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El cuento es un espacio totalizador, dice Elma Correa, autora de Que parezca un accidente

sábado, noviembre 24th, 2018

Una narradora distinta y eficaz. Se llama Elma Correa, es de Mexicali y desde ese “rancho”, como suele decir, analiza y aporta a la literatura mexicana con un fervor desmedido.

Ciudad de México, 24 de noviembre (SinEmbargo).- Todos los personajes de Que parezca un accidente son extraños y foráneos, porque vale decir que Elma Correa (Mexicali) es una narradora que “escribo dentro de mi contexto”.

Este, su primer libro de cuentos, es una coronación a miles de notas que han salido en Vice y otros medios, para demostrar que es una cronista atípica, que no esconde los temas profundos y a veces repulsivo, en el afán de decir: Soy contadora de este México que nos duele, nos pare y cuando puede nos hace felices.

Estudiadora del cuento, no comete los errores propios de alguien que se inicia en este género y adora a Roberto Bolaño y a los short story de autores estadounidenses.

Es una voz nueva dentro de la literatura mexicana, que ha dicho entre otras cosas en una columna para Vice, titulada 100 escritores dijeron: “Se lo vendemos al Canal 22. ¿Crees que no están hartos de La dichosa palabra? Nosotros hicimos un sondeo. Ajá, por facebook. El público está cansado de Final de partida y entrevistas repetidas de Villoro. Sí, el mismo formato y el foro igual. Yo también pensé que no había cien escritores en México. Asómate al ex Conaculta. Si imprimes la lista de contactos etiquetados como “escritores” en su base de datos, les colapsas el sistema. Y faltan las editoriales, suma los catálogos. No, las cartoneras no son editoriales. Dos equipos de cinco escritores. Nadie que escriba minificción o utilice megáfono. Si usa megáfono no es escritor. Tal vez no sea humano. No, si recitan de memoria, tampoco. Queremos escritores, no imitadores de Paco Stanley. Cero guitarras. Nada de bongós. Les echamos a seguridad. Agradécele a los Beatniks y su herencia de payasadas.”

Elma Correa coordina un encuentro nacional de literatura en Baja California. Cursó el diplomado en Creación Literaria UABC-INBAL, es Licenciada en Lengua y Literatura Hispanoamericana y Maestra en Estudios Socioculturales porque pensó que estudiando mucho, siendo becaria del Pecda en 2010, del Fonca en 2014, otra vez del Pecda en 2018 y publicando sus textos en revistas como Vice, Pez Banana, Shandy, Tierra Adentro o Emeequis, saldría de Mexicali: “pero de ese agujero no hay escapatoria”.

Editado por NitroPress. Foto: Especial

–¿Qué es el cuento para ti?

–Creo que es el género que he encontrado, que me parece es el vehículo ideal para expresar las cosas que me interesan decir. Lo que más leo son los cuentos. Me encanta el efecto que me provoca como lectora, doy talleres para escribir cuentos, un género que en un tiempo estuvo considerado como menor, comparado con la novela, que era un espacio totalizador. El cuento es un espacio totalizador, un cuento puede contenerlo todo y también tener ramificaciones hasta afuera. Esto de que el cuento no acaba en el punto final es totalmente cierto.

­–Todo el cuento es muy fuerte en el español. Liliana Pedroza dice que hay muchas mujeres cuentistas en México. ¿Cómo te sientes con respecto al género?

–Género y cuento, ¿dices? La literatura mexicana tiene un canon que es masculino, creo que sí, que hay muchas mujeres que escriben buenos cuentos y, otra vez citando a la maestra Pedroza, morras que escriben espantoso. Claro que también hay hombres que escriben horrible y siguen siendo incluidos, publicados. Es toda esta cuestión estructural que hace a la visibilización, pero también, aunque sea muy romántica mi postura, el trabajo cuando es bueno esas cuestiones no importan.

–Has publicado recién tu primer libro de relatos, como si no quisieras que la gente viera tu progreso…¿es así?

