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Michel Houellebecq, gloria de las letras francesas, argumenta en contra del suicidio asistido

martes, abril 6th, 2021

El escritor irrumpe en el debate francés sobre el suicidio asistido en momentos en que la Asamblea Nacional se dispone a tratar un proyecto de ley que contempla la eutanasia en caso de patologías graves.

Ciudad de México, 6 de abril (Radio Francia).– No es la primera vez que el escritor francés Michel Houellebecq aborda la problemática de la eutanasia. Lo ha hecho en su literatura, sobre todo en la novela El mapa y el territorio (2010), donde el padre del narrador va a ser eutanasiado en Suiza por una empresa llamada Dignitas. Pero el autor también se pronunció en contra del suicidio asistido en el sonado caso Vincent Lambert, con una violenta tribuna publicada en Le Monde, en la que acusó al Estado francés de haber matado a un enfermero por razones económicas para que no sea un peso para el hospital público.

Este lunes, en Le Figaro, Houellebecq intenta pesar una vez más en el debate público antes de que la Asamblea Nacional examine, a partir de este jueves, un proyecto de ley que legaliza el suicidio asistido en el caso de patologías graves.

En su columna, titulada “Una civilización que legaliza la eutanasia pierde todo derecho al respeto”, estima que la eutanasia constituye “una ruptura antropológica sin precedentes”.

El primero de sus argumentos es clínico, consiste en afirmar que “el sufrimiento físico puede ser eliminado” a través de la morfina o la hipnosis, lo que, según enfatiza, el 96 por ciento de las personas ignora.

En el plano filosófico, Houellebecq cuestiona términos clave del debate. “Los defensores de la eutanasia hacen gárgaras con palabras cuyo significado desvían hasta tal punto que no deberían ni siquiera permitirse decirlas. En el caso de la ‘compasión’, la mentira es palpable. En el caso de la ‘dignidad’, es más insidiosa. Nos hemos alejado gravemente de la definición kantiana de dignidad al sustituir progresivamente el ser físico por el ser moral (¿negando la noción misma de ser moral?), al sustituir la capacidad propiamente humana de actuar en obediencia al imperativo categórico por la concepción más animal y plana de un estado de salud, que se ha convertido en una especie de condición de posibilidad de la dignidad humana, hasta representar finalmente su único significado verdadero”.

“NO ME QUEDA DIGNIDAD, ¿Y QUÉ?”

Houellebecq habla luego, con ese humor negro y frío que caracteriza su prosa, de la decadencia física de su propio cuerpo de fumador empedernido, arrasado por el paso del tiempo.

“Al cabo de un tiempo, una vez alcanzado cierto grado de degradación física, inevitablemente acabaré diciéndome (aunque no me lo señalen) que no me queda dignidad. Bueno, ¿y qué? Si eso es la dignidad, podemos vivir sin ella; no la necesitamos. Por otro lado, todos necesitamos sentirnos necesitados o queridos, o al menos valorados, o incluso admirados, en mi caso. También es cierto que podemos perderla; pero no podemos hacer mucho al respecto; los demás juegan un papel muy decisivo en este sentido. Y me veo pidiendo morir sólo con la esperanza de que alguien me diga: ‘No, no, no, quédate con nosotros’; eso sería típico de mí”.

El autor de Sumisión descree de que Francia esté “atrasada” con respecto a otros países que han creado un marco legal para el suicidio asistido en caso de patologías y dice sospechar de sus promotores, entre quienes figuran quienes sostienen que “no, la eutanasia no es eugenesia”. “Sin embargo, es evidente que sus partidarios, desde el ‘divino’ Platón hasta los nazis, son exactamente los mismos”, recalca.

“EL HONOR DE UNA CIVILIZACIÓN”

Houellebecq lamenta que los representantes del monoteísmo y del budismo en particular se resignarán ante la promulgación de la nueva ley, vaciando de contenido “la agonía, un momento particularmente importante en la vida del hombre”.

Por último, para Houellebecq, el juramento hipocrático (“A nadie daré veneno, y si alguno me propone semejante cosa, no tomaré en consideración la iniciativa de tal sugestión“) era algo crucial que se violará, y en juego está “el honor de una civilización”.

“Pero es algo más lo que está en juego, a nivel antropológico es una cuestión de vida o muerte”, continúa. “Debo ser muy explícito en este punto: cuando un país -una sociedad, una civilización- llega a legalizar la eutanasia, pierde, en mi opinión, cualquier derecho al respeto. Entonces no sólo es legítimo, sino deseable, destruirlo para que otra cosa -otro país, otra sociedad, otra civilización- tenga la oportunidad de nacer”, concluye.

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Es un comprimido pequeño, blanco, ovalado, divisible: Serotonina, la novela de Michel Houellebecq

sábado, enero 12th, 2019

El 4 de enero ha salido a la venta Serotonina, de Michel Houellebecq. Una semana después aquí puedes leer el primer capítulo. Entre la admiración y el odio a probablemente el escritor francés más conocido en el mundo, los lectores esperanzados como hace tiempo no lo hacían con ningún libro.

Ciudad de México, 12 de enero (SinEmbargo).- “Es un comprimido pequeño, blanco, ovalado, divisible.

Me despierto hacia las cinco o a veces las seis de la mañana, la necesidad es extrema, es el momento más doloroso del día. Mi primer gesto es poner en marcha la cafetera eléctrica; la víspera he llenado el depósito de agua y de café molido el filtro (por lo general Malongo, con el café sigo siendo bastante exigente). No enciendo un cigarrillo hasta después de haber tomado un primer sorbo; es una obligación que me impongo, un éxito cotidiano que se ha convertido en mi principal fuente de orgullo (debo confesar, sin embargo, que las cafeteras eléctricas van muy rápido). El alivio que me produce la primera bocanada es inmediato, de una virulencia sorprendente.

La nicotina es una droga perfecta, una droga simple y dura, que no proporciona ninguna alegría y se define totalmente por la carencia y por el cese de esa carencia.

Unos minutos más tarde, después de dos o tres cigarrillos, tomo un comprimido de Captorix con un cuarto de vaso de agua mineral, normalmente Volvic”. Así empieza Serotonina, la esperada novela del francés Michel Houellebecq (1956), que tanto en Francia (que ha salido por Flammarion) y en España (con Anagrama) ha despertado grandes ventas.

De hecho, en esta semana se mantiene en primeras filas y su salida, a tres años de que sacara Sumisión (su novela antiislamista), mantiene el vivo interés literario, inclusive aquí en México, donde la semana pasada vio la luz.

“Llegó a librería el mismo día que el ataque a la revista Charlie Hebdo por extremistas islámicos y se agotó en noviembre pasado con las terribles ejecuciones de civiles en las calles de París. Sin decirlo, Houellebecq nos muestra que el fanatismo religioso será el motor de las guerras del siglo XXI y sustituirá al fanatismo nacionalista, impulsor de las guerras del siglo XX. Sumisión revela que ese futuro regresivo y milenarista ya ha comenzado”, decía Jorge Zepeda en su columna de libros para Puntos y Comas.

Más allá de las predicciones de Houellebecq, ese libro lo volcó hacia la extrema derecha y muchos dicen que es el candidato más promocionado de Marine Le Pen.

Lejos quedó ese muchacho absorbido por un cigarrillo rubio, que iba a las entrevistas y no contestaba nada, que había con sus libros Las partículas elementales y Plataforma, representado toda esa sinrazón y ese tedio de la vida moderna.

El, contradictorio y raro, moralista y sin bañarse, acaba de sacar Serotonina, hablando del antidepresivo Captorix, que como efecto secundario te quita la libido y te genera impotencia. Su prosa parece un diario de adolescente, esa historia que te cuenta un amigo, pero ya vieja, ya desgastada. Siempre atractivo y tal vez con esa rémora de alguien que está disconforme, pero no alcanza a salir de su prisión

El trato a las mujeres es siempre deplorable y tal vez como lector de Houellebecq hayamos ya cambiado, queramos leer otras cosas y otras rebeliones.

Mientras tanto, leamos la historia de Florent-Claude Labrouste, que tiene cuarenta y seis años, detesta su nombre y se medica con Captorix, un antidepresivo que libera serotonina y que tiene tres efectos adversos: náuseas, desaparición de la libido e impotencia.

Su periplo arranca en Almería –con un encuentro en una gasolinera con dos chicas que hubiera acabado de otra manera si protagonizasen una película romántica, o una pornográfica–, sigue por las calles de París y después por Normandía, donde los agricultores están en pie de guerra. Francia se hunde, la Unión Europea se hunde, la vida sin rumbo de Florent-Claude se hunde. El amor es una entelequia. El sexo es una catástrofe. La cultura –ni siquiera Proust o Thomas Mann– no es una tabla de salvación.

Florent-Claude descubre unos escabrosos vídeos pornográficos en los que aparece su novia japonesa, deja el trabajo y se va a vivir a un hotel. Deambula por la ciudad, visita bares, restaurantes y supermercados. Filosofa y despotrica. También repasa sus relaciones amorosas, marcadas siempre por el desastre, en ocasiones cómico y en otras patético (con una danesa que trabajaba en Londres en un bufete de abogados, con una aspirante a actriz que no llegó a triunfar y acabó leyendo textos de Blanchot por la radio…). Se reencuentra con un viejo amigo aristócrata, cuya vida parecía perfecta pero ya no lo es porque su mujer le ha abandonado por un pianista inglés y se ha llevado a sus dos hijas. Y ese amigo le enseña a manejar un fusil…

Nihilista lúcido, Michel Houellebecq construye un personaje y narrador desarraigado, obsesivo y autodestructivo, que escruta su propia vida y el mundo que le rodea con un humor áspero y una virulencia desgarradora. Serotonina demuestra que sigue siendo un cronista despiadado de la decadencia de la sociedad occidental del siglo XXI, un escritor indómito, incómodo y totalmente imprescindible.

Una novela con un gran discurso machista. Foto: Anagrama

Fragmento de Serotonina, de Michel Houellebecq, con autorización de Anagrama

Es un comprimido pequeño, blanco, ovalado, divisible.

Me despierto hacia las cinco o a veces las seis de la mañana, la necesidad es extrema, es el momento más doloroso del día. Mi primer gesto es poner en marcha la cafetera eléctrica; la víspera he llenado el depósito de agua y de café molido el filtro (por lo general Malongo, con el café sigo siendo bastante exigente). No enciendo un cigarrillo hasta después de haber tomado un primer sorbo; es una obligación que me impongo, un éxito cotidiano que se ha convertido en mi principal fuente de orgullo (debo confesar, sin embargo, que las cafeteras eléctricas van muy rápido). El alivio que me produce la primera bocanada es inmediato, de una virulencia sorprendente. La nicotina es una droga perfecta, una droga simple y dura, que no proporciona ninguna alegría y se define totalmente por la carencia y por el cese de esa carencia.

