intentó responder sino que su respuesta fue una maravillosa mezcla de descalificaciones, adjetivos y eufónicas frases categóricas perfectamente provocadoras.

Einstein desarrolló la teoría de la relatividad. Paglia no ha publicado un libro al respecto del cambio climático ni ha trabajado directamente el tema, pero el inicio de sus respuestas hacen creer que puede recitar de memoria el ciclo biogeoquímico del azufre o del nitrógeno sin problemas (por ejemplo, “[n]ací y crecí en la zona central de Nueva York, donde los glaciares que cubrían la mitad de América del Norte empezaron a disminuir al final de la Edad del Hielo, hace unos doce mil años” – http://www.letraslibres.com/mexico/revista/entrevista-camille-paglia – o “[t]he simplest facts about geology seem to be missing from the mental equipment of many highly educated people these days” – http://www.salon.com/2007/10/10/britney/ -).

Poco importa si la anécdota sobre Einstein es cierta porque es verosímil: cualquiera que haya convivido suficiente tiempo con físicos sabe de su renuencia, desprecio y hasta encabronamiento cada que un “lego” les pide que les explique de “forma sencilla” algún tema pop de la física moderna. Por supuesto, hay algunos que tienen alma de divulgadores científicos y hacen su mejor esfuerzo, pero no dudan en aclarar que para comprender bien el fenómeno, por ejemplo, se requiere de una preparación matemática adecuada. Dicho de otro modo, terminan respondiendo lo mismo que Einstein aunque con muchas más palabras: “no, no te lo puedo explicar a cabalidad”.

Tampoco importa si Paglia tiene razón sobre el cambio climático, ni mucho menos si coincido con ella, sino que 1) no tuvo reparos en responder, 2) tampoco los tuvo para descalificar a quienes opinen diferente a ella y 3) ni para ser categórica.

Menos importa si Einstein era científico natural y Paglia es humanista. No se trata de revivir un viejo pleito entre academias. Más bien lo que me llama la atención es que me parece que los seres humanos somos un tanto Einstein y un tanto Paglia todo el tiempo, fabulosamente contradictorios.

A veces, acerca de lo que sí sabemos e incluso podemos estar seguros de que sabemos más que nuestro interlocutor, preferimos guardar silencio. Ya sea por pereza o remilgo, por fastidio o prudencia: porque nos sentimos abrumados, precisamente, por todo lo que conocemos al respecto de un tema que bien puede ser la teoría de la relatividad o la forma precisa en que se ha de preparar una excelente nieve de garrafa de carambolo.

Y en otras, precisamente de los temas que no sabemos, nos sentimos impelidos a responder de forma rápida y abrumadora, con frases que nos hagan parecer doctos y así se oculte nuestra ignorancia (la que nosotros bien conocemos), con descalificaciones expeditas para todo aquel que opine lo contrario y con frases categóricas para que parezca que no hay lugar ni a dudas ni a discusión.

Las razones del silencio, dichas arriba, me quedan más claras. Incluso hay otras que están en los refranes: “el pez por su boca muere”. Pero las razones para hablar no tanto. También podríamos echar mano de los refranes: “el que no habla, Dios no lo oye” y “el que se mueve, no sale en la foto”. Sí, nuestro refranero popular ya hablaba de esta contradicción: ¿quién no ha escuchado ambos tipos de refranes, incluso en el mismo día o la misma semana? En el caso de Paglia, y muchas veces en cualquiera de nosotros al hacer uso de las redes sociales o –antes- en las pláticas de café y de familia, ahí pareciera estar la explicación: ella ha querido ser una “intelectual pública” y, efectivamente, ese tipo de respuestas generan ruido, público que no se convoca desde el silencio.

Los sentimientos (monárquicos y universitarios) de la nación

miércoles, marzo 15th, 2017

Yo no le creía, pero gracias a la Senadora Rocha, Licenciada y Maestra de la Universidad Autónoma de Querétaro, el miedo de mi madre tal vez se vuelva realidad pues aquélla acaba de proponer una reforma al artículo 55 de la constitución para que sólo puedan ser diputados –es decir, representantes por elección popular- aquellos que cuenten con título universitario y cédula profesional. Foto: Cuartoscuro.

De tanto en tanto en nuestro país aparece un nuevo libro sobre Maximiliano. De acuerdo a El Financiero, en su nota intitulada “La nostalgia imperial se pone de moda en México”, van 18 en los últimos cinco años (http://www.elfinanciero.com.mx/after-office/la-nostalgia-imperial-se-pone-de-moda-en-mexico.html ). Y, ciertamente, para algunos es nostalgia y para otros es chic: Salma Hayek traía de anillo un botón relacionado con ese muchacho en la última entrega de los Óscares.

Pero no sólo eso, sino que entre los nostálgicos hay diferencias. Algunos prefieren al vienés mientras que otros, más nacionalistas, prefieren a Agustín de Iturbide e incluso hay en internet una página dedicada a algo llamado la “Casa Imperial de México”. Y otros tantos no quieren ni a uno ni a otro sino a alguien “más nuestro”, “más mexicano”: a Porfirio Díaz Mori. En cualquiera de los tres casos y en la mayoría de las ocasiones se añora lo mismo: la paz, el orden y el progreso. Tres objetivos que sólo parecen lograrse, dicen sus adeptos, si este país deja de ser gobernado por ignorantes corruptos y vuelve a ser comandado por “honestas personas de bien”.

El último grito de batalla lo ha dado la Senadora Sonia Rocha.

Ideas medievales para un país en guerra

Antes de las revoluciones republicanas que establecieron eso de que “todos los seres humanos somos iguales” se marcaba muy bien la diferencia entre la gente supuestamente honorable y la que no. Tan es así que nuestro lenguaje coloquial sigue equiparando el adjetivo “noble” con una cualidad positiva y el adjetivo “villano” con una negativa; o “tener clase”, ser “una princesa” o ser “un caballero” contra “ser vulgar”, del vulgo, del pueblo común y corriente del que, según decían, “no podía venir nada bueno”.