–No exactamente, no de manera consciente. Soy súper vanidosa, súper neurótica, no sé cómo quedó, limpié lo mejor que pude. Lo que sí tenía muchas ganas de hacer es que mi primer libro fuera de inéditos. Entiendo lo de compilar los trabajos, puede que yo algún día lo haga, se vale perfecto, pero tenía ganas de hacer un libro de inéditos, que fuera más maduro. Escribí un montón de cosas en diferentes registros, pero sentía que mi primer libro de cuentos tenía que gustarme mucho a mí.

–¿Qué cuentistas son tus modelos?

–Sería muy vanidoso decirte: -Lo he leído todo, pero lo cierto es que durante la carrera de Letras traté de leerlo todo, los cuentistas clásicos, los cuentistas modernos, las categorías, en términos personales prefiero el cuento contemporáneo, el cuento posmoderno también. Roberto Bolaño me encanta, el short story gringo, entre Carver pasando por Tobias Wolff y llegando a la autora Lorrie Moore, muy actual. El taller es de cuentos cortos y a raíz de él me he dado a hacer un scouting que me ha ayudado mucho como autora. Esta búsqueda me ha ayudado a conocer obra de personas que no hubiera llegado si no es por mi trabajo en el taller. El ejercicio mismo del taller buscamos las costuras, los engranajes, para revelar los mecanismos de los autores y eso también me ayudó mucho a cambiar el modo de entender el relato. Al principio yo hablaba de cosas malas, de las que nadie hablaba y mucha gente me decía como elogio: –Escribes como hombre, porque escribo de tripas o de sexo o de drogas o de sangre, pero lo cierto es que las chavas podemos hablar de cualquier cosa que se nos dé la gana. De flores, de nubes, pero también de perros atropellados.

–Los personajes son como de la frontera, muy extraños, del norte, ¿los personajes están antes que el cuento o la historia está primero?

–Nos pasa mucho en provincia, quería que los cuentos pudieran ocurrir en cualquier parte, según yo. Escribo de acuerdo a mi contexto. Creo que hay a lo largo de mi formación he tenido muchos buenos instructores, algunos dicen: -Escribe de lo que sabes y otros te dicen: –La literatura es hacer este ejercicio de imaginación que te saque…Lo que intenté era juntar esos dos extremos, escribí sobre lo que sé pero sobre lo que sé voy a explorar que narrativas tienen.

–Es un ejercicio sumamente literario. ¿Eres observadora de la gente?

–Sí, nada autobiográfico. No, no soy observadora, ojalá lo fuera. Le digo a mis alumnos que tienen que observar, que ver y de pronto me han presentado a personas cuatro veces y soy horrible. Son construcciones ficticias, ciertos rasgos específicos, pero no necesariamente del mundo real. No son personas reales. Si va primero el personaje o primero la historia, creo que la historia va primero. Tengo una idea general de lo que quiero contar y luego veo como decir eso sin ser obvia y luego no decirlo exactamente así.

–Hay personajes como la gorda que mata gatos que puede darte muchas otras historias…

–Sí, es cierto. Tengo la historia, la anécdota, necesito un personaje que pueda llevar a cabo esa historia. El personaje ideal para que le ocurran las cosas que yo quiero que le pasen.

Lo que sí tenía muchas ganas de hacer es que mi primer libro fuera de inéditos, dice Elma Correa. Foto: Cortesía Paulina Sánchez

–¿Qué dirías de cada párrafo: has quitado más que puesto?

–Estuve con el pobre Mauricio Bares (el editor) hasta el último segundo de obsesiva y de neurótica. ¿Qué tan importante es el cambio?, me preguntaba él y yo le decía: ¡Es importante, esa coma no iba ahí! (risas) El cuento es un artefacto que se tiene que construir más allá de la frase por frase, de la historia, creo que gráficamente –aunque no soy para nada experimental- me gustaba ver la hoja y ver cierta cadencia, cierto ritmo externo, que se vincula con el interno.

–¿Qué haces ahora?

–He sido becada por el Estado para escribir sobre el tema feminicidios, aquí en Mexicali es uno de los lugares más tremendos para ese delito, a veces me ha costado mucho trabajo ficcionarlos porque supera en sí mismos las cosas que han ocurrido. Me han gustado algunas cosas, no estoy segura de que me interese sacar todo el libro completo con esa temática. No lo sé. Sí me han gustado varios cuentos que giran alrededor pero que no son tan directos ni tan obvios. Voy a rescatar bastante texto de ahí.

