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AMLO acusa a empresas de “sabotaje” en la compra de medicamentos; hablamos de intereses creados, afirma

martes, octubre 13th, 2020

“Ha habido mucho sabotaje de parte de las empresas que abastecían los medicamentos al Gobierno. Estamos hablando de intereses creados”, dijo el mandatario desde Palacio Nacional.

México, 13 oct (EFE).- El Presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, tuvo este martes duras palabras contra farmacéuticas y las acusó de “sabotaje” en la compra de medicamentos, lo que dificulta la adquisición de fármacos incluso en el extranjero.

“Ha habido mucho sabotaje de parte de las empresas que abastecían los medicamentos al Gobierno. Estamos hablando de intereses creados”, dijo el mandatario desde Palacio Nacional.

Como en otras ocasiones, aseveró que había unas diez grandes empresas beneficiadas por contratos del Gobierno, que vendían fármacos “al doble o al triple” del precio de mercado.

“No había frontera entre funcionarios y empresarios encargados de la venta de medicamentos”, subrayó.

La firma de un convenio por parte del Ejecutivo mexicano con la ONU hace unos meses para la compra consolidada de medicamentos no le agradó a este grupo de empresas, y es por ello que ahora hay una “campaña fuertísima” de estas compañías para desprestigiar al Gobierno, aseguró.

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“Hay indicios de que nos andan bloqueando para no contar con los medicamentos y no solo en México, en el extranjero. Las mismas empresas de aquí. Se hacen acuerdos con empresas de afuera e intervienen para que no nos cumplan con los compromisos”, indicó el mandatario, quien remarcó que dichas empresas no tienen “escrúpulos”.

La Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (Cofepris) del Gobierno mexicano lanzó el pasado sábado una alerta sanitaria por el robo de más de 37 mil medicamentos contra el cáncer.

El Presidente aseguró que no habrá desabastecimiento de medicamentos pese a la situación y aseguró que la investigación del robo “ya se tiene avanzada” y pronto habrá resultados.

Finalmente, vio una “mano negra” en la protestas por la falta de medicamentos, pues una vez que salió del aeropuerto vio un grupo de personas “muy influenciados”.

Pero el Gobierno tiene la obligación de proporcionar los medicamentos, remarcó sobre este preocupante asunto.

“Vamos a resolver el problema”, remarcó, y calificó la situación de “acoso” de las “mafias”.

El Gobierno mexicano invertirá 100 mil millones de pesos (unos de 4 mil 660 millones de dólares) para la compra de medicamentos del 2021, que se realizará a través de la Oficina de las Naciones Unidas de Servicios para Proyectos (UNOPS).

Aunque era un problema ya existente, la crisis por el desabastecimiento de medicamentos en el sector salud se agudizó en 2019 debido a los recortes presupuestarios y a los cambios en la forma de comprar las medicinas impuestos por el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador, quien asumió la Presidencia el 1 de diciembre de 2018.

“No escribiría La Reina del Sur ahora, cuando han muerto los narcos con códigos”: Pérez-Reverte

domingo, noviembre 25th, 2018

Sabotaje (Alfaguara) es la tercera parte del detective, un hombre que representa el éxito de Pérez Reverte, que ya ha creado la Reina del Sur y el Capitán Alatriste, en una obra que tiene su efecto y su sustancia y muchísimos lectores.

Guadalajara, 25 de noviembre (SinEmbargo).- No quiere que se contamine el español, ama a los perros y hoy no escribiría La reina del sur. Todo se ha ensuciado, dice el escritor Arturo Pérez Reverte (1951), al punto que respeta a los gatos pero se parecen demasiado a los humanos, así que para él los perros que no sean como sus amos, aunque al final sí, son como sus dueños: asesinos o buena gente.

Así lo recordó en su novela Los perros duros no bailan (Alfaguara), en un tratado sobre la lealtad, que le parece la única cualidad del hombre por la que vale la pena confiar y luchar y que es la misma que Lorenzo Falcó destaca de su compañera, Malena Eizaguirre, una hembra de fiar, seria y valerosa.

Sabotaje (Alfaguara) es la tercera parte del detective, un hombre que representa el éxito de Pérez Reverte, que ya ha creado la Reina del Sur y el Capitán Alatriste, en una obra que tiene su efecto y su sustancia y muchísimos lectores.

“Podría dedicarme a leer y a navegar, sería un anciano feliz”, dice Arturo, cuando le preguntamos por qué escribir, “pero todavía tengo en mi imaginación algunas cosas que quiero contar, por otro lado, escribir me divierte”.

Esta es la novela que promueve, en la FIL Guadalajara, donde viene desde hace 25 años. Foto: Especial

–Me decía usted que Lorenzo Falcó era mucho más encantador en este ambiente

–Sí, claro, es un París relajado, él se siente más cómodo como yo lo estaría también, pero sigue siendo un pirata y un lobo peligroso. En cuanto a maneras París facilita las cosas pero él tiene intenciones malísimas.

–¿Qué pasa con el Guernica, de Pablo Picasso?