Pero como no bastaba una simple división entre los ricos y los nacos porque entonces como ahora había grandes diferencias entre un aristócrata y otro (no tiene lo mismo Slim que el dueño de una simple cadena de ferreterías), la taxonomía de la “nobleza” alcanzó casi la complejidad de la taxonomía de los artrópodos: condes, duques, barones, vizcondes, hidalgos, caballeros, reyes, emperadores, señor de Acá y príncipe de Acullá para aclarar que la riqueza también era proporcional al sitio que se poseía, etcétera. Ellos se entendían y para ellos era muy importante.

Lo que queda bien claro es que ellos, la aristocracia, mandaban. E incluso más de una vez, por ejemplo en Inglaterra en el siglo XI, se les ocurrió que era mejor ponerse de acuerdo cotorreando ante una mesa que agarrándose a espadazos (es un decir, puesto que normalmente mandaban a sus siervos, los pobres, a que se mataran entre ellos). Y así nació lo que llamaron “parlamento”, donde se sometían a votación las propuestas y donde, claro, sólo podían votar los “nobles”, esos que eran la pequeñísima porción de “honestas personas de bien” y no el pueblo vulgar.

¿Y eso qué tiene que ver con la Senadora Sonia Rocha y su espadachín Javier Lozano?

La nobleza del título universitario

A Lucas, ese personaje de Chespirito, le encantaba que le dijeran “licenciado”, eso lo hacía muy feliz. Y a mi madre, desde hace décadas, le daba por decirme que los títulos universitarios habrían de reemplazar a los títulos nobiliarios medievales (con toda su rebuscada taxonomía). Yo no le creía, pero gracias a la Senadora Rocha, Licenciada y Maestra de la Universidad Autónoma de Querétaro, el miedo de mi madre tal vez se vuelva realidad pues aquélla acaba de proponer una reforma al artículo 55 de la constitución para que sólo puedan ser diputados –es decir, representantes por elección popular- aquellos que cuenten con título universitario y cédula profesional.

La justificación es casi la misma que en el medievo europeo:

Para “garantizar que todos los mexicanos cuenten con una buena representación, digna, con el siempre firme interés general.”

Y “para que todos los ciudadanos tengan una mejor y adecuada representación, y un digno Gobierno.”

Pues “[a]l contar con esta preparación académica, las atribuciones de los diputados tendrán una mayor calidad, para cumplir con la representación adecuada para todos los ciudadanos”.

Ah, la nostalgia imperial que sigue de moda. En el medievo no se usaba la palabra “calidad” como ahora, pero cámbiela usted por “nobleza” y cambie también “preparación académica” por “pía educación” pues en aquellos años, como ahora, sólo una minúscula fracción de la sociedad tenía acceso a ésta.

¿O será que la Senadora Rocha desconoce que en México sólo el 16 por ciento de la población tiene estudios universitarios y su propuesta, de ser aprobada, impediría que el 84 por ciento de los mexicanos pudieran, de hecho, vivir en una democracia? O al revés, ¿será que la Senadora Rocha, Secretaria de la Comisión de Asuntos Indígenas, lo sabe perfectamente y ésa es su idea: que México repita el modelo inglés del siglo XI donde sólo un reducidísimo número de personas tenga derecho a votar las iniciativas del parlamento; a ser votados como representantes, porque ellos son los únicos que en verdad son una “buena” y “adecuada representación” “para todos los mexicanos”?

Si fuera el primer caso, su argumento se invalida automáticamente pues la Senadora Rocha acaba de demostrar que, a pesar de tener un título de licenciatura y uno de maestría, es incapaz de buscar en internet (en esta bonita página interactiva del INEGI, por ejemplo, http://www3.inegi.org.mx/comotu/index.jsp )el porcentaje de mexicanos que podrían gozar en pleno del derecho constitucional a ser votado (artículo 35) y, por tanto, no es necesariamente cierto “que la educación superior nos abre diversos panoramas, para poder comprender mejor las necesidades de nuestros ciudadanos, y con ello poder poseer soluciones eficaces, eficientes, en cuanto a diferentes rubros de la sociedad, tanto científicos como sociales que hoy se requieren”, como ella misma dijo al hacer su propuesta (http://www.pan.senado.gob.mx/2017/03/senadora-sonia-rocha-acosta-presenta-iniciativa-que-reforma-el-articulo-55-de-la-constitucion/ ).

Y si fuera el segundo caso, donde la Senadora Rocha sí es capaz de buscar en internet la página del INEGI y sí conoce el porcentaje de mexicanos con estudios universitarios entonces estamos ante un escenario mucho más aterrador: ante la propuesta de convertir nuestra democracia (fallida y demás) en una aristocracia medieval.

Nota: La estadística del 16 por ciento de mexicanos con estudios universitarios toma en cuenta la población mayor de 15 años de edad y no la población total. Ahora bien, si tomamos en cuenta el incremento de costos de la educación pública gracias a la Reforma Educativa –la cacareada “autonomía” de las escuelas-, así como la deserción escolar –los alarmantes datos de la OCDE respecto a nuestro país- y ese sector de la población llamado “los ninis”, el panorama a futuro es aún peor.

La mediocridad y la cultura: Instituto Sudcaliforniano

miércoles, marzo 8th, 2017

Si su abuelo fue campesino, pescador, obrero, ganadero, zapatero, empresario, etc… ¿no le gustaría que hubiera un libro que hablara sobre su abuelo? Foto: Shutterstock.

En los últimos tres años el Instituto Sudcaliforniano de Cultura se convirtió en mi editorial favorita. Adquirí más libros de este fondo que de ningún otro. Más que de cualquier editorial comercial y más que de cualquier catálogo extranjero.

