¿Qué tan seguido va usted a la plaza? Mejor: ¿qué imagina usted por “ir a la plaza”? Dependiendo de dónde viva, de su estrato económico y sus gustos culturales, entenderá actividades muy distintas. En México, se pueden resumir en dos. Una incluye boutiques, cines, restaurantes, losas imitación mármol y un espacio privado. La otra incluye globeros, paleteros, vendedores de pan, músicos callejeros o una banda en el kiosko, payasos, burbujas de jabón y, muy probablemente, jardines y una iglesia en un espacio público.
Cuando era niño vivía en un barrio a las afueras de Guadalajara y lo más cercano para ir a divertirme era dar de pelotazos en la calle; después, ir al barranco baldío y; si andaba muy animado, andar cerro arriba hasta un parque semi-árido donde a lo más se juntaban un grupo de boy scouts y otro de misioneros seglares. Y párale de contar. Mi madre trabajaba los siete días de la semana más de ocho horas diarias y mi padre, como buen progenitor divorciado en la década de los 70, solía llevarnos de vez en cuando a algún parque de diversiones o a un centro comercial a comprar una paleta y caminar a lo wey: porque a esa edad ver tiendas no nos llamaba la atención en lo más mínimo y, por ende, nuestro centro comercial preferido era Plaza Patria, pues tenía una rampa enorme en la que podíamos jugar a las carreras mi hermana y yo.
Al entrar a la secundaria tuve mayor libertad de movimiento. Y económica. Así que podía ahorrar el dinero del lonche o el que ganaba en algún trabajo para írmelo a gastar a las “maquinitas”; que no había en el barrio donde vivía pero sí en donde estaba mi escuela, en Santa Tere, también en los centros comerciales y habían abierto uno más allá del parque que estaba loma arriba, después de las fábricas: Plaza México.
Debido al trabajo de mi madre, a la empresa familiar en la que ya laborábamos todos, nuestra idea de “fin de semana” seguía siendo muy diferente a la idea mercantil: había que trabajar sábados y domingos, de hecho, era los días que más trabajábamos. Así que si bien en la preparatoria en la que estudié becado me enteré de algo llamado la “Plaza Tapatía”, una plaza pública, esta noticia vino de la mano de los prejuicios de mis compañeritos: “allí es un lugar de nacos, es peligrosísima”. Todos ellos iban a divertirse a los centros comerciales y, cuando llegué a acompañarlos, me aburría como ostra.
Hoy día, casi veinte años después, sigo sin encontrarles el chiste a los centros comerciales (salvo por el aire acondicionado en verano). Por suerte, como dicen los habitantes megaurbanos, vivo en un rancho. De modo que los fines de semana podemos “ir a la plaza” -eso que acá llaman “jardines”- a Comala o a Colima o a Villa Izcalli y divertirnos con la banda del kiosko, los bailables, los payasos, globeros, vendedores de burbujas de jabón, comer un pan o una nieve de garrafa sentados en una banca o corriendo de un lado al otro, participar de los eventos que haga el municipio (este Día del Niño mi huerca fue feliz subiéndose al escenario todas las veces que la dejaron), ver los desfiles de caballos, etcétera.
Lamentablemente, incluso acá, esto tiende a desaparecer. A ser mal visto, como si los prejuicios de mis excompañeros de la preparatoria fresa en donde estudié se hubieran esparcido por todos los niveles de la administración pública. O peor: como si fueran ciegos a esa correlación terrible que indica que los barrios más violentos son aquellos que carecen de espacios públicos funcionales y ahora tengan la idea de privatizarlo todo “para que se vea más bonito”, con las mismas cosas y las mismas tiendas de cualquier centro comercial en Shanghai, McAllen o Johanesburgo.