Las viejas ideas y las adoradas viejas en “La Once”

También lamentamos las arrugas, los dolores en las articulaciones, los años que no se duplicarán, como contó una vez la cantante Lolita en un programa de televisión. Foto: Especial

También lamentamos las arrugas, los dolores en las articulaciones, los años que no se duplicarán, como contó una vez la cantante Lolita en un programa de televisión. Foto: Especial

La vejez es un hecho contundente cuando tenemos la fortuna de poder vivir muchos años. Lamentamos hasta las lágrimas cuando se va alguien antes de tiempo, como el recientemente fallecido Prince, llorado por las canciones que nunca más hará y de las que no ha privado su ida prematura.

También lamentamos las arrugas, los dolores en las articulaciones, los años que no se duplicarán, como contó una vez la cantante Lolita en un programa de televisión. “A los 50 años le dije a mis hijos que ya no viviré otros 50 años, que mi edad ya no puede duplicarse y se pusieron a llorar, pero es cierto”, dijo con un sentido común irrebatible.

¿Qué haremos cuando seamos ancianos si nos toca llegar a la ancianidad? Buscando en ese océano inclasificable de Netflix encontré un documental chileno titulado La Once que me conmovió de un modo inaudito, sobre todo porque en la sencillez del planteamiento reside gran parte de su encanto.

El filme de Maite Alberdi, recibió el galardón a Mejor Documental Iberoamericano en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara, además de obtener el premio del público en el pasado Festival Internacional de Cine de Miami.

La once, trata sobre un grupo de mujeres que se junta a tomar el té desde hace seis décadas. Con sensibilidad, lucidez y un agudo sentido del humor, se presentan las conversaciones de estas amigas de colegio (una de ellas es la abuela de la directora Maite Alberdi) que conservan la tradición de tomar once (merienda) una vez al mes, religiosamente. Los recuerdos del pasado y la proximidad de la muerte marcan la pauta de estos encuentros que Alberdi graba con agudeza, ingresando con ojos prístinos a ese universo de la vejez, tan poco explorado todavía en el cine.
“Si no me casaba me suicidaba”, dice una de las ancianas, maquillada como de fiesta, porque a la once -al parecer- había que ir arreglada como para una gala. En otro tramo, todas discuten por qué una de ellas -que hoy está ausente- no se ha casado.

“Por supuesto que no soy de izquierda”, le dijo una señora a su enfermero de la quimioterapia y algo eso flota en el ambiente de estos encuentros imperdibles: un pensamiento conservador que ha dado sustancia a la clase media alta chilena y de la que las ancianas del filme parecen ser fieles representantes.

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El gran mérito de La Once es mostrar la vida de estas mujeres en la última etapa de su existencia sin juzgarlas. No son feministas, no aceptan la homosexualidad, aunque critican el machismo reivindican el papel del hombre proveedor y muchos de los problemas de la sociedad contemporánea iniciaron a su juicio desde que la mujer salió de su casa para trabajar.

Pero hay esa hermandad de la amistad blindada por el paso del tiempo y un amor solidario entre ellas que podría constituir una motivación, un ejemplo, para cualquier espectador sensible.

La directora es perspicaz al oponer la fuerza de las ideas, los prejuicios y las costumbres, a la esencia humana de sus personajes y el profundo respeto que se prodigan entre ellas aun cuando no todas piensan igual sobre las mismas cosas.

Si llego a vieja, no tendré un grupo de antiguas ex compañeras de colegios con las que comer pasteles y leerles las cartas de amor de viejos y desaparecidos amantes, pero tal vez me guste de vez en cuando “tomar la once” con algunos viajeros que como yo llegaron al último escalón de su existencia ostentando algo de esa ternura proverbial que evidencian esas viejas encantadoras en la película de Maite.
Que así sea, ¿no?

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