Nos reiremos cuando acabe

Cometí perjurio en un juzgado e incriminé a un desconocido en un delito de asalto y lesiones con arma blanca. No culpo a la alineación de los planetas, pero casualmente fue cuando tuve esa racha de obsesión con la astronomía.

Habíamos estado bebiendo en la casa de Jorge desde muy temprano. El plan era evadirnos y tomar valor. Esperábamos que el día transcurriera lento para retrasar lo más posible nuestra hora de llegada a la inauguración del nuevo local de tatuajes de unos snobs pendejos que odiábamos. Los odiábamos, pero Jorge había perdido una apuesta con uno de ellos y debía dejarse hacer un tatuaje sorpresa, seguramente repugnante, en vivo, delante de todos en ese estercolero pretencioso.

Jorge estaba nervioso y mezcló cerveza con Jägermeister y pastillas. Tenía cualquier tipo de pastillas porque sus papás lo enviaban al psiquiatra desde los dieciséis. Ansiolíticos, antipsicóticos, estimulantes, betabloqueadores, antihistamínicos, antidepresivos y estabilizadores atípicos eran lo común en su botiquín. Ésas eran sus medicinas legales, que solía combinar con las mejores y más vanguardistas drogas de diseño. Sus preferidas eran las de colores chillones y figuritas graciosas.

—Para quitarle lo aburrido a las píldoras blancas del loquero —decía tragándose dos corazoncitos o un pequeño cactus anaranjado.

Yo había ido dosificando mis tragos y alternándolos con agua porque era algo que había leído en una revista de mujeres, de ésas con chismes de celebridades, consejos de belleza, tendencias de moda y una sección completa dedicada a posiciones sexuales. Me sentía un poco mal por no beber a la par de Jorge, como si lo estuviera engañando, pero no era una traición de verdad, pensando en que me tocaba la responsabilidad de conducir el carro de su primo.

El primo de Jorge tenía edad suficiente para ser su tío. Un tío obeso que se negaba a envejecer, de los que fuman mariguana en bonga y dicen frases como “qué trip” y “dar el rol”. Era alguna clase de ingeniero y trabajaba como jefe de operaciones en una empresa tecnológica, así que cuando Jorge se fue a vivir con él, supuestamente porque ya no aguantaba la tacañería de sus papás, el dinero dejó de ser un problema.

El primo le asignó una mesada que alcanzaba para la escuela, sus gastos diarios y para que me invitara a comer, a conciertos, de viaje, para que me comprara ropa y cualquier cosa que se nos ocurriera. De hecho, se había vuelto tan natural que el primo mantuviera a Jorge y Jorge me mantuviera a mí, que mucha gente no creía que sólo fuéramos amigos. Mi familia podía sumarse entre los incrédulos.

Mi mamá y mis hermanas estaban seguras de que me acostaba con Jorge y estaban muy felices y conformes al respecto, porque significaba una boca menos que alimentar y espacio extra en nuestra casita de juguete, hacinada hasta el fastidio de parientes y mascotas y, nunca he entendido por qué, de desconocidos.

Pero Jorge y yo sólo éramos los mejores amigos.

Jorge me conocía. Sabía que era codependiente y neurótica. Que desde que tuve el primer periodo mis hormonas despertaron para arruinarme la vida y mi historia romántica era toda igual. Si era inalcanzable, si era demasiado guapo, si tenía novia, si no se enteraba de mi existencia, si sólo me buscaba cuando le daba la gana y después me ignoraba, si me usaba, si se burlaba de mí, entonces, caía en un estado de profundo enamoramiento.

Pero Jorge no me rechazó ni huyó de mí. Reconoció mi tristeza y mi enojo porque él también estaba enojado y triste. En la época en que nos hicimos amigos pensábamos que el universo giraba a nuestro alrededor y que éramos las personas más solas del planeta. Nos volvimos inseparables. Me había llevado a la clínica de abortos dos veces, había pagado las intervenciones y nunca, nunca me juzgaba. Ni siquiera cuando intenté acostarme con su primo.

