Posts Tagged ‘Peter Sloterdijk’

10 libros para mantener la cabeza abierta: pensar y pensar

sábado, julio 21st, 2018

En su reciente libro, Pensar Occidente (Taurus), Maruan Soto Antaki dice que nuestra cultura, nuestro modo de vivir, está en crisis. ¿Cómo analizarlo? ¿Cómo entenderlo más allá de las cotidianidades que vivimos? ¿Cómo dejarlo más o menos apto para el futuro de nuestros hijos y alumnos?

Ciudad de México, 21 de julio (SinEmbargo).- En su reciente libro, Pensar Occidente (Taurus), Maruan Soto Antaki dice que nuestra cultura, nuestro modo de vivir, está en crisis. ¿Cómo analizarlo? ¿Cómo entenderlo más allá de las cotidianeidades que vivimos? ¿Cómo dejarlo más o menos apto para el futuro de nuestros hijos y alumnos?

Las elecciones terminaron ya en México, dejando una esperanza alta y al mismo tiempo dudas que se enmarcan por esa vida que está malacostumbrada a una democracia frágil y endeble.

Es tiempo, otra vez, de pensar y pensar. De tomar esos libros que nos plantean situaciones que al principio consideramos ajenas pero que al leerlos nos contaminamos de sus preocupaciones y razonamientos.

Hora de ir, por qué no, a los intelectuales, a los pensadores, a esos que no escuchamos en forma habitual pero que tienen en sus cabezas las mismas ansiedades que nosotros, en un ruido que no cesa y por el que mucho tienen que ver las redes sociales.

Estos son libros que proponemos para que usted se siente en una tarde tranquilo, lo lea con serenidad y paciencia y lo ayude a entender hacia donde vamos.

Foto: Especial

Desconfianza, de Luis Muñoz Oliveira, Guillermo Fadanelli y Leonardo Da Jandra (Lince Editorial)

¿Es frágil y endeble nuestra democracia? Tres escritores y pensadores se pusieron a debatir sobre el tema y sacaron este libro que, con prólogo de Arnoldo Kraus, está integrado por los capítulos “Parásitos de la libertad”, “La democracia en la oscuridad” y “Otro lugar”.

Escrito por Guillermo Fadanelli, Leonardo Da Jandra y L. M. Oliveira, Desconfianza presenta un diálogo entre los autores, quienes tratan la democracia y su práctica más ética a través de distintas reflexiones.

Foto: Especial

Pensar Occidente, de Maruan Soto Antaki (Taurus)

¿Occidente vive una crisis que lleva a pensar en él bajo esos mismos términos? La primera distancia con lo occidental se tiene viviendo en Occidente.

“Occidente está descompuesto, pero me niego a claudicar en las perspectivas de democracia, República y libertad que un día se establecieron en él. El advenimiento de los ismos -nacionalismos, nativismos, extremismos, etcétera- es sólo uno de los fenómenos que me llevan a notar el rompimiento de los acuerdos sociales que un día creímos que estaban afianzándose. Creo que es necesario revisar qué sucede cuando la democracia entra en los terrenos de la indiferencia, cuando la posibilidad de convivencia multicultural se percibe como un riesgo que rechaza el aprendizaje del pasado y da cabida a la violencia”, dice el autor.

Foto: Especial

Conocimiento y poder. Las ideas, los expertos y los centros de pensamiento, de Alejandra Salas-Porras Soulé. Editorial Foca

Ahora que terminaron las elecciones: los centros de pensamiento y los expertos a ellos asociados tienen una presencia en todos los medios de comunicación, especialmente en aquellos que se proponen influir en la opinión pública. En ellos expresan sus puntos de vista sobre las campañas, los candidatos y sus programas, y tratan de promover más o menos abiertamente sus ideas y preferencias ideológicas y políticas.

Pero muchos de estos centros tratan de influir en las agendas del gobierno y las decisiones de política pública fuera del radar de los medios de comunicación para evitar el escrutinio y el debate públicos, la regulación de sus actividades dentro y fuera del gobierno, su involucramiento en procesos electorales, su cercanía con funcionarios públicos y representantes populares.

Foto: Especial

Contra todo, cómo vivir en tiempos deshonestos, de Mark Greif (Anagrama)

Mark Greif, siguiendo la tradición de grandes intelectuales estadounidenses como Lionel Trilling o Susan Sontag, se plantea en este libro un ejercicio de disensión “contra todo” lo que damos por supuesto: ¿por qué hacemos ciertas cosas y no otras? ¿De verdad creemos en lo que hacemos, o solo seguimos un patrón aprendido en el que ni siquiera acabamos de confiar? ¿Y si la sabiduría popular resultara no ser tan sabia? Comenzando por lo más próximo a nosotros, el cuerpo, Greif analiza por qué estamos tan obsesionados por el ejercicio físico y la alimentación; cuáles son las verdaderas razones que accionan nuestra pulsión sexual; cuál es la causa de los nuevos hábitos a la hora de tener hijos; qué queremos decir cuando hablamos de “experiencia”.