Y, aunque ya he comentado algunos de sus títulos antes (por ejemplo, aquí http://www.sinembargo.mx/09-03-2016/3047039 ), me parece importante volverlo a hacer por varias razones.

Primero, porque el pasado 28 de febrero fue destituido su coordinador, Sandino Gámez y, por lo tanto y ante la ausencia de una explicación convincente por parte de las autoridades sudcalifornianas, el fondo corre el riesgo de desaparecer.

Segundo, porque para muchos críticos y reseñistas (que afirman no “querer hacerle juego al mercado” pero sólo reseñan títulos de editoriales comerciales) parece que los fondos estatales les pasan de noche o, de plano, no los conocen.

Y tercero y más importante, el acervo mismo, del cual hablaré en tres bloques:

Memorias del territorio

Si su abuelo fue campesino, pescador, obrero, ganadero, zapatero, empresario, etc… ¿no le gustaría que hubiera un libro que hablara sobre su abuelo? ¿Uno que le contara cómo eran las siembras y las cosechas, cómo fue cambiando la técnica con el tiempo, como pasaron de ir a buscar tiburones a remo y luego a lancha de motor y qué peces abundaban y cuáles han desaparecido? Pues eso. Esos libros sí fueron editados en Baja California Sur en los últimos años. Libros magníficos que pueden constar sólo de relatos y anécdotas sobre nuestros antepasados (de dónde venimos, pues) o incluso impresos en formato amplio y enormes fotografías para que su padre le diga a su hijo “mire, plebe, así mero remendaba las redes, así nos ubicábamos en medio del mar por las noches”. Por ejemplo: A vela, remo y motor: la tradición de la pesca en Espíritu Santo, de Santa Ana et al. y Memorias de un pescador en el Golfo de California, de Castro Miranda.

Pero también sobre nuestras cosmogonías (Narraciones saladas: leyendas sudcalifornianas, de Martínez y Flores), sobre nuestros antepasados más remotos (Una expedición a la nación guaycura en las Californias, de Arraj) y su arte y legado (Lienzos de piedra: pintura rupestre en la península de Baja California, de Hambleton, o Palimpsesto: ensayos sobre arte rupestre, de Varela), de los exploradores (Vida y obra de Fernando Jordán, de Aguayo), las querellas internacionales (Baja California Sur ante la corte gringa: una novela judicial sobre el despojo de tierras en Sudcalifornia, de Ojeda), de la fundación antigua de nuestras ciudades (Loreto y los jesuitas: los soldados de Loyola en la Antigua California, 1697-1768, de Lucero) y no tan antigua (La ciudad del canal, de García o Las memorias del Vigía: Cabo San Lucas en su historia, de de la Peña), sus crónicas (El diario de mi ciudad, de Avilés), y ensayos sobre la identidad (Paceño, yo: El proceso de construcción de identidad colectiva en La Paz, Baja California Sur, de Guillén Monsalvo), etcétera.

Algunas de estas obras, como La ciudad del canal, mezclan elementos ficticios. Mejor aún. Porque todos estos títulos, a diferencia de la mayoría de lo que se publica en las universidades públicas que tiene un estilo más ilegible (eso que llaman “académico”), estos son libros hechos para ser leídos por toda nuestra familia y no sólo por unos cuantos elegidos de la torre de marfil de la sapiencia. Por eso, no es de extrañar que la comunidad lectora sudcaliforniana haya crecido tanto en los últimos años y sea una de las más activas del país: porque además los libros están distribuidos por todo el estado, en bibliotecas y salas de lectura, y se leen y se comentan. ¿Y qué mejor que discutir nuestro pasado para entender nuestro presente?

Pero ahí no para la cosa, la colección incluye títulos cuya importancia trasciende las fronteras de la península y el país, como Crónica de la matanza inédita 1946-1952: la fiebre aftosa, el rifle sanitario y la ganadería en México, de Eakin, y títulos sobre desarrollo económico, por ejemplo, Opciones de desarrollo en el oasis de los Comondú, Baja California Sur, México, de Gámez. Y, por supuesto, también sobre el patrimonio natural: Baja California Sur: santuario de la ballena gris, de Vázquez.

Sí. Éste es el conjunto que más me gusta, el que siento que debe de ser una obligación para todos los fondos estatales, municipales y universitarios. Uno que está ausente en casi todos ellos o que, cuando llega a publicarse algo, son como se dijo textos que parecen un copy-paste de tesis doctorales.

Infantiles

Por si fuera poco, la Coordinación de Fomento Editorial, también incursionó en el libro-álbum para niños con una calidad de edición, ilustración e historias que no le pide nada a las grandes editoriales transnacionales.

Yo no soy experto, pero estos dos están entre los favoritos de mi hija: Debajo de mi cama vive un duende, de Rojas e Higuera (sobre un duendecillo que le tiene miedo al niño que vive arriba de “su casa” y un niño que quiere ser amigo del duende que vive bajo “su cama”), e Ibó: un cuento sobre la pintura rupestre en Sudcalifornia, de Condes y Marrón (sobre el niño a quien le gustaba contar historias y llenó las paredes de las grutas de la península con sus cuentos ilustrados).

Ficción

Por último, el Fondo también ha publicado lo que normalmente se publica: libros de cuento, novela y poesía de autores locales y otros de allende el Mar Bermejo. La pequeña gran diferencia entre este conjunto de títulos y sus similares de otros estados del país es que su calidad es impresionante y también la variedad temática y de autores. En varios estados (no todos y cada vez menos, por suerte) se suele publicar nada más a un grupúsculo de autores que sólo se conocen en su propia región, que además acostumbran cooptar los puestos públicos y que, como cerecita, a veces también vetan a los propios autores del rancho que sí han sido publicados más allá del rancho. Pero no en la Sudcalifornia. Y esto se debe a un trabajo de casi un lustro.

