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Walt Whitman, el poeta norteamericano que inspiró a Bram Stoker y la amistad entre ambos autores

sábado, marzo 28th, 2020

En 1855, Whitman publicó Hojas de hierba, libro polémico en su tiempo; sin embargo, tiempo después sus admiradores fueron aumentando con rapidez. Las cartas que llenaban su buzón no solo eran elogios de lectores, también de escritores consagrados, como Mark Twain y Bram Stoker.

Al igual que muchos admiradores, el autor de Drácula buscó conectar con su ídolo, así que una noche decidió escribirle una sincera carta que iniciaría su estrecha amistad. Con 60 años y pésima salud, Whitman no podía viajar a Inglaterra, por lo que Stoker se trasladó a EU para conocer, en marzo de 1884, al poeta.

Por Alejandro Gamero

Ciudad de México, 28 de marzo (Culturamas).- Si Bram Stoker levantara la cabeza estoy seguro de que se sorprendería de la infinidad de productos derivados de su vampiro, desde Crepúsculo hasta True Blood, y de las legiones de fanáticos admiradores generados a partir de estos personajes. O, por lo menos, se sorprendería hasta cierto punto.

Porque Stoker también cayó, como una quinceañera cualquiera, presa de los encantos de un ídolo. Solo que el objeto de su admiración no era ningún chupasangres nocturno, sino un viejo poeta que había escandalizado a Estados Unidos. Con solo 22 años, Stoker leyó y se enamoró irremediablemente de la poesía de Walt Whitman.

Al igual que muchos admiradores, Stoker quería tener una conexión con su ídolo, así que una noche escribió una sincera carta a Whitman en la que se presentaba y se ponía a su disposición. Esa carta, una vez que Stoker reunió el valor para enviarla por correo, iniciaría una inesperada amistad literaria que duró hasta la muerte de Whitman.

En 1855 Whitman publicó Hojas de hierba en una imprenta local y en una edición costeada por él mismo. Gran parte de la crítica fue muy dura con el libro, centrándose más en lo ofensivo de las referencias sexuales que en la propia poesía, de manera que el editor fue reticente a distribuir la segunda edición, a pesar de que ya estaba impresa y preparada.

Y si en Estados Unidos ya era difícil conseguir una copia de Hojas de hierba, en Inglaterra era casi una proeza. Los editores británicos se negaron a arriesgarse con una edición por miedo a quebrantar las leyes de pornografía de la época victoriana. Así que el libro solo estaba al alcance de aquellos que tuvieran a algún amigo o conocido al otro lado del charco que pudiera enviarlo.

Uno de los escritores ingleses que más impresionado quedó con Hojas de hierba fue William Michael Rossetti, hermano de Dante Gabriel Rossetti. En 1867 un amigo le mandó una edición americana y al leerla Rossetti quedó tan conmocionado que se sintió en la obligación de compartir aquel libro con el público inglés. Su solución fue hacer una selección de los poemas de Whitman eliminando todo aquello que pudiera ser considerado ofensivo para la moral y la decencia, algo que no contentó por completo a Whitman.

De cualquier modo, Rossetti presenta a Whitman como el fundador de la poesía americana. A través de esa edición Stoker escuchó hablar de Whitman por vez primera, aunque no fue hasta un año después que leyó al poeta de primera mano, en una edición completa de Hojas de hierba. Y, según sus propias palabras, «a partir de ese momento me convertí en un amante de Walt Whiman».

Desde la década de 1870, el número de admiradores de Whitman fue creciendo con rapidez. Las cartas llenaban su buzón y le ayudaba a sobrellevar la soledad que sentía desde que se mudó a la casa de Camden. Whitman no solo recibía elogios de lectores anónimos sino también de escritores ya consagrados, como la carta que Mark Twain le envió en mayo de 1889.

Llegó un momento en el que ya no podía deambular por las calles como en el pasado porque a pocos pasos era abordado por algún fan. En muchas ocasiones, cuando se metía en problemas, sus admiradores se unieron para apoyarlo, como cuando el fiscal del distrito de Boston intentó prohibir la publicación de una nueva edición de las Hojas de hierba con el argumento de que era obsceno.