Unos minutos más tarde, después de dos o tres cigarrillos, tomo un comprimido de Captorix con un cuarto de vaso de agua mineral, normalmente Volvic.
Tengo cuarenta y seis años, me llamo Florent-Claude Labrouste y detesto mi nombre de pila, creo que procede de dos miembros de mi familia a los que mi padre y mi madre, cada uno por su lado, querían honrar; y es lamentable porque, por lo demás, no tengo nada que reprochar a mis padres, fueron excelentes en todos los sentidos, hicieron todo lo posible para darme las armas necesarias en la lucha por la vida, y si al final he fracasado, si mi vida termina en la tristeza y el sufrimiento, no puedo culparles a ellos, sino más bien a una desventurada serie de circunstancias de las que tendré ocasión de hablar –y que incluso constituyen, a decir verdad, el objeto de este libro–, no tengo absolutamente nada que reprochar a mis padres aparte de esa nimiedad, ese molesto pero nimio episodio del nombre, no solo me parece ridícula la combinación Florent-Claude, sino que me desagradan sus dos elementos; en suma, considero mi nombre un fallo garrafal. Florent es demasiado blando, demasiado próximo al femenino Florence en un sentido casi andrógino. No se corresponde en absoluto con mi cara de rasgos enérgicos, agresivos en algunos ángulos, que a menudo ha sido considerada viril (por lo menos por algunas mujeres) pero de ningún modo, ni por asomo, el rostro de un pederasta botticelliano. Por no hablar de Claude, que me hace pensar instantáneamente en las Claudettes, y en cuanto oigo pronunciar ese nombre, en el acto me viene a la memoria la imagen espantosa de un vídeo vintage de Claude François reproducido en bucle en una velada de maricas viejos.

No es difícil cambiar el nombre de pila, bueno, no quiero decir desde un punto de vista administrativo, casi nada es posible desde ese punto de vista, el objetivo de la administración es reducir al máximo tus posibilidades de vida, cuando no consigue pura y simplemente destruirla, desde el punto de vista administrativo un buen administrado es un administrado muerto, hablo sencillamente desde el punto de vista del uso: basta con presentarse con un nombre nuevo y al cabo de unos meses o incluso unas semanas todo el mundo se acostumbra, a la gente ni siquiera se le pasa por la cabeza que hayas podido llamarte de otra forma anteriormente. La operación, en mi caso, habría sido aún más simple porque mi segundo nombre, Pierre, se correspondía perfectamente con la imagen de firmeza y de virilidad que me habría gustado transmitir al mundo. Pero no hice nada, seguí dejando que me llamaran por ese nombre repulsivo de Florent-Claude, lo máximo que conseguí de algunas mujeres (de Camille y de Claude, concretamente, pero ya hablaré de ellas, ya hablaré) fue que se limitaran a llamarme Florent, de la sociedad en general no he conseguido nada, en este sentido, como en casi todos los demás, me he dejado llevar por las circunstancias, he dado prueba de mi incapacidad para gobernar mi propia vida, la virilidad que parecía desprenderse de mi cara de aristas francas, de mis rasgos cincelados, no era más que una engañifa, una estafa pura y dura de la que, en verdad, yo no era responsable, Dios había decidido por mí, pero yo era, en realidad era y siempre había sido, un gallina inconsistente, y a mis cuarenta seis años nunca había sido capaz de controlar mi propia vida, en fin, parecía muy verosímil que la segunda parte de mi existencia solo sería, a semejanza de la primera, un fláccido y doloroso derrumbamiento.

Los primeros antidepresivos conocidos (Seroplex, Prozac) aumentaban los niveles de serotonina en sangre inhibiendo su recaptación por las neuronas 5-HT1. El descubrimiento, a principios de 2017, del Capton D-L abriría la vía a una nueva generación de antidepresivos, con un mecanismo de acción finalmente más simple, ya que se trataba de favorecer la liberación por exocitosis de la serotonina producida al nivel de la mucosa gastrointestinal. A finales de año se comercializó el Capton D-L con el nombre de Captorix. Demostró de inmediato una eficacia sorprendente que permitía a los pacientes integrar con una facilidad inédita los ritos más importantes de una vida normal dentro de una sociedad evolucionada (higiene, vida social reducida a la buena vecindad, trámites administrativos sencillos) sin favorecer en modo alguno, a diferencia de los antidepresivos de la generación anterior, las tendencias suicidas o de automutilación.

El autor frente a su fenómeno de ventas. Foto: Especial

Los efectos secundarios indeseables observados con mayor frecuencia con Captorix eran las náuseas, la desaparición de la libido, la impotencia.
Yo nunca había sufrido náuseas.

La historia empieza en España, en la provincia de Almería, exactamente a cinco kilómetros de El Alquián, en la carretera N-340. Estábamos a principios del verano, seguramente a mediados de julio, hacia el final de la década de 2010; me parece que Emmanuel Macron era presidente de la República. Hacía bueno y un calor tórrido, como siempre en esta estación en el sur de España. Era primera hora de la tarde, y mi Mercedes 4 × 4 G 350 TD estaba en el aparcamiento de la gasolinera Repsol. Acababa de llenar el depósito de diésel y estaba bebiendo lentamente una Coca-Cola Zero recostado en la carrocería, invadido por una tristeza creciente ante la idea de que Yuzu llegaría al día siguiente, cuando un Volkswagen escarabajo paró delante de la máquina de aire.

Se apearon del coche dos veinteañeras, hasta de lejos se veía que eran preciosas, en los últimos tiempos me había olvidado de hasta qué punto pueden ser encantadoras las chicas, me produjo una conmoción, como una especie de golpe teatral exagerado, ficticio. El aire era tan caluroso que parecía animado por una ligera vibración, al igual que el asfalto del aparcamiento, eran exactamente las condiciones para la aparición de un espejismo. Pero las chicas eran reales y sucumbí a un leve pánico cuando una de ellas vino hacia mí. Tenía una larga melena castaño claro, muy ligeramente ondulada, y llevaba en la frente una delgada cinta de cuero recubierta de motivos geométricos de colores. Una banda de algodón blanco le cubría más o menos los pechos, y su falda corta, flotante, también de algodón blanco, parecía dispuesta a levantarse al menor soplo de aire; sin embargo, no había ninguno, Dios es clemente y misericordioso.

La chica estaba tranquila, sonriente, y no parecía tener ningún miedo; el miedo estaba en mi lado, digámoslo claramente. Su mirada destilaba bondad y felicidad; supe nada más verla que en su vida no había conocido más que experiencias felices con los animales, los hombres, incluso con los jefes. ¿Por qué se me acercaba, joven y deseable, aquella tarde de verano? Ella y su amiga querían comprobar la presión de sus neumáticos (bueno, me explico mal, de los neumáticos de su coche). Es una medida prudente, recomendada por los organismos de protección viaria en casi todos los países civilizados e incluso en algunos otros. De modo que aquella chica no solo estaba buena y era buena, sino que también era prudente y sensata, mi admiración por ella crecía a cada segundo. ¿Podía negarle mi ayuda? Era evidente que no.

Su compañera se ajustaba más al modelo que cabía esperar de una española: el pelo muy negro, los ojos castaño oscuro, la piel mate. Tenía un aspecto menos hippioso, bueno, también parecía bastante hippie, pero menos maja, con un toquecito de golfa, un anillo de plata le perforaba la narina izquierda, la faja que le tapaba los pechos era multicolor, de un grafismo agresivo, constelada de lemas que podían considerarse punk o rock, he olvidado la diferencia, para simplificar digamos que punk-rock. A diferencia de su amiga llevaba un short y era peor todavía, yo no sé por qué fabrican shorts tan ceñidos, era imposible que su culo no te hipnotizase. Era imposible, yo no pude evitarlo, pero casi enseguida volví a concentrarme en la situación. Lo primero que había que saber, les expliqué, era la presión conveniente para el modelo de automóvil en cuestión: normalmente venía indicada en una plaquita metálica soldada en la parte inferior de la portezuela delantera izquierda.

La placa estaba efectivamente en el lugar mencionado y noté que crecía la consideración de las chicas por mis competencias varoniles. Como su coche no iba muy cargado –sorprendentemente llevaban poco equipaje, dos bolsas ligeras que debían de contener algunos tangas y los productos de belleza usuales, una presión de 2,2 kilobars era suficiente.

Faltaba realizar la operación de inflado propiamente dicha. La presión del neumático delantero izquierdo, constaté de entrada, era solo de 1,0 kilobar. Me dirigí a las chicas con gravedad, hasta con una ligera severidad a la que mi edad me autorizaba: habían hecho bien en consultarme, y menos mal, porque estaban sin saberlo en auténtico peligro: las ruedas poco infladas podían producir pérdidas de adherencia, un desvío de la trayectoria, a la larga el accidente era casi seguro. Ellas reaccionaron con emoción e inocencia, la del pelo castaño me puso una mano en el antebrazo.

Hay que reconocer, desde luego, que el manejo de estos aparatos es un coñazo, hay que acechar los silbidos del mecanismo y muchas veces hay que tantear antes de colocarlos en la boquilla de la válvula, es más fácil follar, de hecho, es más intuitivo, estoy seguro de que ellas habrían estado de acuerdo conmigo a este respecto, pero no sabía cómo abordar el asunto, total, que inflé la rueda delantera izquierda e inmediatamente después la trasera izquierda, ellas estaban acuclilladas a mi lado y seguían mis gestos con suma atención, barboteando en su lengua “chulo” y “claro que sí” y luego yo les pasé el relevo y las exhorté a ocuparse de los otros neumáticos bajo mi paternal supervisión.

La morena, más impulsiva, como bien advertí, acometió de entrada la rueda delantera derecha y ahí la cosa se volvió peliaguda en cuanto se arrodilló, con sus nalgas prietas, de una redondez tan perfecta dentro del minishort y que se movían a medida que intentaba controlar la boquilla, creo que la del pelo castaño se compadeció de mi apuro, hasta me pasó brevemente un brazo alrededor de la cintura, un brazo de hermana.

Llegó el momento, por último, del neumático trasero derecho, del que se encargó la del pelo castaño. La tensión erótica era menos intensa, pero se le superponía una suave tensión amorosa, porque los tres sabíamos que era el último neumático y luego no tendrían otra alternativa que proseguir viaje.

Sin embargo, se quedaron conmigo unos minutos, entrelazando agradecimientos y gestos airosos, y su actitud no era del todo teórica, al menos es lo que me digo ahora, a varios años de distancia, cuando me da por rememorar que en otra época tuve una vida erótica. Ellas me preguntaron mi nacionalidad –francesa, creo que no lo he mencionado–, si la región me parecía atractiva, si, en particular, yo conocía sitios chulos. En un sentido, sí, había un bar de tapas donde también servían desayunos abundantes, justo enfrente de mi domicilio. Había asimismo un local nocturno, un poco más lejos, que se podía, siendo generoso, considerar chulo. Y estaba mi casa, podría haberlas alojado, al menos una noche y tuve la sensación (pero sin duda fantaseo retrospectivamente) de que eso habría sido realmente chulo. Pero no dije nada de todo esto, opté por la síntesis para explicarles a grandes rasgos que la región era agradable (lo cual era verdad) y que me sentía muy a gusto en ella (lo cual era falso, y la próxima llegada de Yuzu no arreglaría las cosas).

Al final se marcharon haciendo grandes gestos con la mano, el Volkswagen escarabajo dio media vuelta en el aparcamiento y enfiló la vía de acceso a la carretera nacional.

Allí podrían haber sucedido varias cosas. Si hubiéramos estado en una comedia romántica, al cabo de unos segundos de titubeo dramático (en este momento es importante el actor, creo que Kev Adams podría haberlo hecho), yo habría saltado al volante de mi Mercedes 4 × 4, habría alcanzado rápidamente al escarabajo en la autopista, lo habría adelantado gesticulando mucho con los brazos, gestos un poco tontos (como los que hacen los actores de las comedias románticas), el Volkswagen se habría parado en el arcén de emergencia (de hecho, en una comedia clásica habría solo una chica, sin duda la del pelo castaño) y habrían acontecido diversos y emocionantes actos humanos, entre los golpes de aire de los camiones que nos pasaban rozando a unos metros. Para esta escena el dialoguista habría tenido que currarse el texto.

