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“Esto es agua”: la vida y el aprendizaje según David Foster Wallace, en un discurso de graduación

sábado, septiembre 12th, 2020

El 12 de septiembre de 2008, David Foster Wallace se quitó la vida en su propia casa tras una larga temporada sumido en depresión y medicamentos. Tres años antes, este autor se encontraba en el estrado del Kenyon College, compartiendo uno de los mejores discursos de graduación que existen.

Una reflexión aguda, como sólo él sabía hacerlo, que se convertiría en una suerte de análisis sobre las implicaciones de la vida adulta, la importancia de las elecciones y visión del entorno y el verdadero significado del aprendizaje.

Traducción por Odeen Rocha

Ciudad de México, 12 de septiembre (BarbasPoéticas).- El 12 de septiembre de 2008, David Foster Wallace se quitó la vida en su propia casa a causa de una larga temporada sumido en depresión y medicamentos. Un genio como muy pocos ha habido en la literatura norteamericana de la última década del siglo XX, llevó hasta lo más alto la combinación entre nihilismo de fin de siglo y la intelectualidad que pocas veces es vista en un sólo ser humano.

En 2005, tres años antes de tomar la salida de este plano, se paró en el estrado del Kenyon College, donde compartió uno de los mejores discursos de graduación de los que se puede tener memoria. Una reflexión aguda como sólo él sabía hacerlo, sobre las implicaciones de la vida adulta y lo exasperantemente aburrida que ésta puede llegar a ser pero, sobre todo, en torno a la necesidad de aprender a pensar cada día de nuestras vidas.

Un discurso que, posterior a su muerte, se convertiría en una suerte de análisis sobre el suicidio, la educación y el verdadero significado del aprendizaje en una época en que, posiblemente, creemos que no nos hace falta aprender más. A continuación, te compartimos el discurso completo, y más abajo, la transcripción en español.

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«Saludos a los padres de familia, y felicitaciones a la generación graduada de Kenyon de 2005. Hay estos dos peces jóvenes nadando por ahí y se encuentran con un pez más viejo nadando en sentido contrario, quien les saluda con la cabeza y les dice: “Buenos días, muchachos. ¿Cómo está el agua?” Y los dos peces jóvenes nadan un poco, y luego uno de ellos mira al otro y dice: “¿Qué diablos es el agua?”.

Este es un requisito estándar de los discursos de graduación en los Estados Unidos, el despliegue de historias didácticas con pequeñas parábolas. La historia resulta ser una de las mejores y menos ingeniosas convenciones del género, pero si te preocupa que quiera presentarme aquí como el pez sabio y más viejo que les explica qué es el agua a ustedes, los peces jóvenes, por favor, no se preocupen. No soy el pez sabio y viejo.

El punto de la historia de los peces es simplemente que las realidades más obvias e importantes son a menudo las más difíciles de ver y de hablar. Enunciado como una oración, por supuesto, esto es solo un lugar común muy banal, pero el hecho es que, en las trincheras cotidianas de la existencia adulta, los lugares comunes pueden tener una importancia de vida o muerte, o eso es lo que deseo sugerir en esta seca y hermosa mañana.

Por supuesto, el requisito principal de discursos como este es que se supone que debo hablar sobre el significado de su educación en artes liberales, para tratar de explicar por qué el grado que están a punto de recibir tiene un valor humano real en lugar de una recompensa material.

Entonces, hablemos sobre el cliché más generalizado en el género del discurso de graduación, que es, que una educación en artes liberales no consiste tanto en llenarte de conocimiento como en “enseñarte a pensar”. Si eres como yo, como estudiante, nunca te ha gustado escuchar esto, y tiendes a sentirte un poco insultado por la afirmación de que necesitabas que alguien te enseñara a pensar, ya que el hecho de que incluso hayas sido admitido en una universidad, parece ser una buena prueba de que ya sabes cómo pensar.

Pero voy a decirles que el cliché de las artes liberales no es para nada insultante, porque la educación realmente significativa en el pensamiento de que se supone que debemos estar en un lugar como este no es realmente la capacidad de pensar, sino más bien sobre la elección de qué pensar. Si su total libertad de elección con respecto a qué pensar parece demasiado obvia para perder el tiempo en la discusión, les pediría que piensen en el agua y los peces, y que pongan en suspenso durante unos minutos su escepticismo sobre el valor de lo totalmente obvio.

He aquí otra pequeña historia didáctica. Están dos tipos sentados juntos en un bar en el remoto desierto de Alaska. Uno de ellos es religioso, el otro es ateo y los dos discuten sobre la existencia de Dios con esa intensidad especial que nace después de la cuarta cerveza. Y el ateo dice: “Mira, no es que no tenga razones reales para no creer en Dios. No es como si nunca hubiera experimentado con todo ese asunto de Dios y la oración. Justo el mes pasado quedé atrapado lejos del campamento en una terrible ventisca, y estaba totalmente perdido y no podía ver nada, y estaba a 50 bajo cero, así que lo intenté: caí de rodillas en la nieve y grité: “¡Oh, Dios, si hay un Dios, estoy perdido en esta ventisca, ¡Voy a morir si no me ayudas!”. Y ahora, el hombre religioso mira todo desconcertado al ateo. “Bueno, entonces ahora debes creer “, dice, “Después de todo, estás vivo aquí”. El ateo simplemente pone los ojos en blanco. “No, hombre, sucedió que un par de esquimales pasaban por ahí y me mostraron el camino de regreso al campamento”.

Es fácil llevar esta historia a través de una especie de análisis de artes liberales estándar: la misma experiencia puede significar dos cosas totalmente diferentes para dos personas diferentes, dadas las construcciones de significado y creencias diferentes de cada una, con dos formas diferentes de construir el significado a partir de la experiencia. Debido a que apreciamos la tolerancia y la diversidad de creencias, en ninguna parte de nuestro análisis de artes liberales queremos afirmar que la interpretación de un individuo es verdadera y la de otro es falsa o mala. Lo cual está bien, excepto que nunca terminamos hablando sobre de dónde vienen estas creencias y construcciones de significado.

Es decir, dónde vienen IMPLÍCITAS en esas dos personas. Como si la orientación más básica de una persona hacia el mundo, y el significado de su experiencia fueran de alguna manera simplemente cableados, como la altura o el tamaño de un zapato; o automáticamente absorbido de la cultura, como el lenguaje. Como si la forma en que construimos el significado no fuera realmente una cuestión de elección personal e intencional. Además, está todo el asunto de la arrogancia. El individuo no religioso está muy seguro de su rechazo a la posibilidad de que los esquimales que pasaron tuvieran algo que ver con su oración de ayuda.

Es cierto que hay muchas personas religiosas que parecen arrogantes y seguras de sus propias interpretaciones. Probablemente sean incluso más repulsivos que los ateos, al menos para la mayoría de nosotros. Pero el problema de los dogmáticos religiosos es exactamente el mismo que el del incrédulo de la historia: certeza ciega, una mentalidad cerrada que equivale a un encarcelamiento total a tal grado que el prisionero ni siquiera sabe que está encerrado.

El punto aquí es que creo que esto es una parte de lo que realmente se supone que significa enseñar a pensar. Para ser un poco menos arrogante. Tener solo un poco de conciencia crítica sobre mí y mis certezas. Debido a que un gran porcentaje de las cosas de las que tiendo a estar seguro de manera automática resulta totalmente erróneo y engañoso. He aprendido esto de la manera más difícil, como puedo predecir que ustedes, graduados, también lo harán.

Este es solo un ejemplo de la maldad total de algo de lo que tiendo a estar seguro automáticamente: todo en mi experiencia inmediata apoya mi profunda creencia de que soy el centro absoluto del universo. La persona más real, más viva e importante que existe. Rara vez pensamos en este tipo de egocentrismo natural y básico porque es socialmente repulsivo. Pero es prácticamente lo mismo para todos nosotros. Es nuestra configuración predeterminada, conectada a nuestros tableros al momento del nacimiento. Piénsalo: no tienes ninguna experiencia de la que no seas el centro absoluto. El mundo, tal como lo experimentas está delante de ti o detrás de ti, a tu izquierda o derecha, en tu televisor o tu monitor. Y así consecutivamente. Los pensamientos y sentimientos de otras personas tienen que ser comunicados de alguna manera, pero los tuyos son demasiado inmediatos, urgentes, reales.

Por favor, no se preocupen de que me esté preparando para dar una conferencia sobre la compasión o a cualquier otra orientación de todas las supuestas virtudes. Esto no es una cuestión de virtud. Es una cuestión de mi elección de alterar de alguna manera o liberarme de mi configuración predeterminada natural y programada, que es ser profunda y literalmente egocéntrico y ver e interpretar todo a través de esta lente del yo. Las personas que pueden ajustar su configuración predeterminada natural de esta manera a menudo se describen como “bien ajustadas”, lo que les adelanto que no es un término accidental.

Dada la configuración académica triunfante aquí, una pregunta obvia es cuánto de este trabajo de ajustar nuestra configuración predeterminada implica conocimiento o intelecto real. Esta pregunta se vuelve muy complicada. Probablemente, lo más peligroso de una educación académica, al menos en mi propio caso, es que permite que mi tendencia a sobre intelectualizar las cosas, a perderme en un argumento abstracto dentro de mi cabeza, en lugar de simplemente prestar atención a lo que está sucediendo justo delante de mí, prestando atención a lo que está pasando dentro de mí.

Como estoy seguro de que ustedes ya saben, es extremadamente difícil mantenerse alerta y atento, en lugar de hipnotizarse por el monólogo constante dentro de su cabeza (puede estar ocurriéndoles justo ahora). Veinte años después de mi propia graduación, he llegado a comprender gradualmente que el cliché de las artes liberales acerca de enseñarte a pensar es realmente una abreviatura para una idea mucho más profunda y seria: aprender a pensar realmente significa aprender a ejercer cierto control sobre cómo piensas y lo que piensas. Significa estar lo suficientemente consciente y alerta como para elegir a lo que le prestas atención y elegir cómo le construyes el significado a partir de la experiencia. Porque si no puedes ejercer este tipo de elección en la vida adulta, estarás totalmente relajado.

Piensen en el viejo cliché acerca de “la mente es un excelente servidor, pero un terrible maestro”. Esto, como muchos clichés, tan poco convincente y atractivo en la superficie, en realidad expresa una gran y terrible verdad. No es la más mínima coincidencia que los adultos que se suicidan con armas de fuego casi siempre se disparan en el mismo lugar: la cabeza. Disparan directo al terrible maestro. Y la verdad es que la mayoría de estos suicidas en realidad están muertos mucho antes de que aprieten el gatillo.

Y sostengo que esto es lo que se supone que tiene que ver con el verdadero valor de tu educación en artes liberales: la manera de evitar pasar por tu cómoda, próspera y respetable vida adulta, inconsciente, siendo un esclavo para tu cabeza y para tu configuración predeterminada natural de ser único, completo e imperiosamente solo día tras día. Eso puede sonar como una hipérbole o un absurdo abstracto.

Seamos concretos: está el simple hecho es que ustedes, graduados, todavía no tienen ni idea de lo que realmente significa la expresión “día a día”. Resulta que hay partes enteras de la vida adulta en los Estados Unidos de las que nadie habla en los discursos de graduación. Una de esas partes involucra el aburrimiento, la rutina y la pequeña frustración. Los padres y las personas mayores aquí sabrán muy bien de qué estoy hablando.

A modo de ejemplo, digamos que es un día promedio de tu vida adulta, te levantas por la mañana para dirigirte desafiante a tu trabajo, vestido de cuello blanco, con título universitario, y trabajas duro durante ocho o diez horas y, al final del día, cuando estás cansado y algo estresado y todo lo que quieres es ir a casa y cenar bien y tal vez relajarte durante una hora para irte a la cama temprano porque, por supuesto, tienes que levantarte al día siguiente y hacerlo todo de nuevo. Pero entonces recuerdas que no hay comida en casa. No has tenido tiempo de ir de compras esta semana debido a tus emocionantes ocupaciones, por lo que ahora, después del trabajo tienes que subir a tu automóvil y conducir al supermercado. Está por terminar el día laboral y el tránsito puede ser muy pesado. Así que llegar a la tienda te lleva mucho más tiempo de lo que debería, y cuando finalmente llegas, el supermercado está muy lleno, porque, por supuesto, es la hora del día en que todas las demás personas con empleos también intentan hacer sus compras.

Y la tienda está horriblemente iluminada y en el ambiente suena esa música horrible de supermercado, capaz de matar almas —un terrible pop corporativo—, y es prácticamente el último lugar donde quieres estar, pero no puedes entrar y salir rápidamente. Tienes que deambular por los confusos pasillos de la enorme tienda super iluminada para encontrar las cosas que deseas, y tienes que maniobrar tu carrito lleno de chatarra entre todas estas otras personas cansadas y apresuradas empujando carritos y eventualmente obtendrás todos tus suministros para la cena, excepto que ahora resulta que no hay suficientes cajas abiertas a pesar de que es justo la hora cuando hay más gente. Así que la fila es increíblemente larga, lo cual es estúpido y exasperante. Pero no puedes eliminar tu frustración con la frenética señora que trabaja a marchas forzadas en la caja registradora, en un empleo cuyo tedio diario y sin sentido supera la imaginación de cualquiera de nosotros aquí en una universidad de prestigio.

Pero, de todos modos, finalmente llegas al frente de la fila, y pagas por tu comida, y te dicen que tengas un buen día con una voz que suena como la voz absoluta de la muerte. Luego tienes que llevar tus espeluznantes y endebles bolsas de plástico, llenas de tus cosas sobre tu carrito que tiene una rueda loca que se tuerce a la izquierda, todo el camino a través del estacionamiento lleno de baches, y luego tienes que conducir todo el camino a casa a través del tránsito lento y pesado, en hora pico, etcétera, etcétera.

Todos aquí han hecho esto, por supuesto. Pero aún no ha sido parte de la rutina de la vida real de los graduados, día tras semana tras mes tras año. Pero lo será. Y junto con muchas otras rutinas tristes, molestas, aparentemente sin sentido. Pero ese no es el punto. El punto es que una pequeña y frustrante mierda como esta es exactamente dónde va a comenzar el trabajo de elegir. Debido a que los atascos de tránsito y los pasillos atestados y las largas filas para pagar me dan tiempo para pensar, y si no tomo una decisión consciente sobre cómo pensar y a qué prestar atención, voy a estar molesto y miserable cada vez que tenga que comprar.

