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Mi velada con El siglo veinte y otros pequeños descubrimientos: Kazuo Ishiguro

sábado, diciembre 9th, 2017

Mañana, domingo, Kazuo Ishiguro recibe el Premio Nobel, “un resplandeciente símbolo de la justicia por la que luchamos los seres humanos”, ha declarado en su discurso que hoy reproducimos con la autorización de Fundación Nobel. “Debo seguir adelante y hacerlo lo mejor que pueda. Porque continúo creyendo que la literatura es importante y lo será en especial mientras atravesamos este difícil territorio”, dijo el autor de Lo que queda del día.

Ciudad de México, 9 de diciembre (SinEmbargo).- Si alguno de ustedes se hubiera cruzado conmigo en el otoño de 1979, habría tenido algunas dificultades para ubicarme, socialmente e incluso en el ámbito racial. Yo tenía entonces veinticuatro años. Mis rasgos eran japoneses, pero a diferencia de la mayoría de los hombres japoneses que se ven hoy en día en Gran Bretaña, llevaba una melena hasta los hombros y bigote largo y caído de forajido. El único acento discernible en mi modo de hablar era el de alguien criado en los condados del sur de Inglaterra, con alguna que otra incorporación de lánguidos y ya obsoletos coloquialismos de la época hippy. Si hubiésemos entablado una conversación, habríamos hablado del Fútbol Total de los holandeses o del último elepé de Bob Dylan o tal vez del año que yo había pasado trabajando con personas sin hogar en Londres. Si hubieran mencionado ustedes Japón o me hubiesen preguntado por su cultura, habrían podido detectar incluso cierta impaciencia en mi tono al dejar clara mi ignorancia sobre el tema, ya que no había puesto los pies en ese país –ni siquiera durante unas vacaciones– desde que me marché de allí con cinco años.

Ese otoño había llegado con una mochila, una guitarra y una máquina de escribir portátil a Buxton, una pequeña localidad de Norfolk que conservaba un antiguo molino hidráulico y estaba rodeada por una llanura de campos de cultivo. Me instalé en ese lugar porque me habían aceptado en un posgrado de Escritura Creativa de un año en la Universidad de East Anglia. La universidad estaba a quince kilómetros de allí, en la ciudad catedralicia de Norwich, pero yo no tenía coche y el único modo de llegar era utilizando un servicio de autobuses que solo cubría la ruta una vez por la mañana, otra a mediodía y otra a última hora de la tarde. Pero no tardé en descubrir que eso no suponía un gran problema: rara vez se requería mi presencia en la universidad más de dos veces por semana. Había alquilado una habitación en una casita propiedad de un treintañero al que acababa de dejar su mujer. Parecía claro que para él la casa estaba repleta de las presencias fantasmales de sus sueños naufragados, o tal vez se tratase sin más de que quería evitarme; en cualquier caso, no le veía el pelo durante días. En otras palabras, después de la existencia frenética que había llevado en Londres, aquí estaba yo, viviendo en un silencio y una soledad inusuales que me ayudarían a convertirme en escritor.

De hecho, mi pequeña habitación no era muy diferente a la clásica buhardilla de escritor. El techo tenía una inclinación claustrofóbica, aunque si me ponía de puntillas podía ver desde mi única ventana los campos arados que se perdían en el horizonte. Disponía de una minúscula mesa cuya superficie ocupaban casi por entero mi máquina de escribir y una lámpara de escritorio. En el suelo, en lugar de cama, había un enorme bloque rectangular de gomaespuma industrial que, incluso en las gélidas noches de Norfolk, me hacía sudar mientras dormía.

Fue en esa habitación donde revisé de forma meticulosa los dos cuentos que había escrito en verano, preguntándome si serían lo bastante buenos para someterlos al juicio de mis compañeros de clase. (Éramos, según ya sabía, seis alumnos, y nos reuniríamos una vez cada quince días.) En esa época apenas había escrito nada más digno de mención en el campo de la narrativa y me había ganado mi admisión en el curso con una obra teatral radiofónica rechazada por la BBC. De hecho, después de haber puesto todo mi empeño en convertirme en una estrella de rock cuando cumpliese los veinte, acababa de descubrir hacía muy poco mis ambiciones literarias. Los dos cuentos que ahora estaba repasando los había escrito en una suerte de estado de pánico, después de recibir la noticia de que me habían aceptado en el curso universitario. Uno de ellos versaba sobre un macabro pacto de suicidio, el otro sobre peleas callejeras en Escocia, donde había pasado algún tiempo con un trabajo de asistente social. La verdad es que no eran muy buenos. De modo que empecé a escribir un nuevo cuento sobre un adolescente que envenena a su gato, ambientado como los otros en la Gran Bretaña actual. Y de pronto una noche, durante mi tercera o cuarta semana en esa pequeña habitación, me sorprendí escribiendo, con una nueva e insistente intensidad, sobre Japón, sobre Nagasaki, mi ciudad natal, durante los últimos días de la Segunda Guerra Mundial.

Debo decir que fue algo que me pilló por sorpresa. Hoy en día, el clima dominante es tal que resulta instintivo para un joven aspirante a escritor con una herencia cultural mixta explorar en su obra sus “raíces”. Pero entonces no era ni mucho menos así. Todavía faltaban algunos años para la explosión de literatura “multicultural” en Gran Bretaña. Salman Rushdie era un desconocido con una única novela descatalogada. Si hubiéramos pedido una lista de los novelistas británicos más importantes del momento, la gente habría mencionado a Margaret Drabble, y entre los escritores de más edad a Iris Murdoch, Kingsley Amis, William Golding Anthony Burgess y John Fowles. Entre los extranjeros, a Gabriel García Márquez,  Milan Kundera o Borges los leía una minoría y sus nombres eran desconocidos incluso para muchos lectores entusiastas.

Kazuo Ishiguro es recibido por Lars Heikensten, el director del Museo del Nobel. Foto: Nobel Fundación

El clima literario de la época era tal que cuando terminé mi primer cuento japonés, con la sensación de haber descubierto un importante rumbo nuevo, de inmediato empecé a preguntarme si ese punto de partida no resultaba autoindulgente, si no debía regresar de inmediato a temas más “normales”. Tuve muchísimas dudas antes de empezar a mostrar mi cuento y sigo hoy profundamente agradecido a mis compañeros de clase, a mis tutores, Malcolm Bradbury y Angela Carter, y al novelista Paul Bailey –el escritor residente de ese año en la universidad– por su determinante respuesta favorable. De haber sido menos positiva, es probable que no hubiera vuelto a escribir sobre Japón. Como lo fue, regresé a mi habitación y escribí sin parar. Durante el invierno de 1979-80 y buena parte de la primavera no hablé apenas con nadie excepto mis cinco compañeros de clase, el tendero del pueblo al que le compraba los cereales de desayuno y los riñones de cordero que constituían mi alimentación, y con mi novia Lorna (hoy es mi mujer) que venía a visitarme cada segundo fin de semana del mes. No era una vida muy equilibrada, pero en esos cuatro o cinco meses me las apañé para escribir la mitad de mi primera novela, Pálida luz en las colinas, ambientada también en Nagasaki, durante los años de recuperación después de que lanzaran la bomba. Recuerdo que durante ese periodo jugueteaba de vez en cuando con algunas ideas para cuentos no ambientados en Japón, pero enseguida perdía el interés.

Esos meses fueron cruciales para mí, tanto que sin ellos es probable que no me hubiera acabado convirtiendo en escritor. Desde entonces he vuelto la vista atrás a menudo y me he preguntado: ¿Qué me sucedía? ¿De dónde salía esa peculiar energía? He llegado a la conclusión de que en ese momento de mi vida me vi involucrado en un urgente acto de preservación. Para explicarlo debo retroceder un poco.

Había llegado a Inglaterra a los cinco años, con mis padres y mi hermana, en abril de 1960, a la ciudad de Guildford, Surrey, en la próspera “zona residencial de los corredores de bolsa”, a cincuenta kilómetros al sur de Londres. Mi padre era investigador científico, un oceanógrafo que había venido a trabajar para el gobierno británico. Y por cierto, la máquina que inventó hoy forma parte de la colección permanente del Museo de la Ciencia de Londres.

Las fotografías tomadas poco después de nuestra llegada muestran una Inglaterra ya desaparecida. Los hombres visten jerséis de lana con cuello en pico bajo los que asoman corbatas, los coches todavía llevan estribos y una rueda de recambio a la vista en la parte trasera. Los Beatles, la revolución sexual, las protestas estudiantiles, el “multiculturalismo” estaban a la vuelta de la esquina, pero resulta difícil de creer que la Inglaterra con la que se encontró mi familia siquiera lo sospechase. Encontrarse con un extranjero procedente de Francia o Italia ya era algo remarcable, no digamos a un japonés.

Mi familia vivía en una calle sin salida con doce casas en el punto en que terminaban las calles asfaltadas y empezaba la campiña. Estaba a menos de cinco minutos a pie de la granja de la zona y del camino por el que hileras de vacas marchaban con parsimonia para pasar de un campo a otro. La leche la repartían con un carro tirado por un caballo. Una imagen habitual que recuerdo muy bien de mis primeros días en Inglaterra es la de los erizos –esas adorables criaturas nocturnas cubiertas de púas, en aquel entonces muy numerosas en el país– aplastados por las ruedas de los coches durante la noche y que quedaban expuestos al rocío matinal, hechos un ovillo junto a la calzada, a la espera de que los retirasen los barrenderos.

Todos nuestros vecinos acudían a la iglesia y cuando iba a sus casas para jugar con sus hijos, me percaté de que rezaban una plegaria corta antes de comer. Asistía a la catequesis y no tardé en incorporarme al coro de la iglesia; con diez años me convertí en el primer japonés que el director del coro veía en Guildford. Estudié en el colegio de primaria del pueblo –donde era el único niño no inglés y probablemente el primero de toda la historia de ese centro– y a partir de los once años me desplazaba en tren al colegio de secundaria de la ciudad más próxima, compartiendo vagón cada mañana con hileras de hombres ataviados con traje de raya diplomática y bombín que se dirigían a sus oficinas en Londres.

Para entonces ya tenía toda la preparación necesaria para saber cómo se suponía que debían comportarse los chicos ingleses de clase media de esa época. Cuando iba de visita a casa de un amigo, sabía que tenía que ponerme en pie en cuanto entraba un adulto en la habitación; aprendí que durante una comida debía pedir permiso para levantarme de la mesa. Al ser el único chico extranjero del barrio, me perseguía una suerte de fama local. Los otros niños sabían quién era antes de conocerme. Adultos a los que no había visto en mi vida se me dirigían por mi nombre en la calle o en la tienda del pueblo.

Cuando evoco ese periodo y recuerdo que habían pasado menos de veinte años desde el final de la Segunda Guerra Mundial en la que los japoneses habían sido sus acérrimos enemigos, me sorprende la actitud abierta e instintiva generosidad con que fue aceptada nuestra familia por parte de esa comunidad inglesa normal y corriente. El afecto, respeto y curiosidad que sigo teniendo por esa generación de británicos que superaron la guerra y supieron construir un nuevo y notable estado del bienestar durante la posguerra proviene en gran medida de mis experiencias personales durante esos años.

Pero durante todo ese tiempo yo llevaba una vida distinta en casa con mis padres japoneses. En casa había reglas diferentes, expectativas diferentes, un idioma diferente. La intención inicial de mis padres era que regresásemos a Japón después de un año, tal vez dos. De hecho, durante nuestros primeros once años en Inglaterra vivimos en un permanente estado de vuelta a casa “el año que viene”. El resultado de esta situación era que la actitud de mis padres seguía siendo la de unos visitantes, no de unos inmigrantes. A menudo comentaban entre ellos las peculiares costumbres de los nativos sin sentirse en absoluto impelidos a adoptarlas. Y durante mucho tiempo se dio por hecho que yo volvería a Japón para vivir allí mi vida adulta, de modo que en casa hacían un esfuerzo por mantener viva la parte japonesa de mi educación. Cada mes me llegaba un paquete de Japón con los cómics, revistas y boletines educativos del mes anterior, que yo devoraba con fruición. Esos paquetes dejaron de llegar en algún momento de mi adolescencia –tal vez tras la muerte de mi abuelo–, pero los comentarios de mis padres sobre viejos amigos, parientes y episodios de sus vidas en Japón me siguieron proporcionando un suministro regular de imágenes e impresiones. Y además yo tenía mi propia provisión de recuerdos, sorprendentemente abundantes y claros: de mis abuelos, de mis juguetes favoritos que había dejado atrás, de la casa tradicional japonesa en la que había vivido (que incluso hoy en día soy capaz de reconstruir habitación por habitación), de mi parvulario, de la parada del tranvía, del perro feroz que vivía junto al puente, de la silla de barbero adaptada para niños pequeños con un volante de coche incorporado ante el enorme espejo.

Kazuo Ishiguro autografía la silla en el Museo del Nobel. Foto: Nobel Fundación

Todo esto significaba que, mientras crecía, mucho antes de que siquiera se me pasase por la cabeza crear mundos ficticios en prosa, ya estaba muy ocupado construyendo en mi cabeza un lugar repleto de detalles llamado “Japón”, un lugar al que de algún modo pertenecía y que me proporcionaba cierta sensación de identidad y confianza. El hecho de que durante todo ese tiempo no hubiera regresado nunca físicamente a Japón solo contribuía a hacer que mi visión del país fuese más vívida y personal.

De ahí la necesidad de preservarlo. Porque cuando tenía veintitantos años –aunque entonces nunca articulé esta idea de un modo claro– empecé a darme cuenta de algunas cosas importantes. Empecé a aceptar que “mi” Japón tal vez no se correspondiese mucho con ningún lugar al que pudiera ir tomando un avión; que el modo de vida del que hablaban mis padres y que yo recordaba de mi primera infancia había desaparecido en gran medida durante las décadas de 1960 y 1970; que en cualquier caso, el Japón que existía en mi cabeza quizá no fuese otra cosa que una construcción emocional orquestada por un niño mezclando recuerdos, imaginación y especulación. Y quizá lo más importante, me había dado cuenta de que cada año que pasaba ese Japón mío –ese lugar tan valioso con el que había crecido– se iba desdibujando.

Ahora estoy seguro de que esta sensación de que “mi” Japón era único y al mismo tiempo tremendamente frágil –algo que no podía verificarse desde fuera– fue lo que me impulsó a escribir en aquella pequeña habitación en Norfolk. Lo que estaba haciendo era fijar en un papel sus particulares colores, costumbres y formalidades, su dignidad, sus defectos, todo aquello que se me había pasado por la cabeza sobre ese lugar antes de que se me borrase de la mente. Deseaba reconstruir mi Japón a través de la narrativa, garantizar su pervivencia, para después poder señalar un libro y decir: “Sí, aquí está mi Japón, en estas páginas.”

*

Primavera de 1983, tres años y medio después. Lorna y yo vivimos en Londres, alojados en dos habitaciones en el ático de una casa alta y estrecha sobre una colina en uno de los puntos más elevados de la ciudad. Cerca de allí había una antena de televisión y cuando intentábamos escuchar discos en nuestro tocadiscos unas voces fantasmagóricas invadían de forma intermitente los bafles. Nuestra sala de estar no disponía de sofá ni de butacas, en su lugar teníamos dos colchones en el suelo cubiertos de cojines. Había también una mesa grande en la que yo escribía durante el día y en la que por las noches cenábamos. No era lujoso, pero nos gustaba vivir allí. Yo había publicado mi primera novela el año anterior y también había escrito un guion para un corto que no tardaría en emitirse en la televisión británica.

