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SALA DE LECTURA | “El abuelo” y “La diferencia”, de Jonathan Minila

sábado, abril 16th, 2016
—Pero... es que... —replicó el nieto dubitativo—, no quiero llorar, no quiero que te mueras. Foto: Shutterstock

—Pero… es que… —replicó el nieto dubitativo—, no quiero llorar, no quiero que te mueras. Foto: Shutterstock

El joven escritor mexicano entrega dos breves y contundentes narraciones, muestra del estilo refinado que demostró, entre otros, en su libro reciente Lo peor de la buena suerte

El abuelo

—Pero si no estás muerto.

—Claro que lo estoy  —contestó el abuelo—. Tú nada más llora y ya; yo me quedo quieto, como debe ser.

—¿Y si me da risa?  —cuestionó el nieto.

—¿Risa? —se indignó el abuelo—. ¿Te da risa mi muerte?

—No, no es eso —atajó el nieto—. Es sólo que… no estás muerto.

—Si me sigues interrumpiendo —se enfadó el abuelo— jamás voy a estarlo como se debe. ¿No puedes tan sólo ponerte a llorar y ya?

—Pues si quieres —respondió el nieto—. Nada más te digo una cosa: los muertos no hablan.

—¿Ah, no? —Se irguió el abuelo—.  Entonces dime, a ver… ¿por qué estoy hablando?

—¿Será porque no estás muerto? —respondió el nieto burlonamente.

El abuelo miró el cuarto donde había pasado los últimos cuatro meses, escuchó atento que no viniera nadie y le dio una bofetada a su nieto.

—A mí no me faltes al respeto, cabrón —lo reprendió—. Si digo que estoy muerto, estoy muerto y ya.

El nieto se cubrió el rostro y no contestó. Al abuelo sintió de inmediato un terrible remordimiento. Jamás le había pegado, al menos en vida.

—Discúlpame —acarició la cabeza de su nieto—. Es que es la primera vez que muero. Estoy nervioso.

—Entiendo  —contestó el nieto, sólo por decir algo.

—¿Y bien? —retomó la conversación el abuelo después de un rato—. ¿Lo harás?

—¡Pero qué quieres que yo haga! —se desesperó el nieto, aún resentido por el golpe que le había dado.

El abuelo, cerró los ojos, se tranquilizó y contestó:

—Llorar; sólo llorar.

Silencio.

—Pero… es que…  —replicó el nieto dubitativo—, no quiero llorar, no quiero que te mueras.

—Ya estoy muerto.

—¡No es cierto! ¡No estás muerto! ¡No estás muerto!

El nieto cayó sobre el regazo de su abuelo y lo zarandeó. Ahogado en su propio llanto, que guardaba en la garganta, continuó gritando. Su madre lo escuchó,  corrió y abrió la puerta de la habitación: se abalanzó sobre su hijo. El corazón se le rompió al mirarlo llorar sobre el cuerpo inerte de su padre. Todo lo valiente que había querido ser hasta el momento se acabó. Fue débil. Abrazó a su hijo, y lo consoló.

—Ya, hijo, tranquilo; tu abuelo estará bien.

—¡No está muerto! ¡No está muerto! —insistió su hijo.

El abuelo abrió los ojos por un momento y los vio salir de la habitación. Después, sólo después, los cerró al fin, para siempre.

La diferencia

Todos abren los ojos al mismo tiempo. Despiertan acostados del mismo modo. Miran una ave idéntica detenerse en una ventana igual. Todos corren las cortinas rojas de la misma manera, arrastrando el mismo polvo. Se tocan el rostro con una mano que siente la misma nariz larga. Escuchan los mismos ruidos lejanos, sienten su cuerpo desde adentro, pesado, terrible. Andan igual, con esos pies llenos de agua, dejando el suelo hecho lodo. Todo se repite en ese instante insoportable. Cada latido, cada respiración. Un pensamiento surge entre cuatro paredes idénticas que se alejan para aplastarlo todo. Una luz mortecina que cuelga de sus párpados a medio cerrar. Unas manos quietas, firmes, al final de unos brazos lánguidos que podrían  ser de cualquier otro. Nada les pertenece. La línea del techo está en otro sitio, en muchos, y ahí. Se extienden en el mismo ángulo, se les siente correr por dentro, del mismo modo. Cada sombra es igual, cada objeto, cada lugar en el espacio. La misma hora, el mismo nombre, la misma mosca revoloteando alrededor. El pecho subiendo igual, en un respirar simultáneo que comprime el mundo. El cabello en idéntica posición. Las cobijas del mismo modo, desordenadas. Los mismos pliegues, los mismos olores agrios. Todas las puertas largas, monstruosas, horrendas extendiéndose ahí; oscurecidas, dejando todo lejos, a la misma distancia, de la misma manera.

Afuera también es así.

 Las mismas sombras de las aves que cruzan arriba, y que chillan en un eco sincronizado sobre la misma ráfaga de aire. Foto: Shutterstock

Las mismas sombras de las aves que cruzan arriba, y que chillan en un eco sincronizado sobre la misma ráfaga de aire. Foto: Shutterstock

Una escalera se extiende en espiral, culmina en una calle que está en todos lados; que se llena de las mismas cosas. Todas con un árbol al final y otro en medio. Con un perro solitario, idéntico, que caliente el suelo y da vueltas para acostarse. Eso también. Las mismas sombras de las aves que cruzan arriba y que chillan en un eco sincronizado sobre la misma ráfaga de aire. El sol en una posición idéntica y las estrellas sumergidas en un azul que lo cubre todo, que las traga igual. La oscuridad de allá repitiéndolo todo. Planeta tras planeta, movimiento tras movimiento. Cada hombre cargando con su espacio, con sus escaleras de espiral. Con alguien, quizá, que piensa todo esto y tal vez lo escribe; y con alguien que lo lee y lo hace existir, y lo hace repetirse. Extendiendo esa angustiante habitación, esa respiración entrecortada. Esa asfixiante oscuridad que los condena, que los reprime, que los tienta a abrir las puertas y correr. Sin importar, quizá, que muchas calles se encuentren de pronto invadidas por hombres idénticos —con la misma nariz larga, y los mismos ojos ausentes— que intentan huir de ellos, de su reflejo, aunque con cada movimiento se sumerjan más en sí mismos, en ese infierno que es saberse solo e interminable. No. Más valdría que cada uno se quedara ahí, quieto. Mordiendo sus uñas con la misma fuerza. Mirando la puerta larga y pensando igual. Figurándose quizá que del otro lado todo es diferente; que hay niños que juegan y mujeres que ríen y hombres con otros rostros. Sí, es mejor. Quedarse encerrado, suponer que existe la diferencia. Aunque todos, lamentablemente, piensan igual.

Jonathan Minila, autor del reciente Lo peor de la buena suerte. Foto: Especial

Jonathan Minila, autor del reciente Lo peor de la buena suerte. Foto: Especial

¿Quién es Jonathan Minila? Escritor y promotor cultural. Es autor del libro de ensayos Ruido, del libro infantil El niño pájaro (Pearson, 2015) y de los libros de cuentos Imaginarios (De lo imposible ediciones, 2015) y Lo peor de la buena suerte (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015). Es Subdirector de Literatura y Autores de la Coordinación Nacional de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes. Ha sido colaborador en La Jornada Aguascalientes y editor web asociado de la revista Letras Libres.