Archive for the ‘Parcial y subjetivo’ Category

Un pésimo segundo lugar

sábado, mayo 13th, 2017

… de seguir así, pronto se aparecerán nombres cercanos en esa lista infausta, si no es que ya lo han hecho. Y no es posible sentarnos a esperar a que alguien lo resuelva. Foto: Cuartoscuro

Una “cuartilla” puede ser sinónimo de página pero, también, es una extensión determinada que servía para calcular caracteres antes de la computadora. Así, una cuartilla se constituía a partir de la idea de 65 caracteres por veintisiete renglones. Cuando, en el pasado, a alguien le pedían un texto de determinado número de cuartillas, le bastaba multiplicar ese número por mil 800 caracteres que, pese a no ser exacto, funcionaba bien a la hora de saber a qué extensión se referían los editores, los reporteros y los escritores.

Esta semana el International Institute for Strategic Studies (IISS) publicó la lista con los países con mayor número de muertes violentas. Dado que el estudio se llama “Armed Conflict Survey 2017”, todo parecía indicar que se trataba de países en guerra, al menos en su interior. Esto aplicaba muy bien para naciones como Siria (que encabeza la lista), Irak o Afganistán. El problema es que México apareció en segundo lugar, con 23 mil muertos.

El gobierno mexicano de inmediato se respondió. Los argumentos que esgrimió podrían ser válidos: errores metodológicos en la medición, cifras sacadas de fuentes no aclaradas, la negación absoluta de que el país se encuentre en guerra o que algunas de estas muertes no obedecen a ningún conflicto armado sino que son producto de conflictos entre particulares.

El problema no es quién tenga razón. El problema, como siempre, son las decenas de miles de muertos que se siguen acumulando. Y que, además, ganan terreno sobre el territorio nacional. Los casos se repiten en las redes sociales más que en los medios, toda vez que ahí no hay restricciones de contenido: la violencia nos circunda. Y la respuesta del Estado es atacar el estudio, no las causas.

Lo que es claro es que estamos mal y cada vez es peor. Mucho peor. Desde la absurda guerra iniciada por Calderón hasta este año, han muerto demasiados mexicanos víctimas de la violencia. Y eso es grave. Tan grave, que nuestra percepción de las cifras se ha distorsionado. Si escribiéramos el nombre de un muerto en un renglón de una página tradicional, casi llenaríamos 852 cuartillas, considerando sólo a los 23 mil que menciona el estudio. Se requerirían muchas resmas de papel para escribir los de estos últimos sexenios. Y serían sólo los nombres, no sus historias, sus relaciones, la forma en que tenían de despertar o de emocionarse por sus familias. Miles de cuartillas de nombres que se van borrando en el olvido. Miles de cuartillas que deberían ser un recordatorio de que las cosas están mal y cada vez están peor. Miles de cuartillas que, sin duda, no leerán los responsables, preocupados por archivarlas y evitar que se aparezcan ante nuestros ojos.

Da igual si el segundo lugar es cierto o no. El problema es que, de seguir así, pronto se aparecerán nombres cercanos en esa lista infausta, si no es que ya lo han hecho. Y no es posible sentarnos a esperar a que alguien lo resuelva.

El dolor acumulado

sábado, mayo 6th, 2017

Es tanto lo que lamento que ni siquiera puedo celebrar la respuesta en las redes sociales. Ojalá sirva de algo pero lo dudo. Es momento de exigir respuestas por otros caminos. Foto: Cuartoscuro

No hay sociedad perfecta, lo sabemos bien. Tampoco existe aquélla donde no sucedan crímenes. Es imposible garantizar la seguridad plena de un grupo de personas. Sobre todo, porque está fuera de todo control la posibilidad de refrenar un arrebato pasional, un impulso homicida o la furia imprevista de alguien que parecía comportarse bien. Así, basta con indagar un poco para descubrir que, incluso en los países cuyas tasas de criminalidad son las más bajas, los asesinatos existen y seguirán sucediendo.

Es sencillo suponer que dentro de esos escenarios el dolor por la muerte de un ser querido se suma a la sorpresa. La noticia infausta llega cuando nadie esperaba su arribo. No en nuestra casa, no en la del vecino ni en la de la ciudad entera. El dolor proviene de la pérdida pero también de la excepción.

Claramente no es nuestro caso. Aquí el crimen se extiende como una mancha indeleble. De tan cotidianas que son las muertes violentas, los homicidios, los asesinatos, los feminicidios y las ejecuciones, vamos borrándolas de los noticieros, vamos permitiendo que se diluyan en un falso anonimato. Quizá sea un mecanismo de defensa que nos permite continuar con la endeble certeza de que hoy no nos tocó a nosotros, que la puerta violentada no fue la que nos resguarda.

Sin embargo, el dolor se acumula. Por un montón de razones. La primera, por supuesto, descansa en las víctimas, en sus deudos. A este ritmo nos convertiremos pronto en una sociedad de dolientes. También, porque las autoridades poco han hecho para resolver los casos. Es probable que no se den abasto, es cierto, dado el creciente número de muertos. También es su culpa. No protegen y no resuelven. La indignación detona, con mucho o con poco pero detona. Una razón más: el cerco se va estrechando.

Las noticias ya no provienen de sitios lejanos sino que suceden a pocos metros, en ambientes conocidos, con víctimas imposibles.

Yo aprendí a manejar en los estacionamientos de la UNAM; estudié un posgrado en sus salones; he llevado varias veces a mis hijos a andar en bicicleta en los días feriados; asistí hace poco a la Fiesta del Libro y de la Rosa; he ido a conciertos, obras de teatro, proyecciones de películas y algunas otras actividades; he sido público en algunos exámenes profesionales y de grado; he moderado alguna mesa. En fin, sin ser un miembro activo de la comunidad universitaria, he ido a CU muchas veces a lo largo de los años. Y la constante era una, inconsciente entonces: siempre me sentí seguro. Más aún, siempre pensé que todos quienes por ahí transitábamos estábamos seguros.

Sobra decir que ya no es así. Quizá hace tiempo que no lo es.

Lamento profundamente el asesinato de Lesby. Tal vez sea imputable a un loco, a un enfermo, a alguien que se dejó llevar por sus más oscuras pasiones. Lo ignoro. Lo lamento porque primero es la muerte y después sus explicaciones.

Lamento, también, el pobre trabajo de la prensa. Hay muchas notas que ni siquiera mencionan lo más importante: que fue asesinada. Así, es imposible que dicha prensa se vuelva el contrapeso que tanto necesitamos en estos tiempos.

Lamento, por supuesto, las acusaciones a la víctima. Como si ser falible fuera una razón para justificar la agresión. El hecho es simple: la mataron y era una persona, una mujer.

Lamento, por último, todo el odio que se sigue acumulando en nuestra sociedad. Odio que, incluso, ha sido propiciado por las autoridades.

Es tanto lo que lamento que ni siquiera puedo celebrar la respuesta en las redes sociales. Ojalá sirva de algo pero lo dudo. Es momento de exigir respuestas por otros caminos. De lo contrario, ese cerco se volverá asfixiante y la próxima puerta que se abra para recibir una mala noticia podría ser una demasiado cercana.

Una cosa más y a modo de pregunta, dado que me es imposible dar con una posible explicación: ¿qué tiene en la cabeza quien le dispara varias veces a un niño de dos años?

Hamartía

sábado, abril 29th, 2017

El héroe trágico cae por sus propios actos y palabras. Foto: Cuartoscuro

El término es griego y proviene de la Poética de Aristóteles. Aun cuando no existe en español (de ahí que haya varias formas para escribirlo), su significado es más o menos claro. En la tragedia, el héroe trágico, imbuido por la hybris (otro término de difícil escritura en español), comete un error fatal que determinará su destino. Dicho error suele estar acompañado por su soberbia o ser causado por ella. Así pues, el héroe trágico termina condenado por sus propias palabras o acciones y no necesariamente por su destino, por las envidias de terceros o por no contar con el favor de los dioses.

Esto es relevante sobre todo, porque en la mayoría de los casos, el héroe trágico tenía buenas intenciones. Edipo deseaba salvar a Tebas de la peste que la asolaba, por mencionar sólo a la más paradigmática de todas. Así, Edipo era bueno, se le conocía como un rey justo que, cuando el destino trágico lo alcanzó, no tuvo ocasión de responder a la altura.

Me parece que algo así le sucede a López Obrador (sin querer compararlo, por supuesto, con Edipo). No sólo ahora sino en cada una de sus campañas. El señor tiene algo de héroe trágico.

El ejemplo más claro fue el de esta misma semana. Tras el video en el que, a mi parecer, es claro que le tendieron una trampa a Eva Cadena, su respuesta estuvo más impulsada por la Hamartía que por la razón.

Vayamos por partes. Insisto: también creo que le tendieron una trampa a la señora Cadena. Que exista la trampa no implica, sin embargo, que uno deba caer. Mucho menos, cuando es evidente que ella podía optar por dar las gracias y salir de ahí sin el dinero para levantar una denuncia de inmediato. Cayó, pues, en la trampa. Si ésta la puso la “mafia en el poder” o una empresa contratada para tal fin, da igual. La señora falló, cometió un delito y permitió que se hiciera público.