Durante algún tiempo me había sentido razonablemente orgulloso de mi primera novela, pero esa primavera ya me había invadido una exasperante sensación de descontento. El problema era el siguiente: mi primera novela y mi primer guion televisivo eran demasiado similares. No en el tema, pero sí en el planteamiento y el estilo. Cuanto más analizaba la novela, más me parecía un guion, con sus diálogos y acotaciones. Hasta cierto punto no estaba mal, pero en esos momentos mi empeño era escribir ficción que solo pudiese funcionar de forma adecuada “sobre una página”. ¿Para qué escribir una novela si iba a ofrecer más o menos la misma experiencia que se podía obtener encendiendo el televisor? ¿Cómo podía esperar sobrevivir la ficción escrita contra el poderío del cine y la televisión si no ofrecía algo único, algo que otras formas narrativas no podían ofrecer?

En esa época, un virus me obligó a pasar varios días en la cama. Cuando quedó atrás lo peor y ya no estaba el día entero dormitando, descubrí que el objeto duro cuya presencia entre las sábanas me había estado molestando todo el rato era un ejemplar del primer volumen de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Y ya que lo tenía a mano, me puse a leerlo. Quizá contribuyese el que todavía tenía fiebre, pero el hecho es que me quedé obnubilado por el arranque del texto y las partes dedicadas a Combray. Las leí una y otra vez. Aparte de la absoluta belleza de esas páginas, lo que me entusiasmó fue el modo como Proust hacía que un episodio llevase al siguiente. La ordenación de los acontecimientos y escenas no seguía la lógica de la cronología, ni la de una trama lineal. En lugar de eso, eran las asociaciones tangenciales de los pensamientos, o los caprichos de la memoria, los que parecían arrastrar a la escritura de un episodio al siguiente. A veces me preguntaba: ¿por qué la mente del narrador ha colocado juntos estos dos momentos en apariencia inconexos? Y de pronto descubrí una manera interesante y más libre de escribir mi segunda novela; un planteamiento que enriquecería las páginas y ofrecería movimientos internos imposibles de capturar en ninguna pantalla. Si podía saltar de una situación a la siguiente siguiendo las asociaciones mentales y el vaivén de los recuerdos del narrador, podría escribir de un modo similar a como un pintor abstracto distribuye formas y colores en el lienzo. Podría colocar una escena de hacía dos días junto a otra de veinte años antes, y pedirle al lector que reflexionase sobre la relación entre ambas. Empecé a pensar que de este modo podría sugerir las múltiples capas de autoengaño y negación que envuelven la visión de cualquier persona acerca de sí mismo y su pasado.

*

Marzo de 1988. Tenía entonces treinta y tres años. Ahora disponíamos de un sofá y yo estaba echado en él, escuchando un disco de Tom Waits. El año anterior Lorna y yo nos habíamos comprado una casa en un barrio pasado de moda pero agradable del sur de Londres y en esta casa, por primera vez en mi vida, disponía de mi propio estudio. Era pequeño y no tenía puerta, pero yo estaba encantado de poder desplegar mis papeles y no tener que recogerlos cada noche. Y en ese estudio –o eso creía yo– acababa de terminar mi tercera novela. Era la primera que no tenía ambientación japonesa, después de que mi Japón personal hubiera superado su fragilidad gracias a escribir mis dos novelas anteriores. De hecho, mi nuevo libro, que iba a titularse Los restos del día, parecía extremadamente británico, aunque esperaba que no al modo de muchos autores británicos de la generación anterior a la mía. Había puesto mucho cuidado en no dar por hecho, tal como creía que hacían muchos de ellos, que todos mis lectores eran ingleses y estaban familiarizados desde la cuna con los matices y preocupaciones propios de los ingleses. Para entonces, escritores como Salman Rushdie y V. S. Naipaul habían trazado el camino a una literatura británica más internacional y abierta al exterior, una literatura que no proclamaba la centralidad e indiscutible relevancia de Gran Bretaña. Su escritura era poscolonial en el sentido más amplio del término. Y yo quería escribir como ellos ficción “internacional” que pudiese superar con facilidad los límites culturales y lingüísticos, aunque al mismo tiempo hubiera escrito una historia ambientada en lo que parecía un mundo singularmente inglés. Mi versión de Inglaterra sería una suerte de visión mítica, cuyos contornos estaba convencido de que ya formaban parte del imaginario de mucha gente alrededor del mundo, incluyendo a los que jamás habían visitado el país.

La novela que acababa de terminar versaba sobre un mayordomo inglés que descubre, demasiado tarde, que ha llevado una vida basada en valores equivocados y que ha dedicado sus mejores años a servir a un simpatizante nazi; que al no haber asumido una responsabilidad moral y política a lo largo de su vida, tiene una honda sensación de haberla malgastado. Y algo más: que en su empeño por convertirse en el sirviente perfecto se ha prohibido amar o recibir el amor de la mujer que le atrae.

Repasé el manuscrito varias veces y me sentía razonablemente satisfecho. Sin embargo, tenía la exasperante sensación de que faltaba algo.

Y, como he dicho, ahí estaba yo en nuestra casa una noche, en el sofá, escuchando a Tom Waits. Y Tom Waits empezó a cantar una canción titulada “Ruby’s Arms”. Tal vez algunos de ustedes la conozcan. (Incluso me planteé cantarla para ustedes, pero al final he cambiado de opinión.) Es una balada sobre un hombre, probablemente un soldado, que ha dejado a su amada dormida en la cama. Es muy temprano por la mañana, recorre una calle, toma un tren. No hay nada extraño en lo que hace. Pero la canción se nos presenta a través de la voz de un hosco vagabundo americano, poco acostumbrado a revelar sus emociones más profundas. Y llega un momento, hacia la mitad de la canción, en que el cantante nos dice que se le rompe el corazón. Ese momento es conmovedor casi hasta lo insoportable por la tensión que se establece entre ese sentimiento y la enorme resistencia que sin duda ha debido vencer para confesarlo. Tom Waits canta ese verso con una catártica magnificencia, y uno percibe cómo toda una vida de estoicismo de tipo duro se desmorona ante la avasalladora tristeza.

Escuchando a Tom Waits me di cuenta de lo que le faltaba a mi novela. Tiempo atrás, sin reflexionarlo, había tomado la decisión de que mi mayordomo inglés mantendría sus defensas emocionales, que se las apañaría para ocultarse tras ellas, de sí mismo y del lector, hasta el final. Pero de pronto comprendí que tenía que modificar esta decisión. Solo durante un instante, hacia el final de la historia, en un momento que debía elegir con sumo cuidado, tenía que hacer que su armadura se resquebrajase. Debía permitir que debajo de ella se vislumbrase un vasto y trágico anhelo.

Debo añadir que en varias ocasiones más he aprendido lecciones cruciales de las voces de algunos cantantes. Y me refiero aquí menos a las letras que cantan y más al modo en que lo hacen. Como sabemos, una voz humana que canta una canción es capaz de expresar una mezcla inconmensurablemente compleja de sentimientos. A lo largo de los años, aspectos concretos de mi escritura han recibido la influencia de, entre otros, Bob Dylan, Nina Simone, Emmylou Harris, Ray Charles, Bruce Springsteen, Gillian Welch y mi amiga y colaboradora Stacey Kent. Al captar algo en sus voces me he dicho a mí mismo: “Oh, sí, es esto. Esto es lo que necesito atrapar en esa escena. Algo muy próximo a esto.” A menudo es una emoción que no puedo expresar en palabras, pero que está ahí, en la voz del cantante y que me ha proporcionado un objetivo hacia el que dirigirme.

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En octubre de 1999 el poeta alemán Christoph Heubner, en representación del Comité Internacional de Auschwitz, me invitó a pasar unos días visitando el antiguo campo de concentración. Me alojaron en el Centro Juvenil de Auschwitz en la carretera que unía el primer campo de Auschwitz y el campo de la muerte de Birkeneau, a tres kilómetros de allí. Me mostraron ambos lugares y mantuve un encuentro informal con tres supervivientes. Tuve la sensación de haberme acercado mucho, al menos geográficamente, al corazón de la oscura fuerza bajo cuya sombra creció mi generación. En Birkeneau, una húmeda tarde, contemplé las ruinas de las cámaras de gas –extrañamente descuidadas y abandonadas–, prácticamente tal como las habían dejado los alemanes después de volarlas y huir del Ejército Rojo. Lo que tenía ante mis ojos no eran más que bloques de cemento destrozados y mojados, expuestos al severo clima polaco, deteriorándose año tras año. Mis anfitriones me explicaron su dilema. ¿Debían protegerse estas ruinas? ¿Debían construirse sobre ellas bóvedas de metacrilato para cubrirlas y preservarlas para que las pudieran ver las siguientes generaciones? ¿O debía dejarse que, poco a poco y de forma natural, se fuesen deteriorando hasta desaparecer? Me pareció una poderosa metáfora de un dilema más amplio. ¿Cómo había que preservar estos vestigios? ¿Las cúpulas acristaladas transformarían estas reliquias de la maldad y el sufrimiento en triviales piezas de museo? ¿Qué debemos recordar? ¿Cuándo es mejor olvidar y mirar hacia adelante?

Yo tenía entonces cuarenta y cuatro años. Hasta ese momento había considerado la Segunda Guerra Mundial, sus horrores y sus victorias, como algo perteneciente a la generación de mis padres. Pero de pronto caí en la cuenta de que en poco tiempo, muchos de los que habían sido testigos de primera mano ya no estarían vivos. ¿Y entonces qué? ¿Caería sobre mi generación el peso de recordar? Nosotros no habíamos vivido los años de la guerra, pero al menos nos habían criado padres cuyas vidas habían sido modeladas de forma indeleble por aquel periodo. ¿Tenía yo, como narrador de historias con una proyección pública, un deber del que hasta ahora no había sido consciente? ¿El deber de transmitir lo mejor que pudiese los recuerdos y lecciones de la generación de nuestros padres a la que viene después de la nuestra?

Algún tiempo después, durante una conferencia en Tokio, una persona del público me preguntó, como suele ser habitual, sobre qué iba a versar mi próximo libro. Más en concreto, la persona que preguntaba señaló que mis obras a menudo se centraban en individuos que habían vivido en épocas de gran agitación social y política, y que volvían la vista atrás para evocar sus vidas y se enfrentaban al reto de asumir los recuerdos más sombríos y dolorosos. ¿Sus próximos libros, quería saber esa mujer, continuarán explorando un territorio similar?

Improvisé una respuesta que no tenía preparada. Sí, dije, he escrito a menudo sobre personas que se debaten entre olvidar o recordar. Pero en el futuro, lo que de verdad quería hacer era escribir una novela sobre cómo un país o una comunidad afrontaban estas mismas preguntas. ¿Un país recuerda y olvida del mismo modo que lo hace un individuo? ¿O existen diferencias sustanciales? ¿Qué son exactamente los recuerdos de un país? ¿Dónde se guardan? ¿Cómo se comparten y controlan? ¿Hay momentos en que olvidar es el único modo de detener los ciclos de violencia, o de impedir que una sociedad se desintegre abocada al caos o a la guerra? Por otro lado, ¿se pueden de verdad construir países libres y estables sobre la base de una obstinada amnesia y de una justicia no aplicada? Me escuché a mí mismo respondiéndole a aquella mujer que quería encontrar el modo de escribir sobre estos temas, pero que de momento, por desgracia, no sabía cómo hacerlo.

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Una tarde a principios de 2001, en la sala de estar en penumbra de nuestra casa en el norte de Londres (donde entonces vivíamos), Lorna y yo empezamos a ver en un vídeo VHS de calidad razonable una película de Howard Hawks de 1934 titulada El Siglo Veinte (estrenada en España como La comedia de la vida). Enseguida descubrimos que el título de la película no hacía referencia al siglo que acabábamos de dejar atrás sino a un famoso tren de lujo que conectaba Nueva York con Chicago. Como algunos de ustedes sabrán, la película es una comedia de ritmo endiablado que sucede en gran parte en ese tren y está protagonizada por un productor de Broadway que, con creciente desesperación, intenta evitar que su estrella femenina se vaya a Hollywood para convertirse en actriz de cine. La película está orquestada alrededor de la gran actuación cómica de John Barrymore, uno de los grandes actores de su época. Sus expresiones faciales, sus gestos, casi cada frase que pronuncia incorporan varias capas de las ironías, contradicciones y absurdos de un hombre ahogándose en su propio egocentrismo y exageración dramática. Es en muchos sentidos una interpretación brillante. Sin embargo, a medida que la película se desarrollaba, me sentí curiosamente distanciado. Esto en un primer momento me desconcertó. Barrymore casi siempre me encantaba y era un entusiasta de otras películas rodadas por Howard Hawks en esta época, como Luna nueva y Solo los ángeles tienen alas. De pronto, cuando ya llevábamos más o menos una hora de película, me vino a la cabeza una simple y sorprendente idea. El motivo por el cual tantos personajes intensos, indiscutiblemente convincentes en novelas, películas y obras teatrales tan a menudo no lograban seducirme era porque estos personajes no se conectaban con ningún otro personaje a través de una relación humana interesante. Y de inmediato me vino la siguiente idea sobre mi propio trabajo: ¿por qué no dejar de preocuparme por mis personajes y empezar a preocuparme en cambio por las relaciones?

A medida que el tren avanzaba traqueteando hacia el oeste y John Barrymore se comportaba de un modo más histérico, pensé en la famosa distinción de E.M. Forster entre personajes tridimensionales y bidimensionales. Según él, un personaje en una narración se convertía en tridimensional en virtud de que nos “sorprendiesen de manera convincente”. Era así como se transformaban en “redondos”. Pero qué pasaba, me preguntaba yo, si un personaje era tridimensional y todos los que lo o la rodeaban no lo eran. En otro momento de esas conferencias, Forster utilizaba una imagen humorística, la de extraer la trama de una novela con unos fórceps y sostenerla en alto, como un gusano retorciéndose, para examinarla bajo la luz. ¿No podía yo llevar a cabo un ejercicio similar y sostener bajo la luz las varias relaciones que atravesaban cualquier narración? ¿Podía hacer esto con mi propia obra, con las narraciones que había terminado y las que estaba planeando? Podía examinar, por ejemplo, esa relación mentor-discípulo. ¿Aporta algo profundo y original? ¿O ahora que la observo con detenimiento se hace evidente que es un aburrido estereotipo, idéntica a las que se encuentran a cientos en novelas mediocres? O esa relación entre dos amigos competitivos, ¿es dinámica? ¿Transmite una reverberación emocional? ¿Evoluciona? ¿Sorprende de manera convincente? ¿Es tridimensional? De pronto sentí que entendía mejor por qué en el pasado varios aspectos de mi trabajo habían resultado fallidos, pese a haberles aplicado remedios desesperados. Me vino a la cabeza la idea –mientras seguía contemplando a Barrymore– que todas las buenas historias, no importa lo radical o tradicional que sea el modo en que se cuentan, deben incorporar relaciones que nos importen; que nos conmuevan, nos diviertan, nos irriten, nos sorprendan. Tal vez en el futuro, si prestaba más atención a las relaciones, mis personajes ya cuidarían de sí mismos.