Tres títulos que me gustan harto: Dispárenme como a Blancornelas, de Salinas Basave (coedición con Nitro/Press), Las palabras revoloteaban como las moscas alrededor de la mierda: el zumbido de sus alas era el de la rutina, de Aguirre Riveros y Cuentos cortos de narcotienditas, de Malvaez Crespo.

“Cuando vi que no sólo publicaban a los ruquitos de siempre, me emocioné y me puse a escribir”, me comentó una chava de dieciocho años en la recién terminada Feria Sudcaliforniana del Libro y la Lectura Los Cabos 2017 y el sentimiento es compartido por el resto de jóvenes y no-tan-jóvenes. Cualquier escritor del continente que haya ido a la Sudcalifornia a dar talleres en los últimos años puede dar fe de la emoción: no sólo suelen ser mucho más socorridos que en otros estados de la República sino que la hondura de los textos de los colegas es impresionante. O a presentar un libro o dar una plática: el público siempre supera los cien asistentes.

Eso: la emoción compartida crea sinergia. Al incrementarse el trabajo de los mediadores de salas de lectura de un lado al otro del estado, al tener a disposición títulos que hablan sobre sí mismos, al ampliar el catálogo a formas experimentales, jóvenes, etcétera, los sudcalifornianos han construido de Guerrero Negro a San José una de las comunidades literarias (de autores y lectores) más maravillosas del país: con trabajo voluntario, con la iniciativa privada y con una Coordinación de Fomento Editorial que operaba con menos del 10% del presupuesto, para todo el estado, que el que gozan algunos institutos municipales de cultura de la República.

Tengo esperanza en que todo este trabajo no se perderá con la salida de Sandino Gámez ni se caerá en la mediocridad de los compadrazgos o en la displicencia hacia la cultura (como suele ocurrir cuando dirigen esos funcionarios acomplejados a quienes parece estorbarles la gente que hace mucho con poco). Por lo pronto, mientras llega la explicación oficial, hágase de sus títulos que están de lujo.

Subrayar en público

miércoles, marzo 1st, 2017

La comunicación por medio de una cosa, un objeto tecnológico, un libro. Foto: Shutterstock

Lo que más me gusta de leer libros de una biblioteca es poder participar de conversaciones ajenas, anónimas. Públicas. Conversaciones que están ahí, en los subrayados, en las notas al margen con pluma o con lápiz, para que el siguiente lector las retome y, si gusta, aporte lo suyo.

El pretexto es el mejor: una conversación que ya ha iniciado otro. Un otro que posiblemente ya esté muerto: el autor del libro. Aunque tampoco podemos estar seguros de que estén vivos el resto de los interlocutores (los que usaron la pluma o el lápiz, incluso la uña para marcar una parte del texto), nada más no tenemos la certeza (en esa pequeña nota biográfica de la solapa o de la introducción) de lo contrario. Cuanto el autor ya ha fallecido, podemos estar seguros de algo: atendemos a un evento trascendental. Literalmente: 1. adj. Que va más allá de los límites de cualquier conocimiento posible, 2. adj. Que se comunica o extiende a otras cosas, 3. adj. Que se deriva del ser y aplica a todos los entes. O, por lo menos, a los que participan. El autor ya no está y su charla continúa.

(Y continuará. No sabemos. Es imposible saberlo.)

Si el autor está vivo, él no está presente: su comunicación se ha extendido. La comunicación por medio de una cosa, un objeto tecnológico, un libro; continuada gracias a otras cosas, otros objetos tecnológicos, la pluma o el lápiz; o biológicos: la uña. También el ojo, el cerebro, el flujo sanguíneo. Culturales: el lenguaje. Objetos todos (disculpe usted el salto lógico, la licencia poética) que derivaron del ser.

El mensaje, la botella al mar de náufragos, se responde con otras botellas en otras islas. En la isla del día de ayer y del mañana.

Pero en este diálogo todos -salvo el autor, a veces- somos anónimos.

(Otros diálogos: el grafiti. El trazo –habríamos dicho marca antes de las marcas comerciales- sobre la barda de una ciudad, sobre la puerta de un baño público, sobre el respaldo del asiento de un autobús urbano, sobre los postes, sobre los árboles, sobre la penca de un maguey para que replique tu nombre y tu promesa, que indica que ahí hay un ser humano que busca ser escuchado).

Scripta manent.

O lo contrario: verba volant. Porque esa inscripción no se queda fija, inmóvil, petrificada en el tiempo. Esa palabra vuela: del ojo de un lector a otro, del ojo de un conductor a otro, del corazón que busca un punto en común, una fuga –ese lugar común que son los baños, públicos, común(ales)- con otra mano anónima que grita, o reza, o subraya: yo también estoy vivo.

Cada lectura desde el presente reconstruye el pasado.

Lo revive.

La tecnología amplía la experiencia. Kindle nos dice cuántos más han subrayado la misma frase que nosotros subrayamos. Indica también, por default, los pasajes más destacados por la comunidad lectora. Leemos en público, en medio de una muchedumbre desconocida. Es el terror para quien quiere hacerlo enteramente a solas, sin otras voces. También para los que dudan de sí (“¿por qué he leído tres veces la misma oración que subrayaron mil quinientas setenta y tres personas y me sigue pareciendo insulsa?”); los que afirman que el ser es uno, único, independiente, el náufrago solo en su isla; sin Viernes ni capitán Nemo: el ser en sí. La delicia para quien se encuentra en los otros, aunque disienta.

La tecnología: los blogs, las redes sociales. Subrayar en público, con o sin anonimato. Ir leyendo y transcribiendo y publicando (precisamente) aquello que nos perturba y trasciende. Copiar. Re-escribir. Apropiar. Des-apropiar: porque se abre la jaula (scripta manent) para que vuele (verba volant). Y entonces deja de ser nuestro para que sea de más. Y cada quien haga lo que guste: ignorar, re-escribir, laiquear, apropiar, retuitear, repostear agregando una nota, robar el tuit, suprimir a todos los interlocutores y arrojarlo como propio (ilusionado). La red también se ha vuelto esta colección de notas al margen, de usuarios que transcriben/transcribimos conversaciones.