¿Es deleznable este tipo de prácticas en la política electoral? Lo es por donde se le mire. ¿Es algo común en nuestros días? Por supuesto pero eso no lo justifica.

Segundo momento: el video se transmite y la respuesta de López Obrador es una acusación contra quienes tendieron la trampa y difundieron el video. Ahí la agresión contra sus huestes. ¿Cuál debía ser su respuesta si no hubiera estado imbuido por la Hamartía? Fácil, casi elemental: condenar la actitud de Eva Cadena, sacarla del partido, presentar una denuncia. Con eso habría ganado puntos, muchos. Sobre todo, porque sería congruente con la honestidad y con la imagen de incorruptibilidad que promueve. En lugar de hacer eso, se puso a hablar de su plumaje inmaculado.

Sé que con este texto me condenarán muchos de los seguidores de López Obrador. Aclaro: he votado por él y tal vez lo vuelva a hacer pero sus errores son evidentes y es tiempo de que los reconozca. Considero, además, que la crítica es la que nos hace mejores. Justo por esa razón me permito un consejo no requerido: debería dejar de leer poesía por un rato y dedicarse a leer tragedias. En ellas encontrará que, al margen de los verdaderos culpables, el héroe trágico cae por sus propios actos y palabras.

Cien años de Rulfo

sábado, abril 8th, 2017

Comala es mucho más grande que cualquiera de los supuestos defensores de su nombre. Foto: Cuartoscuro

Este año se conmemora el centenario del nacimiento de Juan Rulfo. A diferencia de muchos otros autores —premios Nobel incluidos—, casi nunca se escucha una voz disonante respecto a su obra. No, al menos, en lo concerniente a sus dos libros fundamentales: “Pedro Páramo” y “El llano en llamas”. Es casi imposible hallar un texto crítico serio que encuentre a sus libros deficientes. Tal vez sea por la brevedad de su obra escrita pero el caso es que es impecable. No es difícil concluir, entonces, que muchas instituciones quieran sumarse a un homenaje más que justificado (aclaro: a mí no me entusiasman este tipo de eventos).

Los herederos de Juan Rulfo fueron los encargados de establecer la fundación que lleva su nombre. Una fundación que, se supone, estaría dedicada a la promoción de una obra que, en realidad, no requiere de mayores apoyos. Algo se ha trastocado en su camino pues parece que han preferido esgrimirse como censores. Ya hace algunos años obligaron a la FIL de Guadalajara a quitarle el nombre de Rulfo al premio más importante que otorgaban. Tal vez la razón (lo ignoro de hecho) es que la feria se aprovechaba de la fama del escritor. Así que el premio cambió de nombre, ahora es el FIL en lenguas romances. Y no ha habido menoscabo. Al menos no en estos años.

Hace unos meses la fundación envió una carta para pedirle al gobierno que no hubiera homenajes institucionales. Proponía, en cambio, que el dinero que se fuera a gastar en dichas celebraciones se utilizare para repartir becas o algo por el estilo. En esencia, el argumento sonaba tanto plausible como loable; sobre todo en un país que sabe de dispendios innecesarios. Pese a ello, también resultaba autoritaria la petición. A fin de cuentas, contar con los derechos intelectuales de la obra de Juan Rulfo no quiere decir ser dueños de su memoria.

Hace un par de días las cosas llegaron al extremo. Pese a haber acordado con la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM una serie de eventos en el marco de la Fiesta del Libro y de la Rosa que comienza en un par de semanas, comunicaron que se bajarían del barco. El pretexto, absurdo: en el marco de la festividad se presentará el libro más reciente de Cristina Rivera Garza, “Había mucha neblina o humo o no sé qué”. Es un libro híbrido que, cuando menos, puede leerse como un homenaje a Juan Rulfo aunque, claro está, su voz no ha sido autorizada por la mentada fundación.

A mí me parece bien que alguien quiera defender la imagen de su padre, de su madre, de su familia o de sus amigos cercanos. También, que existe un interés comercial para los herederos de un escritor. Es algo lógico a lo que no se tiene por qué renunciar. Lo que me resulta ridículo es que dichos herederos se arroguen el derecho de decidir quién puede y quién no decir determinadas cosas sobre una obra que, por fortuna, los trasciende. Tan es así, que imagino que al propio Rulfo le interesaban más las diferentes lecturas que podían tener diversas personas sobre su obra, que obligar a una interpretación única y anquilosada de sus palabras.

No quiero, ahora, caer en el sospechosismo barato. Así que no me sumare a quienes sostienen que todos los actos de la fundación responden a un interés económico (la FIL no les daba dinero por el uso del nombre, no se les pagará por los homenajes…). Prefiero pensar que es mera cerrazón a una intencionalidad que, pensándolo bien, no sería nada barata.

El alcance de la fundación es limitado. Quizá sean capaces de retirar el nombre de Rulfo de un premio pero no pueden impedir los homenajes venideros. Quizá tengan el poder para entablar demandas a diestra y siniestra pero son incapaces de boicotear las lecturas. Quizá puedan hacer ruido pero no pueden imponer sus interpretaciones. Dicho lo cual, aprovechemos el pretexto para releer a Rulfo. Su obra, en verdad, es maravillosa y trascenderá, sin duda, a la fundación que lleva su nombre y a sus herederos. Comala es mucho más grande que cualquiera de los supuestos defensores de su nombre.

Consintiendo el abuso

sábado, abril 1st, 2017

Si no actuamos es muy probable que, en el futuro, “Los Porkys” y quienes gritan a las mujeres en la calle se multipliquen. Foto: Cuartoscuro

Hace unos tres años, cuando mi hijo mayor entró a maternal, nos enteramos que un par de niños de cuatro años habían agarrado a una niña para que un tercero le diera un beso en la mejilla. Todos tenían la misma edad. Es claro que la intención estaba relacionada con el juego. Pese a ello, la maestra habló con los papás, el director hizo lo propio y los padres de los niños los regañaron. Más allá de eso, en la escuela se aprovechó lo sucedido para platicar con todos los alumnos de lo importante que es respetar el cuerpo y la voluntad del otro. Hasta ahora no he vuelto a enterarme de algo parecido.

Hace un par de semanas, Plaqueta, una conocida conductora de radio, denunció a un taxista que le gritó “¡Guapa!” en la calle. Ella corrió con suerte. Suerte porque estaba pasando una patrulla y le hicieron caso (aún se puede leer su narración). Suerte porque consignaron al agresor y lo remitieron al Torito toda vez que no quiso pagar la multa. Mala suerte, después, porque muchos en las redes sociales arremetieron contra ella. Los argumentos se centraban en cómo se había atrevido a hacerle eso a alguien si sólo la había calificado como muchos de sus amigos también lo habían hecho (no ahondaré aquí sobre las funciones del lenguaje y cómo una misma palabra puede ser una agresión o un cumplido dependiendo del emisor y del contexto). Lo peor fue, sin embargo, que algunas personas, escudadas por el anonimato de las redes sociales, hasta amenazaron con agredirla, proporcionando datos concretos de su ubicación. Así, Plaqueta sufrió primero una agresión menor y luego varias continuadas mucho más graves.

Esta misma semana, el juez Anuar González Hemadi dictó una sentencia indignante a favor de Diego Cruz Alonso, uno de los famosos Porkys. No soy abogado ni un experto en leyes: disto mucho de serlo. Pese a ello, es evidente que su argumento raya en lo ridículo: para el juez, tocarle lo senos e introducir los dedos en la vagina de una mujer que no deseaba que eso sucediera no basta para acreditar el delito porque, según él, “no tenía la intención de llegar a la cópula vaginal”. Vaya uno a saber cómo sabe de la intencionalidad del agresor.

Los anteriores son tres casos muy dispares relacionados con una misma actitud: la de asumir como naturales las agresiones sexuales hacia las mujeres. En otro contexto, hasta me parecería curioso que el castigo más expedito de los tres casos lo haya tenido quien, posiblemente, no tenía una verdadera intención agresiva: el niño de cuatro años. Sin embargo, la indignación pesa. Y va más allá de la especulación en torno a las motivaciones del juez. Como yo no soy él, ignoro si hubo sobornos, amenazas o simple incompetencia en su fallo. Lo cierto es que, si no actuamos como los padres y la maestra del niño, es muy probable que, en el futuro, “Los Porkys” y quienes gritan a las mujeres en la calle se multipliquen.

Detener este tipo de agresiones no es tan complicado como parece. Basta con enseñar a nuestros hijos el respeto a la integridad del otro, al cuerpo del otro, al otro y a uno mismo. Y, también, será necesario dar seguimiento puntual a los actos del juez (al parecer no es la primera sentencia polémica que emite).

Por otra parte, también se requiere orientar nuestra indignación en las redes sociales. Es cierto, en esta ocasión sirvieron para que suspendieran al juez pero también significaron una amenaza latente para Plaqueta. Y eso también es preocupante porque, desde cierta perspectiva (matizada, es cierto), quienes la atacaron estaban consintiendo el abuso de la misma forma en que lo hizo el juez.