Pero volviendo a Stoker, la famosa carta la escribió la noche del 18 de febrero de 1872. Después de empezar diciéndole a Whitman que podía quemar la carta antes de leerla siquiera, Stoker le transmitió su admiración como si se tratara de una carta moderna de un fan a su ídolo. El autor de Drácula escribió entre otras cosas:

«Si estuviera en su presencia me gustaría estrecharle la mano. Me gustaría llamarle camarada y hablarle como los hombres que no son poetas no suelen hablar […] Debo darle las gracias por muchas horas felices, porque he leído sus poemas con mi puerta cerrada con llave por la noche, y los he leído en la orilla del mar, donde no se veían más señales de vida humana que los barcos; y a menudo me encontré a mí mismo despertando de una ensoñación con el libro abierto delante de mí […] Shelley escribió a William Godwin y se hicieron amigos. Ni yo soy Shelley ni usted es Godwin pero espero que en algún momento se me permita conocerle cara a cara y tal vez darle la mano. Si alguna vez lo hago será uno de los mayores placeres de mi vida». Así empezó la amistad entre ambos escritores.

Cuando Whitman recibió la carta de Stoker tenía casi sesenta años y su salud era pésima, por lo que el viaje a Inglaterra estaba casi descartado. Fue Stoker quien viajó a Estados Unidos, gracias a su labor como crítico teatral. En la tarde del 20 de marzo de 1884 Stoker, acompañado del actor Henry Irving ‒también admirador de Whitman‒, fueron a visitar al gran poeta americano a la casa de Thomas Donaldson, amigo y benefactor de Whitman. Así describiría Stoker a Whitman la primera vez que lo vio, sentado en el salón de Donaldson:

«Era corpulento, con una cabeza grande y frente alta ligeramente calva. Grandes masas de pelo gris-blanco caían sobre su cuello. Su bigote era grande y grueso y bajaba sobre su boca para mezclarse con la parte superior de la espesa barba». Y entonces se estrecharon la mano como dos viejos amigos.

Dos años después Stoker fue a visitar a Whitman a su casa de Camden. El viejo poeta parecía más débil y se movía con más dificultad, aunque su mente estaba tan despierta como siempre. Hablaron de todo, desde cotilleos literarios de Londres hasta la figura de Abraham Lincoln.

Todavía se encontraron una vez más, en diciembre de 1887. Stoker le planteó a Whitman la posibilidad de hacer una edición con una selección de sus poemas, a lo que Whitman se negó. A estas alturas ya era o todo o nada. Cuando se despidieron lo hicieron como dos buenos amigos. Nunca más volvieron a verse. Antes de morir Whitman envió a Stoker una copia autografiada de Hojas de hierba de 1872.

Durante el verano de 1896, Stoker le dio los retoques finales a Drácula, una novela en la que había trabajado a lo largo de siete años. Dada la admiración de Stoker por Whitman muchos estudiosos han buscado la influencia del poeta americano en Drácula. Aparte de la evidente sensualidad de la novela, también presente en la poesía de Whitman, se ha llegado a especular con los paralelismos ‒al menos físicamente‒ entre el poeta americano y el personaje del Conde Drácula.

¿Qué mejor homenaje podría haber hecho Stoker a su ídolo que convertirlo en un personaje inmortal, alguien que a su vez tendría una legión de admiradores? Algo insólito, sobre todo teniendo en cuenta que el primer vampiro moderno de la historia, el de Polidori, se basó en otro poeta universal, Lord Byron. Solo así se entiende que la figura del vampiro tenga ese halo tan poético.

