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La intensidad poética característica de Sam Shepard en Yo por dentro

sábado, agosto 25th, 2018

“Un mosaico de conversaciones resonantes, perspectivas alteradas, una memoria lúcida e impresiones alucinatorias… Prosa rápida, abundantes pinceladas de poesía, monólogos y diálogo. El lenguaje visceral de parpadeantes filmaciones caseras… Yo por dentro es un atlas coalescente, marcado por los tacones de las botas de alguien que instintivamente vagabundea, con los ojos abiertos, por sus extensiones de caminos sobrenaturales” (Patti Smith).

Ciudad de México, 25 de agosto (SinEmbargo).- De madrugada, echado en la cama, debatiéndose entre el sueño y la vigilia, un hombre solitario medita, evoca escenas y ajusta cuentas con el pasado. Por su cabeza merodean recuerdos, en ocasiones fugaces, de su juventud, de su carrera como actor, de la relación compleja con su padre y del papel de las mujeres en su vida. La figura paterna aparece de modo recurrente en muchos de esos episodios lejanos: ese padre que formó parte de la tripulación de un bombardero en la Segunda Guerra Mundial, ese padre que tenía una novia muy joven, Felicity, con la que también él mantuvo una relación, formando un triángulo que acabaría desembocando en tragedia… Crepuscular y elusiva, con pinceladas oníricas, la novela está envuelta por los paisajes desérticos de la América profunda, las granjas aisladas como aquella en la que creció el protagonista, los diners, las carreteras inacabables y las vías de tren solitarias, con los aullidos de los coyotes como banda sonora, a los que se suman los ritmos del jazz y el rock’n’roll.

Yo por dentro, con esa escritura seca y desgarrada de la que emerge la intensidad poética característica de Sam Shepard, es una suerte de compendio de sus temas y obsesiones, una intimista invocación de fantasmas en la que se filtran pinceladas autobiográficas, un testamento literario por todo lo alto, que viene además precedido por un bellísimo prólogo de Patti Smith.

Fragmento y prólogo de Yo por dentro, de Sam Shepard, con autorización de Anagrama

De madrugada, echado en la cama, debatiéndose entre el sueño y la vigilia, un hombre solitario medita, evoca escenas y ajusta cuentas con el pasado. Foto: Especial

Fragmento y prólogo de Yo por dentro, de Sam Shepard, publicado con autorización de Anagrama

Había cuatro caballos pastando al otro lado de la cerca y mariposas negras que aterrizaban sobre las peras caídas. Ya se sentía la proximidad del otoño, una dorada tarde de Kentucky. Sam estaba mirando por la ventana. Yo, sentada a la mesa, leía su manuscrito.

Al alzar la mirada hacia él, me asaltó la idea de que todo lo que sabía de Sam, y él de mí, lo llevábamos todavía dentro. Pensé en una fotografía de nosotros dos en Nueva York, pasando por delante de un fotomatón en la calle Ventitrés, hará unos cuarenta años. Nos la sacaron por detrás, pero éramos nosotros, sin la menor duda, a punto de emprender caminos separados que con toda seguridad volverían a cruzarse.

El manuscrito que tengo delante es una brújula oscura. Todos los puntos proceden de su norte magnético: el paisaje interior del narrador. Sin poder apartar la vista del texto, leí toda la tarde, navegando por un mosaico de conversaciones resonantes, perspectivas alteradas, una memoria lúcida e impresiones alucinatorias.

El narrador despierta en medio de una cruda metamorfosis. Las coordenadas están revueltas, pero la mano es conocida. Sam ha sido actor durante casi toda su vida adulta, lo que le faculta para una especie de viaje que no necesita pasaporte, solo un camión, un guión y sus perros rastreando la nostalgia.

Los olores a donuts, vapor, gofres y café se desparramaban a través del patio destartalado y llegaban al vasto desierto oscuro. Unos hombres acarreaban en silencio por la grava pesadas cajas enormes sobre ruedas de hierro. De vez en cuando, una de las figuras asentía con la cabeza o emitía un gemido, pero el mundo permanecía enigmático, amortajado, inexpresable.