–Toda novela tiene un punto que la desencadena, en este caso para mí, Guernica me resulta fascinante y Picasso como artista un grande, aunque no tan buena persona. Me hubiera gustado hacer ese tipo de travesuras. Una novela es la manera de hacer las cosas que no puedes hacer en la vida, tanto para el escritor como para el lector,  amar a quien no puedes amar, matar a quien no pudiste matar, multiplicar la vida. Romper el Guernica era una osadía y de ahí arrancó la novela.

–Hay una mirada avanzada sobre la mujer incluso en el caso de decir que Picasso era una mala persona

–Era una muy mala persona, pero la izquierda lo ha iconizado, la izquierda tiene contradicciones y olvida que Picasso era machista, que maltrataba a las mujeres física y psicológicamente, pero no dicho por mí sino avalado por sus mujeres, por sus hijos, sus amigos. Era cruel, era dominante, agresivo con ellas, eso está aprobado históricamente. Esa parte se obvia, se oculta…De izquierda puedes ser una mala persona y de derecha ser una excelente persona, no tienen nada que ver las ideas. Quería en mi novela hacer una incursión por el lado realista de la vida de Picasso. Como Picasso era un ícono de la izquierda, todo lo negativo de él se niega. Picasso es un personaje secundario de mi novela.

–Hay dos mujeres muy potentes, Eva Neretva y Malena Eizaguirre, muy potentes en la historia

–Como todas las mujeres en mis novelas. Todos mis personajes son así, desde la Reina del Sur hasta El tango de la Guardia Vieja…son las mujeres que me interesan. Todos los tipos de mujeres, como todos los tipos de hombres, son respetables, pero narrativamente me interesan esos, mujeres duras, fuertes, las mujeres capaces de plantearse al hombre como enemigo, como desafío, como compañero, pero siempre en un plano de igualdad o superiores. La verdad es que en mis novelas las mujeres son superiores a los hombres, por eso cuando me discuten por el lenguaje inclusivo, las feministas me acusen de machista, siempre digo: un momento, una cosa es que defienda un lenguaje limpio, eficaz y no contaminado por razones políticas y sociológicas, no significa que no defienda a la mujer, no defienda lo natural, la mujer ocupa un lugar en la sociedad que se le ha negado hasta ahora y que está recuperando. De hecho hay una novela mía, La reina del sur, que se utiliza como texto de trabajo en cátedras feministas en la universidad.

“Me interesan las, mujeres duras, fuertes, las mujeres capaces de plantearse al hombre como enemigo, como desafío, como compañero”. Foto: efe

–Dice Falcó en un momento de su compañera que es fiel, rescata ese valor

–Yo tengo unos años y he vivido en lugares extremos muchas veces, la vida te va despojando de inocencias que tienes cuando eres niño, esas palabras que grabas con mayúsculas: Amor, Patria, Bandera, la vida te las va poniendo con minúsculas. La lealtad es una de las pocas palabras que conserva la mayúscula, todavía la conservas como código, como regla. La palabra lealtad, la palabra dignidad, la palabra valor, la palabra coraje, para mí siguen siendo muy importantes. Son las únicas virtudes que todavía en este momento, a mi edad, todavía me conmueven. Falcó, que al fin y al cabo es una criatura mía, participa de esa mirada en algunas cosas. En ese sentido, Falcó aprecia la lealtad en buena medida como la aprecia su autor.

–El español tiene muchísimos misterios, hoy acaba de sacar una columna hablando de las jergas, el lenguaje cambia

–El idioma castellano que es el que me interesa lo hablamos 550 millones de hablantes. Justamente lo que nos une es que usted y yo hablemos en castellano. Yo soy español, usted es argentina y hablamos en México. Esta es una patria indiscutible. Uno puede discutir la españalidad, la mexicanidad, la argentinidad, pero la hispanidad de la lengua nadie la discute. Es una herramienta muy eficaz, muy útil, imperfecta como todas, pero no puedo permitir que me la contaminen. No le reprocharía nunca a usted o a otra persona que hablen como quieran, pero a la hora de escribir no puedo concebir que me quieran contaminar la lengua por razones no lingüísticas, políticas o sociales, tal…la lengua debe evolucionar pero de acuerdo a una cosa que se llama limpieza, sentido común, belleza, panhispanismo. Como escritor defiendo mi herramienta de trabajo, yo no puedo escribir una novela que comience diciendo: “Todos y todas aquella mañana bajaron por la escalera…” Yo no puedo hacer eso. Defiendo con radicalidad las normas básicas de la lengua española, acepto lo inclusivo, siempre y cuando no vulnere el sentido común y lo razonable, pero fuera de ese terreno estoy a favor de cualquier tipo de evolución.

–A veces hemos perdido batallas como la coma antes de la y…

–Yo uso la coma antes de la y. ¿Sabe qué pasa? Fui educado con mucho rigor, por una familia que me enseñó a leer y a escribir y me obligaba a expresarme bien. Hay una cuestión que es para mí práctica. Yo soy académico. La academia ha quitado la tilde del solo, del este y de aquel. Yo sigo usando la tilde, porque si no me confundo. Lo necesito. A veces, cuando estoy construyendo una frase, una vulneración menor como la coma antes de la y, una vulneración de la norma, me la permito porque expresa mejor lo que quiero decir. En mi estructura de trabajo, la coma antes de la y la utilizo con frecuencia. No pretendo imponerla, pero yo en mis textos lo hago. Pero creo que esas son cuestiones menores, ¿no?