Enajenarse

sábado, marzo 25th, 2017

Antes, cuando uno aguardaba en una fila, en el tránsito, en un café a la espera de alguien, sólo hacía eso (más, cuando habíamos olvidado el libro en turno y esas pequeñas tragedias domésticas se multiplicaban). Así, nos quedábamos un buen rato con nosotros mismos. Foto: Cuartoscuro

No ahondaré sobre lo común que resulta toparse con personas inmersas en la vastedad de sus teléfonos celulares. Abundan por doquier y mucho se ha dicho en torno a ellos. Es común verlos incluso en eventos sociales o propiciando que el aburrimiento de sus hijos se atenúe con un dispositivo en sus manos. No ahondaré en ello pues ya mucho se ha dicho.

Sin embargo, es un asunto que me preocupa no en el plano colectivo, sino en la experiencia cercana. Desde diversas perspectivas. Yo mismo, para iniciar con lo más inmediato, me he descubierto con horas perdidas por culpa de los juegos insulsos o por esa necesidad creada de enterarme de las cosas que publican personas conocidas en diferentes redes sociales. Tan es así, que he considerado seriamente borrar aplicaciones por doquier de mi teléfono celular. He vivido sin él y sin ellas la mayor parte de mi vida como para que la dependencia sea mayor que mi voluntad (aunque esta última siempre ha sido algo frágil). Si no lo he hecho es porque, cada tanto, me convenzo de que forma parte de mi trabajo o de que no tiene nada de malo entretener a mi ocio unos cuantos minutos con un juego simple y repetitivo. Sobre todo, considerando que tengo varios periodos de espera a la semana.

Los problemas son evidentes: el menor es que una cosa lleva a la otra. Si me entusiasma el juego, entonces lo procuro cuando ya no es el ocio quien me acompaña. Entonces utilizo el tiempo de otra cosa, seducido por esa hidra que cabe en la palma de mi mano. El otro, mucho más grave, es el de la pérdida del silencio. Antes, cuando uno aguardaba en una fila, en el tránsito, en un café a la espera de alguien, sólo hacía eso (más, cuando habíamos olvidado el libro en turno y esas pequeñas tragedias domésticas se multiplicaban). Así, nos quedábamos un buen rato con nosotros mismos. No exagero ni miento al asegurar que así se me ocurrieron mis mejores ideas (que no haya podido ejecutarlas es asunto aparte). También es como sucedieron los diálogos conmigo mismo más interesantes.

Ahora parece que estoy en un eterno boicot contra ellos.

Si no borro las aplicaciones y los juegos es porque temo al síndrome de abstinencia. Me convenzo, a partir de ese otro diálogo que es de poca calidad, que no me hace mucho daño, que podré superarlo pronto. Es la voz interior de cualquier adicto, lo acepto y, aun así, continúo sin borrarlos. Estoy enajenado.

Me preocupa el asunto por mis hijos. A diferencia mía, ellos no conocen la vida sin estos dispositivos electrónicos. Los han visto en mis manos y en las de casi todos los adultos que los rodean. Peor aún, los han visto en las manos de sus amigos e, incluso, han jugado con ellos. Y les gusta, por supuesto. Aunque somos padres que procuramos que utilicen estos dispositivos el menor tiempo posible y siempre junto con nosotros, lo cierto es que podemos distinguir con claridad la enorme influencia que éstos ejercen. No los prohibimos por completo porque también sabemos (tal vez estamos errados) que no tenemos derecho a restringirles una parte de su realidad y de las de sus amigos. Así que nos limitamos a poner reglas a la espera de que éstas funcionen.

Sé de unas cuantas personas (muy pocas) que son adultos funcionales y no tienen teléfono celular. Sé, también, de una nueva moda que aboga por la desconexión.

Si no me sumo a ella es porque necesito estar comunicado. Lo sé, antes no lo estaba pero ahora lo necesito. Sin embargo, preciso de mi silencio. Lo quiero de vuelta. Además, se educa mejor con el ejemplo y mis hijos ya me han visto demasiadas horas con el teléfono en la mano, con la mirada perdida en la pantalla, con la enajenación atrapándome.

Entonces, en un acto de pura congruencia, me dispongo a borrar varias aplicaciones. Tal vez sea difícil volver a esos diálogos con mis propias ideas pero siempre habrá libros que me hagan compañía y prefiero que mis pequeños me vean con la vista extraviada entre las páginas que frente a la tentadora luminosidad. Así pues, inicio el duro proceso para desenajenarme. Ya habrá ocasión de hablar al respecto. Supongo, de antemano, que será duro como con todas las adicciones pero el resultado será positivo. Veremos.

La desesperanza

sábado, marzo 18th, 2017

Soy incapaz de comprender todo el sufrimiento que provoca un ser humano desaparecido. No ayuda la literatura. Tampoco la empatía. Ni siquiera las palabras que podrían brindar consuelo. Foto: Cuartoscuro88

Soy incapaz de imaginar lo que siente alguien a quien le desaparece un ser querido. Esa angustia que nace cuando no llega a la hora habitual; cuando es imposible localizarle con los conocidos, con los amigos; cuando los rumores comienzan a lastrar la esperanza; cuando una sospecha se anida en la primera de las noches insomnes. Es una angustia que tiene su origen en el cariño pero también en las narraciones de las que abrevamos día con día. La ficción nos ha regalado retratos crudos de secuestradores y psicópatas que actúan siguiendo los impulsos de la maldad o de la codicia. La realidad, en cambio, ha teñido de dolor cada una de esas historias que van más allá de la imaginación enfebrecida de los guionistas televisivos.

Soy incapaz de imaginar qué sigue tras esos primeros días sin noticias. Quizá penda una ligera esperanza de recibir una noticia pronto: la del viaje inesperado, la del escape del mundo conocido, la de una aventura insólita. Es una esperanza a la que deben asirse para no caer en la desesperación más absoluta. Aquélla que, de seguro, también atiza el fuego de otra esperanza, mucho más oscura, la de quien espera la llamada exigiendo un rescate o la de que, en cualquier momento, una autoridad llame para desatar el dolor en toda su plenitud.

Soy incapaz de imaginar el resto de la vida para quienes no escuchan esos llamados: los traviesos, los funestos. Vivir todos los días que restan al amparo de una duda, la de la supervivencia de un ser querido, tal vez el más querido de todos, aquél que un buen día simplemente dejó de estar. Y entonces el lamento esporádico se vuelve mantra, forma de vida, los ojos de una madre escrutando cada rostro a su paso a la espera de una buena noticia.

Soy incapaz de imaginar los últimos pensamientos de quien aguardó por años, quien depositó todas y cada una de sus ilusiones en un retorno que sabía improbable pero se es humano. Así que estuvo condenado a la tiranía de la esperanza. Tal vez, sólo tal vez, en ese instante previo al último suspiro, incluso sienta culpa por no haberse podido reencontrar con la persona amada.

Soy incapaz de comprender todo el sufrimiento que provoca un ser humano desaparecido. No ayuda la literatura. Tampoco la empatía. Ni siquiera las palabras que podrían brindar consuelo.

Soy incapaz de acercarme a todo ese dolor y, de pronto, una noticia que ni siquiera se conserva una semana en los periódicos: en Veracruz han hallado más de 250 cadáveres en fosas clandestinas.

Desaparecidos, sin duda. Desaparecidos hacia los cuales se acercan familiares de otros tantos. Quizá con la esperanza de encontrar a los suyos; quizá con la esperanza de no hacerlo. La certeza de la muerte debe ser peor que una vida incierta. Quizá. Sólo quizá. Soy incapaz de comprenderlo.

Y tampoco parece comprenderlo nadie más. Ahora son 250 que se suman a muchos más. Fosas clandestinas por doquier. Es un país que sepulta y desaparece. Un país que no da explicaciones. Varios decires corrieron en torno al asunto: pese al hallazgo de los cuerpos, de los restos humanos acumulados por millares, no se había abierto una averiguación previa, por ejemplo; o el gobierno de Veracruz no tiene presupuesto para hacer las pruebas periciales, para ahondar en el sufrimiento.

Si esto fuera ficción, ya habrían dado con el culpable o, al menos, habrían hecho todo lo posible. También habría explicaciones. Un equipo encargado de investigar el delito. Otro de asegurar que nunca más sucedería algo así. Pero no es ficción. El mal no ha encarnado en una sola persona. Son cientos, quizá miles, aquéllos que tampoco comprenden todo el dolor que causan. No les importa el sufrimiento ajeno. Tampoco, al parecer, a los encargados de evitarlo, de prevenirlo, de castigarlo.

Vivimos en un país que permite que escapen cada tanto presos, que convoca a un concurso para ser fiscal anticorrupción y se presentan candidatos con trabajos plagiados, que gasta una fortuna para las elecciones a gobernador en un estado deshecho por la violencia y la podredumbre… es un país que acumula cada semana el horror que no han visto sufrir otros durante siglos… es aquí donde resulta imposible imaginarnos qué se siente: ser culpable, ser víctima, ser familiar de un desaparecido, ser impune o ser responsable. Es imposible porque la empatía no nos alcanza y, también, porque esto se repite tanto que la comprensión del otro nos haría enloquecer.