Si hubiésemos estado en una película porno, la continuación habría sido aún más previsible, pero menor la importancia del diálogo. Todos los hombres desean chicas frescas, ecologistas y amantes de los tríos; bueno, casi todos los hombres, yo por lo menos.

Estábamos en la realidad y por eso volví a mi casa. Me había sobrevenido una erección, cosa apenas sorprendente teniendo en cuenta cómo había ido la tarde. La traté con los medios habituales.

Aquellas chicas, y en especial la del pelo castaño, podrían haber dado un sentido a mi estancia en España y la conclusión decepcionante y trivial de mi tarde no hizo más que subrayar cruelmente una evidencia: no tenía ningún motivo para estar allí. Había comprado aquel apartamento con Camille y para ella.

Era la época en que teníamos proyectos de pareja, un arraigo familiar, un molino romántico en la Creuse o qué sé yo, quizá lo único que no proyectamos fue la fabricación de hijos y aún así, en un momento dado, faltó poco. Fue mi primera compra inmobiliaria y además la única.

El lugar le había gustado de inmediato. Era un pequeño centro naturista, tranquilo, apartado de los enormes complejos turísticos que se extienden desde Andalucía hasta Levante y cuya población se componía sobre todo de jubilados del norte de Europa: alemanes, holandeses, en menor medida escandinavos y, por supuesto, los inevitables ingleses, aunque curiosamente no había belgas, a pesar de que todo en aquel centro (la arquitectura de los pabellones, la distribución de los centros comerciales, el mobiliario de los bares) parecía reclamar su presencia, en fin, era realmente un rincón para belgas. La mayoría de los residentes había desempeñado su carrera en la docencia, el funcionariado en el sentido amplio, las profesiones intermedias. Terminaban ahora su vida de una forma apacible, no eran los últimos a la hora del aperitivo y paseaban con simplicidad, del bar a la playa y de la playa al bar, sus nalgas caídas, sus pechos superfluos y sus pollas inactivas. No se metían en líos, no causaban ningún conflicto de vecindad, extendían con civismo una toalla en las sillas de plástico del No problemo antes de enfrascarse, con una atención exagerada, en el examen de una carta por lo demás corta (en el perímetro del recinto nudista era una cortesía admitida evitar mediante una toalla el contacto entre un mobiliario de uso colectivo y las partes íntimas, posiblemente húmedas, de los consumidores).

Otra clientela, menos numerosa pero más activa, era la formada por los hippies españoles (adecuadamente representados, yo me percataba con dolor, por aquellas dos chicas que me habían abordado para inflar los neumáticos). No estará de más un breve recorrido por la historia reciente de España. A la muerte del general Franco, en 1975, España (más concretamente la juventud española) se vio enfrentada a dos tendencias contradictorias. La primera, directamente surgida de los años sesenta, otorgaba un gran valor al amor libre, el nudismo, la emancipación de los trabajadores y ese tipo de de cosas. La segunda, que acabaría imponiéndose en los años ochenta, valoraba por el contrario la competición, el porno hard, el cinismo y las stock-options, bueno, simplifico pero hay que hacerlo porque, si no, no llegamos a nada. Los representantes de la primera tendencia, cuya derrota estaba programada de antemano, se replegaron poco a poco hacia reservas naturales como este modesto centro naturista en el que yo había comprado un apartamento. Por otra parte, ¿finalmente se había producido esa derrota programada? Algunos fenómenos muy posteriores a la muerte de Franco, tales como el movimiento de los indignados, podían inducir a pensar lo contrario. Así como, más recientemente, la presencia de aquellas dos jovencitas en la gasolinera Repsol de El Alquián, aquella tarde perturbadora y funesta; ¿el femenino de indignado era indignada? ¿Había, pues, conocido a dos encantadoras indignadas? No lo sabré nunca, no había podido acercar mi vida a la suya, aunque podría haberles propuesto que visitaran mi centro naturista, donde habrían estado en su entorno natural, quizá la morena se habría marchado, pero yo habría estado a gusto con la castaña, en fin, las promesas de felicidad se volvían un poco borrosas a mi edad, pero durante varias noches después del encuentro soñaba con que la castaña llamaba a mi puerta. Había vuelto a buscarme, mi vagabundeo por este mundo había llegado a su fin, había vuelto para salvarme con un solo movimiento la polla, mi ser y mi alma. “Y en mi casa, libre y audazmente, penetra como su dueña.” En algunos de estos sueños ella precisaba que su amiga morena aguardaba en el coche para saber si podía subir para unirse a nosotros; pero esta versión onírica se hizo cada menos frecuente, el guión se simplificaba y al final no hubo siquiera guión, inmediatamente después de abrir la puerta entrábamos en un espacio luminoso, inenarrable. Estas divagaciones continuaron durante un poco más de dos años; pero no nos adelantemos.

Por el momento, la tarde del día siguiente tendría que ir a buscar a Yuzu al aeropuerto de Almería. Ella nunca había estado aquí, pero yo tenía la certeza de que detestaría el lugar. Solo sentiría asco por los jubilados nórdicos y desprecio por los hippies españoles, ninguna de estas dos categorías (que cohabitaban sin gran dificultad) encajaba en su visión elitista de la vida social y del mundo en general, toda aquella gente carecía definitivamente de clase, y por otro lado yo tampoco tenía la menor clase, solamente dinero, incluso bastante dinero, a causa de unas circunstancias que referiré quizá cuando tenga tiempo, y una vez que se había dicho esto en el fondo ya se había dicho todo lo que había que decir de mi relación con Yuzu, a la que naturalmente tenía que abandonar, estaba claro, y también que nunca deberíamos haber vivido juntos, pero yo necesitaba tiempo, mucho tiempo, para volver a gobernar mi vida, como ya he dicho, y la mayor parte del tiempo era incapaz de hacerlo.

No me costó encontrar sitio en el aeropuerto, el aparcamiento estaba sobredimensionado, como todo en la región, concebido a la medida de un éxito turístico descomunal que nunca se produjo.

Hacía meses que no me había acostado con Yuzu y sobre todo no tenía intención de volver a hacerlo en ningún caso, por distintos motivos que explicaré sin duda más adelante, en el fondo yo no comprendía en absoluto por qué había organizado estas vacaciones, y tenía ya pensado, mientras esperaba en un banco de plástico en el vestíbulo de llegadas, acortar su duración; había previsto dos semanas, una sería más que suficiente, iba a mentir sobre mis obligaciones profesionales, la muy puta no podría objetar nada a este respecto, dependía por completo de mi pasta, lo cual al fin y al cabo me daba ciertos derechos.

El avión procedente de París-Orly llegaba puntual y la sala de llegadas estaba climatizada agradablemente y casi totalmente vacía: el turismo disminuía cada vez más en la provincia de Almería. En el momento en que el tablón electrónico anunció que el avión acababa de aterrizar, a punto estuve de levantarme y dirigirme al aparcamiento; ella no sabía mi dirección, le resultaría imposible encontrarme. Razoné rápidamente: un día u otro tendría que volver a París, aunque solo fuese por motivos profesionales, de mi trabajo en el Ministerio de Agricultura estaba ya prácticamente tan asqueado como de mi pareja japonesa, desde luego atravesaba un mal momento, hay gente que se suicida por menos de eso.

Como de costumbre, Yuzu estaba despiadadamente maquillada, casi pintada, la barra de labios escarlata y la sombra de ojos violeta realzaban su tez pálida, su piel de “porcelana”, como decían en las novelas de Yves Simon, recordé en aquel momento que ella nunca se exponía al sol, porque los japoneses consideran que una piel muy blanca (bueno, de porcelana, por decirlo a la manera de Yves Simon) era el summum de la distinción, así que qué íbamos a hacer en un balneario español si te niegas a exponerte al sol, aquel proyecto de vacaciones era resueltamente absurdo, esa misma noche, en el trayecto de vuelta, me encargaría de cambiar las reservas de hotel, una semana era ya demasiado, ¿por qué no guardar algunos días de primavera para los cerezos en flor de Kioto?

Con la del pelo castaño todo habría sido distinto, ella se habría desvestido en la playa sin rencor ni desprecio, como una chica obediente de Israel, a ella no le molestarían los michelines de las gordas jubiladas alemanas (tal era el destino de las mujeres, ella lo sabía, hasta la llegada de Cristo en su gloria), habría ofrecido al sol (y a los jubilados alemanes, que no se habrían perdido ni un detalle) el glorioso espectáculo de sus nalgas perfectamente redondas, de su coño candoroso pero depilado (porque Dios ha permitido engalanarse), y a mí se me habría empinado otra vez, me habría empalmado como un mamífero, pero ella no me la habría mamado directamente en la playa, era un centro naturista familiar, habría evitado escandalizar a las pensionistas alemanas, que  hacían ejercicios de hatha yoga en la playa al despuntar el sol, pero yo habría intuido que ella deseaba hacerlo y mi virilidad se habría sentido regenerada, y ella habría esperado a estar juntos en el agua, a unos cincuenta metros de la orilla (la pendiente de la playa era muy suave), para ofrecer sus partes húmedas a mi falo triunfal, y más tarde habríamos cenado un arroz con bogavante en un restaurante de Garrucha, el romanticismo y la pornografía ya no habrían estado separados, la bondad de Dios se habría manifestado intensamente, en fin, que mis pensamientos iban de aquí para allá, pero al menos conseguí esbozar una vaga expresión de satisfacción cuando vi que Yuzu entraba en la sala de llegadas en medio de una horda compacta de mochileros australianos.

Ensayamos un beso, bueno, nos frotamos las mejillas, pero sin duda aquello era ya excesivo, ella se sentó al instante, abrió su neceser (cuyo contenido cumplía estrictamente las normas impuestas a los equipajes por todas las compañías aéreas) y volvió a empolvarse sin prestar la más mínima atención a la cinta de distribución de equipajes; estaba claro que iba a ser yo el que apechugase con ellas.

Sus maletas yo las conocía bien, por fuerza, eran de una marca famosa que había olvidado, Zadig y Voltaire o Pascal y Blaise, cuya idea, fuera la que fuese, había sido reproducir en la tela uno de esos mapas geográficos del Renacimiento en los que el mundo estaba representado de una forma muy aproximada, pero con leyendas vintage como: “Aquí hay tigres”, total, que eran maletas elegantes, su exclusividad la reforzaba el hecho de que no estaban provistas de ruedas, al contrario que las vulgares Samsonite para ejecutivos medios, o sea que había que cargarlas, exactamente como los baúles de los pudientes de la época victoriana.

Como todos los países de Europa occidental, España, empeñada en un proceso feroz de aumento de la productividad, había suprimido poco a poco los empleos no cualificados que antaño contribuían a hacer la vida un poco menos desagradable, condenando de paso a la mayoría de su población a un paro masivo. Maletas así, ya llevaran las siglas de Zadig y Voltaire o Pascal y Blaise, solo tenían sentido en una sociedad donde aún existía la función de mozo de cuerda.

No parecía ser el caso, pero en realidad sí, me dije al retirar de la cinta transportadora el equipaje de Yuzu (una maleta y una bolsa de viaje de un peso casi idéntico, las dos debían de pesar unos cuarenta kilos): el mozo de cuerda era yo.

