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Joël Dicker completa la trilogía de Marcus Goldman con El caso Alaska Sanders

miércoles, julio 13th, 2022

El escritor suizo Joël Dicker habló sobre su nueva novela El caso Alaska Sanders con la cual cierra la trilogía de Marcus Goldman, un libro que cronológicamente se coloca en medio de las otras dos entregas de esta saga.

Ciudad de México, 12 de julio (SinEmbargo).– Marcus Goldman está de vuelta con una historia que sucede a los hechos narrados en La verdad sobre el caso Harry Quebert y que al mismo tiempo antecede a El libro de los Baltimore. En esta ocasión, el joven escritor se reunirá con el sargento Perry Gahalowood y con los fantasmas de su amigo Harry Queber en torno a un feminicidio ocurrido en New Hampshire y narrado en El caso Alaska Sanders (Alfaguara).

“Yo realmente quería escribir una segunda parte, pero me dije ‘voy a esperar algunos años para escribir esta segunda parte, esta segunda novela, y por eso después escribí el tercer tomo que es el Libro de los Baltimore, un tercer tomo cronológicamente porque El caso Harry Quebert ocurre en 2008-2009, El libro de los Baltimore en 2012 y El caso Alaska entre 2010 y 2012. Esto me permite hacer una trilogía en el sentido de que uno es la continuación del otro, pero al mismo tiempo me permitió escribir tres libros que se pueden leer de manera independiente”, comentó Joël Dicker, el autor de esta saga, en un encuentro con medios hispanoamericanos.

La publicación de esta novela se da una década después del caso Harry Quebert, que convirtió a Joël Dicker en un fenómeno literario global, traducido a 42 idiomas y con más de 15 millones de lectores. En esta entrega, el escritor suizo construye “una intriga que alterna varias líneas temporales” y en la que recupera a Marcus Goldman, al sargento Perry Gahalowood y a Harry Quebert “unos meses después del final de La verdad sobre el caso Harry Quebert”, reseña la editorial.

“Después de Harry Quebert había dos cosas importantes para mí, en primer lugar se trata de dos historias de amistad, la amistad de Marcus Goldman y Harry Quebert, que llega al principio del libro a un momento álgido, pero al final del libro en cierto modo se ha roto; y una segunda historia de amistad entre Perry, el policía, y Marcus, y empieza justo al revés, es una amistad que empieza con grandes dificultades porque Perry y Marcus se encuentran en una investigación y al principio están en una situación de conflicto, a Perry no le gusta Marcus, no tienen ninguna razón para ser amigos, pero al final de libro, la aventura, la investigación, les une, hace que brote la amistad, entonces yo quería saber qué pasaba con sus amistades”, ahondó Joël Dicker en la charla con los medios.

El caso Alaska Sanders cierra la trilogía del personaje Marcus Goldman. Foto: Grupo Random House.

Dicker explicó que siempre imaginó que habría una secuela directa después del caso de Harry Quebert, pero después de haber escrito ese libro y de pensar en una continuación lo que no previó era el éxito que vendría: “no era imaginable, es decir, se trata de una novela que yo publiqué después de varios intentos infructuosos y de repente un editor que no era muy conocido, con ventas que no era muy buenas… yo no tenía ninguna razón para creer que Harry Quebert tuviera un éxito enorme, entonces me concentré en escribir”.

En esta segunda parte de la trilogía, Joël Dicker relata el asesinato de la joven Alaska Sanders, cuyo cuerpo es encontrado el 3 de abril de 1999 al borde del lago de Mount Pleasant, una pequeña localidad de New Hampshire. La última persona en verla con vida es su empleador, quien le pide cerrar la tienda que tiene junto a la estación de gas. Se despide de ella para acudir a una cena con su esposa y al regresar al siguiente día enfrentará la sucesión de hechos sobre el feminicidio de la joven.