Es un país en el que, cada día, nos quitan más razones para vivir con esperanza.

Saber menos que ellos

sábado, marzo 11th, 2017

Los niños tienen no sólo el derecho sino la obligación de tener un panorama de expectativas diferente al de los padres. ¡Enhorabuena! Foto: Especial

Tengo dos hijos, uno de seis años y el otro de tres. Sobra decir que una buena parte de mis conversaciones cotidianas giran en torno a ellos. Fueron tres, a lo largo de esta semana, las que me hicieron caer en la cuenta de algo que era inevitable pero que ahora me abruma como una certeza.

No exploraré las causas pero el asunto es que, ahora, a mis dos hijos les interesan los Pokemón. No sólo por la caricatura sino por ciertas tarjetas que se intercambian entre varios niños y con las que juegan. Aclaro: el juego que se puede desarrollar con dichas tarjetas, es sumamente complicado. Por fortuna, mis hijos están pequeños y, de momento, se conforman con un intercambio bastante elemental.

El rango de edad entre los padres de los compañeros de mis hijos es bastante amplio. Hay una diferencia de más de veinte años entre el mayor y el menor. En otras palabras, el más viejo de ellos tiene la misma edad que el papá del más joven. Así que el asunto de las generaciones es un lío.

Ahora las conversaciones. La primera. Mi casera es doctora en historia. En una de nuestras tantas pláticas, me dijo que, hasta el siglo pasado, la línea del conocimiento persistía del abuelo al padre y de éste al hijo. De esta forma, los nietos podían respetar la sabiduría de los abuelos. Esto, hoy en día, casi ha desaparecido debido a la velocidad con la que se genera información. Pensé, de inmediato, en los Pokemón y de todo lo que debo confesar que ignoro cuando uno de mis pequeños me pregunta quién ganaría entre un mono verde y uno naranja, por ejemplo.

La segunda. El viernes pasado nos invitaron a comer a casa de unos amigos de la escuela. Justo la de aquéllos cuyo papá es el más joven de la generación. Cuando llegamos al tema de los Pokemón, él se mostró entusiasta: por fin sus hijos se habían vuelto interlocutores válidos para sus propios divertimentos. Él también había crecido con los Pokemón y sabía mucho al respecto. Incluso, aprovechó para explicarle a todos los niños cosas que ninguno sabía. Estaban encantados. Yo, con cierto pesar y otro tanto de curiosa inquietud, vi que estaba más cerca de mis hijos que yo. Al menos en ese tema.

La tercera. El domingo pasado presenté mi novela más reciente en la Feria de Minería. Me acompañaron Liliana Blum y Gastón García Marinozzi. Él iba acompañado de sus respectivos hijos que son un año mayores que los míos. Al terminar, fuimos a comer y después nos dejamos guiar por su hijo mayor a una extraña plaza comercial, a unas cuadras de la Feria: la Frikiplaza. No haré un recuento de todo lo que vi. El asunto es que, entre otras cosas, había decenas de puestos de Pokemón, desde disfraces hasta tarjetas, pasando por muñecos, gorras y peluches. En uno de los pisos, incluso, había mesas donde varios adultos jugaban con tarjetas. Ellos sí, entendiendo y utilizando todas las reglas de juego. Salimos pronto abrumados por un mundo desconocido. Entonces Gastón me dijo algo que apenas alcanzo a parafrasear: los Pokemón sirven para darnos cuenta de que los intereses de nuestros hijos ya están en un sitio al que no tenemos acceso. Y no es que no tengamos la capacidad de adentrarnos a ese mundo, de aprender lo necesario y de volvernos expertos en esos temas. El asunto es que no nos interesa la inversión de horas y conocimientos que ello implicaría.

Salí de ahí con dos Pokemón de plástico y muchas dudas.

En realidad, Gastón sabe lo que dice. Y esto me abrumó un buen rato. Pronto, sin embargo, descubrí que estaba bien. Los niños tienen no sólo el derecho sino la obligación de tener un panorama de expectativas diferente al de los padres. ¡Enhorabuena! Además, quizá pronto corra con suerte y mis pequeños se acerquen, para bien o para mal, a mis intereses de la misma forma en que los hijos de nuestro anfitrión del viernes lo miran como un gurú.

Simple crecimiento, supongo. De todos. De mis pequeños, por supuesto. De mí mismo, al aceptar que nuestros intereses divergen. La misión, ahora, será procurarles la posibilidad de ser felices a la distancia y, sobre todo, de propiciar escenarios en los que compartamos nuestras pasiones. Alguna idea de la felicidad se fragua en el proceso: la de verlos ser, por ellos mismos; la de intentar acercarnos; la de compartir nuestros gustos y nuestras obsesiones.

No me gustan los Pokemón, lo admito. Tampoco esa idea que nos han regalado, la de la distancia. Sí, en cambio, la de la posibilidad de querernos en nuestras diferencias. Es una reconfortante forma de estar contentos.

Fuera de contexto

sábado, marzo 4th, 2017

¿Por qué nos interesan los personajes fuera de su contexto? […].muchos preferimos que los personajes se queden en sus mundos, que su vida discurra a lo largo de un número limitado de páginas. Foto: Wikipedia

La culpa la tienen los superhéroes (o casi). En 1996 se publicó una serie limitada de cómics en la que se enfrentaban los héroes de DC y Marvel, las dos más importantes compañías de cómics a nivel mundial. Su nombre no tenía mucho de original (DC vs. Marvel / Marvel vs. DC Comics). Al margen de su planteamiento original, del número de batallas entre uno y otro bando e, incluso, de los resultados, lo cierto es que la idea era por demás atractiva: ¿qué pasaría si un personaje saliera de su universo para enfrentarse con enemigos de otro mundo? Si bien en el campo de los superhéroes esto resulta relativamente sencillo, lo cierto es que también podría extrapolarse a otros ámbitos.

La pregunta suena válida, ya sea se le considere como parte de un mero entretenimiento, ya porque se quiera teorizar alrededor de ella: ¿por qué resultan tan atractivos los personajes fuera de contexto? Esto asumiendo, claro está, que en verdad resulten llamativos sus nuevos relatos. Se me ocurre que varios puristas podrían estar en contra y con razón. Reflexionemos, pues, a partir de la óptica de los entusiastas de estas nuevas posibilidades.

Un primer paso tendría que ocuparse de “la salida de contexto”. Hay varias formas de entenderlo. La primera es la más simple: un personaje es exhibido fuera de su propio relato. Así pues, se le obliga a enfrentarse a situaciones para las que no estaba diseñado o se le pone a dar vueltas en un mundo que conoce pero para el cual no tiene respuestas. Éstas tendrán que llegar poco a poco. Los ejemplos abundan, sobre todo, en universos ficcionales más extensos que la literatura. En la televisión, por ejemplo, conforme avanzan las series, es común ver a investigadores inmutables haciendo vida familiar o a doctores que nunca se han quitado la bata en medio de una fiesta donde todo es alegría. Es algo similar a lo que sucede cuando nos encontramos con una persona conocida en un ambiente alejado de nuestras reuniones previas. Algo suena falso. Y no porque la persona lo sea ni porque el personaje no tenga una vida más allá del rol que juega, sino porque, como espectadores, nos tardamos en actualizar el rango de acciones de dichas entidades figurales.

La segunda es mandar al personaje a un contexto alterno; tal como sucede con los superhéroes. En ese sentido podría no resultar tan atractivo porque este tipo de personajes suelen enfrentarse a universos que van más allá de su comprensión. Sin embargo, también puede limitarse este cambio de ambientación llevando, por ejemplo, a un astronauta a la corte del rey Arturo, por mencionar un ejemplo conocido aunque bastante pobre. Son muchas las obras de ficción que han concentrado sus esfuerzos en este tipo de cambios contextuales. Casi todos con poco éxito. A veces, la traslación de escenarios obedece a simples necesidades de producción (como el Hamlet de Branagh o Los miserables de Claude Lelouch cuyas puestas en escena implicaron sólo ajustes en la temporalidad de las obras sin menoscabo para la historia contada). Sin embargo, cuando se lleva a cabo el desplazamiento con fines narrativos, éstos suelen quedarse al nivel de meros experimentos. Así, es común que lleguen al campo de la comedia, del chiste fácil y que, conforme el personaje se adapta al contexto ajeno, vaya perdiendo profundidad discursiva. De ahí que no pueda ser considerado un éxito más allá del entretenimiento que produce.