Nos daba mucha risa hablar de que yo era tan asquerosa que lo hubiera hecho con ese señor fumeta, sin motivo y sin ganas, sólo porque estaba allí, pero que no lo logramos porque nos habíamos drogado tanto que primero no se la encontraba debajo de la grasa y después no se le levantó. No le conté que me la metió en la boca. Ni que era un repulsivo tentáculo flácido con una ventosa en la punta que se me pegó en el arco del paladar. Ni que le olía horrible, como a hongos en los pies.

El carro del primo era un jeep híbrido. Nos sentamos en el cofre y Jorge, que había abandonado el Jäger, daba traguitos a una botella de ginebra. Miramos al cielo y le conté lo que había aprendido en mi clase de mitología de las constelaciones. De Casiopea y su vanidad, que la condenó a pasar la eternidad de cabeza. De Perseo convirtiendo a Cetus en coral para salvar a Andrómeda. Que Andrómeda comparte una estrella con Pegaso y que los científicos proponen a Próxima Centauri como siguiente destino de los viajes interestelares.

Compartimos una pastilla guinda con forma de sol y una cápsula rellena con algo que parecía diamantina. Subí al jeep las cervezas que quedaban y ayudé a Jorge a recomponerse mojándole la cara y embutiéndole un puñado de tabletas para el aliento en la boca. La noche era limpia y fresca. A través del parabrisas se distinguía a Orión con su daga y su nebulosa roja. La famosa Catedral del Cielo y sus estrellas súper gigantes Rigel y Betelgeuse.

Adelante estaba la Osa Menor, señalándonos el norte con Polaris, su estrella más brillante. Sabía que los fenicios llamaban “Cinosura” a la Osa Menor y que en la antigüedad Polaris formaba parte de la constelación Draco, porque lo investigué en el planetario única y especialmente para contárselo a Jorge. También tenía información sobre la carrera espacial y los cosmonautas rusos. Sobre Laika y los gatos astronautas franceses.

  1. Laika significa “ladradora” y fue el reemplazo de Lavina, una perra que escapó del Cosmódromo de Baikonur retrasando el lanzamiento original.
  2. Valentín Bondarenko hubiera ido al espacio antes que Yuri Gagarin pero murió quemado vivo en una cámara de presión durante el entrenamiento.
  3. Félicette viajó en una aeronave el 18 de octubre de 1963. Esa “astrocat”, vagabunda de las calles de París, sobrevivió al vuelo y regresó a la Tierra en paracaídas.

Eso decía cuando la faringe de Jorge hizo el mismo sonido que debe producir el colapso gravitacional que causa un agujero negro y vomitó un caldo de espuma de menta, alcohol, bilis y ácido estomacal. En el siguiente semáforo, se enjuagó la boca con ginebra y dijo que tenía un regalo para mí. Saltó a la parte trasera del carro y pasó dos cajas al asiento del copiloto, una rectangular, muy grande y otra cuadrada, de tamaño menor.

Después se colocó detrás de mí y me tomó por el cuello. Podía verlo en el espejo retrovisor, el rostro rígido por el bruxismo en la mandíbula, la mirada oblicua y desorientada. Sacó la vieja navaja automática que llevaba en el bolsillo y accionó el mecanismo muy cerca de mi garganta. Jorge podía tener un humor sórdido y, en ocasiones como ésa, parecía un asesino serial.

Encajó la navaja en el paquete más grande y me dio un beso escandaloso y húmedo en la sien. Sus maniobras casi nos hicieron derrapar. Me estacioné a una calle del sitio de tatuajes y esperé a que Jorge cortara las cajas. Lo hacía como si estuviera destripando a un gato. Pensé en el destino final de Félicette. Esa gatita de manchas blancas y negras que habría vuelto loco de amor al zorrillo Pepé le Pew.

Jorge me mostró mis nuevos tesoros. Un telescopio refractor con cuatro oculares de repuesto y una dotación de fuegos artificiales y cohetes dignos de una celebración del Cuatro de Julio estadounidense. Iba a reaccionar, pero en ese preciso segundo, la cápsula reventó en mi sistema esparciendo la diamantina en mis terminales nerviosas y un soplete recorrió su flama a lo largo de mis vértebras cervicales.