Cristina Rivera Garza había publicado en un blog su lectura (ésa lectura: la que extrae palabras, la que copia, la que suprime, la que transforma) de Pedro Páramo. Aquí lo hizo, hace seis años: https://mirulfomiodemi.wordpress.com/ Ahora publica otra lectura que es ésa y no es la misma ni lo será nunca. Cada lectura desde el presente reconstruye el pasado, ya lo habíamos dicho (así, en plural, porque también lo dijo Benjamin y Meyer y la propia Rivera Garza y muchas).

Publica: Había mucha nebina o humo o no sé qué.

Suma: la lectura que se hizo a pie, después de leer el texto pero mientras se sigue leyendo, imaginando, al caminar por los lugares a donde nos llevó el texto, llámense la sierra de Oaxaca o Ciudad Juárez. A los archivos, a los muertos, a las carreteras, a fijar la vista en la marca (ésta sí, la comercial) de los neumáticos Goodrich-Euskadi, a mirar las fotografías con ojos de préstamo, camaleones o salamandras: ésta es la fotografía de un artista/ésta es la fotografía que tomó un escritor/ésta es la fotografía que tomó un burócrata para justificar un despojo/ ésta. ¿Por qué pienso en Sontag si no se nombra? ¿Por qué sigo pensando en Rulfo?

Invita: a que cada quién haga lo que se le dé la gana con sus lecturas, a que juegue, publique o no; a recordar que en cada lectura, ese conjunto extraño que llamamos “realidad”, se extiende.

Mi hija y la Marcha de las Mujeres

miércoles, febrero 1st, 2017

Esta lucha que no tiene marcha atrás a pesar de los líderes misóginos (Women’s March). Gracias a todas ellas es muy probable que a mi hija le cueste mucho menos trabajo que a mí, cuando tenía su edad, imaginarse un futuro más allá de ser pícher o patrullero motociclista. Foto: Xinhua

“Papá, ¿me pones otro de La Directora?”, dice mi hija y se refiere a que cargue un video de Alondra de la Parra en Youtube. Le encanta. Desde la primera vez que la vio dirigiendo una orquesta quedó fascinada. Pero ahora, justo después de que vimos/oímos por enésima vez el “Huapango” de Moncayo, dijo algo más: “¿Dónde se estudia para dirigir una orquesta? Cuando sea grande quiero ser mamá y también directora.” Si no existiera Alondra de la Parra, ni manera de verla por internet pues en mi rancho la oferta cultural es bastante reducida, ¿habría tenido mi hija esa idea?

Dicho de otro modo, ¿qué tanto influyen los pioneros en la conformación de nuestro ideario de posibilidades, en nuestros sueños para hacer tal o cual cosa?

Cuando era niño y vivía en Los Ángeles a finales de los 70, tenía dos ídolos obvios: el Toro Valenzuela y Poncharelo, el personaje “mexicano” de esa serie-propaganda que intentaba decirnos que la policía era buena onda en una de las ciudades más violentas del mundo. De hecho, cada que nos subíamos al carro de alguien y tomábamos el freeway, me pegaba a la ventanilla para ver si distinguía entre los patrulleros motociclistas a Poncharelo. No era que deseara ser policía de grande, sino que este personaje significaba para mí la posibilidad real de que un mexicano pudiera ser alguien importante en Estados Unidos. También Valenzuela, pero a mis cuatro años de edad ya me quedaba claro que los deportes no eran lo mío. Así que Poncharelo era el único. Porque cada que íbamos a esos lugares ñoños que me gustaban más –al observatorio de Monte Palomar, a los museos de ciencia, a LACMA, al acuario de Scripps o al zoológico de San Diego- me la pasaba buscando nombres en español para ver si ahí también había algún mexicano, pero nunca di con ninguno. Sólo, y casi de sesgo pues su trabajo no era el principal, ubiqué alguno en Universal Studios y en Disneilandia.

De modo que mi infancia, como la de cualquier otro mexicano mayor de cuarenta años, estuvo marcada por la ausencia de modelos a seguir que fueran significativos e interesantes. Porque, siendo sinceros, el porvenir como patrullero tampoco era lo más alentador del planeta. Así que cualquier cosa que soñara conllevaba la complicación de imaginarme como otro (¿Qué tanto me parezco a Carl Sagan, mamá? ¿A Yuri Gagarin?) o la épica de ser “el primer mexicano que…”, misma que muchas veces implicaba la negación del sueño: si ningún mexicano lo ha hecho, probablemente es porque ningún mexicano puede hacerlo. No quiero sonar fatalista, sólo transcribo lo que llegué a sentir en varios momentos o lo que me dijeron varios de mis compañeros y amigos en la primaria, de vuelta en México: “yo quisiera ser astronauta, pero no se puede si no eres gringo o ruso”, por ejemplo.

Cuando nació mi hija volví a pensar en lo mismo: a qué personas puede ver para que le quede claro que ella puede lograr lo que quiera en su vida. Porque además, en su caso, la estigmatización de roles va por partida doble.

Por suerte, y es importante decirlo en estos tiempos en que a veces parece que volvemos a 1934, el mundo ha cambiado mucho en 40 años. Ya hubo un astronauta mexicano (Neri Vela), uno chicano (José Hernández) y varias mujeres, aunque ninguna ha sido mexicana. Tres premios Nobel en áreas diferentes (paz, Alfonso García Robles; literatura, Octavio Paz; y química, Mario Molina). Más aún, una científica mexicana lo ha recibido dos veces al formar parte de una institución galardonada: Ana María Cetto. Hay doctoras, abogadas, pilotas (Emma Catalina Encinas, civil, y Andrea Cruz Hernández, militar), ingenieras, exploradoras, artistas, escritoras, atletas de primerísimo nivel (Ana Guevara, Lorena Ochoa, Soraya Jiménez…), comerciantes, magnates, periodistas, grandes líderes sindicales (ok, Gordillo no es un modelo a seguir), gobernadoras (Griselda Álvarez, por mencionar a la primera), alcaldes, diputadas, senadoras y candidatas a la presidencia de la República (Ok, mejor que no se dedique a la política), etcétera.