En este ámbito también tienen cabida las reuniones imposibles. Tal es el caso de “La liga de los hombres extraordinarios” e, incluso, las más recientes entregas de “The Avengers”. Son evidentes las razones por las que estos encuentros llaman la atención. Tener a diferentes personajes, pertenecientes a diversos relatos, trabajando por un fin común suena a un escenario mucho mejor que el que les dio vida. El experimento adolece, empero, de algunos elementos que se salen de control. El primero es la batalla por el rol protagónico. Algo que un buen guionista bien podría resolver. El segundo reto está relacionado: ¿cómo hacer convivir a personajes tan disímiles? ¿Cómo ponerlos de acuerdo si bien podrían tener todos la razón dentro de sus propios parámetros? De nuevo, la trama será la encargada de resolverlo. El tercer elemento es un problema que se puede volver irresoluble: ¿cómo justificar la presencia de personajes menores en una reunión de verdaderos héroes? El ejemplo es claro: ¿qué tienen que hacer Black Widow y Hawk’s Eye en una batalla que también pelea Thor (un dios nórdico) y Hulk (cuya fuerza supera cualquier otra cosa)? La respuesta, en estos casos, ya no está en la historia sino en la mercadotecnia. Así pues, hay que resignarse a la ampliación diegética aun cuando no todo cuadre a la perfección: hay reglas que se rompen sin molestar a los lectores.

La tercera razón obedece a cuestiones más personales. A los lectores les puede resultar atractivo fantasear con las posibilidades de sus personajes predilectos aunque, en algunos casos, trastoquen la naturaleza de los mismos. ¿Qué pasaría si Sherlock Holmes tuviera que enfrentarse a los narcotraficantes que asuelan nuestro mundo? Lo más probable es que fracasase. Pero no sólo porque el sistema está corrompido y sus habilidades no alcanzan para sanear a toda una sociedad sino porque se le está cambiando a un plano de realidad en donde podrían, incluso, no funcionar sus deducciones. No es lo mismo conocer el horario de los trenes y el color de la tierra de las diferentes comarcas inglesas a dominar todos los datos de transportación de nuestra ciudad. La más reciente serie inglesa, ha demostrado que se le puede traer a la actualidad sin ningún problema (aunque no a México, por desgracia).

Supongamos, entonces, que esos tres cambios contextuales abarcan a muchos más. La pregunta vuelve a resultar pertinente: ¿por qué nos interesan los personajes fuera de su contexto?

La respuesta de todo lector entusiasta se relacionaría con la posibilidad de dar nueva vida a sus personajes favoritos. Sacarlos de su novela original, de su serie televisiva o de su película, permite continuar con sus historias. Es claro que esta postura tiene detractores pero eso no importa a la hora de dejarnos seducir por un personaje redivivo. No será lo más ortodoxo pero bien vale la pena el esfuerzo a pesar de que suena a una motivación un tanto egoísta. Tan es así, que muchos preferimos que los personajes se queden en sus mundos, que su vida discurra a lo largo de un número limitado de páginas.

¿Entonces?

Entonces hay otras razones. Los personajes son seres incompletos (esto también podría aplicarse a las personas pero no nos estamos ocupando de ellas). Están diseñados para que cumplan determinada función dentro de la historia. Obedecen a limitaciones muy claras y su existencia depende de una conciencia creadora. Así, los autores los visten con los atributos y defectos necesarios para que se enfrenten a ciertos avatares dentro de la trama. Por esa razón, suelen ser disfuncionales cuando se les suelta en medio de otras situaciones. Es necesario considerar que, a fin de cuentas, el diseño de los personajes no es un listado de atributos que llegan de golpe sino la consecuencia de la interacción con el universo en el que actúa. Así, los personajes se modelan a partir de sus acciones, de sus interacciones y sus propias circunstancias. Aunque muchos podrían defender que basta con lo ya escrito para inferir de qué manera actuará en otras circunstancias, lo cierto es que no es posible. Ni siquiera con personajes demasiado simples. De nuevo, cada tanto nos sorprendemos cuando nos enteramos que determinada persona hizo algo que no nos parece compatible con su personalidad dado que sólo conocíamos ciertas facetas de esa persona. Con los personajes creados esta incompletitud se acentúa. Pese a lo anterior, esto puede significar una ganancia debido a que, ahora, en el nuevo contexto, deben superar sus desventajas añadidas. Y eso, en alguna medida, los completará. En otras palabras, se volverán personajes más complejos, si es que el ejercicio funciona.

Es más común encontrarse con héroes fuera de su contexto que con personajes mediocres y timoratos. Esto tal vez se deba a que, una vez fuera de su mundo original, es posible enfrentarlos con enemigos que no tendrían cabida en el mismo. Muchas series de televisión de nuestros días aprovechan sus posibilidades generando spin offs o prestando personajes a otras series compatibles. Lo común es que esto suceda cuando el enemigo a vencer es demasiado poderoso y se requiere la intervención de otro personaje, ya sea médico, investigador privado o experto en comportamiento criminal.

Se pueden seguir acumulando razones. Lo cierto es que resulta atractivo encontrarse a personajes fuera de contexto. Me da la impresión, no obstante, que este ejercicio que podría tener repercusiones en un nivel casi ontológico, funciona mejor cuando son personajes comunes, de ésos que no generan una empatía emocional exagerada con el espectador. Este ejercicio interdiegético bien puede ser visto como una contravención a las intenciones autorales. Sobre todo, en el caso de los personajes que han trascendido su propio relato. Más allá de eso, queda como un mero entretenimiento. Poderoso, es verdad, pero limitado por la propia distorsión que deberá sufrir el personaje en turno. Algo que no cualquiera está dispuesto a aceptar.

***

Aprovecho este espacio para invitarlos a la presentación de mi más reciente novela: Tus dos muertos. Tendrá lugar mañana domingo 5 de marzo, a las 14 horas en la Galería de Rectores dentro de la Feria de Minería. Esta presentación, además, forma parte de las Terceras Jornadas de Novela Negra de la misma feria. Me acompañarán Liliana Blum y Gastón García Marinozzi.

El bienestar colectivo

sábado, febrero 11th, 2017

Estamos encerrados en vehículos diseñados para ir a cien kilómetros por hora y apenas alcanzamos promedios de una quinta parte… Foto: Cuartoscuro

Manejo rumbo a la escuela de los niños. Espero a que el semáforo se ponga en verde. A mi izquierda, avanzan otros automóviles en sentido contrario. El flujo disminuye. Nosotros seguimos parados. De pronto, un microbús decide rebasarnos a todos, confiando en su suerte. Lo predecible: justo cuando está por llegar al semáforo, se topa de frente con un coche que va en su carril. Provoca caos, pitidos, indignación. Todos perdemos el siga debido al embotellamiento generado. Tras maniobrar un buen rato, el microbús pasa, desatora el asunto. Tal vez se haya ahorrado tres minutos. Tal vez. No mucho más. El resto los perdimos. Si se multiplica, no hay forma de justificar su imprudencia.

Llego a tiempo a la escuela. Me despido de mis hijos y camino hacia el sitio donde estacioné mi coche. Me topo con Rodrigo Díaz (@pedestre). Un tipazo. Urbanista, arquitecto, especialista en temas de movilidad (deberían seguirlo en twitter). También amigo, sobre todo, y padre de una encantadora niña que va a la escuela con mi hijo mayor y de un pequeño que es más pequeño que mi hijo menor.

Platicamos. No le cuento el desaguisado pero le planteo una hipótesis: la de que conferimos cierta intencionalidad a los automovilistas que buscan algo diferente que nosotros. Una falsa intencionalidad. Se lo explico con calma, intentando no confundirme. Cuando el microbús se fue, casi esperábamos un acto de indulgencia de parte de quienes ya tenían el siga: deberían dejarnos pasar, toda vez que fuimos víctimas de la prepotencia de un sujeto. Al no permitirnos hacerlo, entonces se volvieron malos, el enemigo. Queda claro que es una exageración pero pensamientos parecidos afloran en ocasiones de tráfico intenso e impotencia.

Didáctico como siempre ha sido, me explica que el problema es la frustración. Estamos encerrados en vehículos diseñados para ir a cien kilómetros por hora y apenas alcanzamos promedios de una quinta parte. Además, viajamos solos cuando tenemos espacio para cuatro, cinco o más pasajeros. Ocupamos un espacio excesivo, entonces, consumiendo combustible caro para un medio de transporte poco eficiente y lento. De ahí nuestra frustración. Nuestras respuestas sólo pueden llevar al enojo.

Me platica de varios estudios sociológicos sobre el tránsito. Me recomienda bibliografía. Antes de despedirnos me hace una pregunta. Es el punto de partida de un estudio real y serio: “¿qué es mejor: conservar tu carril todo el tiempo o ir cambiando a cada rato?”.

La respuesta no es tan sorprendente pero lleva a varias reflexiones. Aclaro a tiempo: los datos que presentaré ahora no son reales, apenas ejemplificativos. Supongamos que si uno hace determinado trayecto conservando su carril, éste le tomará una hora. Si cambia de carril, serán cincuenta y cinco minutos. La ganancia es tan inmediata como conveniente. Salvo por un asunto: si nadie se cambia de carril, entonces todos hacen cincuenta minutos.

Es claro que, nuestro problema vial estriba, en alguna medida, en nuestra nula educación y conciencia colectiva. De ahí que todos nos cambiemos de carril. Ignoro cuál sea el resultado numérico pero seguro esta forma de conducción provoca que todos manejemos más de una hora. Y eso cuando un automovilista en particular (o chofer de microbús) no tiene una ocurrencia que termina sumando minutos al tránsito de todos.