Debido a que mi configuración predeterminada natural es la certeza de que situaciones como esta son realmente acerca de mí. Acerca de MI hambre y MI fatiga y MI deseo de llegar a casa, y todo el tiempo parecerá que todo el mundo estorba en mi camino. ¿Y quiénes son todas estas personas, a mi manera? Fíjate en lo repulsivos que son la mayoría de ellos, y en lo estúpidos y parecidos a las vacas, a los ojos muertos y no humanos que parecen en la fila para pagar, o a lo molesta y grosera que es la gente que habla en voz alta desde teléfonos celulares en medio de la fila. Y mira cuán profundo y personalmente es injusto esto.

O, por supuesto, si estoy en una configuración de artes liberales más socialmente consciente de mi configuración por defecto, puedo pasar tiempo en el tráfico del final del día disgustado por todas esas Suburbans enormes y estúpidas que bloquean los carriles, y Hummers y camionetas V-12 que queman sus inútiles y egoístas tanques de 150 litros de gasolina, y puedo insistir en el hecho de que las calcomanías en sus defensas, patrióticas o religiosas, siempre parecen estar en los vehículos más grandes, más asquerosamente egoístas, conducidos por el más feo de los conductores. Este es un ejemplo de cómo NO pensar. Los vehículos más egoístas y repugnantes, conducidos por los conductores más feos, desconsiderados y agresivos. Y puedo pensar en cómo los hijos de nuestros hijos nos despreciarán por desperdiciar todo el combustible del futuro y, probablemente, arruinar el clima, y lo mimados que hemos sido, y que somos estúpidos, egoístas y repugnantes, y cómo la sociedad de consumo moderna simplemente apesta, etc. Y así progresivamente.

Tienen la idea.

Si elijo pensar de esta manera en una tienda y en la autopista, está bien. Muchos de nosotros lo hacemos. Excepto que pensar de esta manera suele ser tan fácil y automático que no tiene que ser una elección. Es mi configuración natural por defecto. Es la forma automática en que experimento las partes aburridas, frustrantes y abarrotadas de la vida adulta cuando opero la creencia automática e inconsciente de que soy el centro del mundo y que mis necesidades y sentimientos inmediatos son lo que debería determinar el mundo. Prioridades.

La cuestión es que, por supuesto, hay formas totalmente diferentes de pensar en este tipo de situaciones. En este tránsito, todos estos vehículos se detuvieron y estorban mi camino, no es imposible que algunas de estas personas en Suburbans hayan tenido horribles accidentes automovilísticos en el pasado, y ahora encuentran que conducir es tan aterrador que su terapeuta casi les ha ordenado que lo hagan en ese vehículo en particular. Un enorme y pesado Suburban para que puedan sentirse lo suficientemente seguros como para conducir. O que el Hummer que se me acaba de atravesar quizás esté siendo conducido por un padre cuyo niño pequeño está herido o enfermo en el asiento de a lado, y está tratando de llevar a este niño al hospital, y tiene una prisa más grande y legítima de la que yo tengo: entonces, en realidad soy yo quien está en SU camino.

La probabilidad de que todos los demás en la fila del supermercado estén tan aburridos y frustrados como yo, y que algunas de estas personas probablemente tengan una vida más dura, más tediosa y dolorosa que yo. Nuevamente, por favor, no piensen que les estoy dando un consejo moral, o que estoy diciendo que se supone que deben pensar de esta manera, o que alguien espera que solo lo hagan automáticamente. Porque es difícil. Se requiere voluntad y esfuerzo, y si eres como yo, algunos días no podrás hacerlo o simplemente no querrás hacerlo.

Pero la mayoría de los días, si eres lo suficientemente consciente como para darte una opción, puedes elegir mirar de manera diferente a esa mujer gorda, con ojos muertos y sobreexcitada que solo le gritó a su hija en la fila. Tal vez ella no suele ser así. Tal vez ella ha estado levantada tres noches seguidas de la mano de un esposo que se está muriendo de cáncer en los huesos. O tal vez esta señora es la empleada con un salario bajo en el departamento de vehículos motorizados, que ayer mismo ayudó a su marido a resolver un problema horrible, exasperante y burocrático a través de un pequeño acto de bondad burocrática. Por supuesto, nada de esto es probable, pero tampoco es imposible.

Solo depende de lo que quieras considerar. Si estás seguro automáticamente de que sabes qué es la realidad y estás operando con tu configuración predeterminada, entonces ustedes, como yo, probablemente no consideraremos posibilidades que no sean molestas y miserables. Pero si realmente aprendes a prestar atención, entonces sabrás que hay otras opciones. De hecho, estará en tu poder experimentar una situación de estar apiñado entre la gente, algo caliente, lento, casi infernal, no solo significativa, sino sagrada, ardiendo con la misma fuerza que hicieron las estrellas: amor, comunión, la unidad mística en el fondo de todas las cosas.

No es que esas cosas místicas sean necesariamente verdaderas. Lo único que verdadero con V mayúscula es que puedes decidir cómo tratarás de verlo. Esto, sostengo, es la libertad de una educación real, de aprender a estar bien adaptado. Tienes que decidir conscientemente qué tiene significado y qué no. Tienes que decidir qué adorar.

Porque aquí hay algo más que es extraño, pero cierto: en las trincheras del día a día de la vida adulta, en realidad no existe tal cosa como el ateísmo. No hay tal cosa como no adorar. Todo el mundo adora algo. La única opción que tenemos es elegir qué adorar. Y la razón convincente para tal vez elegir algún tipo de dios o algo de tipo espiritual para adorar, ya sea Jesucristo o Allah, ya sea YHWH o la Diosa Madre Wicca, o las Cuatro Nobles Verdades, o algún conjunto inviolable de principios éticos, es que casi cualquier cosa que adoras te comerá vivo.

Si adoras el dinero y las cosas, si es ahí donde tocas el significado real de la vida, nunca tendrás suficiente, nunca sentirás que tienes suficiente. Es la verdad. Adora tu cuerpo, belleza y encanto sexual y siempre te sentirás feo. Y cuando el tiempo y la edad comiencen a mostrarse, morirás un millón de muertes antes de que finalmente te aflijan. En un nivel, todos sabemos esto. Ha sido codificado como mitos, proverbios, clichés, epigramas, parábolas: es el esqueleto de toda gran historia. Todo el truco es mantener la verdad en la conciencia diaria.

Adora el poder, terminarás sintiéndote débil y temeroso, y necesitarás cada vez más poder sobre los demás para adormecerte ante tu propio miedo. Adora tu intelecto, y aun siendo considerado inteligente, terminarás sintiéndote estúpido, como un fraude siempre a punto de ser descubierto. Pero lo insidioso de estas formas de adoración no es que sean malvados o pecaminosos, sino que son inconscientes. Son configuraciones por defecto. Son el tipo de adoración en la que te deslizas poco a poco, día tras día, siendo cada vez más selectivo sobre lo que ves y cómo evalúas el valor sin tener que ser consciente de que eso es lo que estás haciendo.

Y el llamado mundo real no lo desalentará a operar en sus configuraciones predeterminadas, ya que el llamado mundo real de los hombres y el dinero y el poder vibran alegremente en miedo, ira, frustración, ansia y adoración. Nuestra propia cultura actual ha aprovechado estas fuerzas de tal manera que ha producido una extraordinaria riqueza, comodidad y libertad personal. La libertad de ser todos los señores de nuestros pequeños reinos del tamaño de una calavera, solos en el centro de toda la creación. Este tipo de libertad tiene mucho que recomendar.

Pero, por supuesto, hay diferentes tipos de libertad. Y el tipo más valioso, del que no se escuchará hablar mucho en el gran mundo exterior de querer y lograr; el tipo realmente importante de libertad implica atención, conciencia y disciplina, y poder realmente preocuparse por otras personas y sacrificarse por ellas una y otra vez en miles de formas poco seguras, mezquinas y poco atractivas todos los días. Esa es la verdadera libertad. Eso es ser educado, y entender cómo pensar. La alternativa es la inconsciencia, la configuración por defecto, la carrera de ratas, la sensación constante de haber tenido y luego perdido algo infinito.

Sé que esto probablemente no suena divertido y placentero o grandiosamente inspirador como se supone que debe sonar un discurso de graduación. Lo que sí es, por lo que puedo ver, es la Verdad con V mayúscula, con una gran cantidad de sutilezas retóricas eliminadas.

Ustedes son, por supuesto, libres de pensar en lo que deseen. Pero, por favor, no lo descarten como un sermón de la Dra. Laura. Ninguna de estas cosas es realmente acerca de la moralidad o la religión o el dogma o las grandes preguntas extravagantes de la vida después de la muerte. La verdad con V mayúscula, es la verdad acerca de la vida ANTES de la muerte.

Se trata del valor real de una educación real, que no tiene casi nada que ver con el conocimiento, y todo que ver con la simple conciencia; conciencia de lo que es tan real y esencial, tan oculto a la vista de todos a nuestro alrededor, todo el tiempo, que tenemos que seguir recordándonos una y otra vez: ESTO ES AGUA. ESTO ES AGUA.

Es inimaginablemente difícil hacer esto, mantenerse consciente y vivo en el mundo adulto día a día. Lo que significa que otro gran cliché resulta ser verdadero: tu educación realmente es el trabajo de tu vida. Y comienza ahora.

Te deseo mucho más que suerte».

ESTE CONTENIDO ES PUBLICADO POR SINEMBARGO CON AUTORIZACIÓN EXPRESA DE BARBAS POÉTICAS. VER ORIGINAL AQUÍ. PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN.

Todos los secretos de la literatura estadounidense: Eduardo Lago

sábado, diciembre 8th, 2018

Conoce mucho a Paul Auster, conoce mucho a Jonathan Franzen, pero los considera escritores menores al lado de David Foster Wallace, Philip Roth, John Barth, Thomas Pynchon, Don DeLillo y sobre todo a la enorme poeta póstuma Emily Dickinson.

Ciudad de México, 8 de diciembre (SinEmbargo).- Después de leer el libro Walt Whitman ya no vive aquí, de Eduardo Lago, editado por Sexto Piso, uno sale corriendo a comprar Cartas de cumpleaños, de Ted Hughes. Uno ya sabe el sobrecogimiento y la tragedia de esa familia, uno no juzga al poeta que vivió y abandonó a Sylvia Plath y lo explica tan bien el teórico y estudioso de la literatura estadounidense, como si estuviera en un aula de la universidad, al aire libre, corriera una brisa otoñal y nada es más importante que descubrir los hilos que enredaron los destinos de dos poetas tan grandes.

¿No hemos leído a Thomas Pynchon?, ese autor que vive escondido a los 81 años, que cada año es candidato al Premio Nobel y que lo dice Lago con paciencia y docencia: “No es fácil leerlo. Es complicado”.

Conoce mucho a Paul Auster, conoce mucho a Jonathan Franzen, pero los considera escritores menores al lado de David Foster Wallace, Philip Roth, John Barth, Thomas Pynchon, Don DeLillo y sobre todo a la enorme poeta póstuma Emily Dickinson.

Los ensayos sobre la literatura del Norte de América de Eduardo Lago son un viaje de ida a la mejor literatura escrita en inglés.

“Lago identifica una añeja tensión –o doble vertiente– que recorre desde sus inicios la literatura estadounidense, un tira y afloja constante entre una escuela más realista, que busca retratar literariamente las ideas, costumbres y fobias de la época y otra escuela de ruptura, vanguardista, que mediante la experimentación y el cuestionamiento perpetuo de los propios artificios narrativos ha ido ampliando las fronteras de lo literario”, dice la editorial.

En sus análisis hay un juicio de valor propicios para el gran debate y fundamentalmente unas ganas de leer a todos los que cita. Un gran libro.

–¿Este es un modo nuevo de leer la literatura norteamericana?

­–No sé si es un modo nuevo, pero me dijeron mis agentes, que son norteamericanos, es no que no haya una visión así por parte de la literatura española, sino que tampoco hay una visión así en el mundo de los Estados Unidos. Lo que sucede es que yo soy un intruso, un espía, llevo 31 años en una universidad de élite y observo todo lo que pasa con los escritores, a quienes he entrevistado, como Norman Mailer, como John Updike, críticos como Harold Bloom. Hay alguien que no es de dentro, porque desde dentro no lo ves igual, que observa lo que está sucediendo. Una suerte infinita para mí poder haber hablado con David Foster Wallace o John Barth, preguntándoles qué diablos está haciendo para cambiar la literatura. Lo que hay en este libro, que es un libro con varios tentáculos es una parte que son historias literarias con Nueva York, perfiles que he publicado en distintos reportajes. Hay otra parte que son una serie de ensayos literarios específicos que he ido publicando a lo largo de los años. El del Emily Dickinson, para mí la poeta más importante junto con Walt Whitman de los Estados Unidos, eso fue una visita que hice a su casa hace poco y me permitieron escribir en su habitación. Lo que me pidieron cuando reuní todas estas partes es ¿por qué no escribes un prólogo que explique y unifique todo lo que está ahí? El prólogo me llevó un año porque consistió en sacar lo que había dentro de mí y que no estaba organizado. Y esa es la definición de la escritura: sacar lo que tienes dentro y darle forma.

–¿Cómo es ese prólogo?

­–Es el ADN de la literatura estadounidense. Cada literatura dice lo que es su pueblo. Resultó en tres grandes ensayos, que son casi 100 páginas. El primero es “Cuatro Cuartetos”, cuatro maneras de ver la literatura desde el ángulo de ver con el vector de la dificultad y otro que es el de la literatura popular, sencilla. Gran literatura, pero que no complica las cosas formalmente. No se entiende la una sin la otra. Me di cuenta de que esto que aplicaba al siglo XX, desde la escuela de la dificultad, con escritores enormemente importantes pero muy difíciles pero que hay que acercar a la gente, como William Gaddis hasta llegar a Foster Wallace, había que relacionarla con la otra corriente, la sencilla, pero esta doble hélice está presente desde el momento en que hace la literatura cuando hay una tensión muy fructífera, entre grandes nombres como Henry James y Mark Twain.