Lo siguiente que recuerdo es estar besando una cosa informe. No sé decir si era hombre, mujer o quimera. Vi a Jorge quitarse la camiseta para dar inicio al espectáculo. Escuchaba las risas que llegaban de distintas direcciones en una frecuencia distorsionada, convertidas en un molesto ruido blanco. Cada pantalla de teléfono existente apuntaba su camarita de última generación hacia Jorge y el tatuador, grabándolos con la esperanza de obtener un video que se volviera viral.

La tortura duró casi veinte minutos. El infausto diseño elegido fue una rata. Una puta rata mostrando sus ojillos estrambóticos y siniestros desde el mancillado brazo de Jorge. Al terminar, el tatuador tiró al piso el hierro todavía conectado y Jorge se inclinó para hacer una reverencia que hizo estallar una marabunta de aplausos y gritos de aprobación. Unos tipos lo cargaron lanzándolo al aire como si aquello fuera una boda judía.

Las siguientes veinticuatro horas sería el héroe de Snapchat. Un aprendiz de DJ mezcló a Die Antwoord con una base de cumbia y el lugar se atiborró de zombis normcore moviéndose como si estuvieran sufriendo una apoplejía. Intenté llegar a Jorge pero apagaron las luces. Atravesé el gentío a empujones, derramando bebidas sin ton ni son y recibiendo más de un codazo. Cuanto más avanzaba, más parecía hundirme entre la gente.

La música se sentía como algo sólido, como un alfiler que me atravesaba el cráneo de lado a lado y las personas y las cosas se esfumaban por instantes, borrosas, como hologramas discontinuos. Logré escabullirme hacia una puerta confiando en que me llevara afuera, pero era una bodega que los dueños del garito usaban como oficina.

Había tres sombras con máscara de lobo forcejeando con una chica de mi edad. Quise intervenir. Decir algo. Al acercarme me encontré a mí misma luchando con la jauría. Esa parte de la noche es la más confusa en mi memoria, pero hay una serie de publicaciones de la fiesta donde se me puede ver sin blusa, bailando y jodiendo a unas fulanas, tirándoles servilletas mojadas y vasos de plástico vacíos. En las fotos llevo puesta una máscara de lobo.

En algún momento terminé, por fin, en la banqueta. Tenía mucha sed y quería hallar a Jorge para largarnos de ahí. La cabeza me dolía como si me la hubieran trepanado o me hubieran sometido a electrochoques. Podía sentir cada neurona quemada. Arriba, las pléyades relucían, azules y fulgurantes, envueltas en polvo de nebulosa. Busqué a quién contarle de las siete estrellas hermanas protegidas por el toro y el escorpión, pero Jorge seguía desaparecido.

Caminé al carro del primo para tomarme una cerveza caliente y estrenar el telescopio. Lo encontré ahí, temblando en el bordillo de la acera, recargado en una de las llantas del jeep. Sangraba. Creí que lo habían atacado. Iba a gritar, a pedir ayuda, pero Jorge me detuvo. Apretaba con tanta fuerza la navaja que pensé que quizá trataba de arrancarse el tatuaje. Al aproximarme descubrí que la sangre manaba de su pantalón, de su regazo.

Había intentado emascularse. Sin éxito. La navaja no había cortado ninguna arteria principal.

Dijo que iba al psiquiatra y vivía con el primo porque sus papás no lo querían cerca. Que el dinero que gastábamos juntos era parte de la compensación que sus padres depositaban en la cuenta del primo por permitirle quedarse con él. Que lo habían sorprendido tocando a un niño de su vecindario. Un niño de cinco años. Que no era la primera vez. Sólo era la vez que lo habían atrapado.

También dijo que había empezado como un juego cuando él mismo era un niño. Por curiosidad. La exploración de su propio cuerpo lo llevó a preguntarse cómo eran los cuerpos de los demás, de sus compañeritos de la guardería. Niños y niñas. Pero las niñas lo aburrieron casi tanto como lo fascinaron los niños. Porque eran iguales. Idénticos. Y al mismo tiempo tan diferentes.