Y sí, el mundo sigue siendo un mundo machista y colonialista, donde nacer en África o Latinoamérica implica que te costará más trabajo hacer realidad tus sueños. Sin embargo, oyendo a mi hija pedir un video de Alondra de la Parra, preguntándome por la “científica de las células” (Lynn Margulis), la “mamá que pinta gatitos” (Leonora Carrington) o por mis amigas que “también escriben cuentos” (muchas), no puedo evitar sonreír ni agradecer a todas estas mujeres, de mi generación, o de las generaciones de mis padres y abuelos y anteriores, su lucha. Esta lucha que no tiene marcha atrás a pesar de los líderes misóginos (Women’s March). Gracias a todas ellas es muy probable que a mi hija le cueste mucho menos trabajo que a mí, cuando tenía su edad, imaginarse un futuro más allá de ser pícher o patrullero motociclista.

Lo que el otro debe saber

martes, enero 24th, 2017
 las notas periodísticas hoy día explican menos de lo que perturban. Foto: shutterstock

las notas periodísticas hoy día explican menos de lo que perturban. Foto: shutterstock

“A los tiranos les conviene un pueblo inculto.” Ésta y otras frases similares se pueden escuchar a diario en los cafés y  cantinas, leer en las redes sociales y en artículos de opinión. Normalmente sirven para dar pie a una queja o para rematarla: “por eso estamos como estamos”. Una queja que parte de un individuo que, ahí nomás humildemente, está convencido de que si toda su sociedad fuera tan culta como él, entonces viviría en un mundo mejor.

Ejemplos abundan. Ya sea para explicar el Brexit, el “NO” en Colombia, el triunfo de Trump en EU o el regreso del PRI a la Presidencia en México, se alega la ignorancia de los otros como causa. Incluso no faltan las ONGs, empresas privadas e instituciones varias que utilizan este tipo de frases como lema o slogan publicitario. Ni faltan tampoco las transmisiones por televisión o internet que muestran dicha ignorancia con un reportero preguntándole a la gente –a botepronto, en la calle- si prefiere desayunar con jugos cítricos o jugos gástricos, cuándo inició la Segunda Guerra Mundial o pidiéndole que indique en un mapamundi dónde se encuentra Afganistán (risas de los telespectadores). Pero la responsabilidad de la solución, claro, suele caer en lo mismo que se critica: “el gobierno debería de invertir más en educación”. O en una suerte de cruzada individual: “supérate, está en ti” (compra con nosotros).

Por supuesto, en la búsqueda de esta sociedad más letrada, sería maravilloso que las instituciones educativas del mundo mejoraran harto y que todas las personas sintieran ese deseo arrebatador de “superarse intelectualmente” y leyeran (tuvieran las posibilidades económicas) un libro al día. Pero el asunto es un poco más complejo.

No ahondaré en la problemática escolar sino sólo en un par de obstáculos que suele enfrentar cualquiera que sí sabe leer y escribir y desea cultivarse. Asumo que lo que está más a la mano para leer, para buscar entender más allá de las conversaciones entre amigos y familiares (de viva voz o a través de las redes), son las publicaciones periódicas: diarios, revistas y blogs. Aquí nos encontramos por lo general con dos tipos de textos: las noticias y las columnas de opinión.

Con las noticias, los principales obstáculos para entender qué se está leyendo son la ausencia de precedentes y la falta de continuidad o de seguimiento a un suceso. Haga usted la prueba con una nota internacional (digamos, el éxodo de más de 45,000 personas que hoy, a inicios de 2017, sucede en Gambia), intente ir hacia atrás en el tiempo y construir una historia coherente que explique el acontecimiento sólo leyendo los periódicos (se encontrará que no hay mención alguna de Gambia en su periódico antes de la catástrofe… que la última mención fue hace mucho, cuando sucedió otra catástrofe, y que básicamente ninguna de las notas le explican consistentemente cuál fue la razón de ninguna de éstas); luego intente ir hacia delante en el tiempo, de estar al pendiente los próximos meses para no perderse el desenlace (y se encontrará con que Gambia –o el ejemplo que quiera- desaparecerá de los periódicos antes de que la historia termine). De modo que no, lamentablemente, leer las noticias internacionales no le servirá mucho como una forma directa para entender mejor el mundo: tendrá una nota alarmista, se podrá inventar a sí mismo una narración para llenar los vacíos y, si tiene mucho tiempo libre, podrá investigar e investigar en otras fuentes hasta que medio entienda qué pasó. Eso es lo que tal vez nos pasa ahora a todos: medio entendemos.

Dicho de otro modo, las notas periodísticas hoy día explican menos de lo que perturban.

Algunos periodistas afirman que lo anterior es así pues las notas no están para explicar sino para informar, que si uno busca explicaciones entonces lea reportajes o columnas de opinión. Los reportajes de investigación, por desgracia, son una especie en vías de desaparecer. Entonces nos quedamos con las columnas. Y con las columnas sucede algo curioso. Si uno se da la vuelta por los diferentes periódicos del mundo (maravillas del internet) encontrará que las formas de escribir de los columnistas cambian de lugar a lugar y de periódico a periódico (o blog). En particular, cambia el número y tipo de acotaciones o explicaciones que hacen acerca de lo que están tratando. Por ejemplo, los columnistas de los principales diarios de Belice se toman la molestia de decir “la Segunda Guerra Mundial, que ganaron Gran Bretaña y sus aliados contra Alemania, Italia y Japón”; otros, por ejemplo, dicen “René Descartes, filósofo francés del siglo XVII que desarrolló las teorías de…, afirmó que”, mientras que otros sueltan “como dijera Deleuze, ‘desear es construir un agenciamiento, construir un conjunto, el conjunto de una falda’ por tanto es imperativa la reapropiación de…”

¿Qué tipo de columnista le parece más adecuado para alguien que, como la mayoría de personas en el mundo, no tiene carrera universitaria y sí quiere entender un poco más su entorno?