Michel Houellebecq (1956) es poeta, ensayista y novelista, “la primera star literaria desde Sartre”, según se escribió en Le Nouvel Observateur. Su primera novela, Ampliación del campo de batalla (1994), ganó el Premio Flore. En mayo de 1998 recibió el Premio Nacional de las Letras, otorgado por el Ministerio de Cultura francés. Su segunda novela, Las partículas elementales (Premio Novembre, Premio de los Lectores de Les Inrockuptibles y mejor libro del año según la revista Lire), fue muy celebrada y polémica, así como Plataforma. Obtuvo el Premio Goncourt con El mapa y el territorio, que se tradujo en 36 países y ha abordado el espinoso tema de la islamización de la sociedad europea en Sumisión.

Michel Houellebecq deconstruye con virulencia la sociedad actual en su nueva novela, Serotonina

sábado, diciembre 22nd, 2018

La historia transcurre en Almería, París y Normandía, con un protagonista que vive las consecuencias de tomar un antidepresivo que libera serotonina. Este es la salida más importante de Anagrama al principio de año, luego de que se diera a conocer, hace cuatro años, su novela Sumisión.

Ciudad de México, 22 de diciembre (SinEmbargo).- La nueva novela de Michel Houellebecq, Serotonina, que saldrá a la venta en España, Italia y Alemania el 9 de enero, deconstruye con “áspero humor y virulencia desgarradora” la sociedad actual, de la que hace una crónica despiadada a través de un personaje desarraigado, obsesivo y autodestructivo.

La editorial Anagrama, que la publicará en España, ha adelantado hoy las líneas principales del argumento aunque el editor francés, Flammarion, había anunciado que no se haría público hasta el 27 de diciembre.

Almería, París y Normandía son los tres escenarios en los que Florent- Claude Labrouste, un hombre que odia su nombre por considerarlo “un fallo garrafal”, vive las consecuencias de tomar un antidepresivo que libera serotonina y que tiene tres efectos adversos: náuseas, impotencia y desaparición de la líbido.

Su periplo arranca en Almería con un encuentro en una gasolinera con dos chicas que hubiera acabado de otra manera “si protagonizasen una película romántica, o una pornográfica”, explica la editorial en una nota.

La historia, de unas 300 páginas, discurrirá después por las calles de París y Normandía, “donde los agricultores están en pie de guerra”.

Michel Houellebecq y su nueva portada en Anagrama. Foto: Anagrama

“Francia se hunde, la Unión Europea se hunde, la vida sin rumbo de Florent-Claude se hunde. Florent-Claude descubre unos escabrosos vídeos pornográficos en los que aparece su novia japonesa, deja el trabajo y se va a vivir a un hotel”.

“Deambula por la ciudad, visita bares, restaurantes y supermercados. Filosofa y despotrica. También repasa sus relaciones amorosas, marcadas siempre por el desastre, en ocasiones cómico y en otras patético. Se reencuentra con un amigo aristócrata cuya vida parecía perfecta y que le enseña a manejar un fusil”, indica Anagrama.

Serotonina demuestra que Houellebecq sigue siendo un cronista despiadado de la decadencia de la sociedad occidental del siglo XXI, un escritor indómito, incómodo y totalmente imprescindible”, añade la editorial sobre la nueva novela del poeta, ensayista y novelista, “la primera star literaria desde Sartre”, según Le Nouvel Observateur.

LECTURAS | Michel Houellebecq: En presencia de Schopenhauer

sábado, junio 23rd, 2018

Houellebecq meets Schopenhauer: el gran iconoclasta de las letras francesas se cruza con el gran pesimista de la filosofía alemana.

Ciudad de México, 23 de junio (Sin Embargo).-Todo empezó en la década de los ochenta, cuando un Houellebecq veinteañero se topó por azar en una biblioteca parisina con un libro de aforismos de Schopenhauer y tuvo una revelación: descubrió en él a un alma gemela, un álter ego del pasado, un maestro. Descubrió a alguien que le hizo sentirse menos solo. Y esa admiración acabó desembocando en este libro, una suerte de diálogo entre dos personas separadas por el tiempo pero unidas por la fiereza del pensamiento; dos voces indómitas, a contracorriente, de un pesimismo lúcido e incómodo. Houellebecq elabora una perspicaz lectura de la obra del filósofo alemán que acaba funcionando como un juego de espejos. Y así, Houellebecq ilumina a Schopenhauer y Schopenhauer ilumina a Houellebecq.

El pesimismo de ambos escritores. Foto: Especial

Prefacio y un capítulo del libro En presencia de Schopenhauer, de Michel Houellebecq, con autorización de Anagrama

PREFACIO. HISTORIA DE UNA REVOLUCIÓN

Cuando Michel Houellebecq emprendió en 2005 esta labor de traducción y comentario de la obra de Schopenhauer –una tarea tan ardua como inesperada y que demuestra su profunda admiración–, acababa de concluir la escritura de La posibilidad de una isla. Durante unas semanas se consagró a este nuevo proyecto con la intención, en un primer momento, de convertirlo en un libro; luego, enseguida, lo abandonó. Sin embargo, durante ese tiempo tradujo y comentó una treintena de pasajes extraídos de El mundo como voluntad y representación y de Aforismos sobre la sabiduría de la vida, las dos obras más célebres de Schopenhauer (1788- 1860). La primera, el libro capital del filósofo, es asimismo la obra de una vida: el joven Schopenhauer, que acababa de leer su tesis, trabajó en ella intensamente de 1814 a 1818, y en 1819 ya se publicó una primera versión; pero, a medida que introducía sin cesar nuevos añadidos, la obra se iba ampliando en ediciones sucesivas hasta convertirse en el imponente volumen, a menudo editado en varios tomos, que conocemos en la actualidad. Sin embargo, Schopenhauer solo obtendría finalmente –muy tarde ya– el reconocimiento público que siempre había esperado con la publicación de Parerga y Paralipómena (1851), una recopilación de diversos ensayos –entre los que se cuentan los Aforismos sobre la sabiduría de la vida– que abordan aspectos esenciales de su doctrina. “Comienza la comedia de mi fama”, dijo entonces, “con mi cabeza ya gris”.

Sin embargo, En presencia de Schopenhauer no es únicamente una labor de comentario: es también el relato de un encuentro. Hacia los veinticinco o veintisiete años –lo que sitúa la escena en la primera mitad de los años ochenta– Michel Houellebecq tomó prestado de una biblioteca, al parecer por casualidad Aforismos sobre la sabiduría de la vida. “En esa época ya conocía a Baudelaire, Dostoievski, Lautréamont y Verlaine, a casi todos los románticos; y mucha ciencia ficción. Había leído la Biblia, los Pensamientos de Pascal, Ciudad de Clifford D. Simak y La montaña mágica. Escribía poemas; ya tenía la impresión de releer, en lugar de leer; creía haber concluido por lo menos un ciclo en mi descubrimiento de la literatura. Y entonces, en unos minutos, todo se tambaleó.” Fue una verdadera conmoción y, presa de un afán febril, el joven recorrió París hasta dar con un ejemplar de El mundo como voluntad y representación, convertido súbitamente en “el libro más importante del mundo”; y esta nueva lectura, dice, también lo “cambió todo”.

Un autor es ante todo “un ser humano, presente en sus libros”, afirma François, el narrador de Sumisión, y “solo la literatura permite entrar en contacto con el espíritu de un muerto, de manera más directa, más completa y más profunda que lo haría la conversación con un amigo”.

Sin duda Michel Houellebecq experimentó esa misteriosa e impactante sensación al descubrir la obra de Schopenhauer; sin duda, también, al lanzarse a la redacción de este texto significativamente titulado En presencia de Schopenhauer quiso compartir con sus lectores ese encuentro capital. La fuerza de la revelación que suscitó en él esa lectura está relacionada, a buen seguro, con la conmoción que procura el reconocimiento de un álter ego con el que uno sabe desde el primer momento que se instaurará una larga camaradería. Schopenhauer, el experto en sufrimiento, el pesimista radical, el misántropo solitario, resulta ser una lectura “reconfortante” para Michel Houellebecq: uno se siente menos solo en compañía de otra persona. E incluso cabe preguntarse: ¿era ya schopenhaueriano Michel Houellebecq antes de su lectura de Schopenhauer o fue esa lectura la que le hizo tal como le conocemos? ¿Estaba ya fundamentalmente “no reconciliado” (con el mundo, los hombres, la vida) o fue Schopenhauer quien sembró la semilla del conflicto? ¿Houellebecq ya prefería los perros a los seres humanos o, como en otros aspectos, hay que ver en ello la influencia de Arthur? Es obvio que no tiene mayor importancia: ahí nos adentramos en los secretos de las relaciones de pareja duraderas. Lo que sí es seguro, por el contrario, es que en 1991, el año en que ven la luz las primeras publicaciones firmadas por Michel Houellebecq, Schopenhauer está por todas partes: desde el título (enormemente schopenhaueriano) de su ensayo sobre Lovecraft, Contra el mundo, contra la vida, hasta la primera frase de Sobrevivir, “el mundo es un sufrimiento desplegado”, que recuerda mucho al axioma schopenhaueriano según el cual “toda vida es sufrimiento”; e incluso en estos sorprendentes versos de su primer poemario, La búsqueda de la felicidad:

Quiero pensar en ti, Arthur Schopenhauer,

Yo te amo y veo en el reflejo de los cristales,

El mundo no tiene salida y yo soy un viejo payaso.

Hace frío. Hace mucho frío. Adiós Tierra

Y aunque ese encuentro pueda parecer un flechazo, tiene también toda la apariencia de una revolución; ya que la filosofía de Schopenhauer, cuya ambición es desarrollar un “único pensamiento” capaz de dar cuenta de la realidad en toda su complejidad, a Michel Houellebecq le parece de inmediato un formidable operador de verdad. Schopenhauer le abre los ojos y aprende a contemplar el mundo en sí mismo, es decir, enteramente movido por el “deseo de vivir” ciego y sin fin que es la esencia de todas las cosas, desde la materia inerte hasta los hombres, pasando por las plantas y los animales. En Schopenhauer, esa “voluntad” ajena al principio de razón es la base del carácter absurdo y trágico de toda existencia, en la que los sufrimientos son inevitables (puesto que “todo querer surge de la necesidad, o sea, de la carencia, es decir, del sufrimiento”) y, a su vez, no tienen justificación. Esa voluntad explica también el legendario pesimismo del autor. Un pesimismo radical, por descontado; pero un pesimismo roborativo, ya que según Michel Houellebecq “el desencanto no es malo”.

Y, como afirma Nietzsche en la tercera de sus Consideraciones intempestivas, Schopenhauer resulta ser el mejor “educador”. Su habla puede compararse, afirma Nietzsche, con la del padre que instruye a su hijo: es una “forma de expresarse honesta, ruda y cordial, ante un oyente que escucha con amor”.La obra de Schopenhauer es una escuela moral que insufla al lector las cualidades de la lealtad, la serenidad y la constancia que caracterizan a su autor y es también, siempre según Nietzsche, una lección de estilo (porque moral y estilo son las dos caras de una misma moneda): “El alma de Schopenhauer, ruda y un poco salvaje, enseña no tanto a añorar como a rechazar la flexibilidad y la gracia cortesana de los buenos escritores franceses.” ¿Se aplicó Nietzsche la lección? Michel Houellebecq sí, a buen seguro, y no es casualidad que les recuerde con tesón a quienes eternamente le reprochan su falta de estilo la famosa frase de Schopenhauer: “La primera –y casi condición de un buen estilo es tener algo que decir.”