–Pensaba en Élmer Mendoza, que se encontró recientemente con usted en España, ¿ha podido ver el lenguaje de los narcos, el lenguaje de Sinaloa?

–Él me llevó por ahí, fue mi maestro, mi Virgilio en ese bosque proceloso de la noche, nos hicimos muy amigos y aprendí mucho de él. Hay una cosa que me fascina mucho de América, pero sobre todo de México, que tiene esa frontera con los Estados Unidos, donde se juntan unos factores muy interesantes. De una parte está la gente rural, con pocos estudios, la gente a menudo analfabeta, luego está el inglés, que es próximo y contamina mucho y después el español. Entonces en esa combinación salen unas construcciones verbales fascinantes. Un campesino analfabeto de Sinaloa crea un lenguaje mucho más potente que un académico español. Eso me fascinó. He dedicado mucho tiempo a mirarlo, a leerlo y justamente en La Reina del Sur, la construyo con ese lenguaje.

La Reina del Sur me parece que no podría vivir ahora…

–Yo esa novela no la escribiría ahora, no al menos así. Cuando yo fui a Sinaloa, todavía vivían los viejos narcos con sus antiguos códigos, las mujeres y los niños no, pero al desaparecer esa generación, al ser encarcelados o morir, aparece una nueva generación, la de los ratas, la de la gente de segundo nivel, subalternos, que ya no tienen esos códigos. Entonces, el narco se vuelve triste, cruel, inhumano, de una manera que no era antes. La simpatía que yo podría sentir hace 15 años por el campesino que cultiva y pasa sus fardos al otro lado ya no es la misma. Antes me emocionaba un narcocorrido, los de ahora me producen rechazo.

–Se escuchan menos los narcocorridos

–No, se siguen escuchando, si vas a Culiacán, de pronto pasa una camioneta con los narcocorridos a todo volumen…

–¿Le gustan los perros? Lo digo por la novela anterior, que me encantó

–No es que me gustan, los adoro, me parecen los seres más interesantes de la naturaleza. No hay perros malos, hay amos malos. Un perro es una lealtad en busca de una causa, como digo en esa novela, son los hombres los que los hacen malos, los hacen asesinos o los hacen crueles. También están los que los hacen maravillosos. Por eso a menudo el perro termina pareciéndose al amo, en lo bueno y en lo malo

–¿Los gatos?

–Los respeto, pero se parecen demasiado a los humanos como para que me gusten. El gato no me inspira la simpatía que me inspiran los perros. El gato es taimado, el perro es leal, el gato puede abandonarte, un día se fue, le apeteció y ya no está más con uno.

–¿Por qué escribir? Hay un momento en que los autores dejan de tener imaginación

–Yo la tengo todavía. Y sobre todo porque me divierte, escribir es una aventura, es leer, viajar a los lugares, el escribir me mantiene vivo, me permite ordenar recuerdos, calmar remordimientos, hacer cosas que no hice, escribir me mantiene una lucidez extrema, me mantiene despierto. Si dejara de escribir, envejecería, sería un anciano que navegaría y leería, feliz y sereno, pero me faltaría ese impulso, esa excitación que siento cada día cada vez que me siento frente al ordenador los folios que tengo en la cabeza.

 

Arturo Pérez-Reverte: “En mis novelas intento recuperar la naturalidad del horror”

sábado, noviembre 3rd, 2018

Arturo Pérez-Reverte ha elegido París para presentar Sabotaje, la tercera novela de “espías” protagonizada por Lorenzo Falcó, un canalla que el autor dejará hibernando un tiempo para dedicarse a otros proyectos y en la que, al igual que las anteriores, intenta recuperar “la naturalidad del horror”.

Por Carmen Naranjo, para efe

Ciudad de México, 3 de noviembre (SinEmbargo).- “Falcó no desaparece, pero tras tres novelas dejo que siga su curso y más adelante, ya veremos”, indica Arturo Pérez-Reverte En París, donde ha ido a presentar Sabotaje. Ha dicho también que su protagonista no es un personaje literario, sino que es de verdad, como algunas personas que conoció cuando era reportero de guerra: “yo he estado allí, donde nacen los Falcó”.

Y es que Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) se propuso crear “un perfecto hijo de puta”, situarlo a finales de los años 30, con el trasfondo de la guerra civil y, además, lo introdujo en el bando fascista, aunque no ideológicamente, porque, recuerda, es un mercenario.

De Falcó y Eva, publicadas al igual que Sabotaje por la editorial Alfaguara, se llevan vendidos medio millón de ejemplares en España y Latinoamérica, tres novelas protagonizadas por un tipo duro y violento, un mercenario asesino y torturador, que desprecia a las mujeres, pero también simpático, seductor y elegante: “era una apuesta y funciona”, dice el autor.