Al primero lo tuvo en los albores de la pubertad, cuando su voz enronquecía y se agudizaba yendo de barítono a contralto a soprano a tenor y vuelta a empezar sin control posible. Fue en una feria ambulante. Lo miró desde lo más alto de la rueda de la fortuna, un punto lejano, estático, que iba transformándose en epifanía conforme la noria giraba y su cabina colgante bajaba.

Estaba perdido. Jorge sabía que un parque de atracciones podía ser un lugar mágico o uno de pesadilla según la situación particular, así que se presentó con el niñito y le prometió llevarlo hasta sus padres. Le compró un cono de nieve y se subió con él al carrusel. Pescaron patitos de plástico y el niño obtuvo una o dos baratijas que atesoró como si fueran joyas. Sus ojos, antes pasmados de temor, cedieron al pasmo de la maravilla.

Y de pronto era como si se hubiera perdido sólo para poder encontrarse con Jorge. Corrieron entre globos y algodones de azúcar. Seguramente parecían dos hermanos divirtiéndose. Jorge, el mayor, siendo un ejemplo para el pequeño. Entraron a la casa de los espejos. Se vieron deformes, achaparrados, largos como tiras de serpentina. Cuando llegó la oportunidad, Jorge lo llevó tras bambalinas para mostrarle el artificio sobre el que se construía el entretenimiento.

El espacio era estrecho y la cercanía inevitable. Jorge puso al niño delante de él, de espaldas y se arrodilló. El niño se estremeció al contacto de las manos de Jorge, que le desabotonó el short y le descorrió los calzoncillos, descubriéndole el trasero. Entonces Jorge puso la cara entre sus piernas y lo lamió, introdujo su lengua en su intacto orificio anal, asociando para siempre el olor y el sabor de la mierda infantil con el placer.

A ese niño sin nombre le seguirían otros tantos y Jorge se iría volviendo intrépido y descuidado. Mucho más cuando sus poluciones nocturnas dejaron de ser un fluido transparente para convertirse en una mucosa blanquecina y espesa y la diferencia de edad entre él y sus amiguitos se hizo notoria y extraña para cualquiera.

Jorge confesaba y la sangre salía mojando de rojo sus palabras.

Dijo que ahora sus papás tendrían una excusa para encerrarlo en una institución y olvidarse de él. Escuché pasos. No podía detenerme a comprender lo que Jorge decía. Tenía que actuar y aquellos pasos retumbaban en el pavimento. Era uno de los lobos. Avanzaba tropezando, borracho, ondeando la máscara en el aire. Con cuidado, retiré la navaja de la mano de Jorge y le di mi teléfono para que llamara a emergencias.

Intercepté al lobo con actitud de damisela en apuros. No se acordaba de mí. Le ofrecí una cerveza y cuando empezó a manosearme, puse las llaves del jeep en su camisa. La ambulancia llegó a los pocos minutos escoltada por una patrulla. Inventé que nos había asaltado, que Jorge lo había confrontado y por eso estaba malherido. Que yo había peleado para proteger mi virtud y como el criminal iba tan intoxicado, pude hacerme con la navaja.

Pese a los huecos de la historia, el relato era consistente.

Se llevaron al lobo y yo alcancé a Jorge en la camilla. Le dije que no había nada que temer. Que pronto aquello acabaría y estaríamos juntos, riéndonos de nuestras travesuras. El lobo pagaría la fianza y después del juicio pasaría unos meses en prisión. Saldría bajo palabra. Eso le dije a Jorge. Que aguantara. Que veríamos las estrellas y encenderíamos los cohetes y las luces pirotécnicas se confundirían con las constelaciones.

Lo abracé y rozamos las narices como acostumbran los esquimales. Subí con él a la ambulancia. Un paramédico le tomó el pulso y otro le introdujo un catéter para suero en el brazo de la rata. El paramédico más atractivo me preguntó si sabía qué sustancias había consumido Jorge.

—¿Alcohol? ¿Drogas? ¿Estimulantes? ¿Depresores?

No respondí. Ocupada como estaba imaginándolo en un espectacular de la vía rápida, anunciando boxers junto a David Beckham. De cualquier modo, mis pupilas dilatadas y el barómetro que midió la presión de Jorge fueron más elocuentes.

No lo solté cuando lo inyectaron. Antes de que se durmiera, acaricié su cabello con ternura: tú y yo nos reiremos de todo cuando acabe, le dije.