Pero el libro también trata cuestiones sociales clave a la hora de conformar nuestro mundo futuro: ¿es posible garantizar una renta mínima para todo el mundo y limitar los beneficios de los más ricos? ¿Cuál es nuestro futuro como televidentes y ordenadorvidentes? ¿Por qué cada vez más gente quiere sentir menos y se refugia en ideologías anestésicas para no sufrir? ¿Pueden los Estados Unidos seguir ejerciendo de policía mundial cuando su propia autoridad nacional está tan cuestionada?

Foto: Especial

El futuro es hoy. Ideas radicales para México, de Humberto Beck y Rafael Lemus (Lince Editorial)

En este libro, el lector encontrará lo que rara vez halla en la discusión pública mexicana: imaginación política. Contra lo que aseguran las élites gobernantes, un México radicalmente distinto al actual es posible, y es hora de empezar a imaginarlo y construirlo. Los doce ensayos reunidos en estas páginas piensan el país a contracorriente de los tecnócratas que lo administran y exploran alternativas y escenarios iluminados por la razón utópica. Dicho de otra manera: practican una crítica radical del presente y señalan, desde distintos miradores, una ruta de salida. Autores: Mario Arriagada Cuadriello, Fernando Córdova Tapia, Alejandro de Coss, Alexandra Délando Alonso, Yásnaya Elena A. Gil, Elisa Godínez, Alejandro Hernández Gálvez, Jorge Hernández Tinajero, Gabriela Jauregui, Luis Ángel Monroy-Gómez-Franco, Luicy Pedroza, Javier Raya, Estefanía Vela Barba.

Foto: Especial

El Instituto Tavistock, de Daniel Estulin (Ediciones B)

Instituto Tavistock: organismo real situado en Essex, Inglaterra, creado para controlar el destino de todo el planeta y cambiar el paradigma de la sociedad contemporánea.

Daniel Estulin destapa la existencia del Instituto Tavistock, un organismo real considerado el máximo centro mundial de control mental, una sofisticada organización creada para controlar el destino de todo el planeta y cambiar el paradigma de la sociedad contemporánea.

En este libro revolucionario, Estulin revela los orígenes y el del Instituto, quién está detrás del mismo, cuáles son sus objetivos y cómo nos afecta a nosotros, las víctimas, en nuestra vida cotidiana. Pero también aprenderemos a combatir sus métodos. Desde la música, pasando por la contrainsurgencia, las drogas, la televisión.

Foto: Especial

¿Qué sucedió en el siglo XX?, de Peter Sloterdijk (Siruela)

“Si el siglo XX puso en el orden del día la realización de los sueños de la Edad Moderna sin haberlos interpretado correctamente, del siglo XXI puede decirse que ha de comenzar con una nueva interpretación de los sueños. En ella la pregunta será de qué manera prosigue la humanidad la búsqueda del tesoro, búsqueda sin la que no sabríamos decir qué significa “ser en el mundo” para nosotros”. Peter Sloterdijk

Uno de los filósofos más importantes de nuestro tiempo, es también un brillante orador. Las conferencias recogidas en este libro fueron dictadas entre 2005 y 2014; en ellas, el autor plantea, desde perspectivas y circunstancias diversas, qué cargas, doctrinas y esperanzas lega el siglo XX al que le sigue.

Ningún concepto aislado o preconcebido en ese siglo, desde “era atómica” hasta “globalización”, responde a la cuestión que plantea el título: ¿Qué sucedió en el siglo XX? Y una mera cronología de acontecimientos o de ideas tampoco abarcaría cabalmente el significado de este siglo para la posteridad.

Foto: Especial

Huellas que regresan. Sobre la naturaleza, la infancia, los viajes y los libros, de Ricardo Forster (Akal)

Entre títulos y autores, en Huellas que regresan se emite un plan de acción: atraer historias personales —la experiencia del lenguaje, de la cultura— para restarle algo a una masa creciente de individuos sin memoria. Contra el presente moderno, que se agota en sí mismo, que no conjuga otros tiempos verbales, Ricardo Forster (Buenos Aires, 1957) ha conformado una colección de textos que retrotraen lecturas iniciáticas, películas y fragmentos luminosos de la historia para contraponerlos entre sí, bajo cielos distintos. “Transmitir es apenas guardar fidelidad a los muertos”, dice el autor, es “aprender a traicionarlos” pero no con deslealtad, sino al traducirlos para otras épocas. Sin declararlo directamente, se presenta asimismo en estas páginas una biografía intelectual fundada más en las lecturas que en los grados académicos; más en la pasión que en la crítica destructiva.

Así, Dostoievski, Adorno, Salgari, Carpentier (y un tren en la adolescencia) nos conducen a confiar en la memoria y eludir la nostalgia paralizante. Éste es un intento por contagiar la historia y las convicciones políticas desde la estética —y viceversa—, pero no con fantasía, sino como un modo de ensanchar los límites de lo posible. Estas Huellas que regresan van hacia la infancia, los libros y los viajes, deteniéndose en las mil formas de la naturaleza.

Foto: Especial

Optimismo contra desaliento, de Noam Chomsky (Ediciones B)

“Tenemos dos opciones. Podemos ser pesimistas, abandonar y contribuir a que ocurra lo peor sin vuelta atrás. O ser optimistas, atrapar las oportunidades que sin duda existen y contribuir, tal vez, a que el mundo sea un lugar mejor. No es una elección demasiado difícil.”