Sara Danius, secretaria permanente de la Academia Sueca, escucha al novelista británico de origen nipón Kazuo Ishiguro hoy durante una rueda de prensa en la Academia Sueca en Estocolmo. Foto: efe

Se me ocurre mientras cuento todo esto que tal vez esté explicando cosas que para ustedes son desde hace mucho tiempo absolutamente obvias. Pero lo único que puedo decir es que fue una idea que a mí me llegó sorprendentemente tarde en mi vida de escritor, y ahora la veo como un punto de inflexión, comparable con los otros de los que les he estado hablando hoy. Desde entonces empecé a construir mis historias de un modo diferente. Por ejemplo, cuando escribía mi novela Nunca me abandonesempecé desde el principio planteando la relación del triángulo central, y a partir de él las otras relaciones que se iban desplegando.

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Los puntos de inflexión en la carrera de un escritor –tal vez en todo tipo de carreras– se producen de este modo. A menudo en situaciones anodinas y cotidianas. Son reveladores destellos silenciosos e íntimos. No aparecen con frecuencia y cuando lo hacen, pueden hacerlo sin fanfarria, sin el respaldo de mentores o colegas. Muchas veces deben competir por atraer nuestra atención con reclamos más ruidosos y en apariencia más urgentes. En ocasiones, lo que nos revelan puede ir a contracorriente del sentido común predominante. Pero cuando aparecen, es importante ser capaz de reconocerlos como lo que son. Porque de otro modo se nos escaparán de entre las manos.

He estado enfatizando lo minúsculo y lo privado, porque en esencia es de esto de lo que trata mi trabajo. Una persona que escribe en una habitación silenciosa e intenta conectar con otra persona que lee en otra habitación silenciosa –o tal vez no tan silenciosa–. Las ficciones pueden entretener, en ocasiones enseñar o polemizar sobre algún tema. Pero para mí lo esencial es que transmiten sentimientos, que apelan a lo que compartimos como seres humanos por encima de fronteras y separaciones. Hay un montón de industrias cargadas de glamur alrededor de las ficciones: la industria del libro, la industria del cine, la industria de la televisión, la industria del teatro. Pero al final, las ficciones versan sobre una persona que le dice a otra: así lo siento yo. ¿Entiendes lo que digo? ¿Tú también lo sientes así?

*

Y así llegamos al presente. Hace poco me he dado cuenta de que llevaba unos cuantos años viviendo en una burbuja. Que no había sido capaz de percatarme de la frustración y las preocupaciones de mucha gente a mi alrededor. Me he dado cuenta de que mi mundo –un lugar civilizado y estimulante, repleto de personas irónicas y liberales– era en realidad mucho más pequeño de lo que me había imaginado. El año 2016, marcado por sorprendentes –y para mí deprimentes– acontecimientos políticos en Europa y en Estados Unidos, y de nauseabundos actos de terrorismo por todo el planeta, me obligó a admitir que el imparable avance de los valores liberales que había dado por garantizado desde mi infancia podría haber sido una mera ilusión.

Formo parte de una generación tendente al optimismo, ¿y por qué no iba a ser así? Vimos cómo nuestros mayores transformaban Europa y convertían un escenario de regímenes totalitarios, genocidio y matanzas sin precedentes en la historia en una región envidiada de democracias liberales viviendo en armonía en un espacio casi sin fronteras. Vimos cómo los antiguos imperios se desmoronaban en todo el mundo junto con las reprobables teorías que los habían apuntalado. Vimos progresos significativos en el feminismo, en los derechos de los homosexuales y en las batallas en múltiples frentes contra el racismo. Crecimos con el telón de fondo de un gran choque –ideológico y militar– entre el capitalismo y el comunismo, y fuimos testigos de lo que muchos consideramos un final feliz.

Pero ahora, al echar la vista atrás, la época que surgió de la caída del muro de Berlín parece marcada por la autocomplacencia y las oportunidades perdidas. Se ha permitido que crecieran enormes desigualdades –de riqueza y oportunidades– entre países y dentro de los mismos países. En particular, la desastrosa invasión de Irak de 2003 y los largos años de políticas de austeridad impuestas a la gente corriente después de la escandalosa crisis financiera de 2008 nos han llevado a un presente en el que proliferan ideologías de ultraderecha y nacionalismos tribales. El racismo, en sus formas tradicionales y en sus versiones modernizadas y maquilladas, vuelve a ir en aumento, revolviéndose bajo nuestras civilizadas calles como un monstruo que despierta. Por el momento parece faltarnos una causa progresista que nos una. En lugar de eso, incluso en las ricas democracias occidentales, nos estamos fracturando en facciones rivales desde las que competir a cara de perro por los recursos y el poder.

Y a la vuelta de la esquina –¿o ya hemos doblado esa esquina?– tenemos los retos a que nos enfrentan los impresionantes avances de la ciencia, la tecnología y la medicina. Las nuevas tecnologías genéticas –como la técnica CRISPR de manipulación genética– y los avances en Inteligencia Artificial y robótica nos traerán asombrosos beneficios que salvarán vidas, pero también pueden crear bárbaras meritocracias parecidas al apartheid y desempleo masivo, incluido el de las actuales élites profesionales.

De modo que aquí me tienen, un sesentón que se frota los ojos e intenta discernir los contornos entre la bruma de este mundo que hasta ayer ni siquiera sospechaba que existiese. ¿Puedo yo, un autor fatigado de una generación fatigada, encontrar la energía necesaria para escrutar este escenario desconocido? ¿Dispongo todavía de algo que pueda ayudar a proporcionar perspectiva, que pueda aportar matices emocionales a las discusiones, peleas y guerras que vendrán mientras las sociedades luchan por ajustarse a estos enormes cambios?

Debo seguir adelante y hacerlo lo mejor que pueda. Porque continúo creyendo que la literatura es importante y lo será en especial mientras atravesamos este difícil territorio. Pero recurriré a los escritores de la generación más joven para que nos inspiren y nos guíen. Esta es su era y ellos tendrán los conocimientos y el instinto de los que yo careceré. En los campos de la literatura, el cine, la televisión y el teatro veo hoy talentos atrevidos e interesantes: hombres y mujeres de cuarenta, treinta, veinte años. De modo que soy optimista. ¿Por qué no iba a serlo?

Pero permítanme concluir haciendo un llamamiento, si quieren, ¡mi llamamiento del Nobel! Es difícil arreglar el mundo, pero pensemos al menos en cómo podemos mejorar nuestro pequeño rincón, el rincón de la “literatura”, donde escribimos, leemos, recomendamos, criticamos y damos premios a los libros. Si pretendemos tener un papel relevante en este futuro incierto, si pretendemos obtener lo mejor de los escritores de hoy y del mañana creo que debemos ampliar nuestra diversidad. Y lo digo sobre todo en dos aspecto concretos.

En primer lugar, debemos ampliar nuestro mundo literario para incorporar muchas más voces procedentes de más allá de las zonas de confort de las elitistas culturas del primer mundo. Debemos buscar con más energía para descubrir las gemas de lo que hoy siguen siendo culturas literarias desconocidas, tanto si los escritores viven en países lejanos como si lo hacen en nuestras propias comunidades. Y en segundo lugar: debemos poner mucho cuidado en no resultar en exceso estrechos o conservadores en nuestra definición de lo que es la buena literatura. La próxima generación llegará con todo tipo de nuevos y en ocasiones desconcertantes modos de contar historias importantes y maravillosas. Debemos mantener la mente abierta ante ellos, en especial en lo que respecta al género y la forma, para poder apoyar y aplaudir a los mejores de ellos. En unos tiempos de divisiones peligrosamente crecientes, debemos escuchar. La buena escritura y la buena lectura derribarán barreras. Debemos incluso encontrar una nueva idea, una gran visión humanista, alrededor de la que congregarnos.

Muchas gracias a la Academia Sueca, a la Fundación Nobel y al pueblo sueco que a lo largo de los años han sabido convertir el Premio Nobel en un resplandeciente símbolo de la justicia por la que luchamos los seres humanos.

Traducción: Mauricio Bach

LECTURAS | ¿Te acuerdas de “Los restos del día”, de Kazuo Ishiguro?

sábado, octubre 28th, 2017

Cuando se anunció el Premio Nobel de este año todos recordamos esa última escena donde Anthony Hopkins le desea un buen viaje a Emma Thompson, la mujer a la que nunca le dijo cuánto la amaba. Esa es la película, pero la novela de Katzuo Ishiguro es tan buena como el filme de James Ivory, con esas actuaciones que hicieron grandes a sus ejecutores.

Ciudad de México, 28 de octubre (SinEmbargo).- Inglaterra, julio de 1956. Stevens, el narrador, durante treinta años ha sido mayordomo de Darlington Hall. Lord Darlington murió hace tres años y la propiedad pertenece ahora a un norteamericano. El mayordomo, por primera vez en su vida, hará un viaje. Su nuevo patrón regresará por unas semanas a su país y le ha ofrecido al mayordomo su coche que fuera de Lord Darlington para que disfrute de unas vacaciones. Y Stevens, en el antiguo, lento y señorial auto de sus patrones, cruzará durante días Inglaterra rumbo a Weymouth, donde vive la señora Benn, antigua ama de llaves de Darlington Hall.

Y jornada a jornada, Ishiguro desplegará ante el lector una novela perfecta de luces y claroscuros, de máscaras que apenas se deslizan para desvelar una realidad mucho más amarga que los amables paisajes que el mayordomo deja atrás. Porque Stevens averigua que Lord Darlington fue un miembro de la clase dirigente inglesa que se dejó seducir por el fascismo y conspiró activamente para conseguir una alianza entre Inglaterra y Alemania. Y descubre, y también el lector, que hay algo peor incluso que haber servido a un hombre indigno.

La novela que hizo famoso a su autor, hoy Premio Nobel Katzuo Ishiguro. Foto: Especial

Fragmento de Los restos del día, de Katzuo Ishiguro, con autorización de Anagrama

Prólogo: julio de 1956 Darlington Hall

Cada vez parece más probable que haga una excursión que desde hace unos días me ronda por la cabeza. La haré yo solo, en el cómodo Ford de mister Farraday. Según la he planeado, me permitirá llegar hasta el oeste del país a través de los más bellos paisajes de Inglaterra y seguramente me mantendrá alejado de Darlington Hall durante al menos cinco o seis días. Debo decir que la idea se me ocurrió a raíz de una sugerencia de lo más amable de mister Farraday, hace casi dos semanas, una tarde en que estaba en la biblioteca quitando el polvo de los retratos. Según recuerdo, me encontraba en lo alto de la escalera limpiando el retrato del vizconde de Wetherby cuando mi patrón entró en la biblioteca llevando unos libros, al parecer con la intención de devolverlos a sus estantes. Al verme, aprovechó la ocasión para decirme que acababa de ultimar sus planes para hacer un viaje a los Estados Unidos de cinco semanas entre los meses de agosto y septiembre. Seguidamente, dejó los libros en su mesa, se sentó en la chaise longe y, estirando las piernas, me dijo mirándome a los ojos:

–Como comprenderá, Stevens, no voy a exigirle que se quede usted encerrado en esta casa todo el tiempo que yo esté fuera. He pensado que podría tomar el coche y pasar unos días fuera. Creo que un descanso no le iría nada mal.

Al hacerme esta sugerencia tan repentinamente, no supe qué responder. Recuerdo que le agradecí su amabilidad, pero es bastante probable que sólo dijera vaguedades, ya que mi patrón prosiguió:

–Le hablo en serio, Stevens. Creo sinceramente que debería tomarse un descanso. Yo pagaré la gasolina. Ustedes los mayordomos siempre están encerrados en mansiones como ésta al servicio de los demás. ¿Cómo se las arreglan para conocer las bellezas que encierra su país?

No era la primera vez que mi patrón me formulaba esta pregunta. Se trata de una cuestión que, sin duda, le preocupa profundamente. En esta ocasión, allá en lo alto de la escalera, la respuesta que se me ocurrió fue que todos los que nos dedicamos a esta profesión, aunque no viésemos el país, entendiendo por ver el conocer el paisaje y visitar rincones pintorescos, en realidad “veíamos” Inglaterra más que la gran mayoría, empleados como estábamos en casas donde se reunían las damas y los caballeros más importantes del país. Evidentemente, para expresar estos pensamientos habría tenido que dirigir a mister Farraday un discurso más bien pedante  y por este motivo me contenté con decirle:

–Señor, considero que durante todos estos años, sin salir de esta casa, he tenido el privilegio de ver lo mejor de Inglaterra. Creo que mister Farraday no entendió mis palabras, dado que sólo añadió:

–Hablo en serio, Stevens. Una persona debe conocer su país. Siga mi consejo y salga de esta casa durante unos días.

Como podrán imaginarse, no tomé la propuesta en serio. Consideré que sólo se trataba de un ejemplo más del gran desconocimiento que los caballeros norteamericanos tienen de lo que es correcto o incorrecto en Inglaterra. El hecho de que mi reacción ante esta misma propuesta experimentase un cambio días después, es decir, que la idea de emprender un viaje al oeste del país fuese ganando terreno, se debe en gran medida, y no voy a ocultarlo, a la carta de miss Kenton, la primera carta, sin contar las felicitaciones de Navidad, que llegaba desde hacía casi siete años. Pero déjenme que les explique inmediatamente qué significa todo esto. La carta de miss Kenton provocó una concatenación de ideas relacionadas con asuntos profesionales de Darlington Hall, y fue, insisto, la preocupación que yo sentía por estos asuntos lo que me condujo a considerar de nuevo la amable sugerencia de mi patrón. Pero permítanme que me explique.

Durante estos últimos meses, he sido responsable de una serie de pequeños fallos en el ejercicio de mis deberes. Debo reconocer que todos ellos son bastante triviales. No obstante, comprenderán ustedes que para alguien acostumbrado a no cometer este tipo de errores la situación resultaba preocupante, por lo que empecé a elaborar toda clase de teorías alarmistas que explicaran su causa. Como suele ocurrir en estos casos, lo más obvio me escapaba a la vista, y fueron mis elucubraciones sobre las repercusiones que podría tener la carta de miss Kenton las que me abrieron los ojos y me hicieron ver la verdad: que todos los pequeños errores que había cometido durante los últimos meses tenían como origen nada más y nada menos que una desacertada planificación de la servidumbre.

La responsabilidad de todo mayordomo es organizar al personal del que dispone con el mayor cuidado posible. ¡Quién sabe cuántas disputas, falsas acusaciones, despidos innecesarios y carreras prometedoras bruscamente interrumpidas han tenido como causa la despreocupación de un mayordomo a la hora de programar las actividades del personal a su cargo! La verdad es que comparto la opinión de los que piensan que el saber organizar un buen servicio es la aptitud primordial de cualquier mayordomo que se precie. Es una tarea que yo mismo he hecho durante muchos años y no creo pecar de vanidoso si les digo que en muy pocas ocasiones me he visto obligado a rectificar mi trabajo. Pero si esta vez mi planificación ha resultado desacertada, sólo puede haber un culpable y soy yo. No obstante, considero justo señalar que, en este caso, se trataba de una tarea especialmente difícil.