LECTURAS | “Wild in the country”: adelanto del libro de Elma Correa

sábado, febrero 3rd, 2018

Son 13 cuentos los reunidos en el volumen Que parezca un accidente, de NitroPress. Este es un adelanto.

Ciudad de México, 3 de febrero (SinEmbargo).- Elma Correa presentará su libro Que parezca un accidente, a cargo de la editorial NitroPress. Este es un adelanto.

Wild in the country

Una sensación de desamparo impregna la noche. Se dirigen a la frontera con Elena al volante. Tiene la blusa pegada al cuerpo por el sudor y el cinturón de seguridad tan ajustado que parece a punto de rebanarle el tórax. Las venas de su cuello son visibles a causa de la tensión. Es muy bajita, así que recorrió el asiento lo más cerca del tablero para que sus pies llegaran a los pedales. Elena es delgada, con la constitución de una gimnasta olímpica pero sin los músculos. Al verla, da la impresión de que podría ser partida en dos con el mínimo esfuerzo, pero al tocarla es moldeable, como si estuviera hecha de plastilina. Se mueve nerviosa y preocupada. Si intenta marcar las direccionales activa el limpiaparabrisas y en la estación de servicio abrió la cajuela en lugar del tanque de gasolina.

Nancy ocupa el asiento del copiloto. Sentada sobre su pierna izquierda y manipulando las estaciones de radio pretende ser la más relajada, aunque la rigidez de su mirada oscura la delata. En la gasolinera entró al baño, se lavó la cara y los brazos, y recogió su cabello en un nudo que le estira la piel como si se hubiera sometido a un lifting. Se pintó los labios y se llenó las pestañas de rímel con la ilusión de aparentar ser mayor, pero el maquillaje recargado, el escote ombliguero y las muñecas decoradas con semanarios de metal barato que la convierten en una pandereta ambulante, sólo subrayan su aspecto vulgar. Algún moraloide que se las diera de perspicaz supondría que Nancy es víctima de trata de blancas. Nancy protege los pasaportes y las identificaciones.

Atrás están Verónica, quien desde hace varios años se hace llamar Nic, y Luisa. Nic es alta y sofisticada como una modelo de pasarela. Si fuera europea o viviera en Nueva York seguramente triunfaría como it girl y aparecería en las portadas de Vogue, Elle y Harper’s Bazaar, pero creció en un barrio despiadado que no perdona la belleza. Cuando era más joven fue atacada en grupo. La contagiaron con el virus del papiloma humano. Le cortaron un pezón. Verónica sabe que pudo ser peor. Cualquiera lo sabe. Por eso se rapó la cabeza y se travistió de marimacho. Nic se desplaza por la vida andrógina y asexuada al mismo tiempo. Es la única en el auto que no tiene miedo. Luisa, al contrario, está totalmente aterrada. Su cuerpo vibra transformado en guiñapo, en un ente perturbado que se desmorona en los brazos de Nic, que sostiene su pánico firme y dulcemente.

Sin darse la vuelta, Nancy estira una mano hacia Luisa para tocarle la frente. Las pulseras entrechocan sonando como cascabeles. Nic posa sus dedos ásperos sobre la manicura de Nancy y el contacto hace que Nancy rompa en sollozos. Elena observa por los retrovisores. Conduce con una precaución que en sí misma resulta sospechosa. Nancy quiere retirar la mano para enjugarse las lágrimas pero Nic la detiene. Limpia con saliva una manchita de sangre en una de sus pulseras. Cuando recupera su mano, Nancy continua cambiando las estaciones. Elena le pide que deje una vieja canción country. No entiende bien el inglés ni sabe si es Elvis Presley marchito, gordo y triste o Roy Orbison, pero la balada la tranquiliza. Nancy deja de llorar y lo único que se escucha debajo de la música, como un coro funesto, es el quejido de Luisa.