Noam Chomsky, el incomparable pensador político, nos ofrece una exploración del neoliberalismo creciente, de la crisis de los refugiados en Europa, del movimiento Black Lives Matter, de las disfunciones del sistema electoral estadounidense y de las perspectivas y los desafíos de organizar un movimiento para el cambio radical.

Con cuatro entrevistas actualizadas sobre la campaña de las elecciones de 2016 en Estados Unidos y la resistencia global contra Trump, Optimismo contra el desaliento aporta una presentación concisa de las ideas de Chomsky y de su mirada sobre el estado actual del mundo.

Foto: Especial

Para combatir esta era. Consideraciones urgentes sobre el fascismo y el humanismo, de Rob Riemen (Debate)

Gracias a su lucidez y valentía, Albert Camus y Thomas Mann pudieron entender algo que hoy en día muchos politólogos son incapaces de admitir. En 1947, ambos lanzaron una advertencia: la guerra ha terminado, pero el fascismo no fue vencido. Aunque se demore algunas décadas, volverá otra vez. No lo reconoceremos por sus ideas, pues el fascismo no tiene ninguna, pero sí por sus acciones y su política. Una política del resentimiento, el miedo y la ira. Ése es el esqueleto fascista: incitación a la violencia, un vulgar materialismo, un nacionalismo asfixiante, xenofobia, la necesidad de señalar chivos expiatorios, la banalización del arte, el odio por la vida intelectual y una feroz resistencia al cosmopolitismo.

 

 

LECTURAS | “La razón cínica”, de Slavoj Žižek

sábado, diciembre 30th, 2017

El artículo que hoy transcribimos forma parte de Porque no saben lo que hacen (Akal), escrito por Slavoj Žižek, el filósofo cuyos libros se venden a montones y cuyo pensamiento se encarga muy bien de delinear la vida del hombre moderno.

Ciudad de México, 30 de diciembre (SinEmbargo).- “Ellos no saben lo que hacen”: esa es la definición más exacta que se puede dar de la ignorancia fundamentada en cualquier ideología. Tal ignorancia, sin embargo, no es evidencia de una ceguera o un desconocimiento. Al contrario, en realidad refleja un placer, un placer que, paradójicamente, nació de la instrucción de renunciar a todo goce. Cuando no sabemos, nos gusta; y donde uno disfruta (porque no sabemos) hay un “síntoma” (utilizando las palabras de Jacques Lacan), que es un síntoma de la ideología. Así, por ejemplo, el judío es el síntoma del nazi, o el traidor revisionista el síntoma del estalinista. De los totalitarismos fascista y soviético a la economía libidinal de la pretendida posmodernidad, los síntomas ideológicos, y el disfrute cuasi culinario que los acompaña, están por todas partes.

En Porque no saben lo que hacen, Slavoj Žižek analiza y desbroza, con su virtuosismo habitual, la ignorancia ideológica pasando, sin pudor ninguno, de Alfred Hitchcock a Woody Allen, de la tragedia del Titanic a Chernóbil, y de la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt a la de Jacques Lacan. Un libro fundamental en la producción teórica del filósofo esloveno, el teórico más iconoclasta del mundo.

Porque no saben lo que hacen, Slavoj Žižek, ediciones AKAL. Foto: Especial

Publicamos un fragmento de Ellos no saben lo que hacen, de Slavoj Žižek, con la autorización de la editorial Akal

III. Cinismo y objeto totalitario

La “razón cínica”

La definición más elemental de la ideología es probablemente la de Marx, su famoso “no lo saben, pero lo hacen”. Se atribuye, por tanto, a la ideología cierta ingenuidad constitutiva: desconoce sus condiciones, sus presupuestos reales, su propio concepto implica una distancia entre lo que se hace efectivamente y la “falsa conciencia” que se tiene de ello. Tal “conciencia ingenua” puede ser sometida al proceso crítico-ideológico que, supuestamente, debería llevarla hasta la reflexión sobre sus condiciones reales, sobre la realidad social de la que forma parte. Consideremos un ejemplo clásico, que de por sí no deja de dar hoy la impresión de cierta ingenuidad: la universalidad ideológica, la noción ideológica de la “libertad” burguesa comprende, incluye, cierta libertad –la que tiene el trabajador para vender su fuerza de trabajo–, libertad que es la propia forma de su esclavitud; del mismo modo, el intercambio equivalente funciona, en el caso del intercambio entre la fuerza de trabajo y el capital, como la forma misma de la explotación.

El propósito del análisis crítico-ideológico es, pues, detectar, por detrás de la aparente universalidad, la particularidad de un interés que pone de manifiesto la falsedad de la universalidad en cuestión: lo universal se ve atrapado, en realidad, en lo particular, determinado por una constelación histórica concreta.