Lo que ocurrió fue lo siguiente. Una vez finalizada la transacción, transacción mediante la cual la familia Darlington perdió esta casa que les había pertenecido durante dos siglos, mister Farraday hizo saber que no se instalaría inmediatamente, sino que seguiría durante otros cuatro meses en los Estados Unidos para dejar zanjados una serie de asuntos. No obstante, fue su deseo que la servidumbre de su predecesor, de la cual tenía muy buenas referencias, continuase en Darlington Hall. Esta “servidumbre” a la que aludía mister Farraday constituía en realidad un grupo de seis criados que habían conservado los familiares de lord Darlington para que cuidasen la casa hasta que se realizase la transacción y durante el transcurso de ésta. Lamento tener que añadir que, una vez efectuada la compra, me fue imposible impedir que todos los criados, excepto mistress Clements, dejasen la casa para buscar otro empleo. Cuando escribí a mi nuevo patrón comunicándole que lamentaba la situación, desde los Estados Unidos me respondió que contratara a una nueva servidumbre “digna de una antigua y distinguida mansión inglesa”. Empecé inmediatamente a hacer gestiones para satisfacer los deseos de mister Farraday, pero ya saben ustedes que hoy día no es fácil encontrar servidumbre con un nivel adecuado, y aunque me sentí muy satisfecho de contratar a Rosemary y a Agnes, siguiendo las recomendaciones de mistress Clements, cuando me citó mister Farraday para hablar de estos temas durante su primera estancia en nuestro país, el año pasado por primavera, mis esfuerzos para contratar a personal nuevo habían sido inútiles. En esa misma ocasión, mister Farraday me dio la mano por primera vez. Nos encontrábamos en el estudio de Darlington Hall, una habitación muy austera, y por aquel entonces ya no podía decirse que fuéramos extraños el uno para el otro, pues, aparte el problema de la servidumbre, mi nuevo patrón había tenido oportunidad en otras ocasiones de advertir en mí cualidades que quizá no sea yo la persona más indicada para exponer, y que le hicieron considerarme digno de confianza. Fue éste el motivo, creo, por el que no tardó en hablar abiertamente conmigo, como si se tratase de una negociación y al terminar nuestra entrevista me había encomendado la administración de una notable suma de dinero para costear los gastos que supondrían los preparativos de su nueva residencia. En cualquier caso, fue durante esta entrevista, al plantearle lo difícil que era actualmente contratar al personal adecuado, cuando mister Farraday, tras reflexionar unos instantes, me pidió que hiciese lo posible por planificar las tareas, por elaborar una “especie de servicio rotatorio”, fueron sus palabras, de modo que los cuatro criados, o sea, mistress Clements, las dos chicas y yo, llevásemos el gobierno de la casa. Esto podía implicar que tuviésemos que “amortajar” algunas partes de la mansión, aunque de mí dependía, por mi experiencia y mis conocimientos, que las zonas muertas fuesen mínimas. Al pensar que años atrás había tenido a mi cargo a diecisiete criados, y que no hacía tanto tiempo habían trabajado en Darlington Hall veintiocho criados, mientras que ahora se me pedía que gobernase la misma casa con una servidumbre de cuatro, sentí, y no exagero, pánico. Aunque hice lo posible por evitarlo, mister Farraday vio en mi rostro cierto escepticismo, ya que, para tranquilizarme de algún modo, añadió que, en caso de ser necesario, podía contratar a un criado más. No obstante, repitió, si podía “arreglarme con cuatro” me estaría enormemente agradecido.

Evidentemente, como les ocurre a muchos de mi profesión, yo prefiero las cosas a la antigua usanza. No obstante, tampoco tiene sentido aferrarse sin más a las viejas costumbres, como hacen algunos. Actualmente, con la electricidad y los sistemas modernos de calefacción, no hace falta tener un servicio tan numeroso como el que se consideraba necesario hace sólo una generación. De hecho, yo mismo me he planteado últimamente que mantener un número excesivo de criados por el simple hecho de guardar las viejas costumbres ha repercutido negativamente en la calidad del trabajo. Disponen de demasiado tiempo libre, lo que resulta nocivo. Por otra parte, mister Farraday dejó bien claro que no pensaba celebrar con frecuencia la clase de acontecimientos sociales que solían darse en Darlington Hall. Así que emprendí concienzudamente la tarea que mi patrón me había encomendado. Pasé muchas horas planificando la organización de los criados y aunque me dedicase a otras labores o estuviera descansando, era un tema que tenía siempre presente. Cualquier solución que encontraba la estudiaba desde todos los ángulos y analizaba todas sus posibilidades. Finalmente, di con un plan que, aunque quizá no se ajustaba exactamente a los requisitos de mister Farraday, era el mejor, estaba seguro, dentro de los posibles desde un punto de vista humano. Casi todas las partes nobles de la casa seguirían funcionando; en las habitaciones de los criados, incluido el pasillo, las dos despensas y el viejo lavadero, así como el pasillo de los invitados situado en la segunda planta, se cubrirían los muebles con fundas; quedarían abiertas, en cambio, todas las habitaciones principales de la primera planta y un buen número de habitaciones para invitados. Pero, naturalmente, los cuatro contaríamos con el inevitable apoyo de algunos empleados temporales. Mi planificación, por tanto, incluía las prestaciones de un jardinero, una vez a la semana de octubre a junio y dos en verano y dos asistentas, que limpiarían cada una dos veces por semana. Para la servidumbre fija, esta planificación suponía un cambio radical de nuestra rutina de trabajo. Según había previsto, a las dos chicas no les costaría mucho adaptarse a los cambios, pero por lo que se refería a mistress Clements procuré que sus funciones sufrieran el menor número de alteraciones posible, hasta el punto de tener que asumir yo una seria de labores que, a juicio de cualquiera, sólo un mayordomo muy condescendiente aceptaría.

Aun así, no me atrevería a decir que se trataba de una mala planificación. Después de todo, permitía que un servicio de cuatro personas abarcara un gran abanico de actividades. Sin duda, convendrán conmigo en que las servidumbres mejor organizadas son aquellas que permiten cubrir sin dificultades las bajas causadas por enfermedad o por cualquier otro motivo. Aunque esta vez, todo sea dicho, se me asignó una tarea en cierto modo extraordinaria, tuve mucho cuidado en prever estas bajas siempre que me había sido posible. Sabía que si mistress Clements o las dos chicas se resistían a aceptar deberes que sobrepasaban los que tradicionalmente les correspondían, el motivo sería que sus obligaciones se habían visto incrementadas. Durante los días en que estuve luchando por organizar la labor de los criados, tuve que meditar, por tanto, el modo de conseguir que, una vez mistress Clements y las chicas hubiesen vencido su aversión al “eclecticismo” de sus nuevas funciones, juzgasen que el reparto de las tareas no les suponía ninguna nueva carga, y además lo considerasen estimulante.

Temo, sin embargo, que el ansia de ganarme el apoyo de mistress Clements y las dos chicas me impidió calcular con suficiente rigor mis limitaciones y aunque mi experiencia y mi prudencia habitual me sirvieran para no asignarme un número de obligaciones que excedieran mis posibilidades, por lo que a mí se refiere, no presté la suficiente atención a la cuestión de las posibles bajas. No es sorprendente, por lo tanto, que durante varios meses este descuido me valiese una serie de ocupaciones sin importancia pero extenuantes. Finalmente, comprendí que el asunto no tenía mayor misterio: me había asignado demasiados quehaceres.

Quizá les sorprenda que una deficiencia que resultaba tan evidente se me escapara durante tanto tiempo, aunque convendrán conmigo en que esto suele ocurrir con problemas a los que no hemos cesado de darles vueltas. La verdad siempre nos llega casualmente, a través de algún acontecimiento externo. Y así fue exactamente. La carta que recibí de miss Kenton, en la que en medio de largos pasajes confidenciales era patente la nostalgia por Darlington Hall, contenía claras alusiones (y de esto no me cabe la menor duda) a su deseo de volver aquí. Así pues, me vi obligado a reconsiderar la organización del servicio. Sólo entonces caí en la cuenta de que, en realidad, había lugar en él para una persona más, persona que podía desempeñar un papel importante  y de que había sido esta deficiencia la causa central de todos mis problemas. Y cuanto más lo pensaba, más evidente me resultaba que miss Kenton, dados el gran cariño que sentía por la casa y su pericia ejemplar, cualidades que ya no se encuentran fácilmente hoy día, era el componente que me permitiría darle a Darlington Hall un servicio totalmente satisfactorio.

Al analizar de este modo la situación, no tardé en volver a reconsiderar la amable propuesta que mister Farraday me había hecho unos días antes. Se me ocurrió que la excursión en coche podía ser, profesionalmente, de mucha utilidad. Es decir, podría ir hasta el oeste del país y, de paso, visitar a miss Kenton para averiguar así, de sus propios labios, si de verdad deseaba volver a trabajar en Darlington Hall. Dejaré bien claro que he releído varias veces la carta de miss Kenton y puedo asegurar que sus insinuaciones no son fruto de mi imaginación.

A pesar de todo, no me decidía a volver a plantear el asunto a mister Farraday y, de todas formas, había algunos puntos que yo mismo debía ver claros antes de dar cualquier paso. Uno era, por ejemplo, el tema del dinero. Aun contando con la generosa oferta de mi patrón de “pagar la gasolina”, el viaje podía suponer un gasto considerable si contaba el alojamiento, las comidas y algún que otro refrigerio que tomase en el trayecto. Estaba también la cuestión del vestuario, por ejemplo, saber qué trajes eran los apropiados para este tipo de viaje y si valía la pena invertir en nuevas prendas. Actualmente poseo un buen número de trajes estupendos que el propio lord Darlington y algunos de los huéspedes que se han alojado en esta casa han tenido la amabilidad de regalarme, satisfechos, con razón, del servicio que se les ha dispensado. Hay trajes que quizá sean demasiado formales para un viaje así o hayan quedado anticuados. Pero también tengo un traje de calle que recibí en 1931 o 1932 de sir Edward Blair, un traje que apenas utilizó y que es casi de mi talla, que me vendría muy bien para las noches que pase en la sala de estar o en el comedor de las casas de huéspedes en que me aloje. Lo que no poseo, en cambio, es ropa de viaje apropiada. Es decir, ropa con la que estar presentable en el coche, a menos que me vista con el traje que heredé de lord Chalmers hijo, durante la guerra, un traje que, a pesar de irme bastante pequeño, de color resulta perfecto. Finalmente, calculé que podía sufragar todos los gastos con mis ahorros y que, además, apurándolos, podría comprarme un traje nuevo. Espero que no estén pensando que soy excesivamente engreído, lo que ocurre simplemente es que, al no poder predecir en qué momento habré de revelar que vengo de Darlington Hall, es importante que cuando surjan estas ocasiones mi atuendo sea el propio de mi posición.

Fueron días en los que también pasé mucho tiempo estudiando los mapas de carreteras y los volúmenes de Las maravillas de Inglaterra, de Jane Symons. Es un libro que consta de siete volúmenes, cada uno sobre una región de las Islas Británicas, que sinceramente les recomiendo. Es una obra de los años treinta, pero hay muchos datos que siguen siendo válidos. Después de todo, las bombas de los alemanes no modificaron tanto el paisaje. La verdad es que antes de la guerra mistress Symons venía asiduamente a esta casa y se puede decir que, de todos los invitados, era ella la más apreciada entre la servidumbre, ya que siempre mostró su agradecimiento sin ningún reparo. Fue por entonces cuando, impulsado por la admiración que sentía por esta dama, durante los escasos momentos de ocio de que gozaba pude leer detenidamente su obra en la biblioteca. Recuerdo que poco después de que miss Kenton se fuera a Cornualles en 1936, al no haber estado nunca en esa parte del país, solía echar alguna ojeada al tercer volumen de la obra de mistress Symons, volumen en el que ofrece a los lectores una descripción de los encantos de Devon y Cornualles ilustrada con fotos y una serie de grabados de la región que a mí, personalmente, me resultan muy evocadores. Así fue como pude formarme una idea del lugar adonde miss Kenton había ido a pasar su vida de casada. Todo esto, como he dicho, ocurrió en los años treinta, época en que las obras de mistress Symons gozaban de gran prestigio en todo el país. Hacía tiempo que no había vuelto a mirar aquellos volúmenes, pero los últimos acontecimientos me indujeron a bajar de los estantes el tomo dedicado a Devon y Cornualles. Volví a examinar las maravillosas ilustraciones y descripciones, y sólo pensar que cabía la posibilidad de emprender un viaje en coche por toda esa zona del país me puso en un creciente estado de agitación. Es algo que, con toda seguridad, entienden.

Finalmente, no me quedó más remedio que volver a tratar el tema con mister Farraday. Siempre cabía la posibilidad de que la propuesta que me había hecho dos semanas antes no fuese más que una idea pasajera y que ahora ya no la aprobase. Aunque, según he ido conociendo a mister Farraday durante todos estos meses, no puedo decir que mi patrón sea una persona inconsecuente, rasgo que en el dueño de una casa resulta de lo más irritante. No había motivo, por lo tanto, para pensar que ya no se mostraría tan entusiasta respecto al viaje en coche que me había propuesto y, especialmente, que ya no tuviese la amabilidad de “pagar la gasolina”; sin embargo, consideré detenidamente en qué momento debía plantearle el asunto.

Decidí que el momento más adecuado sería por la tarde, al servirle el té en el salón. Es cuando mister Farraday vuelve de su breve paseo por el campo, y son pocas las veces en que se encuentra absorto leyendo o escribiendo, como ocurre por las noches. En realidad, a esa hora del día, cuando le traigo el té, si está leyendo un libro o un periódico suele cerrarlo, levantarse y estirarse delante del ventanal, como esperando entablar conversación.

Así, el momento que yo había escogido era el propicio, pero el que las cosas salieran del modo en que salieron se debe, en conjunto, a que calculé mal la situación, ya que no tuve suficientemente en cuenta el hecho de que a esa hora del día mister Farraday sólo disfruta con las conversaciones alegres y divertidas. Ayer, al llevarle el té por la tarde, sabiendo que se encontraría en ese estado de ánimo y conociendo su propensión a hablar en tono jocoso, habría sido más sensato no hacer la más mínima alusión a miss Kenton, pero es posible que entiendan que, al pedirle un favor tan generoso por su parte, era natural que le insinuase que mi petición se basaba en razones estrictamente profesionales. Así, al exponerle las razones por las que prefería hacer mi excursión por el oeste del país, en lugar de mencionar los diferentes atractivos descritos por mistress Symons en su obra, cometí el error de explicar que la antigua ama de llaves de Darlington Hall vivía en esa región. Imagino que, a partir de ahí, intenté hacer ver a mister Farraday que el viaje me permitiría tantear una posible solución que quizá fuese la mejor para nuestro pequeño problema doméstico, pero al mencionar a miss Kenton me percaté de pronto de que más me convenía no proseguir con este tema. No sólo no estaba seguro de que miss Kenton quisiese volver a trabajar con nosotros, sino que desde hacía un año, desde que me había entrevistado por primera vez con mister Farraday, no le había vuelto a comentar la cuestión de aumentar el número de criados. Hubiera sido pretencioso por mi parte, y pretencioso es decir poco, seguir manifestando en voz alta mis propios planes sobre el futuro de Darlington Hall. De hecho, me callé bruscamente y me sentí muy violento. En cualquier caso, mister Farraday aprovechó la oportunidad para reírse y, malintencionadamente, dijo:

–Pero Stevens, ¿aventuras a su edad?