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Los huesos de Poe, Charla sobre los viajes de la poesía y su regreso final: Paul Auster

sábado, diciembre 2nd, 2017

“Llamé a Paul para invitarlo a la Feria, y en menos de dos minutos me dijo que aceptaba venir”. Esta es la primera ocasión que el autor de La trilogía de Nueva York y Leviatán visita este encuentro literario. Su presencia logró convocar a los fanáticos de su obra, que abarrotaron el auditorio Juan Rulfo para escuchar su conferencia. Aquí, traducida por Benito Gómez Ibáñez

México, 2 de diciembre (Sin Embargo).- Siempre que pienso en Edgar Allan Poe, la primera imagen que me viene a la cabeza es la de la ceremonia inaugural de su tumba en Baltimore en 1875. Poe había muerto en 1849, veintiséis años antes y como todo el mundo sabe, las circunstancias de su muerte fueron bastante horribles y misteriosas: los últimos y tristes años de su vida, que incluyeron el fallecimiento de su mujer, la finalización de su obra maestra, Eureka, más la desesperada y patética búsqueda de una nueva esposa —numerosas proposiciones a mujeres a todo lo largo de la Costa Este, todas ellas rechazadas— y luego un viaje a Richmond, en Virginia, el lugar donde había pasado la juventud, para dar una conferencia que fue bien acogida y que le sirvió de estímulo para empezar a pensar en instalarse en su ciudad natal, y por último, la extraña e inexplicable borrachera en Baltimore, donde murió en el arroyo a los cuarenta años. Todos esos hechos son bien conocidos, pero no tanto lo que ocurrió después. La tumba en la que enterraron a Poe permaneció sin nombre durante varios años. Finalmente, uno de sus primos, Neilson Poe, consiguió dinero para encargar una lápida; pero entonces, en uno de esos giros que el propio Poe podría haber imaginado, la lápida casi terminada quedó hecha añicos cuando un tren descarriló y cayó en el taller del marmolista que llevaba a cabo el trabajo.

Neilson no podía pagar otra lápida, de modo que el pobre Poe languideció en su anónima fosa durante dos décadas más. A medio camino de ese purgatorio, un grupo de maestros de Baltimore empezó a recaudar dinero para una segunda lápida, y al cabo de diez largos años la losa quedó finalmente acabada. Para celebrar el acontecimiento —después de exhumar y volver a enterrar los restos de Poe—, se ofició una ceremonia en el instituto Western Female de Baltimore. Se invitó a los principales poetas estadounidenses de la época pero, uno por uno, todos acabaron declinando la invitación: Longfellow, Holmes, Whittier y otros cuyos nombres ya han pasado al olvido. Al final, sólo un poeta se dignó honrar con su presencia al instituto Western Female, el más grande de los poetas norteamericanos, según resultó, un hombre cuya reputación tal vez no fuera menos “peligrosa” que la de Poe: Walt Whitman, de Nueva Jersey.

Cinco años después, en 1880, Whitman escribió una breve reseña sobre Poe para un libro que finalmente se publicó con el título de Specimen Days. El capítulo, titulado “Importancia de Edgar Poe”, incluye un fragmento de un artículo publicado en The Washington Star sobre la asistencia de Whitman a la ceremonia en memoria de Poe en noviembre de 1875: “Estando de visita en Washington por entonces, “el viejo canoso” se acercó a Baltimore, y aunque enfermo de parálisis, consintió en subir renqueando al estrado y sentarse en silencio, si bien se negó a pronunciar discurso alguno, alegando lo siguiente: “He sentido un fuerte impulso de acercarme para estar hoy aquí en memoria de Poe, y lo he obedecido, pero no he sentido el mínimo impulso de pronunciar un discurso que, mis queridos amigos, también debe ser obedecido”. En un círculo informal, sin embargo, durante una conversación después de la ceremonia, Whitman dijo: “Durante mucho tiempo, y hasta épocas recientes, he sentido desagrado por los escritos de Poe. Para la poesía, yo quería, y sigo queriendo, el brillo de un sol límpido, el soplo de aire fresco —la energía y la fuerza de la salud, no del delirio, ni siquiera entre las pasiones más tempestuosas—, siempre con el trasfondo de la moral eterna. Sin cumplir tales requisitos, el genio de Poe ha conquistado sin embargo un reconocimiento especial, y yo he llegado a admitirlo plenamente a mi vez, y a apreciarlo, a él también””.