–Usted habla de influencias de James Joyce, de Vladimir Nabokov y de Samuel Beckett. Paul Auster siempre habla de Beckett.

–A Paul Auster lo conozco muy bien y él fue el editor de las obras completas de Beckett, una edición fantástica, muy bonita. Las cosas son como lo dice usted, pero acaso un poco más complejas. Empezamos por el título, de Walt Whitman ya no vive aquí, es un título para recordar que los Estados Unidos ha asesinado a la democracia. Hay un individuo como Donald Trump que vive en la Casa Blanca. Al mismo tiempo, Walt Whitman es el gran patriarca de la poesía pero con algunos problemas porque está Emily Dickinson para contrarrestarlo. Diría que es el mismo fenómeno: Emily Dickinson y Walt Whitman. Paul Auster, por otro lado, es poeta y su manera de reflexionar sobre la literatura es la de un poeta. Beckett es un epígono de James Joyce, es un gigante inconmensurable, fue secretario de Joyce, creció a su sombra y Joyce es el que cambia las cosas. Nabokov es muy interesante, porque viene desde afuera, es un intruso como yo y se pone a cambiar las cosas. Escribe en inglés, lo hace majestuosamente. Y David Foster Wallace, esa alma perdida que aparece al principio, califica a los cuatro miembros como los hijos de Nabokov. Paul Auster es un escritor muy interesante, pero no le doy el mismo nivel que a los demás.

Un gran libro, editado por Sexto Piso. Foto: Sexto Piso

–Pensaba también en Martin Amis, que se la pasa hablando de Nabokov

­–Un gran tipo Martin Amis, gran escritor, gran nabokoviano y con el que tuve unas conversaciones súper interesantes sobre Vladimir Nabokov. Fundamentalmente porque mi última novela hace referencia a la última novela que escribió él y que fue editada póstumamente por su hijo Dmitri Nabokov. No sé si puede separar Estados Unidos de Inglaterra, sí se puede, pero las tradiciones están muy mezcladas.

–¿Qué piensa de su hijo Dmitri?

–Dmitri fue un ser maravilloso y súper atractivo como persona. Le gustaban los coches deportivos, jugaba al tenis, que tuvo a una madre y a un padre maravilloso, que vivió la tragedia de ser hijo de un genio. Hizo una edición maravillosa de los Cuentos Completos, de Vladimir Nabokov. El original de Laura tiene una historia muy bonita. Nabokov estaba escribiendo una novela, tenía 75 años y se cae, se rompe una pierna y nunca se recupera. Entonces cuando comprende que no va a terminar su última novela le dice a su mujer y a su hijo que la destruya. Muere y Vera no destruye la novela. Cuando muere Vera, se queda Dmitri de heredero y cuando él ve que le queda poca vida a él toma la decisión de publicar El original de Laura. Vladimir Nabokov escribía en fichas, las iba ordenando luego y murió dejando 138 fichas de una novela. Hay un biógrafo británico llamado Brian Boyd que tiene una biografía magistral que lo leyó todo menos eso. Vera le leyó las fichas, Brian no pudo tomar nota y Boyd salió de la reunión diciendo a los nabokovianos: –Chicos, no nos hemos perdido nada. Estoy en París presentando la traducción de una de mis novelas cuando coincido con mi buen amigo Enrique Vila-Matas, estaba también Dominique Gonzalez-Foerster, quien me dijo: –¿Sabes que lo que has escrito se parece muchísimo a la última novela de Nabokov? Y yo digo: –No sabía que existía, ¿Qué es eso? Cuando vayas a Nueva York, cómprala, me dice Dominique. Cuando compré la novela, esa noche no pude dormir, porque las fichas me mostraron lo que quería hacer Nabokov y no pudo hacerlo por la muerte. Estoy por la calle paseando y me encuentro con Martin Amis y le comenté si podía usar la crítica de El original de Laura para una novela que yo estaba escribiendo. Me dijo que sí y cuando lo volví a ver en el Hay Festival de Xalapa estaba leyendo unas galeradas de Tras los pasos de Nabokov, de Brian Boyd. Cuando se publicó el libro, al final hay una retractación en la que Boyd dice: El original de Laura hubiera sido una obra maestra.

Y esa es la definición de la escritura: sacar lo que tienes dentro y darle forma, dice Eduardo Lago. Foto: Especial

–Empieza el libro con una entrevista a David Foster Wallace, del que vimos hace poco una película.

–La película no me gustó mucho. Tuve una conversación muy larga con David Lipsky, que es el que hace la gira y escribe luego el libro que inspiró el filme The End of the Tour. La cinta de la nota con Davis Foster Wallace anduvo perdida en mis papeles de la universidad hasta que un día la encontré, son sus ideas sobre literatura, me gusta mucho todo lo que dice de él. Me parece un personaje muy especial y con mucho talento que escribió La broma infinita, una novela que cambiaría el curso de las cosas.

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–No he leído a Thomas Pynchon, lo tengo que confesar.

–Es muy difícil. Yo siempre hago las entrevistas con un fotógrafo francés que es muy sensible y además un buen lector y siempre me dice: –Tengo que leer La broma infinita. Yo le digo que no la va a terminar nunca (risas). Pynchon es un escritor sumamente difícil y si lo vas a leer en español no lo aconsejo mucho. Las traducciones son terribles. Es un escritor sumamente interesante, está metido dentro de la tradición estadounidense y su literatura ha envejecido tal vez un poco. Tiene un valor histórico, sus cuentos son muy interesantes y las últimas novelas de él son muy buenas. Recomiendo Al límite, una historia neoyorquina sobre internet.

–¿Qué piensa de Jonathan Franzen?

–Franzen me parece un escritor bastante poco interesante, con indudable talento, que escribió una novela que estaba bastante bien que se llama Las correcciones. Después escribió una novela que desciende bastante en calidad, Libertad y después Pureza, una novela muy floja.

–¿Y de Jeffrey Eugenides?

–Un autor muy interesante. Franzen: muy poco interesante. Paul Auster: tuvo su momento. Eugenides es un gran novelista, que tiene una primera obra maravillosa que es Las vírgenes suicidas.

–¿Qué piensa de las mujeres en la literatura estadounidense?

–Eso es importantísimo. En mi curso a mitad del semestre decidí dar sólo escritoras, porque me pareció muy grave ese machismo en el que todos estamos metidos. Me parece que hay que llegar mucho más lejos. Ya es suficiente. Me parece interesante todo lo que está sucediendo. La literatura va en camino que todavía no sabemos cuáles son. Mi libro es un monumento a todo lo que está muerto. Eso ya fue.

–Hace un trabajo sobre Harold Bloom.

–Harold Bloom representa una manera muy anticuada de ver las cosas, él es el Sumo Pontífice guardián del canon y se le escapan muchas cosas. Lo que también es cierto es que es un monstruo de la naturaleza que lo ha leído todo. Le preguntas por un libro del siglo XVIII y te contesta: –Sí, ese lo he leído 50 veces. Es un pozo de sabiduría. Lo respeto, lo venero y me quedo con todo lo bueno que hay en él.

LECTURAS | “La carrera por el segundo lugar”, de William Gaddis

sábado, abril 29th, 2017

En ocasiones oscuro, pero siempre perspicaz: una lectura esencial para los seguidores de Gaddis y para aquellos que busquen una crítica poco convencional de la civilización estadounidense

Ciudad de México, 29 de abril (SinEmbargo).- Quien esté familiarizado con las novelas de Gaddis conoce el alcance de su inteligencia, de su lucidez; una sagacidad y una capacidad de penetración que el lector hallará también aquí en toda su magnificencia. Baste como ejemplo el texto que da título al libro, donde Gaddis lanza sus dardos a la cultura del éxito de su país, a esa unión entre ética protestante y capitalismo que da lugar a la idea tan perversa como falsa de que quien es pobre lo es porque lo merece y que los más favorecidos son también los más virtuosos. El escritor, la literatura también caerían del lado de los perdedores, de los relegados, de los rezagados en la implacable y ciega carrera del progreso hacia ninguna parte, pero desde esa posición marginal podrán señalar las fallas y miserias de un sistema abyecto e injusto.

La cultura de masas, la religión, el capitalismo… Las obsesiones que guiaron las celebradas novelas de uno de los mejores escritores estadounidenses del siglo XX, “hermano mayor” literario de Pynchon, DeLillo y “padre” de David Foster Wallace, aparecen aquí con otros ropajes pero tan incisivas como siempre.

Fragmento de La carrera por el segundo lugar, de William Gaddis, editado por Sexto Piso

La carrera por el segundo lugar, editado por Sexto Piso. Foto: Especial

Detenga la pianola. Chiste n.º 4

Ésta es la primera publicación nacional de Gaddis. Gaddis envió a The New Yorker una versión anterior, titulada “You’re a Dog Gone Daisy Girl-Presto”, cuando estuvo trabajando ahí (1945-1946) de corrector. Le rechazaron el ensayo, pero para entonces ya estaba viviendo en Francia y trabajando en Los reconocimientos. En 1950 volvió a su investigación y envió una versión más elaborada, de unas treinta páginas manuscritas, a The Atlantic Monthly, que, como le escribió en una carta a Helen Parker, “ofreció publicar un extracto o tal vez el texto completo”. El extracto apareció con el título de “Detenga la pianola. Chiste n.º 4” en julio de 1951.

Algunos borradores de otros ensayos, junto a una sinopsis para la televisión y media docena de tempranos textos de ficción rechazados por The New Yorker y Harper’s estuvieron metidos en cajas durante medio siglo. Se trata de indicios de la vida literaria, un tipo de vida por la que Gaddis acabó perdiendo el interés. En determinado momento debió de pensar que su destino tal vez se pareciera al de un personaje de uno de sus primeros textos, “Fable of a Fabricator” [Fábula de un fabulador], que unos momentos después de morir “sintió que tenía que haber alguien ante quien rendir cuentas: once antologías, dieciséis prólogos y doce años de entrevistas y reseñas (todavía no estaba seguro de si podía considerarse un crítico)”. Por supuesto, Gaddis evitó este destino. En Los reconocimientos, en vez de fabular historias convencionales, se dedicó a explorar el origen de la fabulación, el impulso que nos hace ponernos a inventar historias. Aspiraba, en cierta medida, a ser un crítico cultural, pero no logró encontrar un estilo para el proyecto de la pianola hasta comienzos de los años sesenta y para entonces estaba demasiado inmerso en la escritura corporativa y comercial como para llevar a cabo este proyecto literario-histórico.

DETENGA LA PIANOLA. CHISTE N.º 4

En 1912, no era nada difícil vender pianolas en los Estados Unidos. Todo tenía su lugar en aquel mundo feliz, donde la pianola ofrecía una respuesta a algunos de los deseos más persistentes de los estadounidenses: la oportunidad de participar en algo que apenas exigiera entendimiento, el placer de crear algo sin hacer ningún esfuerzo, sin práctica y sin tener que dedicarle tiempo y la manifestación del talento donde no lo había.

La edad no suponía ningún impedimento para el éxito. Un niño de Seattle que había pasado los primeros cinco años de su vida entre pianolas era todo un experto en el manejo de este aparato.

Surgieron unas cuantas revistas dedicadas a la pianola –muchas de ellas editadas por los propios fabricantes– que estaban escritas de tal modo que lograban convencer a cualquiera que tuviera una pianola de que el suyo era el instrumento más importante de la historia de la música y de que él era un maestro en su manejo. La Presto Buyers’ Guide [Guía del comprador Presto] lo mantenía informado de las mejoras técnicas y los nuevos rollos, y la revista Player [Pianola] amenazaba con educarlo en el uso de su máquina.

Una de sus columnas fijas se llamaba “Temas de rollos musicales” y reproducía los diseños de varias series de agujeros, sacados de rollos clásicos conocidos por todos, y además daba diez buenas razones por las cuales eran importantes, además de contar la historia de cada composición. La idea era leer las series de perforaciones mientras se hacía sonar el rollo del mismo modo en que un músico profesional lee las notas; pero la música, presentada en este nuevo formato, se convertía en algo que quizá pudiera llegar a ser tangible.

También se sugerían distintos programas para los menos imaginativos de entre los propietarios de pianolas, que así aprendieron con rapidez a no arriesgarse, desde el punto de vista artístico, mezclando en una velada musical obras populares como el Rag Medley n.º 8 de Swift o The Dying Poet de Gottschalk con temas clásicos de la ópera ligera como Girlies de Van Alstyne o Madame Sherry de Karl Hoschna.

La industria de instrumentos musicales, probablemente por respeto, construyó 10 000 pianos de cola en 1914, pero de los 325 000 pianos totales, 80 000 fueron pianolas. Los reparadores de pianos, cuya vocación se había despertado sin miedo alguno a las regularidades del pianoforte, tuvieron que adaptarse por medio de libros, folletos y diagramas que explicaban aquellas maravillas de la neumática. Ese año abrió en Nueva York la Escuela de Pianola Danquard, donde se daban cursos exhaustivos sobre la mecánica de la pianola. Hubo incluso algunas escuelas por correspondencia que sirvieron para fomentar la nueva profesión.

La industria de los rollos había sido una cómplice necesaria durante todo el proceso, pero tenía un atractivo que era sólo suyo. La idea de transformar cualquier pieza musical, desde una cancioncilla hasta un concierto, en una serie anónima de agujeros en un rollo de papel en blanco les resultaba, a algunos, tan estimulante como lo es para otros la investigación de la escritura cuneiforme. La industria de los rollos creció tan rápido como lo permitió el mundo de la pianola, aunque algunas compañías fabricantes de pianolas prefirieron mantener todo el negocio en casa y hacer sus propios rollos. Hubo artistas como Robert Wornum y Emanuel Moór que se dedicaron a hacer “discos” para Aeolian, Ampico y Welte-Mignon. El más pequeño de los perforadores Leabarjan costaba 35 dólares y con él uno podía hacer sus propios rollos. Hubo un hombre que patentó un rollo de hule, y otro, igualmente imaginativo, se las apañó con un perforador y un rollo de papel de pared.

La gente más superficial se decantó por los rollos Arto o Vocalstyle. Los rollos Arto se llamaban así porque en el espacio que solía dejarse en blanco al final, donde el rollo se estrechaba, iba decorado con obras de arte y llevaba algunos comentarios. Tras una inspirada interpretación de El sexteto de Lucía, los fugaces huecos desaparecían de la vista de los espectadores, como de costumbre, y cualquiera que así lo deseara podía deleitarse con una ilustración en la que se veía a unas doncellas repantingadas y un conciso texto sobre las tribulaciones de la heroína.