Como demuestra rotundamente Michel Onfray, toda la obra del escritor podría leerse a través del filtro de la filosofía de Schopenhauer. Idéntica evidencia del sufrimiento, idéntico pesimismo, idéntica concepción del estilo, pero también idéntica concesión de una importancia central a la compasión como fundamento general de la ética; idéntico carácter salvador de la contemplación estética; idéntica imposibilidad de “adherir” al mundo… Y al constatar esa influencia no sorprende que Michel Houellebecq conciba de entrada En presencia de Schopenhauer como un homenaje para demostrar “a través de algunos de mis pasajes favoritos, por qué la actitud intelectual de Schopenhauer me sigue pareciendo un modelo para cualquier filósofo venidero; y también por qué, aunque se pueda estar en desacuerdo con él, solo cabe mostrarle una profunda gratitud”.

Sin embargo, la empresa –esa es su fuerza y su mayor interés– revela que Michel Houellebecq no se limita a ese proyecto: a lo largo de los comentarios precisos, a veces difíciles, de los fragmentos que se toma la molestia de traducir él mismo, la obra de Schopenhauer no se le aparece como una lección paciente y admirablemente asimilada, y menos aún como un modelo, sino como una formidable máquina para pensar. Poco a poco, el análisis se emancipa de la lectura del texto al pie de la letra y se esboza una interrogación sobre los problemas planteados por el gore y la representación de la pornografía en el arte, y también una crítica de las filosofías del absurdo o reflexiones sobre la emergencia de la poesía urbana, sobre las mutaciones del arte del siglo XX o sobre la “tragedia de la banalidad” que está “por escribir”… Este ejercicio intensamente personal (todo en él es singularmente houellebecquiano, incluso esa nota 44 en la que compara la “vida de los nómadas”, provocada por la “necesidad”, con la “vida del turista”, provocada por el “aburrimiento”) deja traslucir un ejercicio de pensamiento y abre nuevos horizontes: sin duda no es casualidad que En presencia de Schopenhauer sea inmediatamente anterior a El mapa y el territorio, que es quizá la novela más schopenhaueriana de todas las de Houellebecq.

Las historias de amor suelen acabar mal, y Michel Houellebecq afirma haberse alejado de Schopenhauer “unos diez años” después de haberlo descubierto. Otro encuentro, el de Auguste Comte, le obliga, dice, a hacerse positivista “con un entusiasmo desengañado”:¡ una adhesión racional (por descontado), fría, desprovista de la apasionada exaltación que acompañó el descubrimiento de Schopenhauer. El artículo titulado “Aproximaciones al desarraigo”, aparecido en 1993, debe de ser de esa época. En el mismo, Houellebecq presenta a Schopenhauer superado por aquello en lo que se negaba a creer y que se halla, por el contrario, en el núcleo de la doctrina positivista: el movimiento de la Historia.

La revelación que Schopenhauer había hecho sobre el mundo, “que por una parte existía como voluntad (como deseo, como impulso vital), y por otra era percibido como representación (neutro, inocente y puramente objetivo en sí, y por lo tanto susceptible de reconstrucción estética)» en la actualidad parece haber fracasado, dice. Esa revelación que Schopenhauer creía definitiva ha sido refutada por la “lógica del supermercado” que prevalece en el liberalismo contemporáneo: en lugar de “la fuerza orgánica y total, tercamente empeñada en su cumplimiento, que sugiere la palabra “voluntad”” el hombre contemporáneo ya solo conoce una “dispersión de los sentidos” y “cierta depresión del querer”; en cuanto a la representación, “profundamente infectada por el sentido”, invadida por perpetuos sentidos figurados, ha “perdido por completo la inocencia”, minando a la vez “la actividad artística y filosófica” incluso como posibilidad de comunicación entre los hombres. Nos adentramos así “en una atmósfera malsana, trucada, profundamente insignificante”. Por ello, la Historia no nos habrá salvado del pesimismo, ni por asomo: al demoler los pilares de la filosofía schopenhaueriana solo agrava su constatación. ¿Y ha anulado con ello su validez? Para responder a esa pregunta, basta leer la solución preconizada por Michel Houellebecq al final del artículo: “Cada individuo es capaz de producir en sí mismo una especie de revolución fría, situándose por un instante fuera del flujo informativo-publicitario. Es muy fácil de hacer; de hecho, nunca ha sido tan fácil como ahora situarse en una posición estética con relación al mundo: basta con dar un paso a un lado.” Suspensión del querer, conciencia de la distancia, práctica activa del desfase: Schopenhauer, ahora y siempre. Agathe Novak-Lechevalier

¡SAL DE LA INFANCIA, AMIGO, DESPIERTA!

Nuestras vidas se desarrollan en el espacio, y el tiempo no es más que un accesorio, un residuo. Aunque conservo un recuerdo fotográfico, inútilmente nítido, de los sitios donde han tenido lugar los acontecimientos de mi vida, solo consigo situarlos en el tiempo mediante laboriosos cotejos aproximativos. Así, cuando tomé prestado Aforismos sobre la sabiduría de la vida de la biblioteca municipal del distrito VII (más precisamente del anexo del barrio de Latour-Maubourg), debía de tener veintiséis años, aunque quizá tuviera veinticinco o veintisiete. Sea como fuere, era muy tarde para un descubrimiento tan formidable. En esa época ya conocía a Baudelaire, Dostoievski, Lautréamont y Verlaine, a casi todos los románticos; y mucha ciencia ficción. Había leído la Biblia, los Pensamientos de Pascal, Ciudad de Clifford D. Simak y La montaña mágica. Escribía poemas; ya tenía la impresión de releer, en lugar de leer; creía haber concluido por lo menos un ciclo en mi descubrimiento de la literatura. Y entonces, en unos minutos, todo se tambaleó.

Al cabo de dos semanas de búsqueda logré procurarme El mundo como voluntad y representación de una estantería de la librería de las Presses Universitaires de France, en el boulevard Saint-Michel; en aquellos tiempos, el libro solo se encontraba de segunda mano (durante meses manifesté mi sorpresa en voz alta, y debí de compartirla con decenas de personas: estábamos en París, una de las principales capitales europeas, ¡y el libro más importante del mundo ni siquiera se había reeditado!). En filosofía, me había quedado en Nietzsche; en la constatación de un fracaso, de hecho. Su filosofía me parecía inmoral y repulsiva, pero su poderío intelectual me impresionaba. Me hubiera gustado destruir el nietzscheísmo y dispersar sus cimientos, pero no sabía cómo hacerlo; intelectualmente, estaba derrotado. No hace falta decir que la lectura de Schopenhauer, en eso también, lo cambió todo. Al pobre Nietzsche ni siquiera le guardo rencor; sencillamente tuvo la mala suerte de aparecer después de Schopenhauer, al igual que en el terreno musical tuvo la desgracia de cruzarse con Wagner.

Mi segunda conmoción filosófica fue el descubrimiento de Auguste Comte, diez años más tarde, que me llevó en una dirección radicalmente opuesta; es difícil imaginar dos mentes más distintas. Si Comte hubiera conocido a Schopenhauer, es probable que solo hubiera visto en él a un metafísico, un representante del pasado (estimable sin duda, en la estela del “metafísico más importante”, léase Kant; pero a fin de cuentas un representante del pasado). Si Schopenhauer hubiera conocido a Comte, es probable que no se hubiera tomado muy en serio sus especulaciones. Entre paréntesis, los dos hombres eran contemporáneos (1788-1860 en el caso de Schopenhauer, 1798-1860 en el de Comte); a menudo siento la tentación de concluir que, en el plano intelectual, no ha ocurrido nada desde 1860. Y, por supuesto, es un fastidio vivir en una época de mediocres; sobre todo cuando uno se siente incapaz de elevar el nivel. Sin duda no produciré ninguna idea filosófica nueva; creo que, a mi edad, ya hubiera dado alguna señal de ello: pero estoy bastante seguro de que produciría mejores novelas si el pensamiento, a mi alrededor, fuese un poco más rico.

Entre Schopenhauer y Comte, al final me acabé decantando, y progresivamente, con un entusiasmo desengañado, me he vuelto positivista; al mismo tiempo, pues, he dejado de ser schopenhaueriano. A pesar de ello, releo poco a Comte y nunca con un placer simple, inmediato, más bien con ese placer algo perverso (y violento, una vez se le toma el gusto) que a menudo se siente con las rarezas estilísticas de los lunáticos, mientras que, a mi entender, no hay ningún filósofo cuya lectura sea tan inmediatamente agradable y reconfortante como la de Arthur Schopenhauer. No se trata del “arte de escribir” ni de chorradas por el estilo; se trata de las condiciones previas que cualquiera debería poder suscribir antes de tener la osadía de ofrecer su pensamiento a la atención del público. En su tercera Condición intempestiva, redactada poco antes de la abjuración, Nietzsche alaba la profunda honestidad de Schopenhauer, su probidad y su rectitud; elogia generosamente su tono, esa especie de ruda sencillez que despierta el desprecio hacia los elegantes y los estilistas. Ese es, ampliado, el objeto de este libro: me propongo tratar de demostrar, a través de algunos de mis pasajes favoritos, por qué la actitud intelectual de Schopenhauer me sigue pareciendo un modelo para cualquier filósofo venidero; y también por qué, aunque se pueda estar en desacuerdo con él, solo cabe mostrarle una profunda gratitud. Por qué, citando de nuevo a Nietzsche, “el hecho de que semejante hombre haya escrito aumenta el gozo de vivir sobre la Tierra”.

Michel Houellebecq (1958) es poeta, ensayista y novelista, “la primera star literaria desde Sartre”, según se escribió en Le Nouvel Observateur. Su primera novela, Ampliación del campo de batalla (1994), ganó el Premio Flore. En mayo de 1998 recibió el Premio Nacional de las Letras, otorgado por el Ministerio de Cultura francés. Su segunda novela, Las partículas elementales (Premio Novembre, Premio de los Lectores de Les Inrockuptibles y mejor libro del año según la revista Lire), fue muy celebrada y polémica, así como Plataforma. Obtuvo el Premio Goncourt con El mapa y el territorio, que se tradujo en 36 países, y ha abordado el espinoso tema de la islamización de la sociedad europea en Sumisión. Las cinco novelas han sido publicadas por Anagrama, al igual que Lanzarote, El mundo como supermercado, Enemigos públicos (con Bernard-Henri Lévy), Intervenciones y los libros de poemas Sobrevivir, El sentido de la lucha, La búsqueda de la felicidad y Renacimiento(reunidos en el tomo Poesía) y Configuración de la última orilla.

Los 10 libros entrañables de la escritora y cancionista Michelle Solano

sábado, agosto 6th, 2016
Michelle Solano, escritora y lectora. Foto: Especial

Michelle Solano, escritora y lectora. Foto: Especial

Quizá al principio leía para sentirse grande. Con el tiempo se dio cuenta de que ante la literatura, uno siempre es muy pequeño. Los libros: una hermosa condena.

Ciudad de México, 6 de agosto (SinEmbargo).- Comencé a leer cuando era todavía muy pequeña. En casa había muchísimos libros y yo pasaba horas contemplándolos en los estantes, adivinando su contenido, primero por las portadas y luego por los títulos en sus lomos.