Ahora bien, en su libro Crítica de la razón cínica, Peter Sloterdijk defiende la tesis de que la ideología funciona cada vez más de una forma cínica que torna inoperantes tales procesos crítico-ideológicos: la fórmula de la “razón cínica” sería: “Saben muy bien lo que hacen, y sin embargo lo hacen”. La razón cínica ya no es ingenua, es la paradoja de una “falsa conciencia ilustrada”: se es muy consciente de la falsedad, de la particularidad por debajo de la universalidad ideológica, pero aun así no se renuncia a esa universalidad… Tal posición debe distinguirse del kynismo como subversión de la ideología oficial ingenua, solemne, llena de patetismo. El kynismo es la crítica popular, plebeya, de la cultura oficial, que opera con los medios de la ironía y el sarcasmo: confronta las frases patéticas de la ideología dominante con su banalidad efectiva y la pone en ridículo, mostrando el interés egoísta, la violencia, el ansia de poder sin consideración, etc., que se oculta tras la nobleza sublime de las frases ideológicas. Su procedimiento es pragmático más que argumentativo: opera mediante la devolución de una declaración ideológica a su situación de enunciación (ejemplo clásico: un político predica el deber del sacrificio patriótico, el kynismo desvela su interés personal en aprovechar el sacrificio de otros…).

El cinismo es precisamente la respuesta de la cultura dominante a la subversión kynica: se reconoce el interés particular tras la máscara ideológica, pero se mantiene, pese a todo, la máscara. El cinismo no es una actitud directamente inmoral, sino más bien la propia moralidad al servicio de la inmoralidad: “la sabiduría” cínica consiste en entender la honestidad como la forma más consumada de falta de honradez, la moralidad como la forma suprema de disolución, la verdad como la forma más efectiva de mentira. El cinismo lleva, pues, a cabo una especie de “negación de la negación” pervertida: por ejemplo, frente al enriquecimiento ilícito, al robo, al saqueo, la reacción cínica consiste en afirmar que el enriquecimiento legítimo es un pillaje más eficaz que el saqueo criminal y que opera por encima del mercado, protegido por la ley; como en las famosas palabras de Brecht, en su Ópera de tres centavos (Die Dreigroschenoper, 1928): “¿Qué es el robo de un banco, comparado con la fundación de un banco?”.

El cínico vive de la discordia entre los principios proclamados y la práctica –toda su “sabiduría” consiste en legitimar la brecha–. Por eso lo más insoportable para la posición cínica es ver vulnerar la ley abiertamente, con insolencia, es decir, erigir la transgresión en principio ético. Razón por la cual el héroe de los tiempos modernos, que ha llegado a un “pacto con el diablo” y vive “más allá del bien y del mal” (desde Fausto hasta Don Juan), es al final castigado con crueldad desmesurada, sin ninguna proporción con sus crímenes: su castigo rabioso es un acto cínico por excelencia.

Queda, pues, claro que, frente a tal edificio cínico, la “lectura sintomática”, el procedimiento crítico-ideológico tradicional, ya no funciona: no podemos subvertir la “conciencia cínica” por medio de una lectura que trate de confrontar el texto ideológico con su “reprimido”, “dialectizarlo” relacionando su discurso superficial con otro discurso, detectar, a través de los puntos en que “no funciona”, su función de clase, su determinación por un interés particular. Ahora bien, ¿se debe por eso decir que con la “conciencia cínica” se sale del campo ideológico propiamente dicho y se entra en un universo post-ideológico en el que un sistema ideológico se reduce a una simple manipulación que no es tomada en serio ni siquiera por sus inventores y propagadores?

Es ahí donde adquiere todo su peso la distinción, elaborada por J.-A. Miller, entre el síntoma y el fantasma: el fin de la ideología “ingenua” que implica la abdicación de la “lectura sintomática” crítico-ideológica no hace más que resaltar la dimensión más fundamental del fantasma ideológico –el “cínico” que “no cree”, que conoce bien la nulidad de las proposiciones ideológicas, desconoce, en cambio, el fantasma que estructura la propia “realidad” social.

El fantasma ideológico

Para captar esa dimensión del fantasma debemos volver a la fórmula de Marx “no lo saben, pero lo hacen”, y plantearnos al respecto una pregunta bastante ingenua: ¿dónde está aquí el lugar de la ilusión ideológica, en el “saber” o bien en el “hacer”, en la propia “realidad”? A primera vista, la respuesta parece evidente: se trata de una simple discordancia entre el conocimiento y la realidad –”no sabemos lo que hacemos”; se hace una cosa y se tiene una mala interpretación de ella–. Esta falsa representación es, por supuesto, a su vez, el efecto necesario de una eficacia social alienada, invertida, etc.; la ilusión se mantiene en cualquier caso del lado de la representación. Tomemos el caso de lo que se llama “el fetichismo del dinero”: el dinero es en realidad, efectivamente, la encarnación de una red de relaciones sociales, su función es una función social y no la propiedad del dinero como tal; ahora bien, esa función de ser encarnación de la riqueza, el equivalente general de todas las mercancías, les parece a los individuos una propiedad natural del dinero como cosa, objeto natural; como si el dinero fuera ya, en tanto que cosa, el equivalente general, la encarnación de la riqueza. Ese es el gran tema de la crítica marxista de la “cosificación”: detrás de la coseidad, la relación entre las cosas, hay que detectar las relaciones entre los seres humanos, las relaciones sociales…