Tiene sueños con su padre, el hombre diminuto que no lo era tanto. Describe los pormenores de esos sueños recurrentes con una hilaridad inquietante que recuerda los mangas japoneses. Intenta huir corriendo, despegarse de su padre y todas sus indiscreciones, pero está condenado a repetirlas. Fotogramas del tiempo: los rostros de mujeres mezclados unos con otros. Felicity, la joven amante de su padre y la madre bocazas de Felicity con un abrigo rosa. La excesivamente joven, ambiciosa y esquiva chica Chantajista. Su esposa durante treinta años que se aleja. Van y vienen y vuelven. Al cabo de un rato empiezas a conocerlos, sus imágenes enrevesadamente compuestas a base de prosa rápida, abundantes pinceladas de poesía, monólogos y diálogo. El lenguaje visceral de parpadeantes filmaciones caseras.

Ama a su mujer pero no congenian. Le seduce la Chantajista, que tiene algo de él mismo, probando y sopesando reacciones. Al remontarse en el tiempo topa con su yo juvenil, ingenuamente entrelazado con la Felicity del padre, un personaje trágico que duda entre la inocencia y el deseo, tironeado como una gominola.

Abrió la boca y vi que se escapaban de ella animales diminutos, animales atrapados dentro durante todo aquel rato. Salían como si algo fuese a capturarlos y encarcelarlos de nuevo. Notaba que aterrizaban en mi cara y reptaban por mi pelo buscando un escondrijo. Cada vez que ella gritaba, los bichitos brotaban en nubecillas como mosquitos minúsculos: dragoncillos, peces voladores, caballos sin cabeza.

Toda su vida le han cautivado, confundido y divertido las mujeres, le han atraído pero obligado a evitarlas. Pero al final no se trata tanto de las mujeres como del alma cambiante del narrador. Recorremos las espirales de su mente prismática, su corazón cansado, no a través de la confesión, sino de una sinceridad poderosa, una fascinación por la indiferencia. Lo cierto es que quizá esté cambiando pero sigue siendo el mismo, el chico que corre, el adolescente emancipado, el hombre colérico al que traicionan los músculos.

Es un solitario que no quiere estar solo, forcejeando con los íncubos, una ondulación de aguas nocturnas, la náusea de noches interminables. Hay momentos perturbadores de presciencia en los que intuye una fragmentación futura, un estoico abrirse paso a patadas entre los añicos. Se conformará con seguir viviendo hasta que muera. No se trata de que se retrate con una luz favorable o adversa. La cuestión es sacar las cosas, alisar los bordes curvos.

Dejo el manuscrito. Es él, algo parecido a él, no es él en absoluto. Es una existencia que intenta aflorar, dar sentido a las cosas. Una tenia solitaria que se desliza desde el estómago hasta la boca y repta por las sábanas, derecha hacia el desolado infinito.

Ahora estás viajando. Tu futuro está congelado. Rápidamente te ves arrojado desde el desconocido espacio en blanco al nítido mundo.

Advierto que la luz ha cambiado, un relumbre crepuscular que enseguida nos adentra en la noche. Me levanto para examinar una imagen ligeramente torcida que Sam ha clavado con una chincheta en un hueco encima del fregadero de la cocina. Una chamán loca con un radiocasete.

–¿Dónde la sacaron?

–En alguna parte del desierto de Sonora.

–¿Es real?

Quizá, dice, pero de todos modos quién sabe lo que es real.