James Whitcomb Riley compró una pianola en 1905, lo cual tuvo una consecuencia poética: la compañía Vocalstyle imprimió algunas de sus obras para que se vendieran con sus rollos y se recitaran acompañadas por su música. Esta empresa también hizo rollos que reproducían minstrel shows.* En cierto momento, la música se interrumpía y se oían las palabras “Detenga la pianola. Chiste n.º 4”. Entonces había que abrir el libro de chistes que venía con el rollo y buscar el número 4. Luego, una versión de Mr. Interlocator apropiada para el salón de una familia respetable comenzaba una conversación como ésta:

–¿Y dices que tienes un perro que no come carne?

–Pues sí –contestaba uno de los actores.

–¿Y por qué tu perro no come carne?

–¡Pues porque no le doy carne! Y entonces la pianola volvía a ponerse en marcha mientras todos los presentes estallaban en carcajadas. La letra de las canciones iba impresa en los rollos, y en las secuencias instrumentales, como las canciones para bailar soft-shoe, se incluían, de forma totalmente gratuita, las exclamaciones que podían soltar los espectadores para animar a los bailarines:

–¡Echa más arena en el suelo y déjale espacio! O:

–¡Conserva el cuero del zapato! ¡Consérvalo!

La Edad de Oro sobrevivió a 1916, cuando las populares pianolas tocaban en los salones Ragtime Oriole, Way Down in Borneo-o-o-o y You’re a Dog Gone Daisy Girl. El talento brotaba por doquier y recibía el reconocimiento que merecía. Los fabricantes de un rollo llamado Posies aseveraban, hablando de Dorian Welch, el compositor de la pieza, que “hace falta un talento especial para escribir música para pianola y son pocos los que lo poseen”. Además del señor Welch, Paul Hindemith y Erik Satie dedicaron parte de su “talento especial” a componer para este instrumento y Satie incluso hizo algunos rollos.

La pianola llegó a ser el elemento más importante de toda la industria musical; los precios de la Orchestrelle de la casa Aeolian oscilaban entre los 400 y los 3500 dólares.

En 1916 se construyeron más de 200 000 pianolas, lo cual supuso el 65 % de la producción total de pianos, una cantidad suficiente para satisfacer a sus más ardientes fanáticos y para advertir a cualquiera que supiera algo sobre las curvas de los gráficos de ventas de su inminente decadencia.

ÁGAPE SE PAGA: LA HISTORIA SECRETA DE LA PIANOLA

Evidentemente, es la introducción a su proyectada obra de investigación histórica. Mucho de lo que se dice en este ensayo aparece, en distintos fragmentos, en Jota Erre. Se trata del proyecto frustrado de Jack Gibbs. Aunque Gaddis conservaba unas cien páginas de borradores anteriores y preveía que la obra terminada tendría alrededor de cincuenta mil palabras, estas pocas páginas introductorias eran lo único que estaba dispuesto a mostrarle al mundo. A pesar de su brevedad, el ensayo es completo y es el mejor indicador de lo que su autor tenía en mente para el proyecto de la pianola (a comienzos de los años sesenta le entregó a su agente un resumen del proyecto, que aparece en el apéndice de este libro, junto a unas notas transcritas de los documentos de trabajo de Gaddis).

En uno de los borradores, Gaddis había citado a William Saroyan, autor de obras de Broadway, que hablaba del carácter «estrambótico» de los mejores rollos para pianolas. Ésa era su “grandeza”, según Saroyan. “Los rollos “serios” son un asco, desde luego”. Quizá Gaddis también necesitara librarse de cierta seriedad y del curioso esnobismo que afecta al estilo discursivo que manejaba en su primera época antes de poder abordar en condiciones un proyecto sobre la tecnología y la “falsa democratización de las artes”. Incluso los pasajes del borrador que Gibbs lee en voz alta les parecen “difíciles” a todos los personajes de Jota Erre que se ven obligados a escucharlos. Gibbs se da cuenta de que esa obra no está “escrita para leerse en voz alta” y sabe que la mayoría de las personas “preferirían ir a ver una película” que estar solas leyendo una historia social de la pianola, o una novela, si vamos al caso.

El tono vacilante de este breve ensayo, en el que se mezclan la erudición y el ingenio tabernario que tan bien encaja con el tema, es en parte una reacción ante esta presión que sentía el autor. Pero para cuando Gaddis resolvió el problema estilístico que le planteaba escribir sobre tecnología, ya había dejado atrás la pianola para ponerse a trabajar en otro proyecto, una “novela sobre el mundo de los negocios”, concebido en 1957 y que acabaría siendo Jota Erre (carta a John D. Seelye, 2 de febrero de 1963). Gaddis evitó los problemas de tono que abundan en sus primeros textos de no ficción escribiendo la novela casi enteramente en diálogo y reciclando los clichés, los falsos comienzos, los titubeos, las frases hechas y otros productos de desecho de la cultura programática para convertirlos en arte. Una vez hubo decidido seguir este camino, no dudó en cortar el breve ensayo, en el que había estado trabajando y que presentó, por medio de Gibbs, con una forma más fragmentada que la original, que se publica aquí por primera vez.

ÁGAPE SE PAGA: LA HISTORIA SECRETA DE LA PIANOLA

por favor, no disparen al pianista. lo hace lo mejor que puede.

Colgada en un saloon de Leadville, esta petición llamó la atención del Arte en su madura procesión individual cruzando la nueva frontera de los ochenta donde el frágil elemento humano todavía abundaba incluso en las artes. “La mortalidad entre los pianistas en aquel lugar es algo maravilloso”, observó Oscar Wilde. ¿Acaso ese lo hace lo mejor que puede resultaba exasperante? Desde luego, evocaba el azar y la inmanencia del fracaso humano que ese siglo de progresos se había consagrado a eliminar de una vez por todas; ya que si, como afirmó otro retrógrado de la madre patria, todo el arte aspira constantemente a la condición de la música, ahí, en el saloon de una localidad minera de Colorado, todo el aprieto esencial del arte amenazaba con ser puesto al descubierto con el ruido de un disparo precisamente cuando la liberación estaba al alcance de la mano, producto de la bestia de dos espaldas llamada Arte y Ciencia, cuyo revoltoso ayuntamiento comenzó a hacer estallar la celosa separación de las clases, el gusto y el talento, para abrir las artes nacionales a las actividades democráticas y afirmar que la historia es una patraña.

“Una característica notable de los estadounidenses es la forma en que han aplicado la ciencia a la vida moderna”, se maravillaba Wilde, fascinado por “el país más ruidoso que haya existido jamás. Uno se despierta por la mañana no con el canto del ruiseñor, sino con el silbato de vapor (…). Todo arte depende de una sensibilidad exquisita y delicada, y tal agitación constante debe en última instancia ser nociva para la facultad musical”. Y por lo tanto, aunque “la flauta no sea un instrumento que exprese el carácter moral; es demasiado excitante”, esta reprimenda de Aristóteles no impidió que el joven Frank Woolworth pusiera a prueba sus ambiciones imprudentemente con el instrumento. Cada vez tenía peor oído, y en 1879 ya llevaba una década padeciendo la insolvencia en su tienda de todo a cinco centavos en Utica (Nueva York), con sus facultades musicales sepultadas en una atmósfera donde los placeres del ocio se anunciaban por aquel entonces en el cuarto Libro de lecturas variadas, de McGuffey en términos de George Jones: cuando fue visto por última vez era “un vagabundo indigente, sin dinero y sin amigos. Ése es el precio de la holgazanería. Espero que a todos los lectores esta historia les sirva para estar prevenidos y para “hacer alguna aportación en las alas del tiempo””.

Perseguido por el lisiado fantasma de una sensibilidad exquisita y delicada, Frank Woolworth huyó con rumbo a nuevas empresas en Lancaster (Pensilvania), para imponer su ambición allá donde lo mejor que pudiera dar fuera lo bastante bueno, garantizándose el éxito con una línea de artículos a diez centavos y haciendo sus aportaciones de tres al cuarto a la democracia que ya entonces se sonrojaba en las alas de la canción desde alguna otra parte de las notas de Aristóteles, donde llevaba maniatada todo este tiempo por considerarse una vana ilusión surgida “de la idea de que quienes son iguales en algún aspecto son iguales en todo”.

Animada por el silbato de vapor, las reivindicaciones de la democracia devoraron las promesas de la tecnología, considerando el fracaso como un defecto de nacimiento y desterrándolo al lugar donde, en el campo de la pintura, permanece hasta hoy en día. Entonces los Estados Unidos desafiaron al filósofo muerto, dejando de lado su reproche: “Estar siempre buscando lo útil no nos convierte en almas libres y exaltadas”. En los noventa, las artes ya habían comenzado a retirarse a Hull House, donde comenzaron a emplearse como terapia, mientras que el descubrimiento de la “ley inmutable” de Spencer hizo que Jack London recorriera las calles aullando: “¡Dame el hecho, hombre, el hecho incontestable!”.

Pragmáticamente, cuando pasó el pragmatismo, William James lo atrapó, mientras la literatura se desplegaba para catalogar los fenómenos que oprimían a Maggie, la chica de la calle, a la que John Dewey magreaba con fines educativos: “la relación estrecha e íntima establecida de primera mano con la naturaleza, con las cosas reales y materiales, con los auténticos procesos de su manipulación y el conocimiento de sus necesidades y usos sociales”. Tras sufrir tales manipulaciones en el sótano de la casa de James en Cambridge, apareció E. L. Thorndike con su libro La inteligencia animal, sentando las bases para evaluar a los alumnos en las escuelas públicas modernas teniendo en cuenta la conducta inteligente de los pollos, que podía medirse y compararse del mismo modo en que, en una planta siderúrgica, F. W. Taylor les estaba poniendo sendas camisas de fuerza al tiempo y al movimiento, que podía clasificarse, pesarse y evaluarse tan fácilmente como los artículos que había sobre los cada vez más numerosos mostradores de Frank Woolworth, un carácter tangible que podía clasificarse y organizarse, como demostraba con suma eficiencia Mary Baker Eddy mientras insistía en que no existía una organización cuyo perfecto funcionamiento, como dejó claro el trust de fabricantes de zapatos, era parte de la industria de los zapatos en la misma medida en que lo eran las ruedas dentadas de las máquinas con que se fabricaban.

Decepcionado con las cataratas del Niágara, “la mayoría de la gente debe quedar decepcionada con las cataratas del Niágara”, consolándose en aquella excursión sólo debido al hecho de que una artista como Madame Bernhardt se había permitido fotografiarse con un chubasquero amarillo tan poco favorecedor como el que él mismo se veía obligado a llevar, Oscar Wilde, pese a todo, afirmaba no conocer “ningún país del mundo en el que la maquinaria sea tan encantadora como en los Estados Unidos. Siempre he deseado creer que la línea de la fuerza y la línea de la belleza son la misma. Ese deseo se cumplió cuando contemplé la maquinaria estadounidense. Hasta que no vi las plantas depuradoras de Chicago, no fui capaz de percibir las maravillas de la maquinaria; el vaivén de las varas de acero y el movimiento simétrico de las grandes ruedas son la cosa rítmica más bella que he visto en mi vida”.

Al propagarse, esta experiencia estética de Wilde se interpretó como una reivindicación de los hombres de ser absolutamente iguales ya que eran absolutamente libres; el movimiento simétrico de aquellas grandes ruedas homogeneizaba sus diferencias hasta que, en el momento de la muerte de Horatio Alger, la mano de obra que se encargaba de las máquinas era en buena medida infantil y se veían Dicks andrajosos por todas partes: uno de cada siete niños de entre diez y quince años trabajaban por un salario, una cantidad de personas treinta veces mayor que la que componen el Ejército de los Estados Unidos para quienes los perfeccionamientos del telar de Cartwright y los avances producidos con las máquinas de envasado y la industria del cristal hicieron que la coerción de la igualdad de oportunidades creciera hasta las turgentes proporciones que el propio Alger había consignado en 119 obras, una generación adoctrinada “en la reconfortante certeza de que la virtud siempre se ve recompensada con riquezas y honores” y un siglo calificado de «uno de los capítulos más fascinantes del camino ascendente del hombre hacia el progreso” por uno de los supervivientes, el reverendo Newell Dwight Hillis. “Por primera vez, el gobierno, la imaginación, el arte, la industria y la religión han servido a todo el pueblo en lugar de a las clases patricias”.

“Millones de personas se unen en la marcha hacia delante”.

Y mientras esos millones de personas veían hacia dónde marchaban de un modo muy similar a como los veía Mark Twain “a través de un ojo de vidrio, oscuramente”, el tuerto podía echar una mirada hacia el reino de Aristóteles donde “si cada instrumento pudiese, obedeciendo una orden recibida o incluso adivinándola, trabajar por sí mismo, como las estatuas de Dédalo o los trípodes de Hefesto que, según afirma el poeta, “entraban en las reuniones de los dioses por voluntad propia”; si, de un modo similar, las lanzaderas tejiesen por sí mismas y el plectro tocara la lira sin que una mano tuviera que guiarlos, los trabajadores jefes prescindirían de los obreros y los amos de los esclavos”. Y aunque el relato sobre cómo Wilde, en defensa del arte, había hecho frente a los matones de Leadville y los había paralizado siguió resultando fascinante mucho después de que él se hubiera marchado para unirse al abono que ardía lentamente en Europa junto a la receta de Pater para lograr “el éxito en la vida”, aquí la imaginación, que ahora era la madre de la necesidad, eliminaba toda posibilidad de fracaso como condición para lograr el éxito precisamente en el campo de las artes, donde lo mejor que uno puede dar nunca es lo bastante bueno. ¿Quién, por lo tanto, armado de ese modo, podría resistirse a la tentación de dispararle al pianista si la canción podía seguir sonando sin equivocarse ni en una sola nota?