Tal interpretación, sin embargo, no tiene en cuenta la ilusión, el error presente en la realidad social, en la propia actividad de los individuos, en lo que “hacen”: los individuos que usan el dinero saben muy bien que no tiene nada de mágico y que sólo expresa relaciones sociales, y reducen de forma espontánea el dinero a una simple seña que da al individuo el derecho a disponer de una parte del producto social; saben muy bien que detrás de las “relaciones entre las cosas” hay “relaciones entre las personas”. El problema es que, en el proceso de intercambio, proceden, hacen –en realidad– como si el dinero fuera, en su realidad inmediata, en tanto que cosa natural, la encarnación de la riqueza. Lo que la gente “no sabe”, lo que desconoce, es la ilusión fetichista que guía su actividad en sí: en la realidad del acto del intercambio, se rigen por la ilusión fetichista. El lugar propio de la ilusión es la realidad, el proceso social real. Consideremos, por ejemplo, el famoso tema marxiano de la inversión especulativa de la relación entre lo universal y lo particular: lo universal no es más que una propiedad de lo particular concreto, de las cosas que existen efectivamente, realmente; en la relación dineraria, la relación se invierte: todo contenido particular, la riqueza concreta (el valor de uso), sólo se muestra como aparición, expresión de la universalidad abstracta (el valor de cambio) –la verdadera sustancia es lo universal abstracto–. Marx lo llama “metafísica de la mercancía”, “religión de la vida cotidiana”: el fundamento, la raíz del idealismo filosófico se debe buscar en la realidad del mundo real de las mercancías; es ya el mundo de las mercancías el que se comporta de forma idealista:

Esta inversión (Verkehrung) por la cual lo concreto-sensible cuenta únicamente como forma en que se manifiesta lo general-abstracto y no, a la inversa, lo general-abstracto como propiedad de lo concreto, caracteriza la expresión del valor. Y es esto también lo que dificulta su comprensión. Si digo que tanto el derecho romano como el derecho germánico son derechos los dos, afirmo algo obvio. Si digo, en cambio que el derecho (Das Recht), ese ente abstracto (Abstraktum), se efectiviza en el derecho romano y en el derecho germánico, en esos derechos concretos, la conexión se vuelve mística (Marx, Das Kapital, Band I, apéndice a la primera edición alemana, 1867 [ed. cast.: El capital, Libro primero, Madrid, Siglo XXI, 2017, p. 921]).

¿Dónde está ahí la ilusión? No hay que olvidar que la burguesía, en su vida diaria, no es hegeliana, no capta lo particular como resultado del automovimiento de lo universal, sino que se comporta más bien como un nominalista inglés y piensa que lo universal no es más que una propiedad de lo particular. El problema es que, en su práctica cotidiana, actúa como si lo particular fuera sólo la forma fenoménica de lo universal. Retomando la cita de Marx, sabe muy bien que el derecho romano y el derecho germano son tanto el uno como el otro derechos concretos, pero hace como si el derecho, esa cosa abstracta, se materializara en el derecho romano y en el derecho germano.

Así pues, la ilusión se desdobla: consiste en desconocer esa primera ilusión que gobierna nuestra actividad, nuestra propia realidad. Así que nuestra primera tesis será: la ideología no es, en su dimensión fundamental, un constructo imaginario que oculta o embellece la realidad social; en el funcionamiento “sintomático” de la ideología, la ilusión está del lado del “saber”, mientras que el fantasma ideológico funciona como una “ilusión”, un “error”, que estructura la propia “realidad”, que determina nuestro “hacer”, nuestra actividad.

Solamente a partir de ahí se puede comprender la lógica de la fórmula de la razón cínica propuesta por Sloterdijk: “Saben muy bien lo que hacen, y sin embargo lo hacen”. Si la ilusión estuviera del lado del conocimiento, la posición cínica sería simplemente una posición sin ilusión: “Sabemos lo que hacemos y lo hacemos”. La paradoja de la posición cínica sólo aparece si se detecta la ilusión presente en la propia realidad: “Saben muy bien que, en su actividad real, se rigen por una ilusión; sin embargo, continúan haciéndolo”. Por ejemplo, saben que la “libertad” que rige su actividad oculta el interés particular de la explotación, y sin embargo siguen rigiéndose por ella…

Slavoj Žižek, filósofo y crítico cultural, es profesor en la European Graduate School, director internacional del Birkbeck Institute for the Humanities, Universidad de Londres, e investigador sénior en el Instituto de Sociología de la Universidad de Liubliana, Eslovenia. Entre sus obras más destacadas publicadas en Ediciones Akal figuran Repetir Lenin (2004), Bienvenidos al desierto de lo Real (2005), Lenin reactivado (coeditor, 2010), El acoso de las fantasías (2011), Primero como tragedia, después como farsa (2011), En defensa de causas perdidas (2011), Viviendo en el final de los tiempos (2012), Lacan. Los interlocutores mudos (editor, 22013), El año que soñamos peligrosamente (2013), El dolor de Dios. Inversiones del Apocalipsis (con Boris Gunjevic, 2013), La idea de comunismo (editor, 2014), Pedir lo imposible (2014) y la magna Menos que nada. Hegel y la sombra del materialismo dialéctico (2015).

Las memorias atendidas de Guillermo Fadanelli en “El billar de los suizos”

sábado, agosto 12th, 2017

Las memorias atendidas de Guillermo Fadanelli brotan en El billar de los suizos, editada por Cal y Arena. Son las memorias de los viajes que hacía el autor en la juventud, donde llegó a urdir amistades a pesar de su carácter solitario, a las que les dedica este libro. Publicamos tres crónicas del libro, entre ellas “Susurros en el Savoy”, un homenaje a Joseph Roth, que hizo, precisamente, Hotel Savoy.