Sabotaje transcurre en 1937, y en ella Lorenzo Falcó llega a París con la misión de intentar, de cualquier forma posible, que el “Guernica” que está pintando Pablo Picasso llegue a la Exposición Universal de la capital francesa donde la República pretende conseguir apoyo internacional.

“Picasso no pintó el Guernica por la República, lo pintó porque le pagaron”, dice Arturo Pérez Reverte. Foto: efe

Frente al edificio que albergó el estudio del pintor, en la Rue des Grands Agustins, el escritor explica cómo la novela le retrata en sus “zonas grises”: “Picasso no pintó el Guernica por la República, lo pintó porque le pagaron”, un cuadro que no fue muy apreciado al principio pero que luego se fue convirtiendo en un símbolo, aunque no sea la pintura sobre guerra “favorita” de Pérez-Reverte.

Un año en el que, aunque ya se adivinan en Europa los vientos de la nueva guerra que asolará el continente, la música y el arte siguen llenando un París donde se mezclan intelectuales, refugiados y activistas.

PERSONAJES REALES Y FICTICIOS

En la novela hay personajes reales con nombres y apellidos, como Pablo Picasso o Marlene Dietrich, pero hay otros reconocibles bajo una identidad ficticia.

Entre estos últimos se adivina a la mecenas estadounidense Peggy Guggenheim o a Hemingway, un escritor con cuya “fanfarronería” Pérez-Reverte tenía “cuentas pendientes” y que salda en cierta forma a través de la paliza que Falcó propina al periodista norteamericano de ficción que tanto se asemeja al autor de Por quién doblan las campanas, de Ernest Hemingway.

“Ser novelista es formidable, mejor que ser historiador”, señala el académico Pérez-Reverte que, apostando por el rigor, destaca cómo la “manipulación interior que permite la novela no la permite la historia”.

También lo ha dejado recuperar en Sabotaje el París de los años 30 sin caer en tópicos porque, explica, la historia es “una gama de grises” con la que juega en sus novelas.

“Entre el París de 1937 y la Europa de 2018 hay algunos lazos: entonces había una falsa seguridad y no sabían lo que les venía encima; pensaban que estaban a salvo de la ‘ola parda’. Pero estaba ante ellos porque siempre está ahí, sea parda, verde, azul o amarilla”, insiste.

Y hoy también “nos negamos a ver las señales de alarma. El mundo vive en guerra permanente y Europa ha vivido un oasis de 50 años. Pero Europa se ha ido al diablo. El mundo está cambiando, nuestros valores y las luces se están apagando. Las señales están ahí y el zambombazo va a ser espectacular”, advierte Pérez-Reverte.

Tras los tres libros de Falcó, el primero de los cuales acaba de salir a la venta en francés, el escritor ya tiene entre manos el próximo proyecto: “tengo en la cabeza una novela histórica”, asegura Pérez-Reverte sin desvelar la época que reflejará, un proceso de preparación con el que más disfruta porque, confiesa, detesta la parte burocrática de escribir.

Arturo Pérez-Reverte construye en Sabotaje una trama magistral que envuelve al lector hasta la última página. Foto: Especial

Fragmento de Sabotaje, de Arturo Pérez Reverte, con autorización de Alfaguara

1. Las noches de Biarritz

Bajo la pérgola de la terraza se veían cinco manchas blancas y un punto rojo. Las manchas correspondían a la pechera y el cuello de una camisa, dos puños almidonados y un pañuelo que asomaba en el bolsillo superior de una chaqueta de smoking. El punto rojo era la brasa de un cigarrillo en los labios del hombre que permanecía inmóvil en la oscuridad.

Del interior llegaba sonido apagado de voces y música. Había una luna terciada, decreciente, que esmerilaba el mar negro y plateado frente a la playa, entre los destellos del faro situado a la derecha y la parte alta de la ciudad vieja, débilmente iluminada, a la izquierda.

Era una noche serena y cálida, sin apenas brisa. Casi a mediados de mayo.

Lorenzo Falcó apuró el cigarrillo antes de dejarlo caer y aplastarlo bajo la suela del zapato. Dirigió otro vistazo al mar y la playa en sombras y miró hacia la zona más oscura de ésta, donde en ese momento alguien encendía y apagaba tres veces una linterna. Tras confirmar la señal regresó al interior cruzando el salón desierto, decorado en cromo y laca carmín, donde entre apliques art déco los grandes espejos reflejaban el paso de su figura delgada, elegante y tranquila.

Había ambiente en la sala de juego, y Falcó dirigió una mirada a quienes se agrupaban en torno a las dieciocho mesas. En los últimos tiempos, la clientela del casino municipal había cambiado. De los agitados años de coches rápidos y frenesí de jazz, grandes de España, millonarios anglosajones, cocottes de lujo y aristócratas rusos en el exilio, Biarritz no retenía gran cosa. En Francia gobernaba el Frente Popular, los obreros tenían vacaciones pagadas, y quienes mordisqueaban un habano o alargaban el cuello rodeado de perlas, pendientes del chemin de fer o del trente et quarante, eran clase media acomodada que se codeaba con restos de otra época. Ya nadie hablaba de la temporada en Longchamp, el invierno en Saint-Moritz o la última locura de Schiaparelli, sino de la guerra de España, las amenazas de Hitler a Checoslovaquia, los patrones para confección casera de Marie Claire o la subida del precio de la carne.