Fue una situación muy embarazosa, en la que lord Darlington nunca hubiera puesto a un empleado. No quiero con ello dejar en mal lugar a mister Farraday, ya que, después de todo, es un caballero norteamericano, con una educación diferente. Ni que decir tiene que no había querido molestarme, pero, evidentemente, repararán en que la situación me resultó violenta.

–Nunca habría imaginado que fuera usted un mujeriego –prosiguió–. Supongo que será un modo de quitarse años. Claro que, siendo así, no sé si debo facilitarle un encuentro tan sospechoso.

Como es natural, tuve la tentación de negar rotundamente las razones que mi patrón me atribuía. Por fortuna, me di cuenta a tiempo de que, de haber actuado así, habría caído en la trampa de mister Farraday y la situación sólo habría sido más incómoda. Por lo tanto, aunque azorado, me quedé en espera de que mi patrón me diera su consentimiento para emprender el viaje.

A pesar de que, como digo, me sentí muy violento en aquellos momentos, no quiero dar a entender que el culpable fuera mister Farraday, ya que de ningún modo le juzgaría desconsiderado. Tengo la certeza de que en realidad se estaba divirtiendo con esa clase de bromas que, en los Estados Unidos, son signo de una buena relación entre patrón y empleado, bromas que se permitía conmigo pero que no eran malintencionadas. A decir verdad, durante estos últimos meses mi patrón ha mostrado en muchas ocasiones esta misma actitud socarrona. No obstante, debo confesarles que nunca he sabido cómo reaccionar. De hecho, durante los primeros días que estuve al servicio de mister Farraday recuerdo que hubo un par de ocasiones en que me sorprendieron sus palabras. Una fue, por ejemplo, el día en que le pregunté si un caballero al que esperábamos en casa vendría acompañado por su esposa.

–Recemos por que no venga –me respondió mister Farraday–. Si fuera así, debería mantenerla alejada o llevársela a una de las cuadras de la granja de mister Morgan. Distráigala, ya sabe usted que en esas cuadras hay mucho heno. Quizá la mujer sea su tipo.

Durante unos instantes no supe bien a qué se estaba refiriendo, hasta que caí en la cuenta de que sólo se trataba de una broma y procuré responder con una sonrisa. Sospecho, no obstante, que mi gesto dejó entrever parte de mi asombro, por no decir pasmo.

Los días que siguieron me enseñaron a captar el tono jocoso en su voz y cuando me hacía determinadas observaciones, siempre le respondía con una sonrisa. Nunca llegué a saber, sin embargo, cómo debía reaccionar. No sabía si debía reírme abiertamente o bien responderle con otro comentario. Concretamente, esta última posibilidad me ha causado, durante estos meses, cierta preocupación y, de hecho, es algo que me sigue desconcertando. Es posible que en Estados Unidos se considere adecuado profesionalmente que un empleado muestre una actitud desenfadada en su trabajo. Recuerdo, por ejemplo, que mister Simpson, el propietario del Ploughman’s Arms, me comentó una vez que, de ser un patrono norteamericano, no emplearía ese tono amable y cordial a que nos tenía acostumbrados sino que nos atacaría con palabras groseras, sacando a relucir nuestras debilidades y nuestros vicios, llamándonos borrachos y toda la gama de insultos parecidos, con el fin de satisfacer plenamente las expectativas de sus clientes. Y recuerdo también que, hace unos años, mister Rayne comentó que cuando estuvo en Estados Unidos, al servicio de sir Reginald Mauvis, un taxista de Nueva York, al reclamar el precio del viaje se dirigía a sus clientes de un modo que, en Londres, le habría costado un escándalo, por no decir un paseo a la comisaría de policía más próxima.

Es muy posible, por lo tanto, que mi patrón espere de mí un trato igualmente desenfadado y que, al no verse correspondido, encuentre mi actitud algo indolente. Es una cuestión que, como digo, me preocupa, pero reconozco que no siempre me veo con el suficiente ánimo para seguir sus bromas. En una época con tantos cambios, considero perfecto que todo el mundo asuma nuevas obligaciones, aunque se trate de deberes con los que no estemos familiarizados por la tradición. El sarcasmo, no obstante, pertenece a otra esfera. Es imposible saber cuándo una persona espera realmente de otra una respuesta jocosa. En cambio, es mucho más fácil cometer el grave error de hacer algún comentario chistoso y descubrir inmediatamente que no era nada apropiado.

En una ocasión, sin embargo, no hace mucho tiempo, osé aventurar ese tipo de respuesta. Fue una mañana en que, mientras le servía el café a mister Farraday, me dijo:

–Stevens, supongo que no habrá sido usted el causante de los graznidos que he oído esta mañana.

Mi patrón se estaba refiriendo a los dos gitanos que habían pasado por casa recogiendo chatarra, tras anunciarse a gritos como siempre acostumbraban  y una vez más me vi en el dilema de corresponder o no al tono jocoso de mi patrón, con el miedo al mismo tiempo de causarle una mala impresión si volvía a decepcionarle. Me propuse, pues, buscar una frase ingeniosa que no le resultase ofensiva, ya que era posible que yo hubiese malinterpretado sus palabras. Así, pasados unos instantes, le dije:

–Yo, por su carácter migratorio, más bien diría piar de golondrinas, señor. –Y modestamente sonreí para dejar bien claro que se trataba de un chiste, ya que no deseaba que mister Farraday, por mostrarse en este caso inmerecidamente respetuoso, optase por reprimir las carcajadas.

De todas formas, mister Farraday se limitó a levantar la mirada y preguntarme:

–¿Cómo dice, Stevens?

Fue entonces cuando caí en la cuenta de que una persona que no supiese que eran gitanos los que habían pasado no podía apreciar mi chiste. No estaba seguro, pues, de si era mejor seguir con la broma. Finalmente, decidí dejar el asunto tal cual y fingir haber recordado algo que requería urgentemente mi atención. Me disculpé y salí, dejando a mi patrón bastante perplejo.

No era muy alentador haber iniciado así esta nueva faceta de mi profesión, hasta tal punto que, en realidad, no he vuelto a hacer el esfuerzo, aunque tampoco he conseguido alejar de mis pensamientos la sensación de que a mister Farraday no le satisface mi modo de reaccionar a sus bromas y es muy probable que la insistencia, cada vez en mayor grado, que ha manifestado últimamente, sea su medio de forzarme a mostrar una actitud similar a la suya. En cualquier caso, desde el día de los gitanos, no he tenido suficiente agilidad para devolverle las bromas.

Actualmente, son este tipo de problemas los que más nos preocupan, pues en la profesión ya no gozamos de la posibilidad de comentar y corroborar nuestras opiniones con otros colegas, como hacíamos antes. Hasta no hace mucho, si a alguno de nosotros le asaltaba alguna duda sobre algún aspecto de nuestras obligaciones, siempre contaba con el consuelo de saber que otro compañero, cuyas ideas respetase, no tardaría en presentarse en la casa acompañando a su patrón, lo que era la ocasión propicia para discutir el problema. Con lord Darlington, por supuesto, cada vez que una dama o un caballero venía a pasar unos días, siempre cabía la posibilidad de tocar todo tipo de temas con los compañeros de profesión que le acompañasen. En realidad, durante aquella época, en la sala del servicio se daban cita algunos de los mejores profesionales de Inglaterra y en torno al calor de la chimenea se entablaban conversaciones que duraban hasta altas horas de la noche. Y les diré que durante esas veladas en la sala no se contaban chismes. Muy al contrario, podían presenciarse debates sobre los grandes temas que preocupaban a nuestros señores o bien sobre los temas de interés que trataba la prensa. Y evidentemente, como ocurre en todas las reuniones de profesionales, sean del gremio que sean, también conversábamos sobre los aspectos propios de nuestro trabajo. Como es natural, en ocasiones se producían fuertes discrepancias, pero, en general, las más de las veces el sentimiento que predominaba era el de mutuo respeto. Quizá se formen una mejor idea de estas reuniones si les digo que entre los asiduos figuraban hombres como Harry Graham, mayordomo de sir James Chambers y John Donalds, ayuda de cámara de mister Sydney Dickinson. Y había otros quizá menos distinguidos, pero que por su personalidad resultaban memorables, por ejemplo, mister Wilkinson, mayordomo de mister John Campbell, que tenía todo un repertorio de caballeros ilustres a los que imitaba; mister Davidson, de Easterly House, cuya fogosidad a la hora de defender un argumento podía ser en algunas ocasiones tan chocante para un extraño como cautivador era por lo general su trato; mister Herman, ayuda de cámara de mister John Henry Peters, con unas opiniones extremas ante las que era difícil permanecer impasible, pero de risa tan espontánea y personal y de carácter tan encantador, típico de Yorkshire, que era inevitable apreciarle. Y así, podría citarles otros muchos nombres. Fue una época en la que en nuestra profesión reinaba gran camaradería, a pesar de algunas pequeñas diferencias. Por decirlo de algún modo, en lo esencial estábamos todos cortados por el mismo patrón. No ocurría como hoy, en que las raras veces que un criado acompaña a algún invitado su actitud responde más bien a la de un intruso que, al margen de algún comentario sobre fútbol, poco tiene que decir y, en lugar de pasar la velada delante de la chimenea, prefiere salir al Ploughman’s Arms o al Star Inn, que, al parecer, es ahora el lugar predilecto.

Acabo de mencionarles a mister Graham, el mayordomo de sir James Chambers. Hace unos dos meses, me alegró enormemente oír que sir James visitaría Darlington Hall, y si la noticia me hizo tanta ilusión no fue sólo porque las antiguas amistades que venían a Darlington Hall eran ahora muy escasas (como es natural, el círculo de mister Farraday es bastante distinto del antiguo propietario de la mansión), sino también porque supuse que mister Graham acompañaría, como en los viejos tiempos, a sir James, lo cual, para mí, sería la ocasión apropiada para conocer su opinión respecto al problema de las bromas. Me sorprendió y me decepcionó, por lo tanto, enterarme un día antes de que sir James vendría solo. Durante su estancia deduje además que mister Graham ya no estaba a su servicio y que sir James ya no contaba con ningún criado que trabajase para él a jornada completa. Me habría gustado poder saber qué era de mister Graham, ya que, aunque no habíamos llegado a ser grandes amigos, las veces que habíamos coincidido nos habíamos entendido muy bien. El caso es que no pude obtener ningún tipo de información al respecto. Debo confesar que me sentí verdaderamente desilusionado, ya que me habría gustado comentar con él el asunto de las bromas.

Permítanme, no obstante, que vuelva a mi primer tema. Ayer por la tarde, como iba diciendo, los minutos que pasé en el salón aguantando las ironías de mister Farraday fueron bastante incómodos. Como de costumbre, le respondí con una ligera sonrisa, suficiente para mostrarle al menos que participaba del tono desenfadado que seguía manteniendo conmigo, y esperé a saber si contaba con su permiso para emprender el viaje. Tal y como yo había previsto, no tardó mucho tiempo en darme su beneplácito, y no sólo eso, también tuvo la bondad de recordarme y reiterar su generoso ofrecimiento de “pagar la gasolina”.

No veo, por lo tanto, motivo alguno que me impida ir de viaje al oeste del país. Naturalmente, tendré que escribir a miss Kenton para decirle que quizá pase a verla, y otro asunto del que tendré que ocuparme serán los trajes. Asimismo, tendré que dejar resueltas durante mi ausencia algunas cuestiones de la casa, pero por lo demás no veo razón alguna que me impida partir.

El novelista Kazuo Ishiguro, más conocido por su libro “The Remains of the Day” (“Los restos del día”), es el ganador del Premio Nobel de Literatura 2017. Foto: AP.

Kazuo Ishiguro nació en Nagasaki en 1954, pero se trasladó a Inglaterra en 1960. Ha estudiado en las universidades de Kent y de East Anglia y en la actua­lidad vive en Londres. Está considerado uno de los mejores escritores contemporáneos. En 1995 fue nombrado Oficial de la Orden del Imperio Británico, y, en 1998, Caballero de las Artes y las Letras por el gobierno francés. Su obra ha sido traducida a más de cuarenta idiomas. Es autor de siete novelas –Pálida luz en las colinas (Premio Winifred Holtby), Un artista del mundo flotante (Premio Whitbread), Los restos del día (Premio Booker), Los inconsolables (Premio Cheltenham), Cuando fuimos huérfanos, Nunca me abandones (Premio Novela Europea Casi­no de Santiago) y El gigante enterrado– y un libro de relatos –Nocturnos–, obras extraordinarias que Ana­grama ha publicado en castellano. En 2017 fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura.

TRIVIA | ¡Gana un ejemplar de “Nunca me abandones”, de Kazuo Ishiguro!

sábado, octubre 7th, 2017

El escritor británico, de origen japonés, de 62 años, Kazuo Ishiguro, ha ganado el Premio Nobel de Literatura. Nacido el 8 de noviembre de 1954 en Nagasaki (Japón), se trasladó a los cinco años con su familia a Surrey, Inglaterra, donde a su padre le ofrecieron un trabajo como oceanógrafo. Ha ganado numerosos premios, entre ellos el Man Booker y este galardón comprueba, como dijo desde la cocina de su casa, “que ya estoy viejo”

Ciudad de México, 7 de octubre (SinEmbargo).- A primera vista, los jovencitos que estudian en el internado de Hailsham son como cualquier otro grupo de adolescentes. Practican deportes, o tienen clases de arte donde sus profesoras se dedican a estimular su creatividad. Es un mundo hermético, donde los pupilos no tienen otro contacto con el mundo exterior que Madame, como llaman a la mujer que viene a llevarse las obras más interesantes de los adolescentes, quizá para una galería de arte, o un museo. Kathy, Ruth y Tommy fueron pupilos en Hailsham y también fueron un triángulo amoroso. Y ahora, Kathy K. se permite recordar cómo ella y sus amigos, sus amantes, descubrieron poco a poco la verdad.

De esta novela se ha hecho una película. Foto: Especial

El lector de esta espléndida novela, Nunca me abandones, utopía gótica, irá descubriendo que en Hailsham todo es una re-presentación donde los jóvenes actores no saben que lo son, y tampoco saben que no son más que el secreto terrible de la buena salud de una sociedad.

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  1. ¿Dónde nació Kazuo Ishiguro?
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  3. ¿Cómo se llama la novela que quieres ganar?

Las FOTOS de los 15 Nobel de Literatura más notables de la historia

jueves, octubre 5th, 2017

Ante el anuncio de la Academia Sueca de nombrar al escritor británico nacido en Japón, Kazuo Ishiguro como el ganador del Premio Nobel de Literatura 2017, estas son algunas fotos de sus antecesores más notables de la historia.

Londres, 5 de octubre (AP).- La Academia Sueca sorprendió el año pasado al galardonar al cantautor estadounidense Bob Dylan con el Premio Nobel de Literatura. Este año retomó la literatura tradicional y honró a un novelista, el escritor británico nacido en Japón Kazuo Ishiguro.