Ciudad de México, 12 de agosto (SinEmbargo).- Lo poco que me es posible prometer aquí es que si mis crónicas se leen con buen ánimo y sin mala leche entonces el viaje será compartido y nadie se arrepentirá. “La gente no es mala si tiene espacio donde moverse”, se escucha decir a un personaje en Hotel Savoy, la novela de Joseph Roth. Mas yo añadiría que el espacio en donde uno puede moverse se relaciona más con la libertad, la curiosidad y la imaginación que con el espacio mismo (en el espacio lo extraño es mera continuación de lo conocido).

De lo contrario, lo más conveniente habría sido, en mi caso, realizar un viaje de cuarenta días alrededor de mi habitación y no exponer a los otros al mal rato de mi presencia y compañía. Aunque en general fui un viajero solitario, no grato y modesto llegué a urdir amistades que hicieron de mi vagancia algo memorable o, al menos, un suceso digno de recuerdo. Es posible que muchas de ellas no me guarden en su memoria, ya que ejercí con mucho cuidado la sana acción de pasar inadvertido —hasta donde mi temperamento lo permitió—, mas a todas estas personas, intensas y ocasionales, dedico este libro de crónicas.

Publicamos estas tres crónicas del libro El billar de los suizos, de Guillermo Fadanelli, con la autorización de Cal y Arena

El huésped perfecto

¿Qué vuelve a un hombre tan humano y vulnerable como el hecho o la decisión de abandonar su casa? Andar un poco y encontrarse de pronto entre desconocidos que ostentan ojos y boca humanos a pesar de no haber leído a Tolstoi ni a Tanizaki. Cierta clase de hombres que ha puesto sus ojos en las obras de estos escritores teme a la periferia, a la fuerza centrífuga y al encuentro con los extraños. Temor, aunque se hallen acostumbrados a desplazarse con alguna frecuencia a otros países. Sin miedo el viaje no es viaje. Si el popular temor a la gente y a la tierra desconocida se hace acompañar de una vigía escrutadora y celosa, entonces el conocimiento de las cosas y de las personas aumenta: se les conoce hasta el grado máximo de no saber quiénes son.

Si yo deseara tender hacia la sabiduría lo primero que haría sería mudarme a un hotel. Y esperaría a que llegara el virus con su porquería. Cada noche me preguntaría por la clase de persona que duerme en la habitación contigua a la mía: ¿Será una rubia, un perro heredero de grandes fortunas o un asesino que todavía no sabe que lo es? Y durante el desayuno observaría en el comedor atestado de estómagos vacíos el rostro de cada uno de los inquilinos: no es en las noches, y sí por las mañanas, cuando se reconoce a fondo a las personas: el que recién despierta es un delator, un delator de sí. En este tramo del día hasta los sonrisas llegan a parecer honradas. Veo a los hoteles como cruces de caminos chuecos, punto de reunión entre holgazanes y emprendedores, entre timadores y predicadores. Un hotel pequeño se asemeja demasiado a una casa y tarde o temprano aparecerá una madre que reprende a su descendencia o una hermana ruidosa que no cesará de torturarte con su música. Pero en un hotel de grandes dimensiones nadie te echará de menos cuando te marches y son escasas las ideas que circulan en el aire de sus habitaciones: en vez de ideas te encuentras con el lloriqueo de un ejecutivo que extraña a su esposa o con el aroma a su loción desteñida; y con los jadeos dentro de una botella.

Cuando me he propuesto escribir un relato busco un hotel modesto y no escribo nada. Por el contrario: en el hotel tapiado por ventanas selladas y televisiones que murmuran yo podría escribir la enciclopedia muda.

El piso veinte de un hotel destinado a ejecutivos simula bien una esfera en cuyo interior no hay lugar para más pensamiento ni vida. En Esferas, de Peter Sloterdijk, se da un ejemplo de lo que sobreviene cuando se abandona la cápsula materna y se va a la escritura con la idea de combatir el temor. En este tratado sostenido en varios libros, el contenido se manifiesta hacia afuera: una ventana rota de un piso cien de la torre cuatro del complejo siete del rascacielos más grande del mundo: una ventana rota de cualquiera de estos enjambres y la vida se anuda y se desata otra vez. Lo que es contrario sucede en una casa de huéspedes o en un hostal sencillo o austero: el aura de los huéspedes anteriores demora en largarse y uno se siente cercado por fuerzas cínicas que se resisten a abandonar los objetos de la habitación. Incluso durante la primera noche sueño los sueños de otros y al despertarme tengo la impresión de volver de un pasado que no es el mío. ¿Y cuál es el mío? Eso me sucede tan puntualmente que ya ni siquiera llama mi atención.

Ser famoso y a un mismo tiempo desear el anonimato no es elegante. Tampoco es gracioso aspirar a ser famoso cuando se es un desconocido, pues tal resulta ser el pan de todos los días. Tengo la impresión de que lo bueno para nosotros —las bestias humanas que vivimos en comunidad y perseguimos la tranquilidad— es aceptar el anonimato y desear con intensidad continuar siendo anónimos. De estos seres anónimos y resignados, quiero creer, se encuentran llenos los buenos hoteles. Parece que los resignados flotan cuando caminan y sus sonrisas son honestas y distantes. Quizás no puedan ser personajes de una novela, no son rubias, perros o asesinos, pero su existencia hace que los días sigan siendo tristes en las mañanas y emocionantes cuando el día comienza a hincarse cerca de las seis de la tarde.