Falcó localizó fácilmente al hombre a quien buscaba, pues éste no se había movido de la mesa de bacarrá: corpulento, con abundante pelo gris, vestía un smoking de muy buen corte. Continuaba junto a la misma mujer —su esposa—, y se inclinaba hacia ella para conversar en voz baja mientras jugueteaba con las fichas apiladas en el tapete verde. Parecía perder más que ganar, pero Falcó sabía que ese individuo podía permitírselo. En realidad podía permitirse casi todo, pues se llamaba Tasio Sologastúa y era uno de los hombres más ricos de Neguri, el barrio selecto y adinerado de Bilbao, corazón de la alta burguesía vasca.

Desvió la vista hacia la mesa contigua. Desde allí, de pie entre los curiosos, Malena Eizaguirre vigilaba de lejos al matrimonio. La mirada de Falcó se encontró con la suya, él hizo el gesto discreto de tocarse el reloj en la muñeca izquierda y ella asintió levemente. Con aire casual, Falcó fue a situarse a su lado. Cabello corto ondulado a la moda, ojos negros y grandes, Malena era atractiva sin excesos: algo regordeta, treinta años y facciones correctas, aunque su vestido de noche, un Madame Grès de chifón blanco drapeado, le daba un agradable aire clásico de remembranzas griegas.

—No se han movido de ahí —dijo ella.

—Ya veo… ¿La mujer ha perdido mucho?

—Lo habitual. Fichas de quince mil francos, una tras otra.

Compuso Falcó una mueca divertida. Edurne Lambarri de Sologastúa era muy aficionada al bacarrá, como a las joyas, a los abrigos de visón y a todo cuanto exigía gastar dinero. Igual que sus dos hijas, que a esas horas debían de estar bailando en el dancing del Miramar, como era su costumbre: Izaskun y Arancha, dos lindos y frívolos pimpollos vascongados. Miró de nuevo el reloj. Las once y veinte.

—No creo que tarden mucho en irse —concluyó.

—¿Está todo a punto?

—Telefoneé hace un rato y acabo de ver la señal —dirigió una lenta ojeada en torno—. ¿Has visto a los guardaespaldas?

Malena indicó con la barbilla a un fulano moreno, fuerte, con frente estrecha y nariz de púgil, enfundado en un smoking demasiado prieto en la cintura. Se mantenía algo retirado de la mesa de bacarrá, con la espalda apoyada en una columna, y miraba a Sologastúa con fidelidad de mastín.

—Sólo a ése. El otro debe de estar fuera, con el chófer.

—¿Dos coches, como siempre?

—Sí.

—Mejor. Cuantos más somos, más nos reímos.

La vio sonreír levemente, controlando bien los nervios.

—¿Siempre eres tan gamberro? ¿Todo lo tomas así?

—No siempre.

Malena acentuó la sonrisa. Tensa, pero decidida. La muerte de su padre y su hermano, asesinados por los rojos en la matanza del 25 de septiembre a bordo del barco-prisión Cabo Quilates, atracado en la ría de Bilbao, tenía algo que ver con esa firmeza. Procedente de una familia bien situada y de tradición carlista, durante la sublevación militar había trabajado con mucho valor para el bando rebelde, llevando mensajes ocultos del general Mola entre Pamplona y San Sebastián. Tras lo del padre y el hermano había pedido pasar a la acción directa. Ahora ella y Falcó trabajaban juntos desde hacía tiempo, montando la operación. Era una buena chica, pensó él. Hembra de fiar, seria y valerosa.

—Se levantan —dijo ella.

Falcó miró hacia la mesa. Tasio Sologastúa y su mujer se habían puesto en pie, dirigiéndose a la caja para cambiar sus fichas. Llegaba el momento en que el matrimonio, tras la cena habitual en Le Petit Vatel y un rato en el casino, solía regresar a su villa de Garakoitz. Separando la espalda de la columna, relajado, el guardaespaldas se fue detrás. Falcó rozó con dos dedos, con suavidad, una mano de Malena.

—Vamos a lo nuestro —dijo.

Ella se colgó de su brazo y caminaron con naturalidad hacia el guardarropa.

—Son puntuales como clavos —comentó Malena, poniéndose un chal de lana burdeos sobre los hombros desnudos—. Cada noche a la misma hora.