“El único método racional de crítica de arte que he conocido”, dijo Wilde, que ya estaba en todas partes y muerto, un “bobalicón lleno de moho”, y Stephen Crane, que lo había llamado eso, también muerto, mientras que subiendo la escalera de mármol de la nueva mansión de Frank Woolworth en la Quinta Avenida el siglo XX acosaba y se derramaba como la vida sobre el nuevo Laocoonte, ahí sentado y entumecido en un bosque de rollos de pianola mientras se arrojaban al aire luces de diferentes tonalidades, sobre las notas maceradas procedentes de un inmenso órgano de tubos automático sin una mano que las guiara, ese fornido fantasma “de una sensibilidad exquisita y delicada” que ascendía, ascendía hasta una altura desde la que a un ratón un murciélago le tiene que parecer un ángel.

La música del mundo está al alcance de todos.

Para aquellos a los que les interesan las piezas clásicas, Scarlatti, Haydn y el viejo Händel han escrito oratorios y fugas. El triste Schubert les habla en las dulces notas de Rosamunda.

Beethoven, maestro de maestros, entusiasma por igual a los oyentes y a los intérpretes con su Appassionata o con su bella Quinta Sinfonía.

Chopin lamenta el destino de Polonia en sus Nocturnos o exhala la fogosa valentía de sus compatriotas en sus Polonesas.

Mendelssohn, Rubinstein, Moszkowski, Liszt, todos contribuyen a tejer imágenes sonoras para deleite tanto del oído como de la mente. Para otros gustos, cuyos compositores favoritos han empleado decorados teatrales para alentar sus fantasías, ahí está el gran Wagner que, elevándolos por encima de las nubes, los transporta hasta las poderosas salas del viejo Valhalla en “La cabalgata de las valquirias” o los lleva hasta las profundidades frescas y verdosas del clásico Rin en El anillo del nibelungo…

La pianola es el medio universal para tocar el piano. Es universal porque no hay nadie en el mundo entero que, disponiendo de manos y pies, no sea capaz de aprender a usarla con un esfuerzo mínimo…

Tocar las notas adecuadas, en el momento y en el lugar apropiados, no es algo que concierna al intérprete. Son unos rollos de papel perforado los que se encargan de hacerlo.

Y ahí, en 1902, la esencia tangible de la república soñada que se había desarrollado a lo largo de 2289 años, toda la historia de la civilización occidental, yacía esperando el momento de su ejecución, que habría de llegar con el siglo que empezaba. Gracias al análisis, a la medida, a la predicción y al control, gracias a la eliminación de la posibilidad de error por medio de una organización programada, la pianola surgió como una síntesis de las metas que habían rodeado su gestación en una orgía de talentos fragmentados que buscaban lo útil: Rockefeller se encargaba de organizar este mundo como Darwin había hecho con el anterior y la señora Eddy haría con el siguiente, Pullman organizaba a la gente y Spies el trabajo, Eastman y McCormick se ocupaban de las patentes y las partes, Woolworth del dinero en efectivo y Morgan del crédito, Frick de la energía con sus propiedades e Insull con las ajenas, Gibbs de la física, Comstock de los vicios y Hollerith del censo, mientras Spencer programaba la ética y Freud la psique, Taylor el trabajo, Dewey los hechos, James las cosas, Mendel, Correns, Tschermak y De Vries y De Vries, Tschermak y Correns la herencia, una búsqueda enloquecida de esos pocos métodos de comunicación y control que en aquel momento no sólo transportaban las estropeadas facultades musicales de Frank Woolworth “sin sombrero, desaliñado y alegre” en “La cabalgata de las valquirias” hasta las poderosas salas del viejo Valhalla, sino que conducían a todo el pueblo, y no sólo a las clases patricias, hacia el equilibrio utópico del estado estacionario de John Stuart Mill, en el que el arroyo de la industria humana “se dispersará al fin en un mar aparentemente estancado”.

William Gaddis, nacido en Nueva York en 1922 y fallecido allí en 1998. Foto: Especial

¿Quién es William Gaddis? Nueva York, 1922-1998. Es considerado como uno de los grandes novelistas estadounidenses del siglo XX. Escribió cinco novelas, dos de las cuales ganaron el National Book Award: Jota Erre y Su pasatiempo favorito. Es uno de los buques insignia de la editorial, que está publicando su obra completa. Ya han aparecido Ágape se paga (2008), Gótico carpintero (2011), Jota Erre (2013),  Los reconocimientos (2014) y Su pasatiempo favorito (2016). En breve verá la luz el libro de ensayos La carrera por el segundo lugar (2017).

LECTURAS | Portátil, Relatos, ensayos & materiales inéditos, de David Foster Wallace

sábado, diciembre 24th, 2016

Una compilación del mejor trabajo de David Foster Wallace que incluye materiales hasta ahora inéditos y que presenta al lector el universo humorístico, inteligente, amable y versátil del escritor

Ciudad de México, 24 de diciembre (SinEmbargo).- “El señor Wallace, un mago de la prosa, era capaz de escribir sobre temas tan diversos como el tenis, la política o las langostas o los horrores del síndrome de abstinencia de drogas y lo terrorífico de la vida a bordo de un crucero de lujo, con humor, pasión y energía”, escribe el crítico del New York Times.

Suicidado en 2008 y conocido sobre todo por La broma infinita, considerada entre las mejores 100 novelas en lengua inglesa, este libro reúne textos que ofrecen como nunca la oportunidad de conocer y sumergirse de lleno en su obra. Los relatos aquí incluidos, así como célebres ensayos sobre el tenis, la ética culinaria y los excesos de vacacionistas conforman una crítica voraz de la superficialidad estadounidense.

Además, este libro incluye por primera vez en lengua española su primer relato El Planeta Trillafón y su ubicación respecto a lo malo, el cual brinda una perspectiva conmovedora sobre la depresión, además de materiales lectivos inéditos que permiten imaginar lo que significaba ser alumno suyo. Los escritores Antonio J. Rodríguez, Luna Miguel, Rodrigo Fresán, Leila Guerriero, Alberto Fuguet, Inés Martín Rodrigo, su traductor Javier Calvo y el cantante Andrés Calamaro, reflexionan en epílogos acerca del legado de Wallace en la cultura de nuestra lengua.

Por cortesía de Alfaguara, publicamos un texto del libro Portátil.

EN LO ALTO SIEMPRE

Feliz cumpleaños. Tu decimotercer cumpleaños es importante. Tal vez sea tu primer día realmente público. Tu decimo tercer cumpleaños es la ocasión para que la gente se dé cuenta de que te están pasando cosas importantes. Te han estado pasando cosas durante el último medio año. Ahora tienes siete pelos en tu axila izquierda. Doce en la derecha. Espirales duras y amenazadoras de pelo negro y encrespado. Un pelo crujiente, animal. Alrededor de tus partes íntimas te han salido más pelos duros y rizados de los que puedes contar sin perderte. Y otras cosas. Tu voz es llena y rasposa y se mueve entre octavas sin previo aviso. Tu cara empieza a brillar cuando no te la lavas. Y dos semanas de dolor profundo y temible la pasada primavera hicieron que algo se te descolgara desde dentro: tu saco se ha llenado y se ha vuelto vulnerable, un artículo de lujo que tienes que proteger. Levantado y amarrado por unos suspensorios prietos que te dejan rayas rojas en las nalgas. Te ha brotado una nueva fragilidad.

Y sueños. Durante meses has tenido sueños que no se parecían a nada que hubieras visto antes: húmedos, trepidantes y distantes, llenos de curvas cimbreantes, de pistones frenéticos, de calor y de un vértigo tremendo. Y te has despertado con los párpados convulsos al ritmo de una descarga, un borbotón y un espasmo que te ha sacudido desde el cuero cabelludo hasta los dedos de los pies procedente de una zona en las profundidades de tu interior que nunca imaginabas que tuvieras, estremecimientos producidos por un dolor profundo y dulce, las farolas del otro lado de las persianas de tus ventanas proyectando estrellas brillantes en el techo negro del dormitorio, y una gelatina blanca y densa rezumándote entre las piernas, goteando y pegándose, enfriándose sobre ti, endureciéndose y aclarándose hasta que no queda nada más que nudos retorcidos de pelo animal duro y pálido en la ducha matinal y en esa maraña húmeda persiste un olor dulce y limpio que no puedes creer que proceda de nada que tú hayas creado en tu interior.

Más que a ninguna otra cosa, el olor se parece a esta piscina: una sal dulce mezclada con lejía, una flor de pétalos químicos. La piscina tiene un fuerte olor azul claro, aunque ya se sabe que el olor nunca es tan fuerte como cuando uno está dentro del azul, como tú ahora, recién salido del agua, descansando en la parte menos profunda de la piscina, con el agua a la altura de las caderas lamiéndote esa zona que te ha cambiado. La terraza de esta vieja piscina pública situada en el extremo occidental de Tucson está rodeada por una verja Cyclone del color del peltre, decorada con un enredo brillante de bicicletas sujetas con cadenas.

Detrás de la verja hay un aparcamiento negro y caluroso lleno de líneas blancas y coches resplandecientes. Un prado indistinto de hierba seca y matojos duros, cabezas aterciopeladas de viejos dientes de león que estallan y flotan como copos de nieve en el viento que se levan ta. Y más allá de todo esto, doradas por un redondo y lento sol de septiembre, están las montañas, dentadas, con los ángulos agudos de sus picos recortándose contra una luz cansina de color rojo intenso. Sobre el fondo rojo sus picos afilados y conectados trazan una línea serrada, el electrocardiograma del día que agoniza. Las nubes se tiñen de color en el borde del cielo. Flotan lentejuelas en el azul claro del agua, a esa temperatura cálida propia de las cinco de la tarde, y el olor de la piscina, igual que el otro olor, conecta con una niebla química que hay dentro de ti, una penumbra interior que desvía la luz hacia los bordesy difumina la distinción entre lo que termina y lo que empieza.

Tu fiesta es esta noche. Esta tarde, la tarde de tu cumpleaños, has pedido permiso para venir a la piscina. Querías venir solo, pero un cumpleaños es un día familiar, tu familia quiere estar contigo. Es amable por parte de ellos, no sabes explicar por qué querías venir solo, y la verdad es que tal vez no quisieras estar realmente solo, de manera que han venido. Están tomando el sol. Tu padre y tu madre toman el sol. Sus hamacas han estado señalando la hora toda la tarde, girando, siguiendo la curva del sol a través de un cielo despejado y tan recalentado que ha adquirido la textura de una película gelatinosa. Tu hermana juega a Marco Polo cerca de ti en la parte menos profunda con un grupo de niñas flacas de su curso. Le toca a ella quedar, dice «Marco» y ha de perseguir a ciegas a quienes le replican chillando «Polo». Tiene los ojos cerrados y va dando vueltas al compás de un coro de gritos, girando en el centro de una rueda de niñas chillonas con gorros de baño. De su gorro sobresalen flores de goma. Los pétalos de color rosa viejos y flácidos tiemblan cada vez que ella se abalanza en dirección a los ruidos invisibles. En el otro extremo de la piscina están el «tanque», la zona destinada a saltos, y la torre elevada del trampolín. En la terraza de detrás está la cafetería, y a ambos lados de la misma, atornillados sobre las entradas de cemento de las duchas oscuras y húmedas y los vestuarios, están los megáfonos de metal gris que emiten el hilo musical de la piscina, ese ruidito metálico y mortecino.

Caes bien a tu familia. Eres inteligente y callado, respetuoso con los mayores, aunque no te faltan agallas. Te portas bien en general. Vigilas a tu hermana pequeña. Eres su aliado. Tenías seis años cuando ella tenía cero y estabas enfermo de paperas cuando la trajeron a casa envuelta en una manta amarilla muy suave; le diste un beso de bienvenida en los pies por miedo a contagiarle las paperas. Tus padres dijeron que aquello era un buen augurio. Que marcaba la tónica. Ahora creen que tenían razón. Están orgullosos de ti y satisfechos en todos los sentidos y se han retirado a esa distancia afable en la que se mueven el orgullo y la satisfacción. Os lleváis bien. Feliz cumpleaños. Es un gran día, tan grande como la bóveda del cielo del suroeste.

Lo has estado cavilando. Ahí arriba está el trampolín. Pronto querrán marcharse. Súbete y hazlo. Te sacudes de encima la limpieza azul. Estás lleno de cloro, suave y resbaladizo, reblandecido, con las yemas de los dedos arrugadas. La niebla de olor demasiado limpio de la piscina se te ha metido en los ojos; descompone la luz en colores suaves. Te golpeas la cabeza con la base de la mano. En un lado de la cabeza suena un eco fofo. Inclinas la cabeza hacia ese lado y das un saltito: un calor repentino en tu oído, delicioso, mientras el agua calentada en tu cerebro se enfría en el nautilo exterior de tu oreja. Ahora oyes la música más nítida y metálica, los gritos más cercanos, mucho movimiento en mucha agua. La piscina está llena para ser tan tarde. Hay chicos flacos, hombres peludos como animales. Chicos desproporcionados, todo cuello, piernas y articulaciones huesudas, estrechos de pecho y vagamente parecidos a pájaros. Como tú. Hay ancianos que se mueven a tientas por la parte menos profunda con las piernas rígidas como patas de palo, palpando el agua con las manos, fuera de todos los elementos a la vez. Y niñas-mujeres, mujeres, curvilíneas como instrumentos o como frutas, con la piel barnizada de color castaño oscuro, la parte superior de sus bañadores sostenida por frágiles nudos de cordón de colores delicados que aguantan el peso de cargas misteriosas, la parte inferior encabalgada sobre las suaves prominencias de unas caderas totalmente distintas a las tuyas, hinchazones desmedidas y giratorias que se funden bajo la luz con un espacio circundante que sostiene y acomoda sus curvas suaves como si fueran objetos preciosos.