Nancy le pasa dos vicodines a Nic, para Luisa, que tiene el rostro amoratado por los golpes. Es probable que deban reconstruirle el tabique nasal pero el legrado es más urgente. Nic se concentra para no pensar en los coágulos y pedazos de placenta que quedaron en la tina de aquel baño. Luisa se contrae de dolor. Los paquetes de heroína están ocultos, distribuidos en varios lugares de la carrocería. El dinero, a plena vista, que es siempre el lugar más seguro, en perfectos fajos bien comprimidos en la mochila de Nic. Ojalá no suelten a los perros. Si no hay perros rastreadores ya están del otro lado, porque la segunda revisión generalmente es una cuestión de azar. Elena inspira confianza y Nancy, una cordialidad sensual. Los oficiales de la aduana apenas pondrán atención a lo que ocurre en el asiento trasero, donde Luisa y Nic fingirán viajar dormidas.

Pese a todo, la sororidad que se respira en el ambiente es peculiar. Elena y Luisa habían ido a decirle lo del bebé a Andrés, el novio de Luisa. Lo buscaron en distintos puntos de la ciudad y al final lo habían encontrado con Nancy, en un sótano donde Andrés guardaba su mercancía de narcomenudista fracasado. Las cosas se salieron de control y Nic llegó a comprar un par de gramos cuando Andrés hacía papilla a Luisa con los puños, mientras Elena y Nancy trataban de detenerlo, histéricas. Nancy había visto a Andrés enloquecido en otras ocasiones y sabía de lo que era capaz. Una vez estuvo a punto de reventarle el cráneo a un muchacho, recreando la escena de Historia americana X.

Nic no siente remordimiento cuando piensa en Andrés con un agujero gigante en el abdomen y los ojos opacos. Muerto. Las tres mujeres habían cargado a Luisa hasta el baño, donde gracias a las patadas de su novio, dio a luz una bola de nervios sanguinolenta. Se llamará como su padre, lloró Luisa, estrujando los trozos de feto. Fue Nic la que entendió que las cuatro eran cómplices y que lo más sensato sería huir. Organizó a Elena y Nancy para que reunieran los globos de hache y el dinero, y habló por teléfono con su primo para que les consiguiera un carro con papeles. Nancy tenía contactos en el sur de California, si lograban llegar a Las Cruces, habría un lugar para que Luisa se recuperase y para que las demás decidieran qué hacer.

La fila avanza con lentitud. Se acercan al puente fronterizo y, en la garita, Nancy muestra las visas y sonríe a la cámara de tráfico internacional. Un norteamericano de expresión bonachona les pregunta a dónde y a qué van. Nic y Luisa sienten la luz de la lámpara pasar por encima de ellas. Se desperezan. Luisa ocultando el rostro mallugado y Nic saludando alegremente al oficial. El hombre le entrega los documentos a Nancy y les permite el paso. Elena acelera. A unos cuantos metros el semáforo de la aduana decidirá su destino. Si cambia a rojo terminarán en una prisión federal. Si cambia a verde, llegarán a Las Cruces al amanecer.

Elena oprime el volante como si estuvieran a punto de despeñarse a un precipicio. Nancy contiene el aliento enterrándose las uñas en los muslos. Luisa reza. Nic cierra los ojos y se toca el busto, el de la buena suerte. Los segundos se estiran resonando como latidos en las entrañas del automóvil.

El eco de los ladridos de la unidad canina las alcanza.

El semáforo cambia de color.

Elma Correa, autora de Mexicali. Foto: Cortesía

Elma Correa. Siempre miente sobre su edad y desde 2008 coordina un encuentro nacional de literatura en Baja California. Cursó el diplomado en Creación Literaria UABC-INBAL, es Licenciada en Lengua y Literatura Hispanoamericana y Maestra en Estudios Socioculturales porque pensó que estudiando mucho, siendo becaria del Pecda en 2010, del Fonca en 2014 y publicando sus textos en revistas como Vice, Pez Banana, Shandy, Tierra Adentro o Emeequis, saldría de Mexicali: pero de ese agujero no hay escapatoria. Su trabajo está incluido en compilaciones como Breve colección de relato porno, Lados B, Cuadernos del Periodismo Gonzo, Narrativa del norte, Pan de muerto, dos números especiales de ficción de Vice y otras que nunca menciona porque una tipa fea la llamó “Miss Antología”. Odia a esa tipa fea. Muy pronto Nitro/Press sacará su primer libro de relato