Paul Auster abre el Salón Literario. Foto: FIL

Si Whitman fue el único poeta importante que asistió personalmente a la ceremonia, hubo otro que estuvo allí en espíritu —o al menos así es como lo recordaría años más tarde—, lo que viene a ser igual de importante, en mi opinión, si no más. Me refiero a Stéphane Mallarmé y a su exquisito poema, “La tumba de Edgar Poe”. En realidad, el poema fue un encargo posterior a la ceremonia de Baltimore para un volumen conmemorativo de Poe, realizado por una tal Sarah Whitman, sin relación con Walt, sino más bien una de las novias de Poe de los últimos meses de su vida, que durante muchos años trabajó con diligencia para mantener viva la fama del poeta.

El poema de Mallarmé, que tradujo la propia señora Whitman, resultó ser la única contribución extranjera al volumen, y encuentro sumamente interesante que el colaborador hubiese sido Mallarmé, sin duda el poeta francés más importante de la época, y el único —junto con Whitman— que continúa ejerciendo cierta influencia en los poetas de hoy día.

La tumba de Edgar Poe

Tal como al fin el tiempo lo transforma en sí mismo,

el poeta despierta con su desnuda espada

a su edad que no supo descubrir, espantada,

que la muerte inundaba su extraña voz de abismo.

 

Vio la hidra del vulgo, con un vil paroxismo,

que en él la antigua lengua nació purificada,

creyendo que él bebía esa magia encantada

en la onda vergonzosa de un oscuro exorcismo.

 

Si, hostiles a las nubes y al suelo que lo roe,

bajorrelieve suyo no esculpe nuestra mente

para adornar la tumba deslumbrante de Poe,

 

que, como bloque intacto de un cataclismo oscuro,

este granito al menos detenga eternamente

los negros vuelos que alce el Blasfemo futuro.

(Traducción de Mauricio Bacarisse)

Pero ese poema no fue la única relación de Mallarmé con Poe. A partir de 1862, cuando sólo tenía veinte años, Mallarmé había empezado a traducir al francés los poemas de Poe; proyecto en el que seguiría trabajando hasta 1888. En 1883 se publicó por primera vez en francés “La tumba de Edgar Poe” —como parte de un ensayo de Verlaine sobre Mallarmé— y fue entonces cuando Mallarmé confundió los hechos y escribió a Verlaine que el poema se había leído en la ceremonia de Baltimore en 1875. Mallarmé, hombre de lo más escrupuloso y honrado, no habría cometido tal error a propósito. La única explicación es que verdaderamente creía que así había sido; lo que sirve para poner de relieve la profundidad de su apego inconsciente a Poe.

Antes de Mallarmé, por supuesto, estaba Baudelaire, el gran poeta de la generación precedente, y más que ningún otro él fue el responsable de establecer la enorme fama de Poe en Francia, que continúa hasta nuestros días. Su primer ensayo (muy largo) sobre la vida y obra de Poe apareció en fecha tan temprana como 1852 y como la mayoría de ustedes probablemente sabrá, se encargó de la considerable tarea de traducir al francés todos los relatos de Poe.

La atracción de Baudelaire por Poe era algo más que una simple admiración literaria: Poe constituía para él una figura enteramente heroica, el más puro ejemplo de escritor contemporáneo, el escritor como paria, el genio enfrentado a las restricciones de su propia sociedad.

Del ensayo de 1852:

“La vida de Edgar Poe fue una tragedia lamentable… Los diversos documentos que acabo de leer me inducen a pensar que para Poe Estados Unidos era una espaciosa jaula, un gran empresa de contabilidad, y que durante toda su vida hizo denodados esfuerzos para escapar de la influencia de esa atmósfera hostil.”

Opiniones como esa condujeron en Estados Unidos a la creciente sensación de que Poe no era realmente un escritor norteamericano, sino un autor francés que escribía en inglés. Al fin y al cabo, la mayor parte de sus célebres cuentos se desarrollaba en un entorno europeo, y sus famosos relatos detectivescos, “Los crímenes de la calle Morgue”, “La carta robada”, ocurren en París y su protagonista es francés, Auguste Dupin. En cierto modo Poe no encajaba en los esquemas concebidos por los historiadores de la literatura sobre los comienzos de la literatura norteamericana. Carecía de relación con el pasado del Nuevo Mundo legendario, tal como la tenía Washington Irving, por ejemplo (el holandés de Nueva York), ni con el pasado colonial, tal como la tenía Nathaniel Hawthorne (los puritanos de Nueva Inglaterra); y por encima y por debajo de todo, simplemente no era lo bastante optimista para satisfacer los gustos norteamericanos. En 1925, sin embargo, apenas cincuenta años después de la ceremonia de Baltimore, William Carlos Williams — otro autor de Nueva Jersey, y quizá el poeta más conscientemente “estadounidense” desde Whitman— decía lo siguiente sobre Poe en su libro En la raíz de América:

“Poe no fue un “fallo de la naturaleza”, “un descubrimiento a ojos de los franceses”, maduro pero inexplicable, como hemos tratado de calificarlo en nuestro atolondramiento, sino un genio íntimamente conformado por su tiempo y su ámbito. Por guardar las apariencias le hemos dado fama de loco a un escritor a cuyo rigor clásico no hemos sabido escapar de otro modo…

Los diversos documentos que acabo de leer me inducen a pensar que para Poe Estados Unidos era una espaciosa jaula. Foto: Shutterstock

“Es el Nuevo Mundo o para sustituir ese término por otro mejor, es una nueva localidad lo que se afirma en Poe; es Norteamérica, el primer gran estallido de expresión del genio del lugar en su nuevo despertar.

“Por primera vez en Norteamérica, Poe concita la sensación de que la literatura es seria, que no es cuestión de cortesía sino de verdad.”

Williams continúa hablando largo y tendido sobre la critica literaria de Poe, las recensiones y artículos que el esforzado autor escribió a lo largo de su breve existencia en relación con los libros norteamericanos recién publicados —un ataque tras otro contra la mediocridad que encontraba por todas partes—, su lucha por definir lo que sería una inconfundible literatura norteamericana, independiente de los modelos ingleses y europeos. En ese sentido —y tal vez en ese único sentido— se parece a Whitman: un escritor norteamericano que trata de encontrar una base sólida para afrontar la escritura desde un enfoque puramente norteamericano.

“Por tanto, Poe debe sufrir en razón de su originalidad —prosigue Williams—. Crea algo que sea nuevo, aunque esté hecho con pino de tu propio jardín y nadie sabrá lo que has hecho. Y eso porque no tiene nombre. Ésa es la causa de la falta de reconocimiento de Poe. Era americano. El asombroso, inconcebible fruto de su localidad. Lo miraban boquiabiertos, y él, a ellos, atónito. Después con odio mutuo: él con repugnancia, ellos con recelo. Sólo lo que tienes delante de las narices parece inexplicable.

“Ahí emerge Poe: en modo alguno el escritor estrafalario, aislado, la curiosa figura literaria. Por el contrario, en él está anclada la literatura norteamericana, sólo en él, en tierra firme.”

Para entonces ya estamos en el siglo XX y es interesante observar que los tres contemporáneos de Williams más distinguidos —Eliot, Pound y Stevens— se dirigieron a los franceses en busca de inspiración. Aproximadamente al mismo tiempo que Paul Valéry, discípulo de Mallarmé, basaba su teoría de la poesía en una interpretación del “principio poético” de Poe (un ensayo que con toda probabilidad se escribió para gastar una broma), Eliot, Pound y Stevens se encontraban inmersos en la poesía de Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Laforgue y otros poetas franceses de las postrimerías del siglo XIX. Y en ese mismo momento tenemos a otro importante poeta francés, Valéry Larbaud, en quien Whitman ejerció una influencia tan abrumadora que no sólo tradujo Hojas de hierba sino que acabó esforzándose por crear poesía en francés que se correspondiera directamente con el tono expansivo y las florituras lingüísticas que se encuentran en la obra del poeta americano. En otras palabras, en cada país los poetas buscaban nuevas ideas al otro lado del mar. Eliot: “La clase de poesía que necesitaba, para aprender a usar mi propia voz, no existía para nada en Inglaterra y sólo se encontraba en Francia”. Pound: “Prácticamente todo el desarrollo del arte de versificar inglés se ha logrado mediante apropiaciones del francés”. Stevens: “Francés e inglés constituyen una sola lengua”.