Casi lo puedes entender. La piscina es un sistema de movimientos. Aquí y ahora se ven: chapoteos, combates de salpicaduras, zambullidas, acorralamientos en las esquinas, Tiburones y Sardinas, caídas desde lo alto, Marco Polo (tu hermana todavía Lo es, medio llorosa, hace demasiado rato que Lo es, el juego rayano en la crueldad, pero no te compete defenderla ni avergonzarla). Dos chicos de color blanco brillante con toallas de algodón atadas como si fueran capascorren por el borde de la piscina hasta que el socorrista les hace detenerse en seco gritando por el megáfono. El socorrista es de color castaño como un árbol, el vello rubio le forma una línea vertical sobre el estómago, lleva un sombrero de explorador de la selva y su nariz es un triángulo blanco de crema. Una niña rodea con el brazo una de las patas de su torreta. Está aburrido. Ahora sales y pasas junto a tus padres, que están tomando el sol y leyendo y no te miran. Olvídate de tu toalla. Detenerse a recoger la toalla significa hablar y hablar requiere pensar. Has decidido que el miedo lo causa básicamente el hecho de pensar. Sigue adelante, hacia el tanque que hay en el extremo hondo de la piscina. Al borde del tanque hay una torre enorme de hierro de color blanco sucio. Un trampolín sobresale de lo alto de la torre como una lengua. La terraza de cemento de la piscina es áspera y está caliente al tacto de tus pies llenos de cloro. Cada una de las huellas que dejas es más fina y tenue. Van menguando detrás de ti sobre la piedra caliente hasta desaparecer. Flotan hileras de salchichas de plástico alrededor del tanque, que es un mundo en sí mismo, ajeno al ballet convulsivo de cabezas y brazos del resto de la piscina. El tanque es azul como la energía, pequeño y profundo y perfectamente cuadrado, flanqueado por las calles de la piscina y por la cafetería y la terraza áspera y caliente y la sombra inclinada bajo la luz del atardecer de la torre y el trampolín.

Lo escribió todo en su tan corta vida. Foto: Especial

Lo escribió todo en su tan corta vida. Foto: Especial

El tanque está silencioso y tranquilo y quieto en el lapso entre dos zambullidas. Tiene un ritmo propio. Como la respiración. Como una máquina. La cola de quienes esperan para subir al trampolín forma una curva que retrocede desde la escalera de la torre. La cola se tuerce gradualmente y se endereza al acercarse a la torre . Uno por uno, van llegando a la escalera y suben. Uno por uno, separados por un latido del corazón, alcanzan la lengua del trampolín que hay en lo alto. Y una vez en el trampolín, hacen una pausa, siempre exactamente la misma pausa que se prolonga durante un latido del corazón.

Sus piernas los llevan hasta el extremo, donde todos dan el mismo bote para impulsarse y trazan una curva con los brazos como si estuvieran dibujando algo circular y total. Pisan con fuerza el extremo de la tabla y hacen que esta los lance hacia arriba y afuera. Es una máquina de descensos en picado, de líneas de movimiento discontinuas a través de la dulce neblina de cloro del atardecer. Uno puede contemplar desde la terraza cómo golpean la superficie fría y azul del tanque. Cada zambullida crea un penacho blanco que se eleva, se desploma sobre sí mismo, se extiende y se deshace en forma de espuma. Luego aparece un azul puro en medio de la mancha blanca y crece como un pudín, hasta limpiarlo todo de nuevo. El tanque se cura a sí mismo. Tres veces mientras tú recorres el camino. Estás en la cola. Mira a tu alrededor. Tienes que parecer aburrido. En la cola casi nadie habla. Todos parecen ensimismados. La mayoría miran la escalera y parecen aburridos. Casi todos tenéis los brazos cruzados y estáis congelados por un viento vespertino que se está levantando y que golpea las constelaciones de partículas de cloro azul puro que cubren vuestras espaldas y vuestros hombros. Parece imposible que todo el mundo pueda estar tan aburrido. A tu lado tienes el extremo de la sombra de la torre, la lengua negra inclinada que es el reflejo del trampolín. La sombra es un sistema enorme, largo, escorado a un lado y unido a la base de la torre formando un ángulo oblicuo y agudo. Casi todos los que están en la cola del trampolín miran la escalera. Los chicos mayores miran el trasero a las chicas mayores que suben. Los traseros están enfundados en una tela suave y fina, en nailon ajustado y elástico. Los buenos traseros ascienden por la escalera como péndulos sumergidos en líquido, siguiendo un código lento e indescifrable. Las piernas de las chicas te hacen pensar en ciervos. Tienes que parecer aburrido.

Mira más allá. Mira al otro lado. Puedes ver perfectamente. Tu madre está en su hamaca, leyendo, con los ojos entornados, con la cara inclinada hacia arriba para recibir la luz del sol en las mejillas. No ha mirado para ver dónde estás. Da un sorbo de alguna bebida dulzona de una lata. Tu padre está tumbado sobre su enorme panza, su espalda parece una cresta en el lomo de una ballena, los hombros cubiertos de rizos de pelo animal, la piel untada de aceite y de color castaño oscuro por culpa del exceso de sol. Tu toalla está colgando de la silla y ahora se mueve una punta de la tela: tu madre la ha golpeado al espantar a una abeja a la que parece gustarle lo que ella tiene en la lata. La abeja vuelve enseguida y parece flotar inmóvil sobre la lata trazando un suave borrón. Tu toalla tiene una cara enorme del oso Yogi. En algún momento ha tenido que haber más gente en la cola detrás de ti que delante. Ahora no hay nadie por delante excepto tres personas que suben por la estrecha escalerilla. La mujer que hay delante de ti está en los travesaños de abajo, mirando hacia arriba. Lleva un bañador ajustado de nailon negro de una sola pieza. Asciende.

Desde lo alto llega un retumbo, luego una caída tremenda, un penacho y el tanque se cura a sí mismo. Ahora quedan dos personas en la escalera. Las normas de la piscina dicen que solo puede haber una persona en la escalera, pero el socorrista nunca grita a los que suben. El socorrista es quien dicta las verdaderas normas gritando o dejando de gritar. La mujer que hay por encima de ti no tendría que llevar un bañador tan ajustado. Es tan mayor como tu madre e igual de corpulenta. Es demasiado corpulenta y está demasiado blanca. Su bañador rebosa. La parte posterior de sus muslos queda constreñida por el bañador y tiene un aspecto parecido al queso. Sus piernas están marcadas con los garabatos pequeños y abruptos de las venas varicosas y azules que circulan por debajo de la piel blanca, como si sus piernas tuvieran algo roto o herido. Parece que sus piernas tendrían que doler si uno las apretara, de tan llenas como están de garabatos árabes retorcidos de un azul roto y frío.

Sus piernas hacen que te duelan las tuyas. Los travesaños son muy delgados. No te lo esperabas. Cilindros delgados de hierro envueltos en fieltro de seguridad mojado y resbaladizo. El olor del hierro mojado a la sombra te hace sentir un sabor metálico. Cada travesaño se te clava en las plantas de los pies y te deja una marca. Las marcas se clavan hondo y duelen. Te sientes pesado. Cómo debe de sentirse la mujer corpulenta que tienes por encima. Los pasamanos a los lados de la escalera también son muy delgados. Parece que no puedan sostenerte. Confías en que la mujer también se coja bien. Y, por supuesto, desde lejos parecía que hubiera menos travesaños. No eres estúpido. Subes hasta la mitad, a la vista de todos, la mujer corpulenta por delante de ti, un hombre robusto, calvo y musculoso bajo tus pies. El trampolín todavía está lejos en lo alto y es invisible desde aquí.

La tabla retumba y hace un ruido batiente, y un chico al que puedes ver a lo largo de unos cuantos metros a través de los finos travesaños de la escalera cae trazando una línea resplandeciente, con una rodilla abrazada contra el pecho, y se zambulle al estilo bomba. Un enorme signo de exclamación de espuma aparece en tu campo visual, se disgrega y se desmorona sobre el enorme borbotón. Luego, el murmullo del tanque curando de nuevo su superficie azul. Más travesaños delgados. Agárrate fuerte. La radio se oye más alta aquí, uno de los altavoces colocado sobre una de las entradas de cemento de los vestuarios te queda a la altura de los oídos. Un tufillo húmedo y frío sale del interior del vestuario. Te agarras fuerte a las barras de hierro, te doblas, miras hacia abajo y a tu espalda y puedes ver a la gente comprando chucherías y refrescos allí abajo. Puedes verlo todo desde arriba: la cima blanca y limpia de la gorra del vendedor, los envases de helado, las neveras de latón humeantes, los tanques de sirope, las serpientes de las mangueras de soda, las cajas abultadas de palomitas saladas recalentadas por el sol.

Ahora que estás en lo alto puedes verlo todo. Hace viento. Cuanto más alto llegas más viento hace. El viento es fino; cuando sopla a la sombra te enfría la piel moja da. Con el fondo de la escalera y a la sombra tu piel se ve muy blanca. El viento te produce un silbido agudo en los oídos. Faltan cuatro travesaños para el final de la escalera. Los travesaños te hacen daño en los pies. Son delgados y te demuestran cuánto pesas. En la escalera pesas mucho. El suelo te quiere de vuelta. Por fin puedes ver lo que hay por encima de la escalera. Ves el trampolín. La mujer está ahí. Tiene dos caballones de callos rojos y de aspecto doloroso en la parte posterior de los tobillos. Está de pie al principio del trampolín y le miras los tobillos. Ahora estás por encima de la sombra de la torre. El hombre corpulento que hay debajo de ti está mirando por entre los travesaños de la escalera el espacio que la mujer tiene que atravesar. Ella se detiene durante el instante que dura un latido del corazón. No hay ni rastro de lentitud. Te quedas helado. En un abrir y cerrar de ojos llega al final del trampolín, toma impulso hacia arriba, luego hacia abajo, el trampolín se comba hacia abajo como si no la quisiera. Luego asiente, rebota y la arroja violentamente hacia arriba y hacia fuera.

Sus brazos se abren para trazar el círculo y de pronto desaparece. Se esfuma en un parpadeo oscuro. Y pasa tiempo antes de que oigas el impacto allí abajo. Escucha. No parece apropiado, esa manera de desaparecer durante el tiempo que transcurre hasta que se oye el ruido. Como cuando tiras una piedra en un pozo. Pero te da la impresión de que ella no piensa lo mismo. Ella era parte de un ritmo que excluye el pensamiento. Y ahora tú también te has convertido en parte de él.

El ritmo parece ciego. Como las hormigas. Como una máquina. Decides que es necesario pensar en esto. Después de todo, puede ser apropiado hacer algo temible sin pensarlo, pero no cuando lo temible es el propio hecho de no pensar. No cuando resulta que el pensar es inapropiado. En algún momento los detalles inapropiados se han amontonado hasta cegarte: el aburrimiento fingido, el peso, los travesaños finos, el dolor en los pies, el espacio segmentado por la escalera en encuadres unidos solo mediante una desaparición en el tiempo. El viento en la escalera que nadie hubiera esperado. La manera en que el trampolín sobresale de la sombra para entrar en la luz y no puedes ver más allá de su extremo. Cuando todo resulta distinto a lo esperado uno tendría que ponerse a pensar. Es lo que habría que hacer.

La escalera está atestada debajo de ti. La gente está apilada, separados los unos de los otros por unos pocos travesaños. La escalera está conectada a una nutrida cola que retrocede y traza una curva hasta la oscuridad de la sombra escorada de la torre. La gente de la cola tiene los brazos cruzados. Los que están al pie de la escalera están ansiosos y miran todos hacia arriba. Es una máquina que solo se mueve hacia delante. Subes a la lengua de la torre. El trampolín resulta ser muy largo. Tan largo como el tiempo que pasas en él. El tiempo se ralentiza. Se condensa a tu alrededor mientras tu corazón late más y más veces por segundo y sus latidos abarcan todos los movimientos del sistema de la piscina allí abajo. El trampolín es largo. Desde donde estás parece estrecharse hasta la nada. Te va a enviar a alguna parte que su propia longitud te impide ver y parece inadecuado entregarse a esto sin pararse a pensar.

Mirado de otro modo, el mismo trampolín no es más que una cosa larga, plana y delgada cubierta con una sustancia plástica blanca y áspera. La superficie blanca es muy áspera y tiene motas y rayas de un color rojo pálido y acuoso que sin embargo nunca deja de ser rojo para convertirse en rosa: viejas gotas de agua de la piscina que atrapan la luz del sol vespertino sobre las montañas escarpadas. La sustancia blanca y áspera del trampolín está mojada. Y fría. Los pies te duelen por culpa de los travesaños delgados y tienen una sensibilidad exacerbada. Se resienten de tu peso. Hay barandillas en el principio del trampolín. No son como las barras laterales de la escalera. Son gruesas y están muy bajas, de modo que casi tienes que agacharte para cogerte a ellas. Solo son de adorno, nadie se coge a ellas. Agarrarse lleva tiempo y altera el ritmo de la máquina. Es un trampolín largo, frío, áspero y blanco de plástico o fibra de vidrio, veteado del mismo color triste cercano al rosa que las golosinas baratas. Pero al final del trampolín blanco, en su extremo, donde te apoyas con todo tu peso para hacer que te arroje lejos, hay dos zonas de oscuridad. Dos sombras planas bajo la luz del sol. Dos formas ovales difusas y negras.

El final del trampolín tiene dos manchas sucias. Son de toda la gente que ha pasado antes que tú. Mientras estás aquí de pie tus pies están reblandecidos y marcados, doloridos por la superficie áspera y mojada, y ves que las dos manchas oscuras las ha hecho la piel de la gente. Es piel erosionada de los pies por la violencia de la desaparición de gente provista de un peso real. Más gente de la que podrías contar sin perderte. El peso y la erosión causada por su desaparición deja trocitos de pies reblandecidos, migas, grumos y tiras de una piel sucia, oscurecida y morena cuyos trocitos diminutos y deslavados se ven a la luz del sol al final del trampolín. Se amontonan, se deslavan y se mezclan. Se oscurecen formando dos círculos.

Fuera de ti el tiempo no transcurre en absoluto. Es asombroso. El ballet vespertino que tiene lugar allí abajo se mueve a cámara lenta, con los movimientos pesados de mimos sumergidos en jalea azul. Si quisieras podrías quedarte aquí encima para siempre, vibrando tan deprisa por dentro que flotarías inmóvil en el tiempo, como una abeja flotando sobre alguna sustancia dulce. Pero tendrían que limpiar el trampolín. Cualquiera que lo piense un segundo se dará cuenta de que tendrían que limpiar del extremo del trampolín toda esa piel de la gente, esas dos huellas negras de lo que queda del pasado, esas manchas que desde aquí detrás parecen ojos, ojos ciegos y bizcos. El sitio donde estás ahora es tranquilo y silencioso. La radio grita al viento y chapotea en otra parte. No hay tiempo ni más sonido real que tu sangre chillándote en la cabeza. Estar aquí en lo alto comporta visiones y olores. Los olores son íntimos, recién blanqueados. Es ese peculiar aroma floral de la lejía, pero de su interior emanan otras cosas hacia ti como una nieve sembrada de hierbas.