Parecía satisfecha de que todo se desarrollara con la exactitud prevista. Cuando Falcó había regresado a Biarritz tras un breve paréntesis clandestino en Cataluña —una misión de urgencia ordenada por el Almirante—, ella llevaba un mes vigilando a los Sologastúa. El matrimonio había pasado la frontera con sus hijas el año anterior, cuando las tropas nacionales estaban a punto de tomar el paso fronterizo de Irún. Tasio Sologastúa, miembro destacado del PNV —partido nacionalista vasco, católico y conservador, aunque aliado por razones de oportunidad con la República—, era uno de los principales apoyos en el exterior del gobierno autónomo de Euzkadi. Desde aquel exilio dorado, donde un triste menú costaba tres veces más que uno con champaña en cualquier buen restaurante de la España franquista, su influencia se hacía sentir en los círculos nacionalistas del sudoeste francés; y sus cuentas bancarias situadas en Gran Bretaña y Suiza financiaban importantes embarques de armas con destino a puertos vascos. Según informes confirmados por Falcó gracias a sus viejos contactos de contrabandista —el pasado nunca se borraba del todo—, Sologastúa había equipado a los gudaris euskaldunes con 8 cañones, 17 morteros, 22 ametralladoras, 5.800 fusiles y medio millón de cartuchos, además de fletar dos pesqueros armados para la marina auxiliar vasca. Lo que no era, precisamente, coleccionar soldaditos de plomo. En todo caso, motivo de sobra para que los servicios de inteligencia franquistas tuvieran mucho interés en secuestrarlo o matarlo. Ése era el orden de prioridades de la misión encomendada a Lorenzo Falcó.

Se detuvieron bajo las luces de la gran marquesina de la entrada mientras el ayudante del portero les traía el coche. Desde allí vieron cómo uno de los automóviles de Sologastúa, un elegante Lincoln Zephyr, se acercaba desde el aparcamiento al tiempo que el otro, un Ford de apariencia más modesta, aguardaba en la explanada con los faros encendidos y el motor en marcha. El matrimonio se instaló en el asiento trasero del primero, y el guardaespaldas vestido de smoking, tras ayudar a cerrarles las puertas con el chófer, se encaminó hacia el Ford. Arrancaron uno tras otro haciendo crujir la gravilla bajo los neumáticos, el Lincoln abriendo la marcha, en el momento en que el mozo detenía frente a la entrada el Peugeot 301 de Falcó y Malena: una berlina espaciosa y potente, especialmente elegida para la operación. Con toda naturalidad, Malena se puso al volante mientras Falcó daba propinas al mozo y al portero, ocupaba el asiento contiguo al conductor y cerraba la puerta.

—¿Dispuesta para la acción? —preguntó.

Ella tenía una mano en el volante y metía ya la primera marcha. Con la claridad exterior de la marquesina, Falcó observó que se había quitado los zapatos y subido la falda del vestido largo hasta los muslos, para conducir más cómoda.

—Absolutamente dispuesta —respondió.

Falcó le miró un momento más las piernas antes de asentir, divertido.

—Pues vámonos de caza.

Arrancaron, y aún tuvo tiempo de ver a Malena sonreír, tensa, antes de que las luces del casino quedaran atrás. Seguían de lejos la luz piloto del Ford, que escoltaba al Lincoln iluminándolo en las esquinas con el resplandor de los faros. Subieron así por las calles desiertas y poco alumbradas hasta la Atalaya y la plaza Clemenceau, y descendieron luego hacia la carretera de la costa en dirección a Saint-Jean-de-Luz.

—Perfecto —comentó Falcó—. Como cada noche.

—Sí —el perfil de Malena se definía en la sombra cuando los faros del Peugeot incidían en algún muro próximo—. Los vascos no somos amigos de cambiar rutinas.

—Pues las rutinas matan.

—Sí —ella rió en voz baja—. Eso parece.

Su voz, comprobó Falcó, sonaba serena. Conducía con seguridad y pericia, mantenía la distancia suficiente para no perder la presa y procuraba no acercarse tanto como para ponerla sobre aviso. Habían dejado atrás el pueblo y corrían por la carretera recta bordeada de pinos, con el mar iluminado por la luna a la derecha.

—Estamos a dos kilómetros —anunció Malena.

Abrió Falcó la cajuela del salpicadero y sacó un pesado envoltorio. Al deshacerlo tocó el metal frío de la Browning FN de 9 mm y el tubo alargado del supresor de sonido Heissefeldt. A tientas, sobre las rodillas, extrajo el cargador de la pistola, comprobó que estaba lleno, volvió a introducirlo con un chasquido y metió una bala en la recámara, dejando el seguro puesto. Después enroscó el silenciador en la boca del cañón.

—Ahí está el desvío a la derecha, y luego el puente de Garakoitz —dijo la mujer.

Esta vez sí había tensión en su voz. Había levantado el pie del acelerador y ahora el Peugeot iba más despacio. Delante, a unos cien metros, las luces de los otros dos automóviles se habían detenido.

—Control de policía —comentó Falcó, con el arma en el regazo—. Párate despacio.

Se aproximaron lentamente a los coches hasta colocarse detrás. Las luces del primero alumbraban una barrera móvil, puesta sobre unos caballetes ante un puente de piedra, con la palabra Gendarmerie en un círculo blanco, azul y rojo. Había dos agentes uniformados de oscuro junto al Lincoln, uno alto y otro bajo, situados a los lados del coche. El más bajo se inclinaba hacia la ventanilla del conductor. Sobre el resplandor de los faros, las siluetas de los guardaespaldas se recortaban en los asientos delanteros del Ford estacionado detrás.