La realidad está sobrevalorada. Lo que perdura son las palabras garabateadas sobre un panorama que se despliega, vestigios de fotogramas polvorientos que se desprenden de la memoria, una elegía de voces fenecidas que transitan por la llanura americana. Yo por dentro es un atlas coalescente, marcado por los tacones de las botas de alguien que instintivamente vagabundea, con los ojos abiertos, por sus extensiones de caminos sobrenaturales. PATTI SMITH

YO POR DENTRO

Han asesinado algo, a lo lejos. Se lo disputan. Sí. Gritando. Con su cacareo de locos mientras desgarran el cadáver blando. Está despierto: son las 5.05. Oscuro como boca de lobo. Coyotes a lo lejos. Deben de haber sido. Él está despierto, en cualquier caso. Mirando a las vigas. Adaptándose al “lugar”. Despierto incluso después de un Xanax entero, para anticiparse a los diablillos: caballos con cabeza humana. Pequeñísimos, como si en su tamaño natural fueran demasiado grandes para verse. Sus perros se abren paso a la fuerza, aullando desde la cocina a imitación de los salvajes. De nuevo un frío feroz. La nieve azul mordisquea los alféizares: brilla en lo que queda de la luna llena. Retira las mantas con un floreo de torero y expone las dos rodillas huesudas al aire crudo. Casi inmediatamente adopta una postura sedente recta, con las manos planas sobre los muslos. Trata de abarcar el paisaje siempre cambiante de su cuerpo: ¿dónde reside él? ¿En qué parte? Lanza una mirada a sus calcetines de senderismo, muy gruesos, azules, térmicos, birlados de un plató de cine. Prendas de algún atuendo, de algún personaje olvidado hace mucho. Han venido y se han ido, esos personajes, como amoríos breves, violentos: caravanas, letrinas portátiles, burritos matutinos, tiendas de provisiones, limusinas de pega, toallas calientes, llamadas a las cuatro de la mañana. Cuarenta y tantos años así. Demasiado grande. Difícil de creer. Demasiado amplio. ¿Cómo entré allí? Su caravana de aluminio se balancea y oscila en medio de los chinooks que aúllan. Su cara joven le devuelve la mirada a través de un espejo barato de 4×4, rodeado de bombillas desnudas. Fuera están rodando metraje de saltamontes que caen en grandes conos circulares del vientre de un helicóptero alquilado. Caen de verdad. En segundo plano, trigo invernal, tan grueso como tu pulgar, vuela en olas onduladas.

Ahora, encaramado en el borde mismo de su firme colchón, mirándose los gruesos calcetines azules mientras unas bocanadas se vaporizan en la oscuridad matinal, sabe que todo se ha hecho realidad. Se queda sentado un rato, con la espalda recta. Una garza grande y azul que aguarda a que una rana salte.

La casa no cruje; es de cemento. Fuera, gimen los álamos. Ahora no siente el frío. Le viene a la memoria que han pasado más de dos años desde la tan súbita ruptura con su última esposa. Una mujer con la que había estado casi treinta años. Le viene a la memoria. Imágenes. ¿Procedencia? “¿Ahora estoy gimoteando?”, se pregunta, con la voz de un niño. Un niño al que recuerda, pero que no es él. No es este, el que ahora tirita con sus calcetines térmicos azules.

Seis de la mañana: el viento del sur acaba de amainar después de tres días seguidos soplando furioso. El aire en calma y mucho más cálido. Incluso se siente calor dentro de casa. Pienso: hoy soy exactamente un año más viejo que mi padre a la edad en que murió. Es un pensamiento extraño, como si fuera una especie de logro en vez de puro azar. Algo más que una circunstancia fortuita. Arranco los largos mangos de seda negra. Hembras. Chisporroteos de electricidad estática azul. Veo que mi pecho desprende chispas. Tengo electricidad en el cuerpo. Cojo las muchas pastillas prescritas por el acupuntor. Las pongo en filas. Colores. Formas. Tamaños. Ni siquiera sé para qué son. Me limito a hacer lo que me han dicho. Alguien debe de saberlo. Haz lo que te han dicho. La primera luz se cuela por entre los piñones. Perros dormidos como leños en el suelo de la cocina, con las patas separadas como si les hubieran sorprendido en pleno galope. Preparo café en la vieja cafetera manchada. Tiro a la basura los posos de ayer. Unos ratones susurran en las rejillas de la calefacción, en busca de calor. Pienso en la respuesta de Nabokov a la pregunta de por qué escribe: “por placer estético”; nada más, “placer estético”. Sí. Signifique lo que signifique.