Notas un olor intenso a palomitas amarillas. A un aceite dulce y tostado como el de los cocos calientes. Deben de ser perritos calientes o maíz tostado. Un rastro diminuto y cruel de Pepsi muy oscura en vasos de papel. Y ese olor especial a toneladas de agua emanando de toneladas de piel, elevándose como el humo de un baño reciente. Calor animal. Desde lo alto es más real que nada. Míralo. Puedes verlo todo en toda su complejidad, azul y blanco, marrón y blanco, bañado en un destello acuoso de color rojo cada vez más intenso. Todo el mundo. Esto es lo que la gente llama una vista. Y sabías que desde abajo no te podía parecer que estuvieras tan alto aquí arriba. Ahora ves qué alto te encuentras. Sabías que desde abajo no se puede saber. El tipo que tienes debajo te dice, con la vista clavada en tus tobillos, el hombre calvo y corpulento: Eh, chico. Quieren saber. ¿Tienes pensado pasarte todo el día aquí o qué te pasa exactamente? Eh, chico, ¿estás bien?

Todo este tiempo ha habido tiempo. No puedes matar al tiempo con el corazón. Todo ocupa tiempo. Las abejas tienen que moverse muy deprisa para permanecer quietas. Eh, chico, te dice. Eh, chico, ¿estás bien? Brotan flores metálicas en tu lengua. Ya no hay tiempo para pensar. Ahora que hay tiempo no tienes tiempo. Eh. Lentamente ahora, atravesándolo todo, surge una mirada que se extiende como las ondas que aparecen en el agua cuando lanzas algo. Mira cómo se extiende desde la escalera. Tu hermana, a la que acabas de ver, y sus amigas blancas y delgadas, señalándote. Tu madre mira hacia la parte menos profunda de la piscina donde estabas antes y pone la mano en forma de visera.

La ballena se agita y se sacude. El socorrista levanta la vista, la niña que le agarra la pierna levanta la mirada, echa mano al megáfono. Debajo para siempre hay una terraza áspera, chucherías, música tenue y metálica, ahí abajo donde solías estar. La cola está abarrotada y no permite marcha atrás. Y el agua, por supuesto, solo es blanda cuando estás en su interior. Mira hacia abajo. Ahora se mueve bajo el sol, llena de monedas duras de luz dotadas de un resplandor rojizo a medida que se alejan y se funden con una niebla que es la sal de tu propio sudor. Las monedas estallan formando lunas nuevas, cascotes alargados procedentes de los corazones de estrellas tristes. El tanque cuadrado es una sábana fría y azul. Lo frío es una modalidad de lo duro. Una modalidad de la ceguera. Te han pillado desprevenido.

Feliz cumpleaños. ¿Creías que ya había pasado? Sí y no. Eh, chico. Dos manchas negras, un momento de violencia y desapareces en el pozo del tiempo. La altura no es el problema. Todo cambia cuando vuelves abajo. Cuando impactas con todo tu peso. Entonces ¿cuál es la mentira? ¿Lo duro o lo blando? ¿El silencio o el tiempo? La mentira es que haya que elegir entre una cosa y otra. Una abeja quieta y flotante se mueve demasiado deprisa para pensar. Desde lo alto la dulzura la hace enloquecer. El trampolín asentirá y tú saldrás despedido, y los ojos de piel podrán cruzar a ciegas un cielo empañado de nubes, la luz horadada se vaciará detrás de esa piedra afilada que es la eternidad. Que es la eternidad. Pisa la piel y desaparece.

El método de escritura de David Foster Wallace: “un hombre de cinco borradores”

sábado, octubre 8th, 2016

David Foster Wallace era un hombre de cinco borradores. Fue algo que descubrió a los 20 años. En la universidad, antes de entregar sus ensayos de filosofía, los reescribía cinco veces. Después, cuando escribió La broma infinita (1996) o Entrevistas breves con hombres repulsivos (1999), hizo lo mismo. El estadounidense que fascinó y desconcertó a millones de lectores por la crudeza de su estilo descubrió que sus novelas no eran historias que se desplegaban del tirón como el que vomita y se va a otra parte.

Por Mar Abad, eldiario.es

Ciudad de México, 8 de octubre (SinEmbargo/ElDiario.es).- “Hallé un pequeño sistema de escritura, dos reescrituras y dos borradores mecanografiados”, explicó Foster Wallace en una entrevista con Amherst Magazine, en la primavera de 1999. “Siempre lo hago así. Me gusta”.

El novelista reveló su método de trabajo al entrevistador para explicarle por qué había decidido que la conversación tendría que ser por mail en vez de viva voz. “Mi problema con la mayoría de las entrevistas es que están escritas como un terrible primer borrador. Si una pregunta pudiera llegar incluso a ser remotamente interesante, resulta muy complicado contestar con brevedad. En esas ocasiones siempre desearía que me dejaran recluirme un rato, a solas, en la habitación de al lado, para escribir cinco borradores y volver después con la contestación. Esto sería mejor para todos porque cuantas más vueltas doy a un asunto, más conciso puedo ser (normalmente)”.

Foster Wallace escribía los dos primeros esbozos de un texto en papel. Decía que prefería el bolígrafo al ordenador aunque fuera un poco anticuado.

Aparte de eso, no contestó nada más a la pregunta que le hizo Amherst Magazine sobre su proceso de escritura. “Fluctúo entre temporadas de una pereza horrible y parálisis total y periodos de mucha energía y gran productividad. Pero, por lo que sé de otros escritores, no es nada inusual”, indicó. “En el trabajo, por lo único que me distingo es por ser increíblemente rápido mecanografiando con dos dedos. El mejor de todos los que conozco”.

LA VIDA DE UN JOVEN LITERATO

En invierno de 1996, Laura Miller le preguntó cómo era la vida de un joven literato. La periodista quería saber si era fácil dedicarse a la novela a finales del XX. El autor de La escoba del sistema (1987) le contestó que la ficción literaria y la poesía estaban marginadas. Pero no era por esa idea que corría entre muchos escritores de que el público era imbécil. Ni tampoco porque estuvieran hipnotizados por la basura televisiva. Wallace detestaba esas ‘fiestas para compadecerse’ que montaban los escritores porque no tenían todos los lectores que deseaban.

“Si un tipo de arte es marginado, es porque ya no dice nada a la gente”, especificó en aquella entrevista con Salon. “Si tú, el escritor, sucumbes a la idea de que la audiencia es demasiado estúpida, te encontrarás con dos trampas. La primera es la avant-garde. Piensas que tienes que escribir para otros escritores y no te preocupas de que tus textos sean accesibles o relevantes. En lo que te esfuerzas es en que resulten innovadores en la técnica y la estructura. Pretendes que parezcan inteligentes y te despreocupas por comunicarte realmente con el lector y que sienta ese emoción en el estómago por la que todos leemos”.

El segundo error era escribir historias de ficción en un formato comercial para vender más. Esos dos formas de escribir habían alejado al lector de los libros, aunque, según Wallace, muchos echaban la culpa a la ignorancia del público.

Este hombre de gafas silenciosas, al que le gustaba rodear su cabeza con un pañuelo, admiraba la escritura sofisticada y coloquial a la vez. “De alto nivel y complicada pero íntima al mismo tiempo. Es como si una persona inteligente estuviera ahí sentada hablando contigo”, indicó a Amherst Magazine. “Yo hago poco más que intentar conseguir esa mezcla entre lo elevado y lo cercano”.

EL TRABAJO SOLITARIO

A Wallace le gustaba trabajar a solas. La única compañía que necesitaba era su concentración. A Wallace no le gustaban las interrupciones. Y lo hacía notar a quien destruía su aislamiento.

Un día Dave Eggers lo llamó por teléfono. Wallace descolgó el auricular y, en vez de saludar, soltó: “Distráeme”. El fundador de McSweeney’s no pudo articular palabra. Acababa de estrellarse de bruces con el delito que acababa de cometer. Al cabo de los años lo contó en una entrevista que hizo al novelista en The Believer: “Cuando levantas el teléfono, tienes que abandonar la inmersión de la buena concentración que necesitas para escribir”.

Esa entrevista, que aparece de nuevo en en libro de la editorial Melville House, también fue una conversación escrita. El autor de La niña del pelo raro (1989) prefería pensar siguiendo su ritual de los cinco borradores a soltar una parrafada como el que lanza una bola a lo loco para no romper el peloteo.

Eggers le enviaba las preguntas por correo electrónico. Wallace las imprimía y las llevaba a casa. Ahí las contestaba en un ordenador sin ningún cable o señal que lo conectara a internet. Después imprimía las respuestas, las guardaba en un sobre y las echaba al buzón de correos. Esos poquísimos que aún quedan en medio de la calle.

Aquello ocurrió entre el verano y el otoño de 2003. La entrevista, al final, se publicó en noviembre, un mes después de que apareciera Everything and More: A Compact History of Infinity by David Foster Wallace.

En aquella entrevista, Eggers habló de las rutinas, de la inspiración y, de pronto, como el que va lanzado por la carretera y pega un volantazo para meterse en otro carril, sacó el tema de la nicotina. “La primera vez que te vi, en Nueva York, hace cinco años, estabas masticando tabaco en un restaurante. ¿Quieres hablar de tu historia con distintas formas de tabaco?”.

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Wallace contestó que, antes de nada, tendrían que reconocer que había hecho una acrobacia con las frases para incluir esa pregunta como si hubiera caído del cielo. “Sé que estás interesado en el tabaco y el suicidio gradual al que lleva su consumo”, escribió. Después contó que empezó con los cigarros de clavo a los 21 años. Era muy fácil encontrarlos a principios de los 80. Dos años después pasó a fumar soltando humo.

El escritor notó que el tabaco había convertido las escaleras ascendentes en caminos hacia la asfixia. Los deportes eran infinitamente más trabajosos. A los 28 años dejó los cigarrillos, pero continuó tragando nicotina.

A partir de entonces comenzó a morderla. “Masticar no daña tus pulmones (obviamente) pero también aporta una cantidad enorme de nicotina, al menos, comparado con un Marlboro Light”, comentó. “He intentado dejarlo al menos diez veces en la última década pero no he llegado a estar sin fumar ni un año. Además de los efectos físicos que produce, para mí, hay algo que me impide dejarlo: cuando no fumo soy estúpido. Realmente estúpido. Me ocurren cosas como entrar en habitaciones y olvidar para qué he ido; me quedo parado en medio de las frases; siento frío en la barbilla y descubro que he estado babeando. Si no mastico nicotina, tengo la atención de un bebé. Puedo reír y sollozar sin sentido. Y todo parece muy, muy lejano. Es una sensación muy incómoda parecida a estar drogado todo el tiempo”.

Aquello era lo más bonito de masticar tabaco. Wallace, por supuesto, sabía que, primero, ennegrecía los dientes. Después, los descomponía en trocitos y, al final, los arrancaba de la boca. Pero había algo peor que quedarse desdentado. Pensaba que la nicotina lo acabaría matando.

En aquel final del verano de 2003 Wallace llevaba casi tres meses sin fumar. Mientras escribía esa respuesta al cuestionario de Egeers, rumiaba un chicle de menta y tres palos masticables de un arbusto australiano. “Una de las razones por las que tú y yo estamos conversando en un papel impreso en vez de en persona es porque me lleva 20 minutos formular y presionar la tecla adecuada. Hablar conmigo sería como visitar a una persona demente en una residencia. No sólo naufrago en medio de las frases. A veces también tarareo, desentonando, sin darme cuenta siquiera. Además, FYI (para tu interés), mi ojo izquierdo no ha parado de parpadear sin control desde el 18 de agosto. No es muy bonito. Pero prefiero estar así y vivir más allá de los 50. Esta es mi historia con el tabaco”.

Eggers intentó meterse un poco más en la cabeza de Wallace. Le preguntó por sus horarios de trabajo, si escribía de día o de noche, si tenía disciplina o dependía del azar, si trabajaba en PC o Commodore 64. Wallace dijo que su única rutina era no haber trabajado nunca en una oficina. Apenas utilizó los despachos que le correspondían como profesor de universidad. Tan sólo los usaba para alguna tutoría con un alumno y para almacenar libros que no pensaba leer en los meses siguientes.

“Casi siempre trabajaba en restaurantes, pero, ahí, mascar tabaco no resultaba muy práctico, por razones obvias”, relató. “Entonces, durante un tiempo, fui a bibliotecas. (Por ‘trabajar’ me refiero a hacer los dos primeros borradores y revisarlos. Eso lo hago a mano. Después los paso a ordenador en casa, pero, ciertamente, no considero que mecanografiar sea trabajar)”.

LAS BIBLIOTECAS COMO OFICINAS

Las bibliotecas se habían convertido en su oficina, pero, de pronto, ocurrió algo que cambió por completo su vida familiar y emocional. Eran motivos de cuatro patas. “Empecé a tener perros. Si vives solo y tienes perros, las cosas se vuelven muy extrañas. Sé que no soy la única persona que proyecta sus neurosis parentales en sus mascotas, animales de compañía o lo que sea. Pero a mí me dio fuerte”, escribió. “Comencé a tener esa sensación de que dejarlos solos más de dos horas era traumático para ellos. (…) Lo cierto es que eso me hizo evitar estar fuera de casa por mucho tiempo y, al final, necesitaba tener uno o varios perros cerca para que me gustara trabajar”.

Los perros lo ataron a casa. Eran animales adorables que entre sus lambidas traían dos caramelos envenenados. Uno, aumentaba sus tendencias agorafóbicas. Dos, en casa había demasiadas distracciones. “El resultado es que ahora trabajo en casa, aunque sé que lo hago mejor, más rápido y más concentrado si fuera a otro lugar”, sentenció.

Wallace era un joven tímido e introvertido que no iba a fiestas ni jamás perteneció a ningún club de nada. “Tenía unos pocos buenos amigos y eso era todo”, indicó en su entrevista con Amherst Magazine. Lo único que hizo en la universidad fue estudiar. “Estudiaba todo el tiempo. Quiero decir, literalmente, todo el tiempo. Era una de esas personas a las que tienen que apagar la luz en la biblioteca para echarlas el viernes por la noche y que los domingos, después del brunch, esperan sentadas en las escaleras de la entrada a que abran de nuevo las puertas”.