Cuando un poeta busca inspiración en un creador de otro país, es porque busca algo que de inmediato no encuentra disponible en su propia lengua o literatura, porque pretende liberarse de los confines de su propia cultura; pero siempre, en definitiva, para hacerlo suyo, para llevarlo de vuelta a su propio lugar. La imitación servil no puede producir nada de interés, pero todo artista original siempre ha de estar alerta a lo que hacen otros artistas (nadie puede trabajar en el vacío), puesto que lo importante es utilizar la propia inspiración en otra obra para los propios fines; lo que significa que, en primer lugar, ha de tenerse una finalidad. La relación Whitman-Larbaud es ilustrativa. Larbaud escribió que quería inventar un poeta —él mismo— “que fuera sensible a la diversidad de razas, pueblos y países; que encontrara lo exótico en todas partes; que fuese ingenioso e internacional; que, en una palabra, fuera capaz de escribir como Whitman pero con una vena ligera, además de aportar esa nota de irresponsabilidad cómica y gozosa que falta en Whitman”. Larbaud esperaba inspiración de Whitman, sí, pero también rechazaba aquellos aspectos de su obra que no le parecían relevantes: y el resultado fue totalmente original, completamente francés, íntegramente Larbaud.

Si la fibra y el espíritu de muchos de los mejores poetas franceses de principios del siglo XX —Larbaud, Apollinaire, Cendrars— pueden considerarse como una respuesta transatlántica a Whitman, igualmente cierto es que esos mismos poetas tienen mucho que ver con la fibra y el espíritu que se desarrollaron en ciertas vetas de la poesía norteamericana en la década de 1950, en especial en la obra de los poetas que componían lo que se conoce como escuela neoyorquina, John Ashbery y Frank O’Hara —ambos francófilos—entre ellos…

Pienso a veces que el alma de Guillaume Apollinaire cruzó volando el océano al morir en 1918, y después de pasarse siete años en busca de alguien en quien renacer, finalmente se decidió a habitar la mente y el cuerpo de Frank O’Hara. Los paralelismos entre ambos poetas son extraordinarios, incluso asombrosos. No sólo por la exuberancia que se encuentra en su obra, su armonía con la época en que vivieron, su sensibilidad urbana, la libertad estilística de sus creaciones poéticas, sino también porque ambos vivieron y escribieron entre pintores, los pintores radicales de su tiempo (Apollinaire, los cubistas; O’Hara, los expresionistas abstractos), y porque los dos murieron tan horrible, tan tremendamente jóvenes —Apollinaire a los treinta y ocho, O’Hara a los cuarenta—, como si almas como esas simplemente se consumieran por arder con demasiado brillo, con demasiada intensidad para que se les hubiera concedido una vida larga en la tierra.

Apollinaire fue el primer poeta verdaderamente moderno en Francia, el primero en asumir las maravillas y contradicciones del siglo XX, en sentirse perfectamente a gusto en un mundo de automóviles, aeroplanos y ciudades colosales. Samuel Beckett tradujo “Zona” al inglés en 1950, véanse los primeros versos:

Al final te cansas de este mundo antiguo

El rebaño de puentes bala esta mañana oh pastora Eiffel

Te hartas de vivir en la antigüedad griega y romana

Hasta los automóviles parecen antiguos aquí

Sólo la religión sigue joven la religión

tan simple como los hangares de Port-Aviation

 

Solo en Europa no eres antiguo oh Cristianismo

El europeo más moderno es usted Papa Pío X

Y a ti a quien observan ventanas la vergüenza te impide

Entrar en una iglesia y confesarte esta mañana

Lees octavillas catálogos carteles que cantan bien alto

 

He ahí la poesía esta mañana y para la prosa están los diarios

Están los fascículos a 25 céntimos llenos de aventuras policíacas

Retratos de grandes hombres y mil títulos diversos

 