Desde 1901, cuando el poeta francés Sully Prudhomme recibió el primero de estos honores literarios, 114 individuos han sido laureados con el Nobel.

La edad promedio del autor ganador es 65 años. El escritor británico Rudyard Kipling, quizás más conocido por El libro de la selva, sigue siendo el agasajado más joven: tenía 41 años cuando recibió el premio en 1907.

La ganadora de 2007, Doris Lessing, también británica, es la de mayor edad, con 88. Lessing, cuya obra abarcó desde memorias hasta historias de ciencia ficción, es una de tan solo 14 mujeres laureadas. La primera fue la sueca Selma Lagerlof en 1909, y la más reciente Svetlana Alexievich de Bielorrusia, en el 2015.

El inglés ha sido el idioma más premiado, en 29 ocasiones, más del doble que el francés, que está en segundo lugar.

Una docena de autores iberoamericanos han recibido el Nobel de Literatura, incluidos cinco españoles, dos chilenos, un guatemalteco, un colombiano, un portugués y un peruano. El primero fue el español José Echegaray, en 1904; el más reciente el peruano Mario Vargas Llosa, en el 2010. La lista incluye, entre otros, a Gabriel García Márquez, Pablo Neruda, José Saramago, Octavio Paz y una única mujer, Gabriela Mistral.

Sólo dos individuos han declinado el premio. Boris Pasternak, autor de la épica Doctor Zhivago, lo rechazó en 1958 bajo presión de las autoridades en la Unión Soviética, mientras que el filósofo francés Jean-Paul Sartre lo hizo en 1964 por oponerse a cualquier tipo de honor oficial.

He aquí algunos de los ganadores más memorables del Premio Nobel de Literatura, en fotos.

En esta foto del 14 de julio de 1946, el ex primer ministro británico Winston Churchill hace su famosa señal de la V desde un auto en Metz, Francia, durante las celebraciones del Día de la Toma de la Bastilla. Churchill fue un prolífico escritor cuyo cuerpo de trabajo incluyó una historia sobre la Segunda Guerra Mundial, el conflicto con el que ha sido más asociado. Cuando ganó el Premio Nobel de Literatura en 1953, fue elogiado “por su maestría para descripciones históricas y biográficas así como su brillante oratoria al defender valores humanos elevados”. Foto: AP.

En esta foto de 1937, el escritor estadounidense Ernest Hemingway, a la izquierda, visita a insurgentes españoles en el frente. Hemingway ganó en 1954 el Premio Nobel de Literatura por obras como Por quién doblan las campanas (For Whom The Bell Tolls), basada en su experiencia cubriendo la Guerra Civil española. Foto: AP.

En esta foto del 25 de octubre de 1962, John Steinbeck conversa con periodistas en la oficina de su editorial en Nueva York tras anunciarse que era el ganador del Premio Nobel de Literatura 1962. Steinbeck, más recordado por su relato sobre la Gran Depresión Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath), fue galardonado “por sus escritos realistas e imaginativos que combinan un humor compasivo con una aguda percepción social”. Foto: Anthony Camerano, AP.

En esta foto del 12 de diciembre de 1974, el disidente soviético Aleksandr Solzhenitsyn en una conferencia de prensa en el Grand Hotel en Estocolmo. Solzhenitsyn ayudó a exponer los horrores de los campos soviéticos de trabajo forzado con sus propias experiencias en obras como Un día en la vida de Ivan Denisovich (One Day in the Life of Ivan Denisovich). La Academia Sueca le otorgó en Nobel de Literatura en 1970 “por la fuerza ética con la que ha perseguido las tradiciones indispensables de la literatura rusa”. Solzhenitsyn decidió no salir de la Unión Soviética para recibir su premio, por temor a que las autoridades no le permitieran volver a entrar. Aceptó el honor cuatro años más tarde, tras ser exiliado de la Unión Soviética. Foto: AP.

En esta foto del 21 de octubre de 1982, Gabriel García Márquez es entrevistado en su casa en Colombia tras anunciarse que ganó el Premio Nobel de Literatura. La Academia Sueca elogió a Márquez “por sus novelas y cuentos cortos, en los que la fantasía y la realidad se combinan en un mundo imaginario ricamente compuesto, reflejando la vida y conflictos de un continente”. El autor de Cien años de soledad es ampliamente considerado el escritor más popular en lengua española del siglo XX. Foto: AP.

En esta foto del 8 de octubre de 1991, la escritora surafricana Nadine Gordimer es entrevistada durante una visita de dos días a la Universidad de Massachusetts. En 1991 Gordimer se convirtió en la primera mujer en 25 años que ganaba el Nobel de Literatura. Fue reconocida por su “escritora épica magnífica”. Las historias de Gordimer, que incluyen El conservador (The Conservationist), ayudaron a llamar la atención del mundo sobre los efectos del apartheid en la vida diaria en Suráfrica. Foto: AP.

En esta foto del 5 de abril de 1994, Toni Morrison en la Catedral de San Juan el Divino en Nueva York. Al ser galardonada con el Premio Nobel de Literatura en 1993, la obra de Morrison fue elogiada por su “fuerza visionaria e importancia poética” y por darle “vida a un aspecto esencial de la realidad estadounidense”. Sus novelas, como Amada (Beloved), han puesto una luz sobre los prejuicos raciales que han afligido a su país. Foto: AP.

 

En esta foto del 10 de diciembre de 2001, el escritor británinco V.S. Naipaul se seca los ojos tras recibir el Premio Nobel de Literatura en Estocolmo, Suecia. Naipaul, que ha escrito sobre temas de distintas culturas en libros como El enigma de la llegada (The Enigma of Arrival) y Un recodo en el río (A Bend in the River), fue elogiado por “unir la narrativa perceptiva con el escrutinio incorruptible en obras que nos obligan a ver la presencia de historias suprimidas”. Foto: Pressens Bild, Henrik Montgomery, AP.

En esta foto del 11 de octubre de 2007, la escritora británica Doris Lessing conversa con periodistas afuera de su casa en Londres tras anunciarse que ganó el Premio Nobel de Literatura. A los 87 años, es la persona de mayor edad que ha recibido el galardón. Foto: Lefteris Pitarakis, AP.

En esta foto del 29 de enero de 1974, el cantautor y poeta Bob Dylan toca en Uniondale, Nueva York. Dylan recibió el Premio Nobel de Literatura en el 2016. La Academia Sueca lo elogió “por haber creado nuevas expresiones poéticas dentro de la gran tradición de la canción estadounidense”. Foto: Ron Frehm, AP.

En esta foto del 9 de diciembre de 1948, la poeta chilena Gabriela Mistral en Fortín de las Flores, México, donde se encontraba recuperándose de un ataque cardiaco. Mistral fue galardonada con el Nobel de Literatura en 1945. Foto: AP.

En esta foto del 21 de noviembre de 1998, el escritor portugués José Saramago, ganador del Premio Nobel de Literatura 1998, durante una entrevista en la oficina de su casa en la isla española de Lanzarote. Foto: Armando Franca, AP.

En esta foto del 24 de abril del 2013, el escritor peruano Mario Vargas Llosa sonríe durante una conferencia de prensa por una nueva obra de teatro en Madrid. Vargas Llosa fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura en el 2010.
Foto: Daniel Ochoa de Olza, AP.

 

En esta foto del 21 de octubre de 1971, el poeta chileno Pablo Neruda, ganador del Premio Nobel de Literatura, en París. Foto: Michel Lipchitz, AP.

El escritor británico Kazuo Ishiguro, autor de “Los restos del día”, gana el Nobel de Literatura 2017

jueves, octubre 5th, 2017

El novelista Kazuo Ishiguro, más conocido por su libro “The Remains of the Day” (“Los restos del día”), es el ganador del Premio Nobel de Literatura 2017. La Academia Sueca destacó que con sus “novelas de gran fuerza emotiva, ha descubierto el abismo bajo nuestro sentido ilusorio de conexión con el mundo”.

El escritor estudió Filología Inglesa y Filosofía en la Universidad de Kent y participó en un curso de escritura creativa en la Universidad de East Anglia, momento en el que empezó a publicar cuentos.

El novelista Kazuo Ishiguro, más conocido por su libro “The Remains of the Day” (“Los restos del día”), es el ganador del Premio Nobel de Literatura 2017. Foto: AP.

Estocolmo, 5 de octubre (EFE).- El británico Kazuo Ishiguro fue galardonado hoy con el premio Nobel de Literatura 2017 por sus “novelas de gran fuerza emocional”, que han descubierto “el abismo más allá de nuestro ilusorio sentimiento de conexión con el mundo”, anunció la Academia sueca.

Ishiguro es autor de ocho libros, entre las que destaca “The Remains of the Day” (1989), cuyo título en español es “Los restos del día”, pero más conocido como “Lo que queda del día”, que fue el elegido para la película protagonizada por Anthony Hopkins en 1993.

Los temas más recurrentes en su obra, explicó la Academia sueca, son la memoria, el tiempo y el autoengaño.

El galardonado también se ha adentrado en la ciencia ficción con su obra distópica “Never let me go” (“Nunca me abandones”, 2005) y en su último trabajo, “The buried giant” (“El gigante enterrado”, 2015), exploró “cómo la memoria se relaciona con el olvido, la historia con el presente y la fantasía con la realidad”, explica el fallo.

Ishiguro nació en 1954 en Nagashaki y vivió en Japón hasta los cinco años, ya que en 1960 su familia se trasladó al Reino Unido, donde su padre trabajó como oceanógrafo.

El escritor estudió Filología Inglesa y Filosofía en la Universidad de Kent y participó en un curso de escritura creativa en la Universidad de East Anglia, momento en el que empezó a publicar cuentos.

Su primera novela, “A Pale View of Hills” (“Pálida luz en las colinas”) fue publicada en 1982 y con ella obtuvo el premio Winifred Holtby Memorial, pero fue en 1988 con “The Remains of the Day” cuando se consagró tras ganar el Booker Prize.

La Academia Sueca destacó que con sus “novelas de gran fuerza emotiva, ha descubierto el abismo bajo nuestro sentido ilusorio de conexión con el mundo”. Foto: EFE.

Sucede en el Nobel de Literatura al poeta y cantante estadounidense Bob Dylan, el primer cantautor que obtenía este premio, una elección inesperada y no exenta de polémica que rescató a las letras estadounidenses dos décadas después del triunfo de la novelista Toni Morrison en 1993.

La dotación del Nobel es de 9 millones de coronas suecas (943.784 euros, 1,1 millones de dólares) después de que este año la fundación aumentara el monto de sus distinciones por primera vez en cinco años.

La semana Nobel arrancó el lunes, con la concesión del premio de Medicina a los estadounidenses Jeffrey C. Hall, Michael Rosbash y Michael W. Young por describir el “reloj biológico” y el martes se anunció el de Física, que fue para los estadounidenses Rainer Weiss, Barry C. Barish y Kip S. Thorne, por su “decisiva contribución” a la detección de “las ondas gravitacionales”.

El Nobel de Química se anunció ayer, y recayó en el suizo Jacques Dubochet, el germano-estadounidense Joachim Frank y el británico Richard Henderson por desarrollar un método para biomoléculas hasta su nivel atómico.

Tras el anuncio de hoy, mañana se dará a conocer el de la Paz; y el de Economía se hará público el lunes siguiente.

LECTURAS | “El gigante enterrado”, por Kazuo Ishiguro

sábado, abril 15th, 2017

Una novela ambientada en un pasado remoto y legendario que vuelve sobre los grandes y eternos temas que inquietan a los seres humanos. “No sólo es muy original, sino que posee una peculiar, incluso hipnótica, belleza”, ha dicho David Sexton, del The London Evening Standard.

Ciudad de México, 15 de abril (SinEmbargo).- Inglaterra en la Edad Media. Del paso de los romanos por la isla sólo quedan ruinas y Arturo y Merlín –amados por unos, odiados por otros– son leyendas del pasado. Entre la bruma todavía habitan ogros y británicos y sajones conviven en unas tierras yermas, distribuidos en pequeñas aldeas. En una de ellas vive una pareja de ancianos –Axl y Beatrice– que toma la decisión de partir en busca de su hijo. Éste se marchó hace mucho tiempo, aunque las circunstancias concretas de esa partida no las recuerdan, porque ellos, como el resto de habitantes de la región, han perdido buena parte de la memoria debido a lo que llaman “la niebla”.

En su periplo se encontrarán con un guerrero sajón llamado Wistan; un joven que lleva una herida que lo estigmatiza; y un anciano Sir Gawain, el último caballero de Arturo vivo, que vaga con su caballo por esas tierras con el encargo, según cuenta, de acabar con un dragón hembra que habita en las montañas. Juntos se enfrentarán a los peligros del viaje, a los soldados de Lord Brennus, a unos monjes que practican extraños ritos de expiación y a presencias mucho menos terrenales. Pero cada uno de estos viajeros lleva consigo secretos, culpas pendientes de redención y, en algún caso, una misión atroz que cumplir.

Sumando el viaje iniciático, la fábula y la épica, Kazuo Ishiguro ha construido una narración bellísima, que indaga en la memoria y el olvido acaso necesario, en los fantasmas del pasado, en el odio larvado, la sangre y la traición con los que se forjan las patrias y a veces la paz. Pero habla también del amor perdurable, de la vejez y de la muerte.

Por cortesía de Anagrama, publicamos las primeras páginas de El gigante enterrado.

Una novela de ciencia ficción. Foto: Especial

PRIMERA PARTE – CAPÍTULO UNO

Podríais haber pasado un buen rato tratando de localizar esos serpenteantes caminos o tranquilos prados por los que posteriormente Inglaterra sería célebre. En lugar de eso, lo que había entonces eran millas de tierra desolada y sin cultivar; aquí y allá toscos senderos sobre escarpadas colinas o yermos páramos. La mayoría de las vías que dejaron los romanos ya estaban en aquel entonces destrozadas o en mal estado, en muchos casos devoradas por la naturaleza. Sobre los ríos y ciénagas se posaban neblinas heladas, que eran propicias a los ogros que en aquel entonces todavía poblaban esas tierras. La gente que vivía en los alrededores –uno se pregunta qué tipo de desesperación les llevó a instalarse en unos parajes tan lúgubres– es muy probable que temiese a estas criaturas, cuya jadeante respiración se oía mucho antes de que sus deformes siluetas emergiesen entre la niebla. Pero esos monstruos no provocaban asombro. La gente entonces los veía como uno más de los peligros cotidianos y en aquella época había otras muchas cosas de las que preocuparse. Cómo conseguir comida de esa tierra árida; cómo no quedarse sin leña para el fuego; cómo detener la enfermedad que podía matar a una docena de cerdos en un solo día y provocar un sarpullido verdoso en las mejillas de los niños.

En cualquier caso, los ogros no eran tan terribles, siempre que uno no les provocase. Aunque había que dar por hecho que de vez en cuando, tal vez como consecuencia de alguna trifulca de difícil comprensión entre ellos, de pronto una de esas criaturas se adentraría erráticamente en una aldea, presa de una incontenible ira, y aunque se la recibiese a gritos y blandiendo ante ella armas, en su furia destructiva podía llegar a herir a cualquiera que no se apartase lo suficientemente rápido de su camino. O que cada cierto tiempo un ogro podía llevarse consigo a un niño y desaparecer entre la niebla. La gente de aquel entonces tenía que tomarse con filosofía estas atrocidades.