Nos despedimos contentos por la plática. Regreso a casa. Como es predecible, pronto un conductor decide hacer algo por su propio bien. Es el turno del repartidor de refrescos que se estaciona en doble fila en una calle de tres carriles donde nadie debería estar parado. Las consecuencias son inmediatas: él puede hacer su entrega sin caminar demasiado; nosotros, el resto de los conductores, acumulamos más minutos a nuestra frustración.

Gasolina entrampada

sábado, febrero 4th, 2017

Si el costo de la gasolina aumenta, la indignación social crece de forma justificada. Foto: Cuartoscuro

Recibimos el año con un aumento en la gasolina. La indignación social (medida a través de instrumentos de incierta índole) pareció encender las luces de alerta en el gobierno federal. Así, como nunca antes durante este sexenio (con los escándalos de corrupción, con Ayotzinapa, con todo lo que se ha acumulado), salieron a dar explicaciones. En realidad, el asunto tenía su lógica: al ser liberado el precio de la gasolina, éste se iba a adaptar a un par de variables sobre las que no se tenía control. Así, el precio del dólar frente al peso y los valores internacionales del petróleo serían los encargados de balancear la ecuación que determine lo que pagaríamos al llenar nuestros tanques.

Si la lógica era impecable, llamaba la atención su insistencia. Sobre todo, durante las últimas semanas. Yo he tenido que escuchar, una y otra vez, los mismos anuncios informativos en el radio. Supongo que éstos también se han reproducido en la televisión. La gasolina, pues, aumenta por variables muy específicas. Incluso, se nos ha prometido, en un alarde de optimismo difícil de creer, que es posible que baje su precio.

Es probable que la insistencia en las explicaciones (y su extraña claridad) esté vinculada con el hecho de que, en febrero, la gasolina volvería a subir. Al menos así estaba contemplado. Mientras escribo este texto aún no hay un anuncio oficial al respecto. Sin embargo, sí ha habido varias voces (o filtraciones, o sospechas, o noticias) que aseguran que el gobierno, para paliar el malestar social, suspenderá dicho aumento.

Cosa curiosa.

Sobre todo, al tomar en cuenta que se siguen repitiendo los spots en los medios. Si les creemos, algo raro está por suceder, toda vez que el gobierno no controla dicho aumento sino que responde a las consabidas variables. Por otra parte, el dólar ha bajado respecto al peso en las últimas semanas, ¿eso no significaría, dentro de sus términos, que el combustible baje? Meras preguntas retóricas. Lo sé.

El asunto se vuelve entonces complicado. Si el costo de la gasolina aumenta, la indignación social crece de forma justificada: casi todo cuesta más. Si el gobierno frena dicho aumento, todos sospechamos: habían dicho que era algo necesario y hasta nos lo habían explicado. Para colmo, en los términos de esa explicación incluso debería bajar de precio.

No hay forma, en verdad. No de fijar el precio de la gasolina ni de ser consecuente. No hay forma de que este gobierno no se entrampe a sí mismo: cuando se queda callado, por no decir nada; cuando explica, por desdecirse casi de inmediato y no actuar en consecuencia. A veces, hasta da por sonreír. Una sonrisa en medio del drama, la de quien intuye que las cosas cada vez tienen menos remedio y no puede creer que se desmoronen de una forma tan torpe. Pero también nosotros estamos entrampados.

Curiosas formas de boicot

sábado, enero 28th, 2017

El boicot ayudará a que el Presidente de Estados Unidos aminore las acciones que ha emprendido y está por emprender contra México, como nación, y contra los mexicanos en su país. Francamente me parece ingenuo sostener algo por el estilo. Foto: Cuartoscuro

No exagero al asegurar que, en los últimos tres días, he recibido cerca de un centenar de invitaciones para boicotear a diferentes empresas. La mayoría de estas invitaciones han estado dirigidas a Starbucks pero también incluyen a Coca-Cola, a Pepsi, a Wonder y a diversas marcas de ropa. Fundan su argumento, claro está, en las intenciones de Trump. Entiendo, entonces, que este boicot ayudará a que el Presidente de Estados Unidos aminore las acciones que ha emprendido y está por emprender contra México, como nación, y contra los mexicanos en su país.

Francamente me parece ingenuo sostener algo por el estilo.

Por dos razones: la política y la económica.

No es necesario ser un experto en política exterior o un politólogo estudioso en Estados Unidos para saber que Trump se deja llevar sólo por sus arrebatos. Si los dueños de Coca-Cola (¿existen los dueños de tal empresa?) llegan y le dicen que le baje a sus políticas porque los mexicanos han dejado de comprar sus refrescos, lo más probable es que se bote de la risa o que amenace con serias consecuencias en caso de que no se reactive el mercado de las bebidas azucaradas. Me parece casi inconcebible que diga algo parecido a “Es cierto, los mexicanos han mostrado su poder y, como ya no toman Coca-Cola, voy a derrumbar el muro para convencerlos de que vuelvan a hacerlo”. ¿Impensable, verdad? Y eso que México es uno de los mayores consumidores de esas bebidas en el mundo. Si mal no recuerdo, incluso Monterrey tenía el récord de mayor consumo per cápita del refresco insignia (un récord poco digno de ser presumido).

En términos económicos tampoco es una buena idea. Estas enormes corporaciones funcionan a partir de esquemas de franquicias. Si Starbucks, por ejemplo, dejara de vender café en México, los mayores afectados no serían los dueños de la marca. Ellos verían descender algunos puntos porcentuales sus ganancias y buscarían compensarlo con nuevos mercados. Alsea, en cambio, perdería un enorme porcentaje de sus ingresos. Miles de mexicanos se quedarían sin empleo. Los propietarios de los locales que le rentan a las marcas dejarían de percibir un ingreso asegurado. El perjuicio mayor sería, pues, para el mercado nacional. Y esto sucedería con muchas de las marcas gringas que tienen toda una infraestructura para el desarrollo y comercialización en México.

Además de lo anterior, en caso de que el boicot prosperare, se estaría castigando a quien no necesariamente es culpable. Veamos: Trump toma decisiones absurdas que perjudican a muchos. De hecho, una buena cantidad de las empresas que se pide sean boicoteadas está en contra de sus decisiones y de su presidente. Algunas incluso apoyan de manera pública a los demócratas.

Si el malo (perdón por el facilismo) está tan claramente identificado, si la solución es tan simple como un boicot (perdón por el falso entusiasmo), entonces bastará con volver los cañones contra sus propias empresas. Si, por el contrario, la insistencia persiste, entonces es menester ampliar nuestro campo de batalla. De entrada, deberemos dejar de usar casi todas las redes sociales: no sólo son primordialmente norteamericanas sino que, además, dejan poco dinero en nuestro país. Más aún: adiós a las Mac y a muchas de las PC, las que queden deberán instalar sistemas operativos cuya patente no pertenezca a Microsoft. Algo similar pasará con los teléfonos y las aplicaciones que usamos en ellos. Por supuesto, también es necesario considerar el cine y la televisión que consumimos. Con los automóviles no habrá problemas: hay muchas alternativas europeas y japonesas (además, Ford ya nos hizo enojar). El asunto será que, al cargar gasolina, se nos garantice que no es de la importada. Lo mismo tendremos que exigir con buena parte de la comida que llega desde el norte.

De seguir así, pronto caeremos en la cuenta de que somos nosotros los boicoteados. Sí, caray, los tiempos son duros y el panorama aciago como para seguir pensando en defensas de este tipo.

Las gradaciones del mal

sábado, enero 21st, 2017

¿Por qué el Presidente alza tanto la voz en un caso que, si bien trágico, es aislado y con pocas víctimas? [...]. Puestos a comparar, el asunto de las quimioterapias falsas de Veracruz es mucho más grave. Foto: Cuartoscuro

¿Por qué el Presidente alza tanto la voz en un caso que, si bien trágico, es aislado y con pocas víctimas? […]. Puestos a comparar, el asunto de las quimioterapias falsas de Veracruz es mucho más grave. Foto: Cuartoscuro

Parto de lo evidente: lo sucedido en El Colegio Americano en Monterrey es una tragedia por donde se le vea. Ya se ha dicho que fue un hecho aislado, que no estamos ni cerca de lo que sucede en Estados Unidos. En realidad, para construir la narrativa de la tragedia, esto poco importa. El asunto es claro: un estudiante sacó una pistola en clase, disparó contra su maestra y algunos de sus compañeros, y luego se disparó a él mismo. Es trágico y es doloroso. Sobre todo, porque lleva la violencia a un sitio donde solíamos sentirnos a salvo. Cuando yo mando a mis hijos a la escuela por la mañana, cuando yo mismo voy a dar clases a la universidad, cuando me recuerdo entrando por la puerta con la mochila a cuestas, siempre he estado convencido de que son lugares seguros. Lo sigo estando. Sin embargo, es imposible negar la grieta que ya se ha vuelto evidente en la tranquilidad que nos acompaña.