Mis padres dedicaban bastante tiempo a la lectura, se sentaban en un sillón y se sumergían por largo rato en esa actividad que, tan pronto aprendí a leer, me pareció fascinante. Quizá al principio leía para sentirme grande. Con el tiempo me di cuenta de que ante la literatura, uno siempre es muy pequeño.

En la adolescencia los libros fueron mi salvación y refugio para los malestares propios de mi existencia, que ya por aquella época se hacían notar y también encontré en ellos algún atisbo de respuestas para las grandes incógnitas: ¿quién soy, de qué se trata vivir, qué se hace con todo lo que a uno le pasa adentro?

Pronto, leer también se convirtió en una hermosa condena, pues entre más leía más preguntas me hacía y más ganas de escribir sentía. Comencé también a descubrir la relación –para mí natural- que existe entre la literatura y la música, pues en una familia de lectores melómanos, donde el que no tocaba el piano tocaba la guitarra y el que no tocaba el acordeón cantaba, era común escuchar a Bob Dylan, a Violeta Parra o a Óscar Chávez, de lo cual deduje que la palabra y el lenguaje poético serían fundamentales en mi vida.

Reviso mi lista de los 10 libros que he elegido y se me quedan muchos fuera, pero como no se trata de los mejores, los más interesantes o los mejor escritos, sino de los entrañables, narro aquí las anécdotas a las que están ligados y la razón por las que, de tanto en tanto, vuelvo a ellos para recuperar algo de lo que voy perdiendo; o para que ellos, que al final son brújula, me muestren nuevos caminos.

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Fue el primer libro que tuve. Alguien lo compró para mí antes de que yo naciera y mis padres solían leérmelo por las noches; poco a poco me hice amiga de ese niño que, como yo, parecía estar tan solitario en un mundo controlado por los adultos y sus reglas absurdas. Como a los 11 años tuve conciencia de que la infancia comenzaba a abandonarme y me hice la promesa de que cada cumpleaños lo releería. Es el libro que más veces he leído y confieso que aún no sé si lo entiendo completamente. He sido la rosa, el zorro, un baobab. Y claro, el cordero.

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Lo encontré a mediados de los noventa en una de mis tantas inmersiones en las librerías de viejo de la calle de Donceles, en el Centro Histórico del ex DF. Me llamó la atención que el ejemplar tenía muchas páginas subrayadas con lápiz y con comentarios a los lados, arriba y abajo. Me enamoré y me lo llevé a casa por la ridícula cantidad de 20 pesos. Lo leí meses después y descubrí una historia maravillosa sobre la vida y la muerte, sobre dios y el diablo, sobre la locura y el amor, sobre los hombres y su lucha constante por el poder. Luego me obsesioné con Bulgákov y con el lector que mi ejemplar había tenido antes que yo, quien tan “generosamente” había descifrado varios de los secretos del libro y me los había revelado involuntariamente. Bulgákov quemó la primera versión de su manuscrito previendo la prohibición y años después retomó la escritura que no pudo concluir, pues murió. Fue su esposa la que terminó y dio forma al libro basándose en lo que él le había contado y en algunos apuntes que alcanzó a hacer.

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Si un libro ha sido mi amuleto en los viajes que he hecho por el mundo, ha sido éste. Sólo lo he leído en aviones, aeropuertos, trenes, estaciones de autobús y camiones. Como parte de una superstición arbitraria (¿no lo son todas, acaso?) jamás lo leo en casa y nunca, bajo ninguna circunstancia, lo presto.

El asunto comenzó hace muchos años, en un vuelo desde alguna ciudad norteamericana que hacía escala para cambiar de avión y volar finalmente a México; olvidé Farabeuf en el primer avión. Me di cuenta a tiempo y logré –a base de diálogos en diferentes tonos con prácticamente todo el personal disponible de la aerolínea- que lo rescataran y me lo devolvieran. Cuando lo tuve en mis manos lo abrí como para cerciorarme de que las palabras aún estaban ahí: “Has estado tratando de imaginar aquel otro instante que precedió a tu llegada. ¿Pretendes acaso hacer caber un instante dentro de otro?”.

Así los mensajes cifrados en Farabeuf. Por eso se volvió mi compañero de viajes.

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Un queridísimo amigo, compañero de la Escuela de Escritores de la SOGEM, me regaló este pequeño libro como regalo por mi cumpleaños 21. El inicio me inquietó: “Wang Lung era mago y odiaba al Emperador; amaba en doblegada distancia a la Emperatriz. Codiciaba una piedra de imanes siberianos, un zorro azul; acariciaba también la idea de sentarse en el Trono. Poder así, por su sangre recostada en la Costumbre, convertir sus baratijas, sus bastones y sus palomas hechizadas, en quebradizas varas de nardo y nidos de palomas salvajes, liberando sus ejercicios de los círculos concéntricos”. Lloré. Cada vez que lo leo lloro. Hay pocos autores capaces de utilizar imágenes poéticas tan poderosas en la narrativa. Lezama Lima es, sin duda, uno de ellos. Tiempo después leí Paradiso y aunque me parece maravillosa, siempre vuelvo a El Juego de las decapitaciones, que es, además, un gran cuento por donde se le mire.

Hace poco falleció el amigo que me lo regaló. Hacía años que no nos veíamos pues él se había mudado a Seattle, donde se casó y tuvo dos hijos. Manteníamos comunicación cibernética no tan frecuentemente, pero una de nuestras charlas acostumbradas era sobre este libro. Cuando me enteré de su muerte (él de alguna forma era un mago, era un tipo entrañable al que todos quisimos mucho) comprendí de cierto modo que no alcanzo a explicar aquello de “amar en doblegada distancia”. Porque sí, a los amigos se los ama, más cuando están lejos.

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Para mí, Becerra es uno de los grandes poetas, no sólo de México sino de habla hispana. Comencé a interesarme en su obra porque un maestro me habló de su trágica muerte a edad temprana y de sus Ragtimes… En aquella época yo estaba obsesionada con el blues, de modo que la historia de un joven poeta fallecido en Italia, en un accidente de tránsito y con tan poca, pero impecable obra publicada me cautivó. Quise musicalizar algunos de sus poemas, pero jamás logré algo que realmente me gustara. Decidí dejar el proyecto por la paz, pero la poesía de Becerra se quedó en mí para siempre.

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Con esta novela, Eliseo Alberto me regaló, sin querer, el nacimiento de una canción, que además es una de mis favoritas: “Carrusel”. Un amigo me mostró una fotografía (no recuerdo si en un libro o en una postal) en donde se veía un parque y una tormenta a punto de estallar. Unos relámpagos aparecían por encima de un cielo nublado. Quizá era media tarde, no sé. En medio de la fotografía, en ese parque desierto, había un carrusel solitario y a lo lejos, ya muy lejos, alcanzaba a distinguirse la silueta de un pequeño niño de la mano de un adulto. Esa imagen se quedó grabada en mi memoria durante años, pues me hacía pensar en la infancia, que muchos viven como un lugar hermoso y entrañable al cual quisieran volver y que para mí fue un lugar terrible a veces, en el que me sentí atrapada, de donde quise escapar. Años después, leyendo ésta novela, para mí imprescindible, una frase se me quedó: “El miedo es una camisa de fuerza” y se encontró en mi memoria con esa fotografía del parque. Entonces compuse “Carrusel”, una canción sobre la locura, la incertidumbre y sus efectos en el ser humano, en cómo puede llegar a ser nociva, casi mortal.

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A pesar de que me significa tanto, no tengo mucho qué decir sobre este libro. Hay cosas que no se explican. Sólo sé que cada vez que lo leo, algo en mis adentros encuentra acomodo, compostura. Quizá sean la nostalgia, las voces del naufragio, la búsqueda incansable de la perfección por parte de quien intenta capturar la esencia del mar en sus pinturas, el lenguaje delicado y los personajes tan melancólicos que logró crear Baricco. O la simple pregunta que colocó, como un escapulario, sobre mi pecho: “¿De qué color son los ojos del mar?”.

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Lo leí en Buenos Aires, hacia finales del 2006. Una amiga me habló de Houllebecq y me regaló el primer ejemplar que tuve. Lo leí prácticamente de un tirón pues no podía dejarlo. Llegué a su última página una tibia mañana de diciembre, en un café de San Telmo. Lloré como cuatro horas seguidas. No podía entender cómo es que Houllebecq se las había arreglado para escribir un libro tan devastador, terrible, que me había sacudido toda y al mismo tiempo profundamente esperanzador.

Tan pronto llegué a México lo regalé, ávida de que esa novela que a mí me había cambiado la forma de ver la narrativa contemporánea, atrapara a nuevos lectores. La he comprado y regalado una veintena de veces. Sigo pensando que Michel Houellebecq es el mejor escritor vivo que tiene la humanidad. Sí, a pesar de que muchos lo consideren un ser despreciable. ¿Quién no lo es, no lo ha sido o podría serlo?

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De todos los poetas que he leído y me han marcado Juarroz es el más cercano a mis propias obsesiones: la vista, la música, el sonido, los silencios, la palabra, la memoria, el amor, el olvido. Casi podría decir que Juarroz tiene un poema para cada situación anímica y psíquica en la que me he visto. En esos dos tomos (I y II) están condensadas muchas de las experiencias vitales de un poeta con el que yo me identifico y al que vuelvo una y otra vez y cada una es nuevo, distinto, otro.

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Llegó a mí cuando me rondaba seriamente la idea de abandonar la escritura. Pasaba de los 30 años y no había logrado ninguno de los objetivos que me propuse cuando, joven y soberbia, creía que para ser escritor había que tener muchos libros publicados, premios literarios y ser convidado de las becas y festivales. Como nunca me propuse tener algo de eso, ni trabajé por ello, la certeza del fracaso cruzó por varios meses mi cabeza. Tenía una novela guardada en el cajón, algunos poemas y cuentos publicados y para ese entonces daba más conciertos que lo que escribía. Estaba por lanzar mi primer EP y, de algún modo, me consideraba más cancionista que escritora. Por otro lado, me sentaba a escribir y no lograba nada. Silencio absoluto. Entonces leí este libro y me conmovió profundamente. Lispector hizo una disección muy atinada, desgarradora y eficaz sobre el oficio de escribir. Creo que es una lectura obligada para todo aquel que tenga pretensiones de escritor, sobre todo porque se dará cuenta de que, si realmente lo es, no habrá modo de escapar de la necesidad de escribir. Incluso si jamás publica una sola línea.

Michelle Solano (Ciudad de México, 1975) es escritora y cancionista. Ha trabajado como locutora, guionista, periodista, editora, traductora y crítica teatral. Actualmente escribe una novela que espera publicar el año entrante y está componiendo nuevas canciones.

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NOVEDADES | “Configuración de la última orilla”, de Michel Houellebecq

sábado, julio 30th, 2016
Un libro de poemas del admirado y polémico escritor francés. Foto: efe

Un libro de poemas del admirado y polémico escritor francés. Foto: efe

Editorial Anagrama presenta la faceta de poeta del laureado y polémico escritor francés

Ciudad de México, 30 de julio (SinEmbargo).- Editorial Anagrama presenta la faceta de poeta del laureado y polémico escritor francés Michel Houellebecq en el flamante libro Configuración de la última orilla.

El libro arranca con un poema breve y demoledor: “Cuando muere lo más puro / Cualquier gozo se invalida / Queda el pecho como hueco, / Y hay sombras por donde mires. / Basta con unos segundos / Para eliminar un mundo.”