—No pares el motor —dijo Falcó.

Abrió la puerta. Después bajó empuñando la pistola, pero con el brazo caído a lo largo del cuerpo, para disimularla. Respiró tres veces hondo mientras quitaba el seguro con el pulgar. Cruzó sin prisa entre los dos coches hacia el otro arcén de la carretera, dirigiéndose al lado del conductor del Ford, pendiente de él y su compañero pero vigilando por el rabillo del ojo a los gendarmes. Al llegar junto a la ventanilla, la golpeó suavemente con los nudillos de la mano izquierda. Sonreía con la naturalidad de quien va a preguntar algo. El conductor bajó el cristal, y entonces Falcó le disparó en la cara.

La Browning no era un arma de mucho retroceso, pero saltó en su mano como una serpiente que acabara de morder. Por eso tuvo que bajarla otra vez para apuntar al segundo guardaespaldas, el de la nariz aplastada, que se revolvía desesperado —su compañero había caído contra su hombro—, buscando algo, seguramente un arma, bajo su chaqueta de smoking.

—¡No!… —le oyó suplicar—. ¡No!

En el resplandor de los faros, aún tuvo tiempo de ver sus ojos muy abiertos, mirando espantados el cilindro metálico del silenciador antes de que la pistola saltara de nuevo en la mano de Falcó, abriendo un desgarro del tamaño de una moneda en el cuello de la camisa del otro. Todavía se removió éste, intentando abrir la puerta. Acababa de lograrlo cuando Falcó apretó otra vez el gatillo, y el guardaespaldas quedó colgando del asiento con medio cuerpo fuera.

Cuando miró hacia el Lincoln, la situación había cambiado un poco. La puerta delantera izquierda estaba abierta, y el más bajo de los gendarmes arrastraba el cuerpo del chófer fuera del coche. El otro, con una linterna y una pistola en la mano, apuntaba hacia el asiento trasero, donde Tasio Sologastúa y su mujer, abrazados, contemplaban con horror la escena. Falcó fue hasta allí, abrió una de las puertas de atrás y le apoyó al marido la boca del silenciador en la cabeza.

—Salga del coche… Usted solo. Ella se queda.

La linterna del gendarme alto lo iluminaba todo muy bien: el rostro crispado del financiero vasco, la expresión aterrorizada de su mujer. De pronto ésta se puso a gritar. Un chillido agudo, poderoso. Vibrante. Sin dejar de apuntar al marido, inclinándose sobre éste, Falcó le pegó a ella un puñetazo con la mano izquierda, en la sien, que la arrojó sin sentido contra la ventanilla opuesta.

—Salga —le repitió a Sologastúa, con calma—. O la matamos a ella también.

Obedeció el financiero. Cuando Falcó lo apoyó contra el coche para revisarle los bolsillos por si llevaba un arma, lo sentía temblar. En ese momento, el automóvil conducido por Malena maniobraba para situarse en dirección contraria. A la luz de los faros del Peugeot, Falcó vio por un instante el cadáver del chófer, que se desangraba en la cuneta degollado de oreja a oreja.

—¿Qué está pasando? —acertó a preguntar al fin Sologastúa.

—Que es usted prisionero de los nacionales.

El otro tardó un momento en digerir eso. Cuando lo hizo, su indignación casi superó al miedo.

—Esto es un atropello —dijo—. Estamos en Francia.

—En Iparralde, sí —admitió Falcó—. Euzkadi norte.

—¿Qué quieren de mí?

—Que haga un pequeño viaje.

—¿Adónde?

—Ah… Sorpresa.

Lo agarró por el cuello de la chaqueta y, sin apartar el arma de su cabeza, lo empujó hacia el Peugeot. A su espalda, puestos al volante de los otros automóviles, los gendarmes los retiraban de la carretera, metiéndolos entre los pinos.

—¿Y mi esposa? —preguntó Sologastúa.

—No se preocupe por ella. Nadie le hará daño.

Aturdido, el otro se dejaba hacer. Pero al ver el maletero del Peugeot —Malena acababa de abrirlo— se detuvo bruscamente.

—Hijos de puta —dijo.

Falcó lo hizo avanzar de un violento empujón. Malena había sacado del maletero un rollo de esparadrapo ancho. Con él le ataron a Sologastúa las manos a la espalda e inmovilizaron sus piernas. Éste se debatía al principio, de modo que Falcó lo golpeó en el plexo solar, sin ensañamiento, haciéndolo caer de rodillas.

—Si es cuestión de dinero, puedo… —empezó a decir el financiero cuando recobró el aliento.