La réplica viene de inmediato: “no hay que vulgarizar la cultura, hay que culturizar al pueblo”. O “hay publicaciones para diferentes tipos públicos, para públicos más especializados y para públicos menos especializados”. Sí y no.

Es decir, qué bueno que existan Physical Review Letters, Foreign Affairs o el Journal of Clinical Oncology, sería absurdo estar en contra de este tipo de publicaciones especializadas. Mi punto es que, en ciertos países, faltan los puentes que comuniquen entre los especialistas y esta mayoría de personas que pueden tener deseos de aprender (y, digamos, sólo terminaron la secundaria o el bachillerato). Estos puentes, en teoría, son los diarios y revistas menos especializadas que las mencionadas al inicio de este párrafo. Sin embargo, siendo sinceros, ¿a cuántas personas en su entorno cercano y familiar les parece ilegible un artículo de Proceso, Letras Libres o Nexos? ¿A qué porcentaje de estudiantes de licenciatura en todo el mundo les parecerá simple y trivial leer un artículo del Washington Post, Le Monde Diplomatique o del Corriere della Sera?

No, no es trivial leer esas publicaciones. Lo peor es que entre éstas y los diarios y revistas sensacionalistas (donde difícilmente alguien se toma la molestia de abordar las principales problemáticas mundiales) hay pocas opciones. Y encima, las que llega a haber, suelen ser denostadas por los autores y lectores de las publicaciones “serias”. El éxito de Pictoline (http://pictoline.com/ ), por ejemplo, ha radicado en que, a la manera de RIUS, resume de forma ilustrativa y simple un asunto, dando sus antecedentes y características principales, pero ya empiezan a sonar esas voces “ilustradas” que dicen que Pictoline es para tontos. Entonces, ¿dónde buscar?

O, mejor dicho, ¿dónde se documenta uno si uno no quiere volverse experto en una materia (política interior de Gambia, por ejemplo), con toda la inversión de tiempo que eso requiere, sino que simplemente quiere tener una visión general y coherente (por qué hay un éxodo de más de 45 mil personas en Gambia hoy)?

El meme o la burla respecto al Brexit, cuando los electores de Gran Bretaña votaron el año pasado por dejar la Unión Europea, fue que justo después de los resultados se pusieron a buscar masivamente en internet qué diablos era la Unión Europea. “¡Cómo es que no lo sabían y estaban votando!”, clamaron las buenas conciencias intelectuales. Con Trump, similar: “¡Votarán por él los lectores de periódicos amarillistas y vulgares!, ¡no saben por qué votan!”. Muy probablemente, no. Pero el asunto va más allá, Peter Hessler, en el Newyorker, se lamentaba de que en las últimas elecciones honestamente no sabía si había votado a favor o en contra de la esclavitud; aquí la pregunta que venía en las boletas (la pongo en original para mayor confusión): “Shall there be an amendment to the Colorado constitution concerning the removal of the exception to the prohibition of slavery and involuntary servitude when used as punishment for persons duly convicted of a crime?” (http://www.newyorker.com/magazine/2016/11/21/aftermath-sixteen-writers-on-trumps-america ) Con una pregunta así, ¿extraña que haya ganado el voto a favor de la esclavitud con un 50.6 por ciento?

Así, si bien es maravilloso que busquemos mejorar los sistemas educativos y presionemos a nuestros gobiernos para ello, y es buenísimo que existan publicaciones especializadas como el Jounal of Arthropod-Borne Diseases, tal vez no nos vendría mal que algunos de los autores de nuestros medios se parecieran más a los columnistas beliceños y no le pidieran a sus lectores tanto conocimiento previo para poderlos alcanzar en sus torres de marfil. De verdad, agregar un par de explicaciones y antecedentes en sus textos podría convertirse en miles de lectores agradecidos.

Trump y el final de la vergüenza

miércoles, enero 18th, 2017
El presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump. Foto: EFE, Archivo

El Presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump. Foto: EFE, Archivo

En 1975 sucedió lo inesperado. El ejército español estaba atrincherado en la frontera del Sahara Occidental y dispuesto a masacrar a esa ola verde de marroquíes devotos y desarmados que avanzaban hacia ellos. Pero bajaron los fusiles y las ametralladoras. Se fueron moviendo hacia el sur y, en pocos meses, el ejército colonial abandonó el territorio dejando tras de sí un reguero de minas antipersonales.

El suceso anterior sigue causando acalorados debates entre los ibéricos que consideran que se hizo lo correcto y los que sienten “nostalgia” por la pérdida de su excolonia; una nostalgia muy independiente de la cantidad de vidas humanas que habría costado disparar contra la multitud marchante (sobre las minas, eso sí, pocos hablan).

No me detengo en lo que ha sucedido después en ese territorio ni en abordar la situación actual de los polisarios pues lo que me interesa es esta pregunta: ¿por qué un dictador, alguien que coqueteó con Hitler al grado de cubrir de suásticas Madrid, alguien que había llegado al poder bombardeando pueblos de su propio país (recuerde Guernica) y que no vaciló en implementar un régimen de terror con desapariciones forzadas y campos de exterminio, de repente no quiso volver a disparar contra civiles desarmados?