Si la prosa del polémico autor francés es revulsiva, llama a la reflexión y genera amores desbordantes y odios inusitados en partes iguales, su poesía conmueve hasta los tuétanos, transformando para siempre la materia sensible de quien accede a sus versos nada satánicos.

Lo que sigue es igualmente poderoso. Versos como latigazos. Crudos: “los hombres sólo quieren que les coman el rabo”, leemos en la sección titulada “memorias de una polla”. Meditativos: “Todo lo que no sea puramente afectivo deviene insignificante. Adiós a la razón. Ya no hay cabeza. Sólo corazón.” Punzantes: “Quienes temen morir temen, de igual modo, vivir.”

Son poemas rabiosamente contemporáneos: un recorrido por el deseo, el dolor, la enfermedad, el amor, la muerte, la ausencia, la indignación, el erotismo, el asco… Su poesía es una imagen especular de su obra narrativa y en ella asoma también el escritor radical, obsceno, misógino, cáustico, visceral, provocador, anuncia Anagrama en su boletín de prensa.

El quinto poemario del autor de Las partículas elementales. Foto: Anagrama

El quinto poemario del autor de Las partículas elementales. Foto: Anagrama

Juega a veces con el verso libre y otras se somete a la métrica canónica y la rima, pero sus versos están siempre al servicio de una mirada desgarrada, sarcástica e insurrectamente lúcida sobre el mundo que le rodea y sobre sí mismo.

En este quinto poemario –que se suma a los incluidos en el volumen Poesía, también publicado en esta colección– emerge Houellebecq en estado puro, destilado en la brevedad lacerante de unos textos que tratan “la cara B de la existencia”.

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LO QUE HA DICHO LA PRENSA EUROPEA

“El escritor francés vivo más leído en el mundo. Estas confesiones fragmentarias, estos estallidos de palabras crudas, directas y a la vez secretas sobre la vida, la naturaleza, el amor, el sexo, la época en que vive, conforman de entrada un libro sobre el autor mismo, que atraviesa y sufre todas las experiencias, mostrando en carne viva los horrores de la condición humana” (Florent Georgesco, Le Monde).

“En su quinto poemario Houellebecq continúa evocando el “fin de la partida” y el “fiasco total” con un tono anti-trágico, banal, mofándose de la frustración… Al leer Configuración de la última orilla uno experimenta la sensación de una pérdida irreparable, de un cáncer siempre a punto de emerger, pero el dolor es sordo, está casi oculto, resulta ser siempre grotesco hasta la carcajada, como en los cuadros de James Ensor y por ello mucho más amargo” (Eric Loret, Libération).

“Michel Houellebecq ha vuelto a situar la literatura francesa en el mapa con una fuerza que no se veía desde Camus” (David Sexton, The Evening Standard).

“Probablemente el escritor francés en activo de más talento” (Tibor Fischer, Sunday Telegraph).

“Un escritor vigorizante e inimitable” (Sebastian Shakespeare, Literary Review).

¿Quién es Michel Houellebecq?  (1958) es poeta, ensayista y novelista, “la primera star literaria desde Sartre”, según Le Nouvel Observateur. Su primera novela, Ampliación del campo de batalla (1994), ganó el Premio Flore.

En mayo de 1998 recibió el Premio Nacional de las Letras, otorgado por el Ministerio de Cultura francés. Su segunda novela, Las partículas elementales (Premio Novembre, Premio de los Lectores de Les Inrockuptibles y mejor libro del año según la revista Lire), fue muy celebrada y polémica, así como Plataforma, su siguiente novela.

Obtuvo el Premio Goncourt con El mapa y el territorio, que se tradujo en 36 países y ha tratado el espinoso tema de la islamización de la sociedad europea en Sumisión.

Otros libros son Lanzarote, El mundo como supermercado, Enemigos públicos (con Bernard-Henri Lévy), Intervenciones y los libros de poemas Sobrevivir, El sentido de la lucha, La búsqueda de la felicidad y Renacimiento (reunidos en el tomo Poesía) y Configuración de la última orilla.

 

Las oscuras visiones de Michel Houellebecq llegan al Palais de Tokyo

sábado, julio 2nd, 2016
Paisajes devastados, muerte, turismo sexual o imperfección humana. Foto: Especial

Paisajes devastados, muerte, turismo sexual o imperfección humana. Foto: Especial

En París, Houellebecq ha plasmado su universo literario de paisajes devastados, muerte, turismo sexual o imperfección humana.

Por Sabine Glaubitz, dpa

Ciudad de México, 2 de julio (SinEmbargo/dpa).- Imágenes aéreas de barrios tristes, un cielo tormentoso ante el “skyline” borroso de una ciudad, un video que muestra cómo se puede poner en orden una vida en cinco minutos… así es Rester vivant (Seguir vivo), la exposición del escritor francés Michel Houellebecq que puede verse en el Palais de Tokyo de París, hasta el 12 de septiembre.

Autor de éxito, fotógrafo, poeta, director, actor… el “enfant terrible” de la literatura francesa muestra ahora sus oscuras y críticas visiones de la sociedad actual en una gran exposición que ocupa 2.000 metros cuadrados y está centrada sobre todo en fotografías y videos.

No es, sin embargo, la primera incursión artística del polémico escritor galo, que también está presente en la bienal de arte Manifesta que este año se celebra hasta el 18 de septiembre en Zúrich.

En París, Houellebecq ha plasmado su universo literario de paisajes devastados, muerte, turismo sexual o imperfección humana.

Para el comisario de la muestra y director del Palais de Tokyo, Jean de Loisy, Rester vivant es también una instalación. Houellebecq se ha encargado de todo el concepto, desde la música hasta el color de las salas.

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El interés del escritor por el arte no es nuevo, ya que aparece una y otra vez en su obra de las formas más diferentes. En la adaptación cinematográfica de La posibilidad de una isla pueden verse piezas de escultoras contemporáneas y su la novela El mapa y el territorio, galardonada por el Premio Goncourt, el protagonista es el pintor Jed Martin.

En 1995 Houellebecq fundó con algunos amigos la revista Revue Perpendiculaire, que trataba aspectos del arte contemporáneo y la cultura de masas, aunque un año después la publicación se suspendió debido a desavenencias entre los fundadores y el comité de redacción. Desde entonces, el autor se ha ocupado intensamente del tema del arte, explica Loisy.

La exposición muestra fotografías “amateur” que recorren la tristeza urbana o imágenes de pueblos medievales desfigurados por la fea arquitectura de los supermercados, símbolos de la civilización actual que Houellebecq critica en su literatura.

La fotografía es una disciplina artística muy importante para él, apunta Loisy. Las imágenes que pueden verse en la exposición proceden de la colección del autor, que describió su pasión por la cámara hace más de 20 años.

A las fotografías de estaciones de peaje le siguen reproducciones de chillones anuncios de parques de atracciones y zoos, una muestra visual del interés literario del escritor por el turismo y la industria del entretenimiento. Sobre el suelo hay manteles individuales con motivos de postales y después vuelven a verse fotografías, esta vez de mujeres semidesnudas, sobre todo conocidas del autor, según Loisy.

La última parte de la exposición está dedicada a su perro Clément, que murió en 2011. Foto: Especial

La última parte de la exposición está dedicada a su perro Clément, que murió en 2011. Foto: Especial

La última parte de la exposición está dedicada a su perro Clément, que murió en 2011. Para Houellebecq el animal encarnaba el amor incondicional, sin las complicaciones que hay cuando se da entre personas. Pueden verse dibujos, la mayor parte de ellos de la ex compañera del escritor Marie-Pierre Gauthier, así como peluches con los que jugaban Clément.

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De Luis Miguel a Radiohead: La desaparición como estrategia de marketing

martes, mayo 3rd, 2016
En la imagen, Thom Yorke, líder de la banda británica Radiohead. Foto: Shutterstock.

En la imagen, Thom Yorke, líder de la banda británica Radiohead. Foto: Shutterstock.

No podía ser distinto: ya nos tiene acostumbrados la banda británica liderada por Thom Yorke a sorpresivas estrategias de marketing que refuerzan el interés que despierta cada nuevo disco. Desaparecer entre la multitud, crear misterio, construir atmósferas insondables, siempre es eficaz…y divertido.

Ciudad de México, 3 de mayo (SinEmbargo).- Suele decir Steven Spielberg que la también conocida como Meca del Cine es mucho más grande que su mala reputación.

“Hollywood tiene una reputación terrible, pero no se lo merece, Hollywood tiene mucha lealtad. En Hollywood hay muchas personas que creen en los valores, pero sólo leemos acerca de las malas noticias que surgen de allí”, ha declarado el famoso cineasta.

La reciente película de los hermanos Coen, Hail, Cesar!, es un homenaje a todo lo malo de Hollywood, es decir, a aquello que ha constituido su verdadera esencia y sobre lo que está todavía asentada gran parte de eso que se conoce como “mundo del espectáculo”.

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Bueno o malo, no puede negarse que esos mecanismos de marketing que han rodeado de ilusión –o falsedad, según como se lo quiera ver- el showbusiness, han persistido hasta nuestros días con una extraña y poderosa hidalguía.

Hasta nos gusta ese tejido de tul que envuelve a la farándula y que la convierte muchas veces en una expresión de irrealidad que necesitamos ver como tal. De la fabricación de estrellas en los ’50, hasta las fotografías privadas hackeadas de los celulares de los famosos, ha corrido mucha agua en el océano del espectáculo, pero algunas estrategias de marketing todavía muestran su eficacia en forma pertinaz.

Una de ellas es sin duda jugar a la reticencia, es decir, no mostrarse demasiado y destacarse más por la ausencia que por la acumulación de entrevistas o visitas a programas demasiado vistos; jugar al misterio, a lo insondable.

A veces impulsados por un odio genuino al mundo de las celebridades u otras por cierta personalidad caprichosa que reniega de aquello que le da de comer, muchas estrellas del cine son –cómo decirlo- inalcanzables o volátiles.

Allí está el enorme Daniel Day Lewis, considerado a menudo el mejor actor del mundo contemporáneo y quien solo realiza una película cada dos o tres años, con las que suele ganar una postulación al Oscar segura y a veces la propia estatuilla, estableciendo un récord extraordinario al respecto.

Su compatriota Robert Pattinson, el joven actor de Crepúsculo, padeció durante dos años una fuerte depresión, a causa –según reveló- de no saber qué hacer con la fama mundial ganada de un día para el otro.

El insoportable Shia LaBeouf, un tipo talentosísimo con el que es difícil trabajar y que odia el estatus de celebridad al punto de aparecer en una reciente alfombra de La Berlinale con una bolsa de papel en la cabeza que tenía la siguiente leyenda en el frente: “ya no soy famoso”, lo que –evidentemente- lo hizo más famoso todavía.

O Johnny Depp, quien aprendió de su ídolo Marlon Brando todas las estrategias del misterio y que decidió irse a vivir a Europa para alejarse de la presión mediática de la que se sentía víctima en Los Ángeles.

El fastidio de Kirsten Stewart, que aparece en todos los acontecimientos sociales y de moda más relevantes del planeta, para luego poner cara de pocos amigos e incluso insultar a los paparazzi que la persiguen.

Las atribulaciones de Daniel Radcliffe, la estrella de Harry Potter, que se queja porque no puede sacarse a su personaje de encima.