En estos días ha habido ya muchas personas que han intentado dar con los culpables. Dentro de lo que he leído, la mayoría señala a los padres, a su educación, por no haber atendido una clara depresión de su hijo. A esa postura abona el hecho de que el arma haya sido del papá. Después las cosas se complican: hay quien culpa al sistema educativo, al trato que el agresor recibía en la escuela, a la sociedad que está permeada de violencia, a la facilidad que se tiene para conseguir un arma y, claro está, al gobierno. Me sorprende que pocos sean quienes culpan al atacante: él sólo es producto de todas esas malas influencias a las que estuvo expuesto. No tengo estudios en psicología pero me parece que algo hay dentro de una persona, más allá de una depresión, para que decida disparar en su propio salón de clases.

El Presidente y varios secretarios de Estado han sido generosos en comunicados y condolencias. Incluso se han anunciado varios planes para revertir este tipo de acontecimientos. No hablaré aquí de lo ridículo que resulta el programa “Mochila segura” ni del montón de cosas que violenta. Lo que llama mi atención es el hecho de que el Presidente haya aparecido tanto tiempo frente a las cámaras y micrófonos dando un mensaje. Cuando lo hizo, sólo había muerto el atacante pese a la gravedad de las heridas de un par de víctimas. ¿Por qué el Presidente alza tanto la voz en un caso que, si bien trágico, es aislado y con pocas víctimas? Supongo que porque es de las pocas ocasiones en que el gobierno no tiene responsabilidad alguna. Entonces resulta sencillo aparecer frente al país con un aura de empatía y soluciones bajo el brazo.

Puestos a comparar, el asunto de las quimioterapias falsas de Veracruz es mucho más grave. Vayamos por partes. En la medida en la que no existe una denuncia y que no se han fincado responsabilidades más allá de las declaraciones de un Gobernador, toda la historia podría ser falsa. Sin embargo, de ser cierta, este atentado trasciende, por mucho, al arrebato inexplicable del muchachito que le disparó a su maestra y a sus compañeros. La razón es simple: había conocimiento de causa, premeditación, alevosía y ventaja.

Véase, si no: durante varios años se le administraron dosis falsas de quimioterapia a muchos niños con cáncer. En lugar del medicamento necesario les daban agua destilada. Se habla hoy en día de ocho niños fallecidos por culpa del tratamiento o de la falta del mismo. Podrían ser más o podrían ser menos. A veces se puede correr con suerte. Sin embargo, la agresión fue a muchos más pequeños. Sí, esos mismos que iban con la esperanza a cuestas a los hospitales para recibir el tratamiento que los curaría. Y alguien (varias personas, supongo) decidió que bien podía ganar algún dinero si, en lugar de gastarlo en el caro medicamento, lo sustituía por bolsas de agua destilada.

Se vea desde donde se vea, si lo anterior es cierto, es de un nivel de maldad que supera, con creces, casi a cualquier otro. No por nada algunos medios ya están hablando de crímenes de lesa humanidad. Entiéndase: las víctimas no tenían culpa alguna, no eran enemigos de nadie y no estaban frente a un agresor trastornado. No: las víctimas eran niños enfermos de cáncer a quienes se decidió dar agua destilada en lugar de su medicamento a sabiendas que eso no los iba a curar. Y todo por dinero.

Sobra decir que el Presidente no ha abierto la boca en este caso. Al menos no en público. Concediéndole el beneficio de la duda, supongamos que no lo ha hecho porque falta confirmar el carácter de verdadero de la acusación. No está mal que sea prudente. Sin embargo, dudo que, llegado el momento, decida alzar la voz como ya lo hizo en el caso de Monterrey.

No hay forma de cerrar bien este texto. El horror se multiplica. No sólo por los hechos aislados sino por toda la violencia y los muertos a los que nos vamos acostumbrando. También, porque dentro de esa cotidianeidad se nos puede sorprender fácilmente: cuando descubrimos que el mal tiene gradaciones y que es posible convertirse en víctima incluso sin saberlo.

Saber decir

sábado, enero 7th, 2017
El inicio del año no es bueno. Las palabras con las que el gobierno justifica sus actos tampoco lo son. Foto: Cuartoscuro

El inicio del año no es bueno. Las palabras con las que el gobierno justifica sus actos tampoco lo son. Foto: Cuartoscuro

México inicia este año con noticias francamente malas.

Aun cuando es sensato ponderar en torno al incremento del precio de la gasolina, lo cierto es que esto disparará la inflación. Eso no quiere decir, por fuerza, que la decisión haya sido incorrecta pero no hay duda de que afecta a todos los mexicanos.

El anuncio de Ford de que suspenderá la construcción de su planta en San Luis Potosí, es uno más de los mandobles de la administración Trump a nuestro país. Una administración que, sobra decir, aún no ha comenzado. Se han perdido millones de dólares y miles de trabajos en apenas unos días. Eso nunca puede ser una buena noticia.

El presidente ha nombrado a Luis Videgaray como su nuevo Secretario de relaciones exteriores. Un cargo para el que, sin duda, no está capacitado. Su mayor mérito para estar ahí ha sido el haber contribuido, de manera harto fortuita, a que Trump llegara al poder. Es decir, se ha designado como canciller a alguien que cometió un error diplomático de tal envergadura que tuvo que ser despedido.

Y a todos esos problemas que nos abruman a apenas una semana de iniciado el año, se suma la incapacidad de decir del gobierno federal. Es probable que yo haya visto muchas series de televisión norteamericanas que giran en torno a la política y a la Casa Blanca. En todas ellas siempre ha habido responsables de la comunicación y, más aún, escritores oficiales de los discursos presidenciales. Ignoro si en México existe ese puesto (supongo que debería). De ser así, me queda más o menos claro que tampoco fue asignada la persona por sus competencias.

Los ejemplos son claros.

Videgaray acepta su designación como canciller y asegura que no sabe nada de diplomacia pero que está dispuesto a aprender. La frase ha provocado decenas de burlas y críticas. Más allá de ellas, no se comprende por qué razón la dijo. No pudo ser un arrebato de sinceridad: sí, es sabido que poco sabe de diplomacia, ya lo había demostrado en su única oportunidad. ¿Por qué recalcarlo entonces? ¿En verdad es mera torpeza? ¿Improvisación, falta de tacto, burla a sus interlocutores, a los mexicanos? Claro está que el problema real estriba en que nunca se debió designar a alguien sin experiencia diplomática para ser titular de la cancillería en uno de los momentos más álgidos de las relaciones internacionales de nuestro país. Pero ni siquiera nos intentaron convencer de que la decisión era buena. Es, casi, como si con esa declaración de Videgaray se estuviera curando en salud: las cosas van a salir mal pero él avisó que no tenía experiencia. En una de ésas no fue tan torpe su sinceridad.

Respecto al gasolinazo, el presidente se tomó su tiempo dando explicaciones. Es probable que la primera de ellas sea cierta: el gobierno de Calderón gastó una verdadera fortuna subsidiando la gasolina. Al margen de la discusión en torno a los subsidios gubernamentales y a la relación que puede tener el costo del combustible con los salarios promedio del país, aceptemos que es cierto: el error es del gobierno anterior. Por eso resulta inconcebible que el actual Secretario de Hacienda sea justo el mismo que el del sexenio pasado. ¿Es en serio? La crítica de Peña Nieto era, sin duda, para Calderón pero incluía, también sin duda, a Meade. El mismo que ahora lleva las riendas de esa misma Secretaría. ¿Esquizofrenia? Quizá. O, en una de ésas, resulta que este Secretario ya tuvo tiempo de aprender.

Lo más asombroso en el asunto del decir es el “¿ustedes qué harían?”. Un presidente no se puede dirigir así a sus gobernados. Sobre todo, porque se supone que él sabe cosas que nosotros no. Además, la pregunta es retórica, como para convencernos de que nosotros haríamos lo mismo. Y quizá sí, quizá frente al asunto puntual del subsidio a las gasolinas haríamos lo mismo. El problema es que, ya que nos preguntó, también podemos responder en otros sentidos. Yo, por ejemplo, habría renunciado de inmediato al conocerse el asunto de la “casa blanca”. Otros lo habrían hecho en algún otro de los tantos momentos desafortunados de este gobierno. Aunque, ahora que lo pienso, también contrataría de inmediato a un escritor de discursos que no me comprometiera como el del presidente lo hace. Las cosas ya están bastante mal como para permitirse ese tipo de deslices.

El inicio del año no es bueno. No en términos generales para los mexicanos. Las palabras con las que el gobierno justifica sus actos tampoco lo son. Y, aunque es algo mucho menos grave que los problemas en sí, me quedo con la sensación de que no estoy tratando con gente seria. Lo que acrecienta mi sospecha de que ni siquiera hay una intención real de solucionar nada. Ojalá me equivoque.