HOMBRE DIMINUTO

Por la mañana temprano: traen el cadáver de mi padre en el maletero de un Mercury cupé del 49, todavía con una capa densa de rocío en las luces traseras. El cuerpo, de la cabeza a los pies, está firmemente envuelto en plástico transparente. Tiene el cuello, la cintura y los tobillos atados con gomas de color carne, como una momia. Se ha vuelto muy pequeño con el paso del tiempo: quizá unos veinte centímetros. De hecho, lo sostengo ahora en la palma de la mano. Les pido permiso para desenvolver su minúscula cabeza, solo para asegurarme de que está muerto de verdad. Me autorizan a hacerlo. Se quedan a un lado con las manos enlazadas por detrás de sus trajes entallados, con la cabeza gacha en una especie de duelo avergonzado, pero no se les puede reprochar. Es inteligente estar de su lado. Además ahora parecen muy educados y estoicos.

El Mercury, parado, retumba con un sonido profundo y penetrante que percibo a través de las suelas de mis zapatos. Retiro las gomas con cuidado y descubro la cara, despegando de la nariz muy despacio la tira de plástico. Produce un sonido pegajoso, como linóleo que se separa de su pegamento. La boca se le abre involuntariamente; sin duda es alguna reacción tardía del sistema nervioso, pero lo tomo por un último estertor. Le meto dentro el pulgar y noto las encías ásperas. Pequeñas ondulaciones donde tenía los dientes. Tampoco los tenía en vida; la vida que le recuerdo. Vuelvo a enrollar la cabeza en la funda de plástico, repongo las gomas y se lo entrego, dándoles las gracias con un leve gesto de la cabeza, tratando de estar a la altura de la solemnidad del momento. Lo toman cuidadosamente de mis manos y lo colocan de nuevo en el maletero oscuro, con las demás miniaturas. A ambos lados de mi padre han encajado a mujeres encogidas que conservan con perfecto detalle sus facciones atractivas: pómulos altos, cejas depiladas, pestañas embadurnadas de rímel azul, pelo lavado y peinado que huele como caña de azúcar madura. El de mi padre es el único cuerpo diminuto que mira de frente hacia una franja de luz natural. Cuando cierran el maletero la franja se vuelve negra, como si una nube hubiera cubierto bruscamente el sol.

Ahora forman un semicírculo ante mí, con las manos entrelazadas encima de las ingles, despreocupados pero formales. No distingo si son exmarines o gángsters. Parecen una mezcla de ambos. Saludo a todos uno por uno, girando en sentido opuesto a las agujas del reloj. Tengo la impresión de que algunos dan un taconazo al estilo fascista, pero quizá me lo estoy imaginando. No sé si esta lluvia acaba de empezar o si llueve desde hace un rato. Les veo alejarse bajo una ligera llovizna.

Es casi todo lo que recuerdo. Junto con este puñado de detalles hay una extraña aflicción matutina, pero no sé decir por qué.

Todavía extrañamos mucho a Sam Shepard. Foto: AP

Sam Shepard (Fort Sheridan, Illinois, 1942-Midway, Kentucky, 2017) se convirtió en un mito contemporá­neo: polifacético como Boris Vian, legendario como Neal Cassady, amigo y colaborador de los Stones, Patti Smith y Bob Dylan, batería durante años de un grupo de acid rock, actor en películas como Elegidos para la gloria Días del cielo, coguionista de Zabriskie Point Paris, Texas, casado con Jessica Lange durante casi treinta años… Y, como remate, autor, galardonado con el Pulitzer y el Obie, de más de cuarenta obras teatrales, por las que se le ha llamado el sucesor de Tennessee Williams.