El amor por leer, pensar y escribir le dio la vida a un adolescente atrapado en su propio ensimismamiento. Pero, a la vez, lo hacía porque estaba aterrorizado. La universidad de artes liberales en la que estudió, Amherst, era cara, elitista y muy exigente. “La misma obsesión por estudiar que me ayudaba a estar vivo me hacía estar muerto: era una forma de esconderme de la gente, de intentar ganarme el privilegio de estar en Amherst (algo que ya tuve desde el día que me aceptaron pero que no veía porque estaba demasiado encerrado en mí mismo)”.

Wallace apenas se relacionó con sus compañeros. “No dejaba que nadie me conociera y perdí la oportunidad de relacionarme y aprender de la mayoría de mis compañeros”, continuó. “Después de graduarme, pasaron muchos años hasta que descubrí que las personas, en realidad, son mucho más complejas e interesantes que los libros. También sentí que casi todo el mundo sufre mis mismos miedos secretos y que ese sentimiento de soledad e inferioridad era en realidad el lazo que nos unía”.

El autor de Hablemos de langostas (2005) se consideraba escritor de ficción literaria. Aunque escribió ensayo y artículos para revistas como Harper’s Magazine, para aliviar el peso de las facturas, nunca se consideró periodista. La prensa no le interesaba. Igual que las críticas que escribían sobre sus libros. No las leía. «

Me llevó un tiempo darme cuenta de que las reseñas de mis obras no son para mí. Son para potenciales compradores de libros”, comentó en 1999. “Tengo un estupendo círculo de amigos cercanos a los que puedo enviar material para que me den su opinión crítica y sincera. Eso me ayuda mucho a mejorar mis textos. Una vez que están publicados, cualquier cosa que oiga sobre ellos, me parece como si estuviera escuchando a hurtadillas detrás de una puerta”.

Wallace se ahorcó el 12 de septiembre de 2008. El escritor, desde muy joven, había convivido con el miedo, la autoexigencia, la agorafobia y la depresión. Pero esta vez la medicación no dio buenos resultados y la tristeza apretó la cuerda todo y más: hasta el infinito.

Cinco meses antes había hablado con Christopher Farley. El periodista de The Wall Street Journal le contó que guardaba una copia de La broma infinita que su editorial le había enviado en 1996.

—Está firmada (aparentemente) por ti y debajo de tu nombre aparece una pequeña cara de un smiley. Siempre me he preguntado si lo dibujaste tú.

—Uno de los puntos del plan de marketing era enviar copias a editores y personas que pudieran hablar de él. Ellos me mandaron una caja enorme llena de papeles que tenía que firmar para incluirlos en los envíos de estos ‘libros especiales’. Pasé casi todo un fin de semana firmando esas hojas.

Wallace se aburrió tanto de firmar como un autómata que empezó a hacer todo tipo de emoticonos y dibujitos. “Lo hacía para mantenerme atento y concentrado en lo que estaba haciendo”, indicó. «Lo que tú llamas smiley es un vestigio amateur de un personaje de dibujos animados que solía dibujar en el colegio para divertirme. (…) He visto algunos de esos ‘libros especiales’ después y esa cara siempre me ha hecho sonreír”.

Esa fue la última frase de su última entrevista.

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Nace Puntos y Comas, el suplemento de lectores, autores y libros de SinEmbargo

sábado, enero 9th, 2016

SinEmbargo lanza hoy un nuevo suplemento que atenderá la industria de los libros y quienes la hacen posible: los autores y, sobre todo, los lectores.

Ciudad de México, 9 de enero (SinEmbargo).– SinEmbargo dio a conocer hoy la primera edición de su suplemento su nuevo suplemento, Puntos y Comas, dedicado a dar la batalla por los libros.

Se trata de un espacio con el tierno corazón de la juventud: iremos madurando semana a semana, pero en la certeza de que expresaremos y exploraremos el universo de la lectura y la escritura con una pasión genuina.

Para nuestra primera edición, elegimos como nota de portada a Alberto Chimal, autor de la novela La torre y el jardín, finalista del prestigioso Premio Rómulo Gallegos en 2012.

Ha tenido un año difícil con algunos accidentes que lo mantuvieron en cama durante mucho tiempo en el 2015, pero al mismo tiempo su figura entre los lectores ha crecido de un modo irrefutable en el mismo periodo.

Su nuevo libro de cuentos, Los atacantes, publicado por la española Páginas de Espuma, fue incluido en casi todas las encuestas de lo mejor del año y como en toda su obra, el autor vuelve a poner en el centro muchos temas que protagonizan nuestra realidad circundante echando mano de la invención. Los monstruos son la locura, la estupidez humana, la sinrazón, nos dice Chimal.

Gran aficionado al cine, nos regala para nuestra primera edición una pieza extraordinaria sobre la película El tour final, la película sobre David Foster Wallace que tanta urticaria ha causado entre los familiares del escritor estadounidense suicidado en 2008.

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Contamos la historia del libro ilustrado Flowers, del poeta Jon Arno Lawson y el ilustrador Sydney Smith, editado en nuestro país por SM y que se regala a cada niño refugiado sirio que llega a Canadá, huyendo del desastre.

A 30 años de su publicación y de que se convirtiera en best seller en Nueva York, reivindicamos 10 razones para volver a leer Gringo Viejo, la gran novela de Carlos Fuentes (1928-2012)

El joven periodista y escritor Ezra Alcázar nos da la idea de cómo las nuevas generaciones leen a Gabriel García Márquez (1927-2014), agradeciendo “todo lo que aprendí del Gabo”.

Son tres décadas de nuestro escritor más universal y la fecha alcanza para testimoniar todo lo que todavía leemos a Juan Rulfo (1917-1986), el hombre que había hecho de la soledad y la tristeza sus grandes aliadas.

Otra vuelta de tuerca, en una nueva edición de Libros del Asteroide, vuelve a plantear problemas de traducción en torno a la magna obra del estadounidense Henry James (1843-1916).

Por cortesía de editorial Sexto Piso, ofrecemos a nuestros lectores un adelanto de Las moscas del capital, del italiano Paolo Volponi (1924-1994), considerado uno de los escritores italianos más importantes del siglo XX.

A leer, que nos hace felices. Sin ninguna duda.

PROMO_PARA_POST

Literatura en el cine: Acerca de la película sobre David Foster Wallace

sábado, enero 9th, 2016
La película viene con su pequeña dosis de controversia: los deudos de Wallace –que se suicidó en 2008– niegan que la película lo retrate fielmente. Foto: Facebook

La película viene con su pequeña dosis de controversia: los deudos de Wallace –que se suicidó en 2008– niegan que la película lo retrate fielmente. Foto: Facebook

El escritor mexicano analiza la película sobre el célebre autor de La broma infinita. Se trata de un ensayo sobre los secretos y la imposibilidad de los mismos en una sociedad que no entiende el concepto real del secreto.

Por Alberto Chimal

Ciudad de México, 9 de enero (SinEmbargo).- El otro día estaba en un avión hacia Lima, Perú. Los asientos eran de los que tienen pantallas para uso individual y ofrecen películas, tele, música. Al pie de la lista de estrenos, lejos de Ant-Man y Misión imposible 5, encontré The End of the Tour, la película muy reciente de James Ponsoldt acerca de David Foster Wallace. Como tenía ganas de verla, la vi.

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El título venía traducido como El último tour. (Ya sé que los designios de las distribuidoras son inescrutables).

La historia es muy simple y está centrada en varios días de convivencia del periodista David Lipsky (Jesse Eisenberg) con el escritor David Foster Wallace (Jason Segel).

Todo ocurre durante la gira promocional que hizo Wallace en 1996, al aparecer La broma infinita, su novela más famosa. En ese entonces Lipsky no escribió el artículo que deseaba hacer sobre Wallace –autor recién consagrado– para la revista Rolling Stone, pero años después publicó un libro completo sobre el tema (Although of Course You End Up Becoming Yourself, de 2010), que fue base del guión del dramaturgo Donald Margulies.

La película viene con su pequeña dosis de controversia: los deudos de Wallace –que se suicidó en 2008– niegan que la película lo retrate fielmente y lo mismo dice Jonathan Franzen, su colega y un poco su rival en la competencia por ser reconocido como el gran novelista estadounidense de su generación.

Reseñas de la película –no todas– han recogido estas objeciones. Las más ingenuas se quedan en decir que Segel, actor famoso como comediante, simplemente no puede con el paquete de interpretar a Wallace, que por supuesto es una personalidad compleja y, además, marcada por la leyenda de su muerte, debida a una larga depresión.

Otras reseñas, más interesantes, tratan de hacer creíble la idea de lo profundo del ser de David Foster Wallace –de la seriedad que un cómico jamás podría reproducir– con más o menos referencias a la personalidad del escritor como se percibe en sus libros.

WALLACE Y LAS SEMEJANZAS

Creo que la semejanza entre Wallace y el papel que Segel interpreta (muy bien, me parece) no es tan importante. El protagonista de la película no es él, sino Lipsky, que es presentado como un escritor principiante pero de escasa fortuna que se acerca a Wallace con admiración y con envidia, temeroso de resultar demasiado entrometido y a la vez con ganas de encontrar lo peor en él.

Para su mal, quedó muy impresionado por La broma infinita; tiene celos y a la vez tiene la conciencia –un poco nublada por el ego, y porque cosas así duelen  -de que simplemente no posee el talento del otro y nunca será tan famoso, tan reconocido ni tan importante como él.

A lo largo del tiempo en que Lipsky acompaña a Wallace, los dos conversan, discuten y pelean. Luego se separan cordialmente pero no quedan como amigos: Lipsky trata de abrazar a Wallace y éste se resiste, marcando su distancia.

Al comienzo de la película, una lectura pública de una novela escrita por Lipsky sólo atrae a tres o cuatro personas; al final, una lectura de su libro sobre Wallace llena un auditorio y todos sabemos que se debe a Wallace y no a Lipsky: el pequeño ha quedado subordinado al grande, como los albaceas de autores famosos o los especialistas que ordenan las obras de los grandes compositores (¿cuántas personas saben quién está tras la inicial “K” que se ve en el catálogo de la música de Mozart?).

EL DESEO FRUSTRADO

La película es acerca del deseo frustrado, la idea de la fama, la literatura y lo que sucede entre dos personas de estaturas (literal y figuradamente) muy distintas.

Por otra parte, lo que me sorprende es que cierto número de críticos creyera en la idea de que una película podría mostrar al “verdadero” David Foster Wallace (o, para el caso, al “verdadero” David Lipsky).

Cuando mucho, el cine puede influir en la percepción de las personas reales a las que utiliza como material y hacernos creer que eso que está en la pantalla es literalmente la realidad, “lo que pasó”. Pero la manipulación de lo que percibimos no es lo mismo que el encontrar una supuesta verdad pura, más allá de las imágenes.

La historia es muy simple y está centrada en varios días de convivencia del periodista David Lipsky (Jesse Eisenberg) con el escritor David Foster Wallace (Jason Segel). Foto: Facebook

La historia es muy simple y está centrada en varios días de convivencia del periodista David Lipsky (Jesse Eisenberg) con el escritor David Foster Wallace (Jason Segel). Foto: Facebook

A lo mejor es que seguimos creyendo, pese a todo, que la representación es lo representado. Nuestra época favorece mucho esa idea y nos sobrecarga de información acerca de todo, y en especial de algunas pocas personas que han sido consideradas famosas e importantes.

Absorbemos la información (y casi siempre lo hacemos de prisa, superficialmente) y creemos conocer a Kim Kardashian; creemos que las notas de prensa sobre el Papa Francisco son el Papa Francisco. Creemos que desean que creamos que David Foster Wallace tuvo la cara de Jason Segel.

Recordé una narración de Wallace: “Adult World” (Mundo adulto), publicada en dos partes separadas en su libro Entrevistas breves con hombres repulsivos (2001).

Es la historia de una mujer cuyos problemas maritales se resuelven luego de una revelación, una epifanía sorprendente y ésta se da al entrever una porción de la vida sexual de su marido que jamás había sospechado.

Es posible compartir el asombro de la protagonista porque se deriva del reconocimiento de algo que jamás se dijo: de un secreto.

NUESTRA ÉPOCA NO ENTIENDE LOS SECRETOS

Nuestra época no entiende los secretos; nuestros medios hablan de ellos constantemente, hacen anuncios de sucesos escandalosos previamente ocultos, promueven conjuras y charlas privadas, pero desde el momento en que está a la vista de todos nada de eso es más un secreto.

Para que las quejas sobre la “verdad” de la película tuvieran algún sentido haría falta un imposible: además de despejar toda posible duda sobre los hechos contados, verificar lo que no dijo David Lipsky de su tiempo con David Foster Wallace, lo que Wallace ocultó de la vista de Lipsky (y viceversa), lo que sucedió alrededor de ambos sin que lo notara ninguno. Pero nada de eso puede estar en El último tour, ni en ninguna otra película, ni en ningún sitio.

A lo largo del tiempo en que Lipsky acompaña a Wallace, los dos conversan, discuten y pelean. Foto: Facebook

A lo largo del tiempo en que Lipsky acompaña a Wallace, los dos conversan, discuten y pelean. Foto: Facebook

Harían falta más historias acerca de lo que realmente no se dice nunca: de las porciones de la vida de cada persona que realmente desaparecen con ella sin que nadie las conozca. Todos tenemos varias, ocultas por la indiferencia, la desmemoria o la vergüenza.

“Todo hombre es una luna y tiene un lado que no muestra a nadie. Si quieres verlo debes escurrirte por detrás”, escribió Mark Twain. Pero tal vez la posibilidad del “escurrirse” es sólo una ilusión. Tal vez el cine y las historias en general sólo nos pueden dar esa ilusión (o ni siquiera esa, sino la opuesta: la de una realidad enteramente visible).

The End of the Tour juega a tener su secreto: en una escena Lipsky deja solo a Wallace para ir al baño y lo seguimos; en otra posterior la cámara vuelve a aquel momento y se queda con Wallace, que habla juguetonamente a la grabadora que Lipsky dejó encendida. Pero, claro, eso no es un verdadero secreto. La película grabada sería el registro del suceso: parte de la “evidencia” que comprueba la “verdad” de los hechos.