Ya lo dijo el comediante estadounidense Cuba Gooding Jr., (sí, el mismo de “¡Show me the money!” en la película Jerry Maguire), cuando en el show del inglés Graham Norton que transmite la BBC, no se solidarizó con las quejas de Daniel Radcliffe y le hizo ver que hay personas que tienen problemas más graves que el de un astro del cine que no consigue todavía sacarse su personaje mítico de las espaldas.

–Hombre, tienes poco más de 20 años y ya eres rico por varias generaciones. ¿Qué importa si la gente todavía te relaciona con el mago?, dijo Cuba ante un demudado Daniel.

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En nuestro mundo, el que ha llevado hasta el paroxismo ese recurso ha sido el cantante Luis Miguel, quien es conocido como “el artista de los misterios”, no sólo por el escándalo que desde edad temprana ha rodeado su vida personal –por caso la extraña desaparición todavía no resuelta de su joven madre-, sino también porque en lo profesional siempre ha optado por mantenerse alejado del ojo público, una acción que ha conseguido, como es lógico y esperable, el efecto contrario.

Hoy, incluso, no se sabe si está gravemente enfermo, si está perdido para siempre en el oscuro y tenebroso universo de las adicciones, si volverá a cantar como antes, si alguna vez logrará encarrilar su oficio luego de suspender invariablemente y por causas no demasiado explícitas los compromisos de actuación que había asumido mucho tiempo ha.

Y QUE DESAPARECE RADIOHEAD

Todo esto viene a cuento porque este fin de semana cobró calor y color la noticia de que la banda de rock británica Radiohead había borrado todo su rastro en Internet, eliminando las entradas en su web, así como en las redes sociales Twitter, Instagram y Facebook y desatando así rumores sobre la llegada de su nuevo disco, que se esperaba en junio.

Además, algunos fans recibieron por correo tarjetas con el logo del grupo y un misterioso mensaje, informó el diario británico The Guardian.

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El mensaje decía: “Sing a song of sixpence that goes. ‘Burn the Witch’. We Know where you live” (algo así como “canta la canción de seis peniques que dice ‘quema a la bruja’. Sabemos dónde vives”.

Ya en otras ocasiones el grupo del vocalista Thom Yorke protagonizó llamativas publicaciones de discos, por caso en 2011, cuando produjo un periódico con su álbum The King of Limbs y en el disco anterior, In Rainbows, en 2007, cuando ofreció descargas en Internet a cambio de una donación voluntaria.

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Los chicos de Radiohead, a menudo enfrentados con la industria, siempre disidentes y contestatarios, saben como pocos los medios que hay que utilizar para conseguir colocar un disco en el ojo del huracán y en el límite de ansiedad de los fans. En los asuntos del marketing musical y parafraseando una vieja canción popular, “tienen la sartén por el mango y el mango también”.

LA DESAPARICIÓN DE UN ESCRITOR

Una inusitada y eficaz estrategia de desaparición fue también la usada por el escritor francés Michel Houellebecq en 2014,  cuando desde las redacciones de periódicos y agencias querían saber el paradero del último genio de la literatura francesa, ganador en 2010 del Premio Goncourt por su novela El mapa y el territorio.

El autor de La posibilidad de una isla y de la reciente Sumisión había desaparecido. Algunos hablaron de un secuestro por parte de Al Qaeda, recordando las amenazas que le hizo un musulmán trasnochado por los textos de Plataforma, la polémica novela dedicada al turismo sexual que Houellebecq publicó en 2002.

El autor, que había declarado aquello famoso de que el Islam era “la religión más idiota”, fue llevado a juicio por sus declaraciones y luego absuelto de todo cargo, aunque no se siente todavía demasiado seguro en el mundo, por lo que mudó su residencia de París a Lanzarote y de esta isla española a la inaccesible isla de Bere (de apenas 200 habitantes), ubicada en el extremo sudoeste de Irlanda.

No faltaron los rumores disparatados en torno a una posible abducción por parte de los extraterrestres, inspirados seguramente en la personalidad atrabiliaria del escritor, tan raro siempre, tan fuera de la norma, que a veces pareciera perder su condición humana.

Con las “costumbres asesinas” de las redes sociales no tardaron aparecer muchos Michel Houellebecq muertos por aquí, por allá y por Twitter, pero lo cierto aunque envejecido de una forma que impresiona, él estaba todavía entre nosotros, entre otras cosas, para promover un filme.

Efectivamente El secuestro de Michel Houellebecq es una película de Guillaume Nicloux, donde el escritor se pone frente a la cámara, en una actividad que parece realmente haber cooptado sus ya de por sí diezmadas energías, a causa del alcohol y del tabaco, sus dos grandes compañeros de la vida.

Se trata de lo que el propio director calificó de “comedia” y que fue leída de ese modo por la crítica europea, que aclamó el filme con frases tan rimbombantes como “Desternillante. Houellebecq hace la comedia que ya no hace Woody Allen” (Juan Sardá, El Mundo) o “Un juego de un alto nivel intelectual para reírse de tontos y listos” (Mateo Sancho, EFE).

En la ficción, tres hombres fornidos y escasamente letrados lo capturan en el ascensor de su casa y se lo llevan a una finca en las afueras de París, donde lo tratan con mucha amabilidad mientras esperan que alguien -la incógnita sobre la identidad del liberador se mantiene durante toda la película- pague el rescate.

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CUANDO DESAPARECER ES LA ÚNICA OPCIÓN POSIBLE

A veces desaparecer no es una estrategia para la fama, sino la única opción posible en una existencia por demás atribulada, tal como le pasó a la mítica Greta Garbo (1905-1990), quien dejó la actuación cuando tenía apenas 36 años de edad, al no poder soportar las críticas desfavorables por su trabajo en la película de 1941, La mujer de dos caras.

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El enorme Gene Hackman ganador de dos Oscar –uno como mejor actor en French Connection y otro como secundario en Los imperdonables, el prodigioso filme de Clint Eatswood-, dejó la actuación en 2008, para dedicarse de lleno a la literatura y la pintura.

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¿DÓNDE ESTARÁ STEPHEN FRY?

En 1995, la prensa dio a conocer la desaparición del comediante y escritor Stephen Fry, el célebre protagonista de Wilde. ¿Las razones? Una profunda depresión a causa de las malas críticas por una obra de teatro que animaba en Londres.

El hecho inspiró, sin ninguna motivación de marketing ni siquiera porque se conocieran, al cantautor brasileño Zeca Baleiro, quien compuso el tema “Stephen Fry”, que diera sustancia a su disco de 1997  Por Onde Andará Stephen Fry?

Pocos años después, actor y músico realizaron una entrevista pública en la que ambos se prodigaron elogios mutuos y donde el británico confesaba que desde que escuchó la canción en su homenaje, no podía dejar de tararearla.

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MESA DE NOCHE | Los usos de Alá: Orhan Pamuk y Michel Houellebecq

sábado, febrero 6th, 2016

Orhan Pamuk: Una sensación extraña (Literatura Random House. 636 p.) y Michel Houellebecq. Sumisión (Anagrama. 281 p.), bajo la mirada lectora y apasionada de Jorge Zepeda Patterson

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Ciudad de México, 6 de febrero (Sin Embargo).- Si usted no leyó Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis, no se preocupe, ahora podrá resarcirse, y con creces, sumergiéndose en la nueva novela de Orhan Pamuk,  Una sensación extraña (Literatura Random House).

El Premio Nobel de literatura 2006 ofrece en su más reciente obra la deliciosa historia de Mevlut Karatas, un humilde aldeano cuya familia emigra a la gran Estambul para mal vivir en asentamientos irregulares y padecer los abusos de los falsos gestores políticos y especuladores inmobiliarios.

En ese sentido, la novela es un crudo y fiel relato de los inframundos de la ciudad y su capacidad para triturar las esperanzas ingenuas de campesinos desprovistos de defensa ante el peor rostro de la metrópoli. Aparentemente.

Y digo aparentemente porque a medida en que penetramos en la vida de este vendedor ambulante de yogur y boza (una bebida tradicional fermentada a base de trigo, algo como nuestro tejuino de maíz) y descubrimos con sus ojos la libertad de su mundo interior, comenzamos a preguntarnos quiénes son en realidad las víctimas.

Desde luego, Mevlut no lo es. A pesar de que sus sueños y fantasías terminan malogradas una y otra vez y que todos los que lo rodean prosperan a fuerza de adaptarse a la selva urbana y a sus crueles reglas, el vendedor de boza se solaza en la fascinación que siente por las calles de la ciudad, la observación de los otros, el goce de su libertad y el profundo amor por su mujer. Sobre todo esto último, su amor por su esposa, lo cual no deja de ser paradójico porque se casó con la mujer equivocada: el día que se la robó se llevó a otra en su lugar.

Pamuk relata casi cincuenta años de la vida de Mevlut sin aspavientos ni excesos líricos, nos muestra que no hay heroicidad en la miseria, por el contrario el texto deja en claro que la ignorancia y el fanatismo religioso y político suelen hacer pedazos la vida de los más humildes. Pero también nos muestra la dignidad de un hombre capaz de conservar el gozo frente a un atardecer luminoso, la exaltación por una caricia  cómplice de su esposa o el orgullo por el gesto satisfecho de un cliente al beber su boza.

Pamuk logra instalarnos en esa mirada de niño que mantiene Mevlut a lo largo de medio siglo incluso cuando el personaje deja atrás al joven para convertirse en padre y abuelo.  Al terminar de leer Una sensación extraña, tuve justamente la misma sensación que experimenté con El dios de las pequeñas cosas, de Arundhati Roy o con Hijos de la medianoche, de Salman Rushdie: libros mágicos, universos paralelos a los nuestros, aparentemente tan lejanos como ajenos pero que terminan por hacernos ver la propia realidad con otros ojos.

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EL USO DE ALÁ EN AMBOS SEXOS

Unos días antes había terminado la lectura de Sumisión (Anagrama), de Michel Houellebecq y no pude dejar de pensar en los distintos usos de Alá en ambos textos. En el de Pamuk el Islam es simplemente una manera de llamar al destino, una serie de rituales y costumbres que otorgan certidumbre y sosiego ante los miedos y lo desconocido, una argamasa en la construcción de identidades y pertenencias en el interior de una comunidad. En la del autor francés, en cambio, el Islam es la fuente del miedo, la religión convertida en política de Estado capaz de poner de rodillas a una sociedad moderna europea.

Sumisión describe el escenario hipotético de un triunfo político de los musulmanes en Francia en el año 2022. El personaje central, un profesor de la universidad, constatará la forma en que, con la llegada de un presidente de origen islámico al poder, las políticas públicas comienzan a transformarse para favorecer a los conversos, a las prácticas religiosas o al regreso de la mujer al ámbito de su casa. Por oportunismo o temor el profesor y sus colegas, la sociedad civil en su conjunto, terminan sometiéndose a esta conquista desde adentro. A ratos una crónica satírica (la poligamia no está nada mal, se consuela el profesor) y a ratos un relato deprimente sobre la claudicación y el conformismo, la novela termina siendo una provocación, por donde se la mire.

Llegó a librería el mismo día que el ataque a la revista Charlie Hebdo por extremistas islámicos y se agotó en noviembre pasado con las terribles ejecuciones de civiles en las calles de París. Sin decirlo, Houellebecq nos muestra que el fanatismo religioso será el motor de las guerras del siglo XXI y sustituirá al fanatismo nacionalista, impulsor de las guerras del siglo XX. Sumisión revela que ese futuro regresivo y milenarista ya ha comenzado.

@jorgezepedap

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