Lo ideal para mí es que el resto del mundo desapareciera. Foto: Crisanto Rodríguez, SinEmbargo

Susurros en el Hotel Savoy

“La gente no es mala, si tiene espacio donde moverse”, susurra la voz en las entrañas de una taberna de pobres en donde los comensales, sentados alrededor de las largas mesas de madera, deben abrirse espacio con los codos para, en seguida, clavar la cuchara en la sopa. Se susurra en la novela Hotel Savoy y la voz de Joseph Roth, su autor, es como la triste melopea de un viejo amigo a quien nunca volverás a encontrar. “En los grandes restaurantes te saludan satisfechos porque encuentran sitio, pero cuando dos personas tienen que dormir en una cama pequeña y estrecha las piernas luchan durante el sueño y las manos rasgan el delgado cobertor que las envuelve.”

El Hotel Savoy es un sitio de encuentro en Europa central entre las almas y los expulsados de las revoluciones del mundo; he allí el próspero negocio de los hombres, comenzar una revolución y hacer culpables y asesinos a los inocentes. El Hotel Savoy abre sus puertas a todos nosotros y les ruego que no se desalienten al descubrir su hermosa y lujosa fachada porque en el interior, aun sea en los últimos pisos y en las buhardillas más apartadas, hay también lugar para las personas pobres y de modesta raíz.

En otra caja de cartón arrumbada en el armario conservo, también en desorden, las cartas que me escribieron los amigos desde sus diversos países de origen; y no es melancolía lo que siento, es un dolor permanente. Alguien me patea en el tobillo y se esconde. Una mano me estampa un golpe en la nuca y desaparece. Este dolor se abraza con el color opaco de las hojas que envejecen y con el peso de los sobres, los timbres, el papel y la tinta: la gravedad que reclama para sí los cuerpos que poseen un lugar en el mundo de la física y la química. La chingada que se transforma en leyes de termodinámica. Lo viejo que se desparrama en polvo. En cambio, los cerca de quince mil correos electrónicos que almaceno en la bandeja del ordenador desaparecerán un día durante un parpadeo electrónico que llegará a la hora acostumbrada: a las diez treinta y cinco de la mañana.

Hace 25 años que estuve en Cuba y ahora, cuando hurgo en el cúmulo de cajas avejentadas en los armarios, descubro que las cartas que me enviaron por entonces los amigos cubanos son las más voluminosas de todas las que poseo. (Cómo hablaban y escribían los cubanos: cuando se les permitía, claro). Ellos, los cubanos, no tenían permiso de viajar, pero lo hacían sus narraciones contadas por caligrafías excitadas: chismes, quejumbres, historias extraordinarias de hambre y deseo, puterías y reflexiones filosóficas, anhelo de encuentros y también peticiones de auxilio. Al final se hallaba siempre la petición de auxilio.

En La Habana, como en cualquier parte del mundo, existe también un hotel Savoy. El hotel no da servicio precisamente con este nombre, pero estoy seguro que fue allí donde me hospedé y organicé una modesta cena en su piso más alto.

A esta reunión acudieron cerca de quince personas y en todas ellas se notaban los enérgicos deseos de tomar ron. Antes me había instalado en el hotel Capri donde no se permitía la entrada a los cubanos, hecho que me orilló a cambiar abruptamente la sede de mis huesos al hotel Savoy. En algún momento de la madrugada yo, ebrio y exaltado, comencé a denostar a un gobierno que no permitía a los habitantes de la isla viajar a otro país si no era por medio de la expulsión o de la compañía de algún representante del Estado. La ingenuidad no necesita invitación para presentarse porque es mi compañera y no me abandona ni cuando duermo. Casi todos los asistentes a la terraza, confusos, se marcharon del hotel porque creyeron que hablaba yo de política y temían sufrir represalias. Ellos tenían miedo cuando en realidad encarnaba yo uno de los susurros comunes del Hotel Savoy: “La gente no es mala si tiene espacio donde moverse.” “A unos les falta el pan y otros lo comen con amargura.” “¿Por qué lloras ahora? Porque durante el día no he tenido tiempo.” Todos, excepto dos pintores, se fueron y el ron a medias quedó abandonado en la mesa. Decidimos, los restantes, ir al malecón a seguir hablando y a terminar con el resto de aquellas botellas idiotas y solitarias.

“La vida no es la vida todavía.” ¿Continuaban los susurros del hotel Savoy?, no, los susurros no, pero sí los gritos desaforados de mi amigo, Alonso Mateo, de cara al mar, al pasado y al presente. Todavía los escucho.