He visto esta mañana una preciosa calle cuyo nombre he olvidado

Nueva y reluciente clarín del sol

Cuatro veces al día del lunes por la mañana al sábado por la tarde

Pasan directores obreros y bellas taquimecanógrafas

Y tres veces por la mañana gime la sirena

Una campana rabiosa ladra a mediodía

Las inscripciones de muros y letreros

Las placas los anuncios chillan como loros

Me encanta la gracia de esta calle industrial

de París entre la calle Aumont-Thiéville y la avenida des Ternes

Cuarenta años más tarde, en un poema titulado “A Step Away from Them” (“A un paso de ellos”), O’Hara describe un paseo que da por el centro de Manhattan a la hora de comer, cavilando sobre la gente que ve y oye al pasar, evocando espléndidamente la mezcolanza de las calles y aceras de Nueva York, pensando en sus amigos muertos hace poco, sucesivamente dichoso y nostálgico, enteramente sensible a lo que lo rodea, y entonces, de improviso, el poema concluye con estos versos: “Un vaso de zumo de papaya / y vuelta al trabajo. Llevo el corazón / en el bolsillo, es Poemas de Pierre Reverdy”.

Reverdy: el contemporáneo, tan admirado, de Apollinaire; como si en el último verso O’Hara nos dijera: Reverdy está conmigo, su obra me ha ayudado a ver todas las cosas que estoy viendo y sin su ejemplo no sería capaz de saber dónde estoy.

Todos los poetas son de un sitio, de una lengua, de una cultura. Pero si el cometido de la poesía es contemplar el mundo con otros ojos, volver a examinar y descubrir las cosas frente a las que todo el mundo pasa de largo sin darse cuenta, parece lógico entonces que el “sitio” del poeta resulte muchas veces desconocido para el resto de nosotros. Se pone a mirar esa pared de ladrillo, esa montaña o esa flor y medita sobre ello más que nosotros, de modo que, cuando nos lo cuenta, hay buenas posibilidades de que nos sorprenda, de que nos diga cosas en las que no hemos pensado hasta oír sus palabras, y por tanto esas palabras pueden parecernos extrañas. Para entenderlas puede que tengamos que escuchar por segunda vez. Puede que por centésima vez —o durante cien años— antes de que comprendamos lo que está diciendo.

Lo que nos lleva de vuelta a Poe: el infortunado, incomprendido Edgar Allan Poe, el hombre que no encajó en Norteamérica, pero norteamericano de todas formas. Y más profundamente americano que los poetas que se negaron a asistir en 1875 a la ceremonia celebrada en su memoria: Longfellow y Whittier, a quienes años antes había calificado justamente de imitadores y farsantes. Tuvieron que ser los franceses quienes rescataran a Poe de la oscuridad. Pero desde entonces hemos sido capaces de reclamarlo como nuestro.

Poe y Whitman, dos escritores sumamente diferentes, pero ambos intrínsecamente norteamericanos, y es significativo, en mi opinión, que el propio Whitman pudiera finalmente reconocerlo hacia el final de su vida. ¿Qué quiero decir con norteamericano? Un escritor que está directamente comprometido con la cuestión misma de Norteamérica. En la primera mitad del siglo XIX, eso significaba encarar la novedad del país, su enorme tamaño, el frenesí materialista que impulsaba a sus ciudadanos, pero también la idea de Norteamérica, el sueño utópico de que en cierto modo estaba destinada a convertirse en un segundo Edén. Whitman, desde luego, trata todo eso en su obra, mientras que Poe lo rehúye, horrorizado por la falta de tradición del país, su vulgaridad, su entusiasmo por dar siempre la última palabra al dinero. Sin embargo, nadie que no fuese norteamericano podría haber escrito la obra de Poe, lo mismo que Baudelaire y Mallarmé —dos colosos igualmente enamorados de Poe— no podrían haber sido de otro sitio que no fuera Francia.

Allí, el problema era precisamente el contrario de lo que prevalecía en Norteamérica: demasiada tradición, demasiado pasado, demasiados monumentos que saturaban el presente, sin regiones inhabitadas ni espacios en los que perderse, en los que reinventarse. Empezando por Baudelaire, la historia de la poesía francesa ha sido de corrosión, un intento de desgastar esos monumentos y despejar un espacio nuevo en el que respirar. Creo que por eso sentía Baudelaire tanto entusiasmo por Poe: porque estaba enfrentado con su territorio. Pero también por eso atrajo Whitman a tantos poetas franceses de épocas más tardías: porque los inició en el mito del aire libre…

Traducción de Benito Gómez Ibáñez