Los símbolos que se van

sábado, diciembre 31st, 2016
Me parece poco probable que ese nuevo ciclo nos arrebate más símbolos que este año. Pero quién sabe. Foto: Especial

Me parece poco probable que ese nuevo ciclo nos arrebate más símbolos que este año. Pero quién sabe. Foto: Especial

No quiero caer en la avalancha de afirmaciones en torno a lo difícil que ha sido 2016. Sobre todo, porque todo parece indicar que 2017 viene peor, al menos en términos económicos y políticos. Me sumo, entonces, sólo a esa peculiar percepción de que en este año que ya termina murieron muchas personas. Es peculiar porque, de seguro, murieron más o menos las mismas que en 2015 y —salvo que ocurra un holocausto importante— que en 2017 (considerando, por supuesto, las variables estadísticas pertinentes).

Así pues, no pretendo condolerme porque murieron muchas personas este año sino porque, como la mayoría de quienes lo afirman, murieron muchas personas importantes. Sé que con esta afirmación saltarán los puristas y los deudos verdaderos. Y con razón: en términos generales, ninguna persona es más importante que otra; en términos muy particulares, nuestro muerto vale más que el de alguien más. ¿Entonces?

Haciendo a un lado los enredados asuntos lingüísticos, podemos diferenciar a un símbolo de un signo cualquiera porque el primero representa mientras que el segundo sólo significa (en múltiples niveles pero significa). Y muchos de quienes han muerto en 2016 eran símbolos de ciertas cosas. De ahí que se les confiriera una importancia excesiva.

No es necesario ahondar demasiado para concluir que Umberto Eco representaba al intelectual moderno, interesado en todas las cosas. O que Bowie y Cohen representaban ciertos momentos de la creación musical a los cuales es imposible acceder por otras vías. Algo similar pasa con Carrie Fisher: no era la mujer más guapa del mundo, tampoco la mejor actriz, como en los ejemplos anteriores. Sin embargo, representaba, en muy buena medida, los deseos adolescentes de varias generaciones, tanto para los hombres como para las mujeres. Y a ellos podemos sumarles todos esos muertos que, aseguran algunos, acumuló este año sobre los otros.

Entonces no es un asunto estadístico. Tampoco es que en realidad uno sienta un profundo dolor por un octogenario escritor italiano a quien no se conoció (y quien, por razones de la edad, era probable que muriera pronto). El dolor no proviene, como con una muerte cercana, por la ausencia futura de la persona. De hecho, en la gran mayoría de los casos, la ausencia siempre estuvo ahí. El dolor proviene de la desaparición del referente y, sobre todo (al menos ésa es mi sospecha), del resquebrajamiento del símbolo.

En términos simples, me parece que cierta parte de lo que nos vuelve personas es el sitio en donde asentamos nuestra realidad. No sólo es un asunto contextual sino de creencias. Creencias fundacionales en el sentido en que es a partir de ellas que fundamos buena parte de nuestros deseos y, en consecuencia, de quienes somos. Al menos como una tenue sospecha que persiste en nuestro interior. Y esa realidad la asentamos, desde ciertas perspectivas, en el marco de lo simbólico. Aquello que representa sin significar. De ahí que la muerte de un símbolo sea a un tiempo la de un ídolo y, también, de una parte de lo que nos ha construido. Por eso su pérdida genera dolor. (Y lamentaciones. Aunque ésas, intuyo, surgen más de las redes sociales y sus múltiples réplicas que del pesar verdadero).

Ignoro cuántas muertes nos deparará 2017. Es posible vaticinar que, en términos generales, al mundo entero no le irá muy bien y a nuestro país tampoco. Más allá de eso, parece poco probable que ese nuevo ciclo nos arrebate más símbolos que este año. Pero quién sabe. También es cierto que la humanidad gusta de rendir culto a falsos ídolos y que, cualquier día de éstos, alguien apenas famoso se vuelve un símbolo con su muerte. A saber.

Mientras eso sucede, aprovecho para despedir el año y desear, desde el acendrado optimista que me habita, que las cosas vayan mejores desde mañana mismo. Un abrazo.

Pirotecnia

sábado, diciembre 24th, 2016
No estoy en contra de la pirotecnia. Sé que hay familias que viven de eso y hay tradiciones que a muchos les interesa que perduren. Ya va siendo hora, sin embargo, de dejar atrás la infancia irresponsable y volvernos profesionales en asuntos tan cercanos al peligro. Foto: Cuartoscuro

No estoy en contra de la pirotecnia. Sé que hay familias que viven de eso y hay tradiciones que a muchos les interesa que perduren. Ya va siendo hora, sin embargo, de dejar atrás la infancia irresponsable y volvernos profesionales en asuntos tan cercanos al peligro. Foto: Cuartoscuro

Confieso que de niño compré cohetes con mis amigos de entonces. Tendríamos alrededor de 10 años. Caminábamos un par de cuadras afuera de nuestra colonia. Llegábamos a una vecindad a la que se accedía por un pasillo. Siempre había personas pero nunca nos dijeron nada. La vuelta era a la izquierda en la bifurcación. Luego una puerta de metal verde, de ésas que tienen barrotes abajo y arriba. Siempre estaba emparejada. La empujábamos. Con algo de lentitud. Adentro había una señora mayor; anciana, le decíamos entonces, o viejita. Durante los dos o tres años que repetimos el ritual siempre nos pareció con un temperamento casi ancestral.

Guardaba los diferentes tipos de cohetes en botes de plástico que, en otra época, contenían dulces. “Tarugos”, para ser más precisos. Esos popotes cubiertos de pulpa de tamarindo y chile. La oferta era extensa. Comprábamos poco pues no teníamos mucho dinero. Cohetes blancos, busca pies, chifladores y alguna paloma no muy grande. Veíamos con cierta codicia los cañones y las palomas grandes, algunas del tamaño de un cuaderno. De pilón nos daba de esos palos con cabeza de cerillo en los dos extremos que llamábamos brujitas y no eran nada divertidos.

Los tronábamos en el parque. Lanzándolos lejos y haciendo montoncitos. Incluso alguno de nosotros cometió la imprudencia de tomar un cohete blanco por la base y dejar que explotara entre sus dos dedos. Corrimos con suerte. Demasiada. Nunca le pasó nada a nadie. Quizá porque nuestra economía no daba para cosas peligrosas. Lo agradezco a la distancia.

Bastaron algunos años (y luego décadas) para descubrir que el atractivo de la pirotecnia se disuelve en esas ventas clandestinas. Son pocos los asuntos en los que me sumo a las quejas que suelen tener los dueños de los perros. Éste es uno de ellos. El ruido, la contaminación, el aroma, tradiciones que poco aportan aunque bien contribuyen al devenir de la fiesta.

Más allá de estas pequeñas quejas por la incomodidad, pronto quedó claro que son peligrosos. Al menos, cuando no son tratados por profesionales. Sí, es posible quedar cautivado ante los espectáculos de pirotecnia que organizan las ciudades por diversos festejos. No sólo en el extranjero, como han apuntado algunos. Aquí mismo, durante ciertas celebraciones, se puede ver al primer cuadro iluminado. De nuevo, por profesionales.

La explosión en el Mecado de Tultepec evidencia lo poco profesionales que somos los mexicanos. No sólo los productores y vendedores. También quienes les otorgaron los permisos para hacerlo. Al margen de la explosión, han resultado cuando menos ridículos los supuestos alrededor del mercado. Desde la comisión para la pirotecnia, hasta las declaraciones alrededor de la seguridad de ese sitio. Patética, además, la transmisión en vivo del gobernador desde las salas del hospital. Como si se pudiera estar en campaña ante el dolor de tanta gente.

Ignoro si la viejita que vendía cohetes cerca de la casa de mi infancia sigue haciéndolo. Conozco, sin embargo, la ubicación exacta de la vecindad y soy capaz de llegar a ella sin problemas. Además, sigo viviendo cerca. Pese a ello, me queda claro que no iré a comprar cohetes para mis hijos. Sería una imprudencia y una irresponsabilidad. A diferencia del yo que era a los diez años, ahora sé que son peligrosos. Muy peligrosos. Y es algo que aprendí, por fortuna, sin tener que experimentarlo en carne propia. Algo que, por desgracia, no hemos aprendido en nuestra eterna infancia.

Sí, a veces da la impresión de que los mexicanos vivimos en una eterna infancia. La que nos impide profesionalizarnos, por una parte. La que nos permite seguir creyendo que las autoridades nos protegen, por la otra. La que, a la larga, más allá de pretextos, declaraciones, transmisiones en vivo y demás, propicia tragedias verdaderas. Tragedias en las que mueren personas. En las que el dolor se vuelve algo tan tangible y verdadero que resulta casi imposible entender cómo es que no hemos salido de ahí.

Aclaro: no estoy en contra de la pirotecnia. Sé que hay familias que viven de eso y hay tradiciones que a muchos les interesa que perduren. Ya va siendo hora, sin embargo, de dejar atrás la infancia irresponsable y volvernos profesionales en asuntos tan cercanos al peligro. Mientras eso no suceda, será mejor participar de esta época de festejos alejados de la pólvora y, también, con esa incómoda certeza de que, mientras nos convencemos de que esta época es mejor, en el mundo y en nuestro país, existe mucha gente que se la está pasando verdaderamente mal.