El ron y la memoria de Guillermo Fadanelli. Foto: Especial

De Pamukkale a Leukerbad

Cuando un mesero, cualquiera, me pregunta sobre lo que voy a tomar, le respondo: “Por favor, traiga a esta mesa lo que usted imagine que puede hacerme mayor daño. Y que esté incluido en el menú.” Es una broma que no es broma. Y la forma de dirigirme al mesero, algo anacrónica, me despierta el apetito. Dirigirme al mesero llamándolo “caballero” o “estimado señor”, es señal de mucha sed, cruda y deseos de matarme. Desde hace treinta años tomo bebidas que, según afirman los médicos, titulados y no titulados, me empujarán hacia alguna clase de tumba y, sin embargo, estas personas cultas y previsoras han errado en sus predicciones. Mi salud es la enfermedad bien llevada y además me he vuelto un especialista en tumbas efímeras. Podría convertir un sofá cama en una tumba durante doce horas. Te haces amigo de tus enfermedades y juntos aprenden a llevar una buena vida. O una regular. O una vida a secas. Ahora bien, existen enfermedades intratables que no desean relacionarse conmigo. ¿Qué puedo hacer para agradecer su desprecio? Que venga el coñac.

En el verano de 2007 estuve en Leukerbad, un minúsculo pueblo en Suiza saturado de fuentes termales a donde se me invitó a participar en un encuentro de literatura. Yo no engaño a nadie: no soy un escritor que quiera ser tratado como tal. Yo prefiero desempeñarme en último de los casos como un borracho o un arribista. Y espero que no se me moleste. Que se me respete en mi calidad de “ser no respetable” y que se me ignore: el cero a la izquierda tan anhelado por ciertos hombres de letras. Fui hospedado en el recatado y cómodo hotel Bristol en cuyo balcón pasaba las mañanas hojeando las páginas de un libro que leería más tarde en público. El libro lo había escrito yo y lo leía para ensayar las acostumbradas mentiras en las que creo al pie de la letra. Son mentiras que no hacen daño a nadie, excepto a mí: son pura y vil literatura escrita en un mundo colmado de miseria y negocios que crean más miseria. Recuerdo que casi todas las personas que recorrían las calles de Leukerbad andaban ataviadas con una bata de baño blanca y caminaban en busca de alguna de las sesenta y tantas fuentes termales donde recuperarían la salud sumergiendo el cuerpo en aguas minerales. Sumergirse en el agua es una acción noble y natural —volver al origen— que se vuelve algo vulgar y ordinaria cuando se acompaña de la acción de emerger nuevamente.

Ancianos de huesos curvados, mujeres diminutas y rosadas entradas en edad, hombres enfermos y pueriles, parejas próximas a la extremaunción caminaban hombro con hombro rumbo a la fuente de estas aguas purificadoras. Ante una escena semejante yo redoblaba mis raciones de vino y coñac de modo que en la tarde me encontraba yo más bien resignado. Mi público lo formaban las mismas personas que recorrían las calles, aunque en el recinto se habían despojado ya de su bata de baño y vestían de manera formal, es decir no llevaban puesta su bata de baño, lo que, desde mi punto de vista habría sido un acto extraordinario. Estuve a punto de enloquecer ante la visión de esos espectros sin bata y llegué a tener la certeza de que incluso el pueblo mismo encarnaba en sí una alucinación.

Veinte años antes de aquella experiencia vivida en Leukerbad había puesto los pies en Pamukkale, una modesta ciudad en el suroeste de Turquía, una zona de aguas termales visitada también a causa de sus cataratas fosilizadas: un paisaje de cascadas blancas que se presta a la exaltación y a la emoción infantil. La razón de mi estancia en esta ciudad —varios años antes de que fuera declarada patrimonio de la humanidad (es decir: patrimonio de lo que no existe)— se debía a una sola razón: acompañar a cierta mujer, originaria de Bologna, que había tomado la insolente determinación de sumergirse en las aguas rejuvenecedoras de Pamukkale: ¿Para qué deseaba rejuvenecer esa joven de 25 años quien, además, podría, vía la fuerza de su salud y belleza, arrastrar a Italia completa hacia la Jonia. ¿Y yo? Ante ella y sus rulos dorados no tenía decisión.

Mi memoria ha conservado los pormenores de aquel viaje…y un mapa. Tres días me mantuve tirado en un camastro y presa de una temperatura que me llevó a sufrir alucinaciones reales, quiero decir realidades falsas: serpientes y rostros de criminales grabados en las paredes, odaliscas de tres cabezas, luces oscuras e insectos inmóviles que aparecían y desaparecían a cada parpadeo de mis ojos. Puta madre. La causa de mi enfermedad había sido beber un día antes de una toma de agua callejera en un barrio de Esmirna, la tierra de Homero. Yo tenía por costumbre beber agua de la calle y aún no llovía sobre el planeta ese demoniaco alud de botellas de agua purificada. En aquel entonces pegabas la boca en el grifo y esperabas saciar la sed: y ya. De modo que mientras la italiana se bañaba en un estanque de aguas subterráneas yo, luchaba contra la muerte debido a la ingesta de aguas negras.

Estas experiencias triviales no me han dejado, por supuesto, inmune. Aprendí a conciencia la lección, claro, hasta que vuelva a olvidar lo aprendido. He aquí mi lección de sobreviviente: seguiré bebiendo aguas negras de cualquier grifo anónimo, pero jamás volveré a visitar una zona por cuyas entrañas corran aguas termales, y mucho menos acompañaré a una mujer que busca embellecerse a costa de la salud de los hombres.