En un lugar así, al borde de una enorme ciénaga, a la sombra de escarpadas colinas, vivía una pareja de ancianos, Axl y Beatrice. Tal vez ésos no fuesen sus nombres exactos o completos, pero, para simplificar, así es como nos referiremos a ellos. Podría decir que esa pareja vivía aislada, pero en aquel entonces muy pocos vivían “aislados” en el sentido que nosotros le damos al término. Para garantizarse calor y protección, los aldeanos vivían en refugios, muchos de ellos horadados en las profundidades de la ladera de la colina, conectados unos con otros a través de pasajes subterráneos y pasadizos cubiertos. Nuestra pareja de ancianos vivía en una de esas madrigueras con ramificaciones –”edificio” sería una palabra demasiado grandilocuente–, junto a aproximadamente otros sesenta aldeanos. Si uno salía de esas madrigueras y caminaba veinte minutos por la colina, llegaba al siguiente asentamiento, que a simple vista resultaba idéntico al primero. Pero a ojos de los propios habitantes habría un montón de detalles distintivos de los que sentirse orgullosos o avergonzados.

No pretendo dar la impresión de que eso era lo único que había en la Inglaterra de aquel entonces; de que en una época en la que florecían civilizaciones esplendorosas en otras muchas partes del mundo, aquí estábamos no mucho más allá de la Edad de Hierro. Si hubieseis podido deambular a voluntad por la campiña, habríais descubierto castillos rebosantes de música, buena comida y gente en perfecta forma física, y monasterios cuyos moradores dedicaban sus vidas al conocimiento. Pero desplazarse era arduo. Incluso a lomos de un caballo fuerte, con buen tiempo, habríais podido cabalgar durante días sin vislumbrar ningún castillo o monasterio asomando entre la vegetación. Os habríais topado mayormente con comunidades como la que acabo de describir, y a menos que llevaseis encima obsequios en forma de comida o ropa, o fueseis armados hasta los dientes, nada os habría garantizado un buen recibimiento. Siento pintar semejante cuadro de nuestro país en aquella época, pero así eran las cosas.

Pero regresemos a Axl y Beatrice. Como decía, esta pareja de ancianos vivía en la zona más alejada de la red de madrigueras, donde su refugio estaba menos protegido de los elementos y apenas se beneficiaba del fuego de la Gran Sala en la que todos se congregaban por la noche. Tal vez hubo un tiempo en que habían vivido más cerca del fuego; un tiempo en que habían vivido con sus hijos. De hecho, ésta era la idea que le rondaba por la cabeza a Axl mientras permanecía tendido en el lecho durante las largas horas que precedían al amanecer con su esposa profundamente dormida a su lado, y entonces una sensación difusa de pérdida se adueñaba de su corazón, impidiéndole volver a conciliar el sueño.

Tal vez ése fue el motivo por el cual, esa mañana en concreto, Axl se había levantado del lecho y se había deslizado sigilosamente hasta el exterior de la madriguera para sentarse en el torcido banco junto a la entrada, esperando allí los primeros atisbos del alba. Era primavera, pero el viento seguía siendo helado, aun con la capa de Beatrice con la que se había envuelto al salir. Sin embargo, estaba tan absorto en sus pensamientos que para cuando se dio cuenta del frío que hacía, las estrellas ya habían desaparecido, por el horizonte se extendía un resplandor y de la penumbra emergían las primeras notas del canto de los pájaros.

Se puso lentamente de pie, lamentando haber estado a la intemperie tanto rato. Gozaba de buena salud, pero le había llevado algún tiempo sacarse de encima su última fiebre y no quería recaer. Ahora notaba la humedad en las piernas, pero mientras se daba la vuelta para volver adentro, se sentía francamente satisfecho: porque esa mañana había logrado recordar varias cosas que hacía ya tiempo que se habían desvanecido en su memoria. Además, tenía la sensación de que estaba a punto de llegar a algún tipo de decisión trascendental –una que llevaba mucho tiempo posponiendo– y sentía una exaltación interior que estaba ansioso por compartir con su esposa.

Dentro, los pasadizos de la madriguera estaban todavía completamente a oscuras, y tuvo que avanzar a tientas hasta dar con la puerta de su estancia. Muchas de las «puertas» de la madriguera eran simples arcadas que marcaban el umbral de una estancia. El carácter abierto de esta distribución no parecía incomodar a los aldeanos por la falta de privacidad, y en cambio permitía que las estancias se beneficiasen del calor que se extendía por los túneles desde la gran hoguera o las hogueras más pequeñas permitidas en la madriguera. La estancia de Axl y Beatrice, sin embargo, al estar demasiado alejada de cualquiera de los fuegos, sí tenía algo que podríamos denominar una puerta; un enorme marco de madera con pequeñas ramas, enredaderas y cardos entrelazados que quien salía o entraba tenía que apartar a un lado cada vez que cruzaba el umbral, pero que permitía mantener a raya las gélidas corrientes de aire. A Axl no le hubiera importado mucho no contar con esa puerta, pero con el tiempo se había convertido en objeto de considerable orgullo para Beatrice. A menudo, cuando él regresaba, se encontraba a su mujer sacando las plantas marchitas de la construcción y sustituyéndolas por otras recién cortadas que había reunido durante el día.

Esa mañana, Axl movió el parapeto justo lo suficiente para poder pasar, procurando hacer el menor ruido posible. Las primeras luces del alba se filtraban en la habitación a través de las pequeñas grietas de la pared exterior. Podía vislumbrar su propia mano débilmente iluminada ante él y, sobre el lecho de hierba, la silueta de Beatrice, que seguía profundamente dormida bajo las gruesas mantas.

Estuvo tentado de despertar a su esposa. Porque una parte de él le decía que si en ese momento ella estuviese despierta y hablase con él, cualquier última barrera que todavía se interpusiese entre él y su decisión finalmente se desmoronaría. Pero aún faltaba un poco para que la comunidad se levantase y diese comienzo un nuevo día de trabajo, de modo que se acomodó en la banqueta baja en la esquina de la estancia, todavía envuelto en la capa de Beatrice.

Se preguntó si esa mañana la niebla sería muy espesa y si, a medida que la oscuridad se fuese disipando, descubriría que se había ido filtrando a través de las grietas en su estancia. Pero de pronto sus pensamientos se alejaron de estos asuntos y regresaron a lo que llevaba un tiempo preocupándole. ¿Los dos habían vivido siempre así, en la periferia de la comunidad? ¿O en algún momento del pasado las cosas habían sido muy diferentes? Hacía un rato, en el exterior, habían vuelto a su mente algunos fragmentos de recuerdos: una fugaz imagen de sí mismo recorriendo el largo pasillo central de la madriguera rodeando con el brazo a uno de sus hijos, caminando un poco inclinado, no a causa de la edad como podía suceder ahora, sino simplemente porque quería evitar golpearse la cabeza con las vigas debido a la escasa luz. Probablemente el niño estaba hablando con él, acababa de contarle algo divertido y ambos se reían. Pero ahora, como hacía un rato en el exterior, no lograba que nada quedase fijado en su cabeza, y cuanto más se concentraba, más difusos parecían hacerse los recuerdos. Tal vez todo esto no fuesen más que imaginaciones de un viejo chiflado. Tal vez Dios nunca les hubiese dado hijos.

Acaso os preguntéis por qué Axl no se dirigía a los otros aldeanos para que le ayudasen a recordar su pasado, pero no era tan sencillo como pueda parecer. Porque en esta comunidad raramente se hablaba del pasado. No pretendo decir que fuese tabú. Quiero decir que en cierto modo se había diluido en una niebla tan densa como la que queda estancada sobre los pantanos. Simplemente a estos aldeanos no se les pasaba por la cabeza pensar en el pasado, ni tan siquiera en el más reciente.

Por poner un ejemplo de algo que llevaba cierto tiempo preocupando a Axl: estaba seguro de que no hacía mucho habitaba entre ellos una mujer con una larga melena pelirroja, una mujer considerada fundamental para la aldea. Cuando cualquiera se hacía una herida o enfermaba, era a esta mujer pelirroja, experta en sanar, a la que se iba a buscar. Y, sin embargo, ahora ya no había ni rastro de ella, pero nadie parecía preguntarse qué había sido de aquella mujer, ni se lamentaban de su ausencia. Cuando una mañana Axl mencionó el asunto a tres vecinos mientras trabajaban juntos rompiendo la capa de hielo que cubría un campo, su respuesta le dejó claro que no sabían de qué les hablaba. Uno de ellos incluso había hecho una pausa momentánea en el trabajo en un esfuerzo por recordar, pero había acabado negando con la cabeza.

–Tuvo que ser hace mucho tiempo –sentenció.

–Yo tampoco recuerdo en absoluto a esa mujer –le había asegurado Beatrice cuando él le sacó el tema una noche–. Axl, tal vez te la imaginaste en sueños porque te gustaría contar con alguien así, pese a que tienes una esposa que está a tu lado y que es capaz de mantener la espalda erguida mejor que tú. Eso había sucedido en algún momento del otoño pasado y habían permanecido echados uno junto al otro en su lecho, completamente a oscuras, escuchando cómo la lluvia repiqueteaba contra su refugio.

–Es cierto que en todos estos años apenas has envejecido, princesa –le había dicho Axl–.

Pero esa mujer no era un sueño y tú misma la recordarías si dedicases un momento a pensar en ella. Hace tan sólo un mes estaba ante nuestra puerta, un alma bondadosa preguntando si necesitábamos que nos trajera algo. Seguro que lo recuerdas.

–¿Pero por qué pretendía traernos algo? ¿Tenía alguna relación de parentesco con nosotros?

–Creo que no, princesa. Sólo trataba de ser amable. Seguro que lo recuerdas. Aparecía a menudo ante la puerta preguntando si teníamos frío o hambre.

–Lo que pregunto, Axl, es ¿por qué tenía esas deferencias con nosotros?

–Yo también me lo preguntaba entonces, princesa. Recuerdo haber pensado: vaya, he aquí a una mujer que se preocupa por atender a los enfermos y sin embargo nosotros dos estamos tan sanos como el resto de la comunidad. ¿Tal vez hay rumores de alguna plaga inminente y ella ha venido para examinarnos? Pero resulta que no hay ninguna plaga y esa mujer simplemente está siendo amable. Ahora que hablamos de ella, me vienen más recuerdos a la cabeza. Se quedó allí de pie y nos dijo que no nos angustiásemos cuando los niños se mofaban de nosotros. Eso fue todo. Y no volvimos a verla.

–Axl, no sólo esa mujer pelirroja es fruto de tu imaginación, sino que además resulta que es tan tonta como para preocuparse por unos cuantos niños y sus juegos.

–Eso es lo que pensé entonces, princesa. Qué daño pueden hacernos unos niños que simplemente pasan el rato por aquí cuando fuera hace un tiempo de perros. Le dije que ni se nos había pasado por la cabeza pensar en eso, pero ella insistió amablemente. Y recuerdo que entonces dijo que era una pena que hubiéramos pasado tantas noches sin una simple vela.

–Si a esa mujer le apenaba que no dispusiésemos de una vela –había dicho Beatrice–, al menos en algo tenía toda la razón. Es un insulto que se nos haya prohibido tener una vela en noches como ésta, teniendo, como tenemos, unas manos tan firmes como las de cualquiera de ellos. Mientras que hay otros que tienen velas en sus estancias pese a que cada noche se les sube la sidra a la cabeza o incluso tienen niños que corretean como salvajes. Y sin embargo nos han quitado la vela a nosotros, y ahora, Axl, apenas puedo ver tu silueta pese a que estás pegado a mí.

–No tienen ninguna voluntad de ofendernos, princesa. Simplemente es el modo en que siempre se han hecho las cosas, no hay más motivos.

–Bueno, tu mujer imaginaria no es la única que considera que es desconcertante que nos tengan que quitar la vela. Ayer, o tal vez fue anteayer, fui hasta el río y al pasar junto a las mujeres estoy segura de que les oí decir, cuando creían que ya no podía oírlas, la desgracia que era que una pareja que todavía camina perfectamente erguida como nosotros tuviera que pasar todas las noches a oscuras. De modo que esa mujer con la que has soñado no es la única que piensa de este modo.

–No es fruto de mi imaginación. Te lo repito, princesa. Hace un mes aquí todo el mundo la conocía y tenía una palabra amable para ella. ¿Cuál puede ser la causa de que todos, incluida tú, os hayáis olvidado por completo de su existencia?

Al recordar ahora, en esta mañana de primavera, la conversación, Axl se sintió casi preparado para admitir que había estado equivocado con respecto a la mujer pelirroja. Era, después de todo, un hombre de edad avanzada, propenso a las confusiones ocasionales. Sin embargo, este asunto de la mujer pelirroja era uno más de una sucesión de episodios desconcertantes. Resultaba frustrante que ahora no le vinieran a la cabeza algunos de los múltiples ejemplos, pero había muchos, de eso no había duda. Estaba, sin ir más lejos, el incidente relacionado con Marta.

Era una niña de nueve o diez años que siempre había tenido reputación de no temerle a nada. Todas esas historias que ponían los pelos de punta sobre lo que les podía suceder a los niños que se iban por ahí solos no parecían hacer mella en su afición por la aventura. De modo que la tarde en que, cuando quedaba menos de una hora de luz diurna, con la niebla avanzando y los aullidos de los lobos oyéndose por la ladera de la colina, se corrió la voz de que Marta había desaparecido, todo el mundo dejó lo que estaba haciendo, alarmado. Durante un rato, varias voces gritaron su nombre por toda la madriguera y se oyeron pasos corriendo arriba y abajo por los pasadizos mientras los aldeanos revisaban cada dormitorio, los huecos excavados como almacenes, las cavidades bajo los travesaños, cualquier escondrijo en el que una niña pudiese meterse para divertirse.

Y entonces, en plena situación de pánico, dos pastores que regresaban de su turno en las colinas entraron en la Gran Sala y empezaron a calentarse junto al fuego. Mientras lo hacían, uno de ellos comentó que el día anterior habían visto a un águila volando en círculo sobre sus cabezas, una, dos y hasta tres veces. No había duda, dijeron, de que era un águila. Sus palabras se extendieron rápidamente y al poco rato se congregó alrededor del fuego una multitud para escuchar a los pastores. Incluso Axl se apresuró para unirse a los demás, ya que la aparición de un águila en su país era desde luego una novedad. Entre los muchos poderes que se les atribuían a las águilas estaba la capacidad de ahuyentar a los lobos, y en otros lugares, se decía, los lobos habían desaparecido gracias a esas aves.

Al principio los dos pastores fueron ávidamente interrogados y les hicieron repetir la historia que contaban una y otra vez. Progresivamente se empezó a extender el escepticismo entre sus oyentes. Se habían oído historias parecidas muchas veces, señaló alguien, y siempre se había demostrado que eran infundadas. Otro de los presentes recordó que estos mismos pastores habían contado la misma historia la primavera pasada y después no se produjo ni un solo avistamiento. Los pastores negaron indignados haber contado nada de eso en el pasado y la multitud no tardó en dividirse entre los que se pusieron del lado de los pastores y los que afirmaban recordar vagamente el supuesto episodio del pasado año.