“Todos los días en Europa, y en América Latina también, todos los días, cada minuto, hay una mujer que es asesinada, por su marido, un hombre, por alguien, y sencillamente esto ocurre porque es mujer y porque es víctima de violencia. No creo que sea anecdótico elegir a mujeres víctimas de violencia, refleja tristemente la realidad, es así el mundo en el que vivimos, es una situación insoportable y esto es una forma de expresarlo. Yo creo que lo que es importante en una novela es el eco que el texto tiene en los lectores y en general ese eco resuena con el propio lector y si una no tuviera una actitud moralista, no funcionaría, porque a la gente que moraliza nadie la escucha. Ahora bien, si uno llama a la reflexión, hace que el lector se pregunte sobre cuestiones más importantes, yo creo que el eco es mucho más fuerte, esta es la gran fuerza de la literatura”, expresó Dicker.

El autor explicó que eligió llamar a su personaje Alaska porque buscaba un nombre diferente que retuviera la atención, “entonces me imaginé muchos nombres y de repente se me ocurrió el nombre de Alaska, porque Alaska tiene una parte atractiva, salvaje, además es muy bonito, no lo conocemos bien, es misterioso y pensaba que ese nombre iba bien”.

Cuestionado sobre si realiza algún tipo de investigación antes de escribir, Joël comentó que en El caso de Alaska Sanders o cualquier otra novela policiaca que es ficción pura, “no hay que hacer ningún tipo de documentación porque sino vas a estropearlo todo, hay que dejarse ir y yo creo que si el lector conecta mucho con el libro, seguramente es porque hay una veracidad en los lugares”

“Hay otro elemento, se trata de investigaciones que en gran medida lleva a cabo un policía pero también Marcus que no tiene ninguna formación policiaca ni tiene nada que ver con los policías y entonces, es una investigación que podría hacer cualquier persona de una forma muy artesana, es decir, un papel, un cuaderno, un bolígrafo y va interrogando gente, no hay tecnología policial, no hay nada de las técnicas policiales de investigación, esto lo que hace es que la novela esté por encima de cualquier cosa tecnológica y hace que la novela tenga todo un barniz muy humano de los pies a la tierra”, añadió.

En relación al paralelismo entre él y su personaje Marcus Goldman, Joël Dicker reconoció que se encuentra un eco de su persona y ante la cuestión de si habrá o no más de este escritor con tintes detectivescos en el futuro, compartió:

“No lo sé, quizá nunca, quizá en un futuro, es difícil saberlo. La verdad es que no lo sé, si lo supiera se los diría, por supuesto que si tuviera intención de escribir otro libro de Marcus Goldman lo diría tranquilamente, pero no lo sé, pero como no lo sé no quiero hacer promesas en un sentido ni en otro porque esas promesas irían en contra de mi libertad como escritor, yo quería escribir una trilogía, la trilogía ya está hecha o sea que el proyecto ya está acabado. Ahora bien, si un día voy a querer añadir un libro a la trilogía dentro de un años, dos años, cinco, veinte, no lo sé, ya veremos”.

ADELANTO | Un hotel, un crimen sin resolver. Joël Dicker vuelve con El enigma de la habitación 622

sábado, julio 18th, 2020

Una noche de diciembre, un cadáver yace en el suelo de la habitación 622 en un hotel de lujo en los Alpes suizos. La investigación policial no concluirá hasta años más tarde, con la llegada del escritor Joël Dicker al mismo lugar.

¿Qué sucedió aquella noche? Es la gran pregunta de este thriller en la que se mezclan un triángulo amoroso, juegos de poder, traiciones y envidias, y donde la verdad dista mucho de las apariencias.

Ciudad de México, 18 de julio (SinEmbargo).- Una noche de diciembre, un cadáver yace en el suelo de la habitación 622 del Palace de Verbier, un hotel de lujo en los Alpes suizos. La investigación policial no llegará nunca a término y el paso del tiempo hará que muchos olviden lo sucedido. Años más tarde, el escritor Joël Dicker llega a ese mismo hotel para recuperarse de una ruptura sentimental.

No se imagina que terminará investigando el viejo crimen, y no lo hará solo: Scarlett, la bella huésped y aspirante a novelista de la habitación contigua, lo acompañará en la búsqueda mientras intenta aprender también las claves para escribir un buen libro.