Los historiadores nos dicen que no fue él quien tomó la decisión, que no fue Francisco Franco –pues agonizaba- sino el rey Juan Carlos. Y, entonces, ¿desde cuándo los reyes hacían eso? ¿Cuándo el rey de un imperio colonial –recordemos a Leopoldo II de Bélgica, por ejemplo, y su genocidio de más de un millón de congoleses- se preocupó por no masacrar a sus revoltosos siervos de algún bastión ultramarino? ¿Qué había cambiado?

Lo que había cambiado entre Leopoldo II de Bélgica y Juan Carlos I de España era el mundo. Todo el mundo. Hace no mucho tiempo, antes de la Primera Guerra Mundial, masacrar civiles desarmados, construir campos de exterminio o hacer de la tortura y la mutilación una práctica consuetudinaria de las “fuerzas del orden” era algo común para los europeos; cuantimás si eso se lo hacían los propios europeos a seres humanos no europeos, africanos y asiáticos de preferencia.

Incluso, después de la Segunda Guerra Mundial la práctica continuó por un par de décadas: bombardear poblados, bañar de napalm aldeas completas, pasar con los tanques por encima de los niños, etc… Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial, por un lado, había llevado el terror del exterminio a la propia casa de Europa y, por otro, había polarizado la política internacional entre los defensores del “mundo libre” (la OTAN) y los defensores de la “dictadura del proletariado” (el Pacto de Varsovia). También, había traído consigo las bombas atómicas y acelerado los procesos de independencia en África y Asia.

Lo anterior llevó a las potencias a repensar sus estrategias. Se revivieron, por ejemplo, las llamadas proxy-wars, ya no entre metrópolis coloniales sino entre capitalistas y comunistas. Pero, y este es el busilis aquí, también se aprovechó el desarrollo y popularización de la radio, la televisión, el cine y la prensa para abonar otro frente del conflicto: la propaganda.

Si usted es lo suficientemente viejo la recordará. En resumen, la propaganda consistía en decir que “nosotros” éramos los buenos y “los otros” los malos. Y para enaltecer la bondad de los buenos se resaltaba que en el mundo de “nosotros” todos vivíamos muy bien mientras que en el mundo de “los otros” no sólo todos vivían muy mal sino que, además, sus líderes eran tiranos sanguinarios capaces de las peores atrocidades.

Para 1975, cuando el ejército español aún tenía la orden de disparar a quien intentara cruzar la frontera del Sahara Occidental, el furor independentista había triunfado ya en casi todo el mundo, formando por igual países que coqueteaban con el Pacto de Varsovia, con el del Atlántico Norte o con ambos. Ése mismo año los comunistas de Vietnam del Norte tomaban Saigón mientras los estadounidenses terminaban de huir y un año antes, en abril de 1974, la Revolución de los Claveles tumbaba al último dictador fascista que quedaba en Europa junto con Francisco Franco: el portugués Antonio Salazar (y lo tumbaba, entre otras razones, precisamente porque sus militares ya estaban hartos de las guerras coloniales en Guinea, Angola y Mozambique).

Así, supiéralo el agonizante Franco o no, quisiéralo el rey Juan Carlos I o no, masacrar civiles era ya una opción muy poco conveniente. Era un hecho que podría aprovechar la propaganda comunista para desacreditar a los defensores del supuesto “mundo libre” al que en teoría pertenecía España desde la instalación de las bases de la OTAN en su territorio (repletitas de ojivas nucleares, por supuesto). Y bajaron las armas.

En el lenguaje de las relaciones internacionales se le conoce como The power of shame –el poder de la vergüenza- al uso mediático que se puede hacer de un suceso para avergonzar a un gobierno si éste lleva a cabo una acción determinada como, por ejemplo, masacrar o torturar civiles. Y en las últimas décadas ha sido una herramienta que, con todo, ha sido más o menos eficaz para contener los excesos y abusos de poder de los jefes de estado alrededor del mundo. O, por lo menos, para que se preocuparan porque sus atrocidades fueran poco conocidas y, por lo mismo, eran más limitadas que si hubieran tenido carta abierta para hacer linchamientos públicos: no, no es lo mismo desaparecer ciudadanos en las dictaduras latinoamericanas –asunto que requiere un gran aparato logístico y burocrático- que promover los linchamientos, bombardeos y ejecuciones públicas que solían hacer los regímenes coloniales antes de la Segunda Guerra.

Durante las décadas de los 70 y 80 este “poder de la vergüenza” estaba estrechamente vinculado, como se dijo, con el frente propagandístico entre comunistas y capitalistas. Pero aún después de la caída del Muro de Berlín y las revoluciones sucedidas en el bloque comunista después de 1989, continuó su uso en la variante de “defensa de los derechos humanos y la democracia”. Fue una bella época: se desmovilizaban los grupos armados, los regímenes dictatoriales hacían concesiones democráticas (antes también habían hecho concesiones socialistas, como la legalización de la propiedad de un departamento o el seguro social, pero ésa es otra historia) y el ejemplo más claro y mediático de la efectividad de este “poder de la vergüenza” sería, sin duda, el impacto que tuvo para instaurar las sanciones internacionales que desembocaron en el cambio de gobierno en Sudáfrica, del apartheid a Mandela.

Pero poco a poco, a partir del 2001, el poder de esta herramienta se ha ido minando. Cada vez más, los escándalos no pasan de ser escándalos mediáticos con poca repercusión jurídica nacional o internacional. La llegada de Trump a la presidencia de los Estados Unidos no parece augurar nada bueno para el repunte de esta herramienta precautoria, moral, como una medida de defensa para los ciudadanos de un territorio frente a los posibles excesos de sus gobernantes. Tristemente, podemos estar en la antesala de una nueva época donde aparezcan –si no ya como reyes sí como magnates con ejércitos privados- menos Juancarlos que ordenen bajar las armas y más Leopoldos Segundos dispuestos a administrar impunemente y de la forma más aterradora.

Ojalá me equivoque.