A medida que la trifulca se avivaba, Axl notó que le invadía esa familiar sensación agobiante de que algo no cuadraba y, alejándose del griterío y los empellones, salió al exterior para contemplar el cielo del anochecer y la niebla que se deslizaba a ras de suelo. Y al cabo de un rato, las piezas empezaron a encajar en su cabeza: la desaparición de Marta, el peligro, cómo no hacía mucho todo el mundo la había estado buscando. Pero estos recuerdos ya se estaban haciendo confusos, de un modo parecido a como un sueño se diluye durante los segundos posteriores al despertar, y sólo mediante un supremo acto de concentración Axl logró retener la imagen de Marta mientras las voces a sus espaldas seguían discutiendo sobre el águila. Y entonces, mientras seguía allí plantado, oyó la voz de una niña canturreando para sí misma y vio emerger a Marta de entre la niebla ante él.

–Eres muy rara, niña –le dijo Axl al verla venir brincando hacia él–. ¿No tienes miedo de la oscuridad? ¿De los lobos o de los ogros?

–Oh, sí que les tengo miedo, señor –le respondió con una sonrisa–. Pero sé cómo esconderme de ellos. Espero que mis padres no hayan preguntado por mí. La semana pasada encontré un escondrijo perfecto.

–¿Preguntado por ti? Evidentemente que han preguntado por ti. La aldea entera te busca. Escucha el alboroto que hay ahí dentro. Eso es por ti, niña. Marta se rió y comentó:

–¡Oh, déjelo ya, señor! Ya sé que no me han echado de menos. Y oigo perfectamente que ahí dentro no están hablando a gritos sobre mí.

Cuando la niña dijo eso, Axl pensó que sin duda tenía razón: las voces que llegaban desde el interior no discutían sobre ella, sino sobre otro asunto completamente distinto. Se inclinó hacia la entrada para escuchar mejor, y al cazar al vuelo una frase suelta entre los gritos empezó a recordar la historia de los pastores y el águila. Se estaba preguntando si debería explicarle algo de eso a Marta cuando de pronto ella pasó junto a él y se deslizó hacia el interior.

La siguió, imaginando el alivio y la alegría que causaría la reaparición de la niña. Y, sinceramente, se le pasó por la cabeza que al entrar con ella le atribuirían parte del mérito de su regreso. Pero cuando los dos se asomaron a la Gran Sala, los aldeanos seguían tan enfrascados en su trifulca con los pastores que sólo unos pocos se tomaron la molestia de volver la cabeza hacia él y la niña. La madre de Marta sí se apartó de la multitud lo suficiente para decirle a su hija: «¡De modo que aquí estás! ¡No se te ocurra volver a desaparecer así! ¿Cómo tengo que decírtelo?», antes de volver a dirigir su atención a la disputa alrededor del fuego. Al verlo, Marta sonrió a Axl como diciéndole: “¿Ves lo que te decía?”, y desapareció entre las sombras en busca de sus amiguitos.

La luz había empezado a aumentar significativamente en la estancia. Su habitación, como estaba en la zona periférica, tenía una ventana que daba al exterior, aunque era demasiado alta como para mirar por ella sin subirse a una banqueta. En ese momento estaba tapada con una tela, pero un temprano rayo de sol se colaba por una esquina, proyectando un haz de luz hacia donde Beatrice dormía. Axl descubrió, resaltado por ese rayo, lo que parecía un insecto merodeando alrededor de la cabeza de su esposa. De pronto se percató de que era una araña, suspendida en el aire gracias a su invisible hilo vertical, y mientras la contemplaba, la intrusa inició su suave descenso. Levantándose sin hacer ruido, Axl atravesó la pequeña estancia, barrió con la mano el aire sobre la cabeza de su mujer dormida y atrapó a la araña en la palma. Permaneció unos instantes allí de pie, contemplando a Beatrice. Había en su rostro dormido una placidez que últimamente era difícil de ver cuando estaba despierta, y la repentina ráfaga de felicidad que esa imagen le trajo le cogió por sorpresa. Supo entonces que la decisión estaba tomada y sintió de nuevo el impulso de despertarla para contarle las novedades. Pero le frenó lo egoísta que resultaba una decisión así, y, además, ¿cómo podía estar tan seguro de la reacción de ella? Al final decidió regresar sigilosamente a la banqueta y, mientras se volvía a sentar, se acordó de la araña y abrió lentamente la mano.

Cuando un rato antes había estado sentado fuera en el banco, esperando los primeros rayos del sol, había intentado recordar cuándo hablaron por primera vez de la idea del viaje Beatrice y él. En ese momento pensó que fue durante una conversación que mantuvieron una noche en esta misma estancia, pero ahora, mientras contemplaba cómo la araña correteaba por el canto de su mano y se escabullía por el suelo de tierra, de repente tuvo claro que la primera vez que mencionaron el asunto fue ese día en que aquella desconocida vestida con oscuros harapos había pasado por la aldea.

La mañana había sido plomiza –¿el pasado noviembre, tanto tiempo atrás?– y Axl había estado siguiendo el curso del río por un sendero sobre el que colgaban las ramas de los sauces. Regresaba apresuradamente a la madriguera desde los campos, tal vez para recoger alguna herramienta o recibir nuevas instrucciones del capataz. En cualquier caso, se detuvo al oír unas voces tras los arbustos que tenía a su derecha. Lo primero que pensó era que se trataba de ogros y buscó a su alrededor una piedra o un palo. Pero enseguida se percató de que las voces –todas femeninas–, aunque enojadas y alteradas, no transmitían la sensación de pánico que acompañaba los ataques de los ogros. De todos modos, se abrió camino con determinación a través de una maraña de arbustos de enebro y se plantó dando un traspié en un claro en el que vio a cinco mujeres –no en su primera juventud, pero todavía en edad fértil– que permanecían de pie muy juntas. Le daban la espalda y siguieron gritándole a algo que había a lo lejos. Él logró acercarse mucho a ellas antes de que una se sobresaltase al percatarse de su presencia, pero entonces las demás se volvieron y lo miraron casi con insolencia.

–Bueno, bueno –dijo una de ellas–. Tal vez sea una casualidad o tal vez sea algo más. Pero aquí está el marido y con suerte la hará entrar en razón. La mujer que lo había descubierto comentó:

–Le hemos dicho a vuestra esposa que no fuera, pero no nos ha hecho caso. Se ha empeñado en llevarle comida a la forastera, pese a que parece un demonio o algún tipo de elfo disfrazado.

–¿Corre peligro mi esposa? Señoras, por favor, aclárenmelo.

–Esa desconocida lleva toda la mañana merodeando a nuestro alrededor –explicó otra–. Con la melena cayéndole por la espalda y ataviada con una andrajosa capa negra. Ha dicho que era sajona, pero no va vestida como ningún sajón con el que nos hayamos cruzado. Ha intentado acercarse sigilosamente a nosotras en la ribera del río mientras hacíamos la colada, pero la hemos descubierto a tiempo y la hemos ahuyentado. Sin embargo, ella no ha dejado de merodear, actuando como si estuviese desconsolada por algo, y en otros momentos pidiéndonos comida. Nos ha parecido que todo el rato dirigía sus hechizos directamente sobre vuestra esposa, señor, porque a lo largo de la mañana ya hemos tenido que agarrar a Beatrice por los brazos para retenerla, por lo decidida que se mostraba a acercarse a ese demonio. Y ahora nos ha apartado a todas y se ha ido directa hacia el viejo espino, donde ese demonio estaba sentada esperándola. Hemos intentado impedirlo por todos los medios, señor, pero los poderes de ese demonio deben haber penetrado en ella, porque ha desplegado una fuerza sobrenatural para una mujer tan frágil y anciana como vuestra esposa.

–El viejo espino… –Se ha marchado hace un momento, señor. Pero sin duda esa mujer es un demonio, y si la seguís tened cuidado de no tropezar o pincharos con un cardo envenenado que os produzca una herida de esas que no se curan nunca. Axl se esforzó por ocultar la irritación que le provocaban esas mujeres y dijo con tono amable:

–Os estoy muy agradecido, señoras. Iré a comprobar qué le sucede a mi esposa. Disculpadme.

Para nuestros aldeanos, el “viejo espino” se refería tanto a un paraje como al propio espino que crecía aparentemente justo sobre la roca al borde del promontorio, a poca distancia de la madriguera. Los días soleados, si no hacía demasiado viento, era un lugar agradable para pasar el rato. Desde allí se tenía una panorámica estupenda de la ladera que descendía hasta el agua, del meandro que trazaba el río y de los pantanos que se extendían más allá. Los domingos los niños solían jugar alrededor de las nudosas raíces y en ocasiones se atrevían a saltar desde el borde del promontorio, lo que de hecho no representaba más que una pequeña caída que no podía causar daño a ningún niño, como mucho hacerle rodar como un barril por la pendiente cubierta de hierba. Pero en una mañana como ésa, en la que los adultos y también los niños tenían muchas tareas por delante, el lugar probablemente estaría desierto, y a Axl, que ascendía por la pendiente entre la niebla, no le sorprendió ver que las dos mujeres estaban solas, sus cuerpos apenas siluetas recortadas contra el cielo blanquinoso. En efecto, la desconocida, sentada con la espalda apoyada en la roca, vestía de un modo peculiar. Desde la distancia, al menos, la capa parecía hecha de varias piezas de tela zurcidas y en ese momento aleteaba movida por el viento, lo cual le daba a su propietaria el aspecto de un pájaro a punto de levantar el vuelo. Junto a ella, Beatrice –de pie, con la cabeza inclinada hacia su compañera– parecía menuda y vulnerable. Mantenían una vivaz conversación, pero al descubrir que Axl se acercaba desde abajo, se callaron y lo observaron. Entonces Beatrice se acercó al borde del promontorio y le gritó:

–¡Detente donde estás, esposo, no sigas avanzando! Yo me acercaré a ti. Pero no subas hasta aquí porque perturbarás el sosiego de esta pobre mujer ahora que por fin puede dar descanso a sus pies y comer un poco del pan de ayer. Axl esperó tal como le pedía y al poco rato vio que su esposa descendía por el sendero en su dirección. Llegó hasta él y, sin duda preocupada por que el viento pudiese llevar sus palabras hasta la forastera, le dijo en voz baja:

–¿Esas chifladas te han mandado en mi busca, esposo? Cuando yo tenía su edad, estoy segura de que eran las ancianas las que estaban llenas de temores y creencias absurdas, convencidas de que cada piedra estaba maldita y cada gato vagabundo era un espíritu maligno. Pero ahora que yo me he convertido en una vieja, me encuentro con que son las jóvenes las que están llenas de estas creencias, como si nunca hubieran escuchado la promesa del Señor de caminar a nuestro lado a todas horas. Mira a esa pobre forastera, mírala con tus propios ojos, agotada y sola, y ha estado vagando por el bosque y los campos durante cuatro días, y en un pueblo tras otro la han obligado a seguir su camino. Y eso que se trata de un país cristiano, pero la han tomado por un demonio o tal vez una leprosa, pese a que su piel no tiene ninguna marca de ello. Bueno, esposo, espero que no hayas venido para decirme que no debo reconfortar a esta pobre mujer y ofrecerle la poca comida que llevo encima.

–Jamás te diría algo así, princesa, porque veo con mis propios ojos que lo que dices es cierto. Antes incluso de llegar hasta aquí ya estaba pensando lo vergonzoso que resulta que ya no podamos recibir a una forastera con amabilidad.

–Entonces sigue con tus asuntos, esposo, porque estoy segura de que van a quejarse otra vez de lo lento que eres con el trabajo y antes de que te des cuenta volverán a mandar a los niños a corear nuestros nombres mofándose.

–Nadie se ha quejado nunca de que haga mi trabajo con lentitud, princesa. ¿Dónde has oído eso? Jamás he oído una queja de este tipo, y soy capaz de cargar con lo mismo que cualquier hombre veinte años más joven.

–Sólo te estoy provocando, esposo. Está claro que nadie se ha quejado de tu trabajo. –Si hay niños que nos molestan, no tiene nada que ver con que yo trabaje rápido o lento, sino con que sus padres son demasiado necios o más bien están demasiado borrachos como para enseñarles buenos modales o inculcarles la necesidad de ser respetuosos.

–Tranquilízate, esposo. Ya te he dicho que te estaba provocando y no lo volveré a hacer. La forastera me estaba contando algo que me interesa mucho y que en algún momento también podría interesarte a ti. Pero tiene que acabar de contármelo, de modo que debo pedirte de nuevo que vuelvas a la tarea que te hayan encomendado y me permitas seguir escuchándola y dándole todo el consuelo que pueda.

–Princesa, discúlpame si mi tono ha sido demasiado áspero. Pero Beatrice ya se había dado la vuelta y estaba ascendiendo de nuevo por el sendero, de regreso hacia el espino y la silueta de la capa aleteante. Un poco más tarde, después de haber cumplido con el trabajo que le habían asignado, Axl regresaba hacia los campos y, aun a riesgo de poner a prueba la paciencia de sus colegas, se desvió del camino para volver a pasar por el viejo espino. Porque lo cierto era que aunque compartía por completo el desprecio de su esposa hacia las suspicacias de aquellas mujeres, él mismo no se había podido liberar de la idea de que la forastera suponía algún tipo de amenaza y se sentía inquieto después de haber dejado a Beatrice con ella. Por eso se sintió aliviado cuando vio la silueta de su esposa, sola en el promontorio delante de la roca, contemplando el cielo. Parecía abstraída en sus pensamientos y no se percató de su presencia hasta que él la llamó. Mientras Axl observaba cómo ella descendía por el sendero, más lentamente que antes, se le pasó por la cabeza por primera vez que últimamente había algo distinto en su manera de caminar. No era exactamente que cojease, pero era como si se moviese con cuidado por algún dolor secreto en alguna parte de su cuerpo. Cuando le preguntó, en cuanto la tuvo cerca, qué había sido de su extraña compañera, Beatrice se limitó a decir: –Ha seguido su camino. –Supongo que habrá quedado muy agradecida de tus atenciones, princesa. ¿Has hablado con ella mucho rato?

–Así es, y ella tenía un montón de cosas que contar. –Ya veo que algo de lo que te ha dicho te ha inquietado, princesa. Tal vez esas mujeres tenían razón y era mejor evitar a esa desconocida.

Nació en Japón pero vive en Inglaterra. Foto: efe

Kazuo Ishiguro nació en Nagasaki en 1954, pero se trasladó a Inglaterra en 1960. Ha estudiado en las universidades de Kent y de East Anglia y en la actua­lidad vive en Londres. Está considerado uno de los mejores escritores contemporáneos. En 1995 fue nombrado Oficial de la Orden del Imperio Británico, y, en 1998, Caballero de las Artes y las Letras por el gobierno francés. Su obra ha sido traducida a más de cuarenta idiomas. Es autor de siete novelas –Páli­da luz en las colinas (Premio Winifred Holtby), Un artista del mundo flotante (Premio Whitbread), Los restos del día (Premio Booker), Los inconsolables (Premio Cheltenham), Cuando fuimos huérfanos, Nunca me abandones (Premio Novela Europea Casi­no de Santiago) y El gigante enterrado– y un libro de relatos –Nocturnos–, obras extraordinarias que Ana­grama ha publicado en castellano.