Malena interrumpió su frase con dos vueltas de esparadrapo que le taparon la boca. Entre Falcó y ella lo alzaron en vilo, metiéndolo en el maletero. Entonces Malena fue hasta el asiento delantero y regresó con un frasco de cloroformo y un trozo grande de algodón, empapó éste mientras contenía la respiración, vuelta a un lado la cara, y se lo aplicó al prisionero en la nariz. Medio minuto después, Sologastúa dejó de moverse. Cuando Falcó ocultó el cuerpo con mantas, una maleta pequeña y una cesta de pícnic, y cerró el maletero, Malena ya estaba de nuevo al volante. Entonces Falcó se volvió hacia los gendarmes, que habían retirado los cadáveres de la cuneta y ocultado la barrera de control.

—¿Qué hay de doña Millonetis? —preguntó en español.

En la penumbra, a la luz de la luna terciada, Falcó vio que los gendarmes se despojaban de las prendas de uniforme, arrojándolas entre los arbustos.

—Sigue inconsciente —dijo el más bajo.

Asintió Falcó, satisfecho.

—Al despertar, si no sabe conducir le espera un buen paseo.

Sonó la risa del otro.

—Tendrá que andar de todas formas, porque hemos inutilizado el motor y pinchado los neumáticos de los coches… ¿Te parece bien?

—Colosal.

—Para cuando llegue a su casa o a un teléfono, ya estaréis en Irún.

Falcó sacó la pitillera y el Parker Beacon de plata y prendió un cigarrillo.

—Ha sido un buen trabajo —comentó, exhalando el humo.

El otro se mostró de acuerdo.

—Esa chica tuya se ha portado bien —dijo.

—Sí.

—Pero que muy bien.

Con ayuda del encendedor, Falcó miró la hora en el reloj de pulsera. Se hacía tarde.

—Hay que ir largándose —comentó—. ¿Necesitáis algo?

—No. Todo está en orden.

—Pues buen viaje.

—Lo mismo digo, encanto.

Antes de apagar la llama y encaminarse al Peugeot, Falcó tuvo tiempo de ver los ojos de batracio y la sonrisa cruel de Paquito Araña.

Había doce kilómetros hasta la frontera. Pasado Saint- Jean-de-Luz, la carretera discurría sinuosa entre pinares y acantilados, bajo los que el mar negro y plata brillaba como azabache. Falcó y Malena Eizaguirre no habían hablado desde el puente. Encendió él un Players y se lo puso a la mujer en la boca. Después prendió otro para él.

—¿Quieres que conduzca yo un rato?

—No. Estoy bien.

La claridad de los faros reverberaba en el perfil de Malena. Ella tenía el cigarrillo en los labios y las dos manos en el volante.

—Nunca había visto matar a nadie —dijo.

Se quedaron callados un momento. Falcó fumaba y miraba la carretera iluminada por los faros. La luz hacía desfilar, por la derecha, las franjas de pintura roja y blanca de las vallas y mojones que bordeaban los acantilados.

—Jamás imaginé que pudiera ocurrir de ese modo —añadió ella.

La miró con curiosidad.

—¿Ese modo?

—Con tanta normalidad, quiero decir. Siempre pensé que iba acompañado de pasiones o arrebatos. Lo de antes fue un acto casi burocrático.

Redujo la marcha con desenvoltura ante una curva cerrada. Chirriaron los neumáticos, y Falcó pensó que Sologastúa debía de estar moviéndose mucho en el maletero. Más le valía seguir dormido.

—Te vi tan tranquilo, tan… ¿Siempre lo haces así?

—No siempre.

—No creo que a mi padre y a Íñigo, mi hermano, los mataran de esa manera. Imagino más bien chusma enfurecida. Hordas comunistas. Ya sabes.

—Pudo ser —asintió Falcó—. Hay muchas maneras de matar.

—Viéndote, cualquiera diría que las conoces todas.

A eso siguió otro silencio. Vuelto hacia la mujer, Falcó continuaba mirándola, interesado.

—¿Lo habrías hecho tú, en caso necesario?… ¿Apretar el gatillo?

—Imagino que sí —movió los hombros bajo el chal—. Después de todo, soy requeté… Una carlista.

Se quedaron callados de nuevo.

—Esa República de locos y asesinos era un caos y un disparate —añadió al fin la mujer—. Los marxistas preparaban su revolución, y nosotros nos adelantamos con la nuestra… ¿Dónde te pilló el dieciocho de julio?

—No recuerdo. Por ahí.

Ahora fue Malena quien se giró a mirarlo, intentando evaluar su seriedad o sarcasmo. Después volvió a estar pendiente de la carretera. Redujo ante otra curva y otra vez chirriaron los neumáticos. Por suerte eran nuevos, pensó Falcó sujetándose con una mano a la correa del techo. Unos Michelin instalados para la ocasión.

—Soy un soldado de esta guerra —comentó ella tras un momento—. Como tú mismo… Como esos dos camaradas vestidos de gendarmes.

Sonrió Falcó para sí. Llamar camarada a Paquito Araña era conocer poco al personaje. Como llamárselo a él. El sicario había llegado al sudoeste de Francia una semana antes, para la fase final de la operación, oliendo a pomada para el pelo y agua de rosas. Sin hacer más preguntas que las operativas y dispuesto a cumplir órdenes.

—Quizás algún día me toque a mí —dijo Malena tras un momento, pensativa.

—¿ …