¿Qué sucedió aquella noche en el Palace de Verbier? Es la gran pregunta de este thriller sobre una investigación policial en la que se mezclan un triángulo amoroso, juegos de poder, traiciones y envidias, y donde la verdad es muy distinta a todo lo que hayamos imaginado.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de El enigma de la habitación 622, novela negra del autor sueco Joël Dicker, ganadora del Premio Goncourt des Lycéens, del Gran Premio de Novela de la Academia Francesa, del Premio Lire, del Premio Qué Leer y del Premio San Clemente. Cortesía otorgada bajo el permiso de Alfaguara.

***

1. Flechazo

A principios de verano de 2018, cuando acudí al Palace de Verbier, un prestigioso hotel de los Alpes suizos, estaba lejos de imaginar que me iba a pasar las vacaciones resolviendo el crimen que se había cometido en el establecimiento muchos años antes.

Supuestamente, mi estancia allí iba a ser un ansiado respiro después de dos cataclismos a pequeña escala que habían acontecido en mi vida personal. Pero antes de contaros lo que pasó ese verano, tengo que volver primero a lo que dio origen a toda esta historia: la muerte de mi editor, Bernard de Fallois.

Bernard de Fallois era el hombre a quien le debía todo.
El éxito y la fama los había conseguido gracias a él.
Me llamaban «el escritor» gracias a él.
Me leían gracias a él.

Cuando lo conocí, yo era un autor a quien ni siquiera habían publicado: él hizo de mí un escritor leído en el mundo entero. Con su aspecto de patriarca elegante, Bernard había sido una de las personalidades más destacadas del mundo editorial francés. Para mí fue un maestro y, sobre todo, pese a llevarme sesenta años, un gran amigo.

Bernard falleció en el mes de enero de 2018, a los noventa y un años, y reaccioné a su muerte como lo habría hecho cualquier escritor: me lancé a escribir un libro sobre él. Me entregué a ello en cuerpo y alma, encerrado en el despacho de mi piso del 13 de la avenida de Alfred-Bertrand , en el barrio de Champel de Ginebra.

Como siempre que estaba escribiendo, la única presencia humana que podía tolerar era la de Denise, mi asistente. Denise era el hada buena que velaba por mí. Siempre de buen humor, me organizaba la agenda, seleccionaba y clasificaba la correspondencia de los lectores, y releía y corregía lo que yo había escrito. Llegado el caso, me llenaba la nevera y me reponía las provisiones de café. Y, para terminar, se adjudicaba cometidos de médico de a bordo, presentándose en mi despacho como si subiera a un barco después de una travesía interminable, y me prodigaba consejos de salud.

—¡Salga de aquí! —me ordenaba afectuosamente—. Vaya a dar una vuelta por el parque para ventilarse las ideas. ¡Lleva horas encerrado!
—Ya fui a correr esta mañana —le recordaba yo.
—¡Tiene que oxigenarse el cerebro a intervalos regulares! —insistía.

Era casi un ritual cotidiano: yo obedecía y salía a la terraza del despacho. Me llenaba los pulmones con unas cuantas bocanadas del aire fresco de febrero y luego, desafiándola con una mirada guasona, encendía un cigarrillo. Ella protestaba y me decía con tono consternado:
—Que lo sepa, Joël, no le pienso vaciar el cenicero. Así se dará cuenta de cuantísimo fuma.

Todos los días me imponía a mí mismo la rutina monacal que seguía cuando estaba dedicado a escribir y que constaba de tres etapas indispensables: levantarme al alba, ir a correr y escribir hasta por la noche. De modo que, indirectamente, fue gracias a este libro como conocí a Sloane. Sloane era mi nueva vecina de rellano. Se había mudado hacía poco y desde entonces todos los residentes del edificio hablaban de ella. Por mi parte, nunca había tenido ocasión de conocerla. Hasta esa mañana en que, al volver de mi sesión diaria de deporte, me topé con ella por primera vez. Ella también venía de correr y entramos juntos en el edificio. Entendí en el acto por qué todos los vecinos coincidían al hablar de Sloane: era una joven con un encanto que te dejaba sin recursos. Nos limitamos a saludarnos educadamente antes de meterse cada cual en su casa. Yo me quedé alelado detrás de la puerta. Me había bastado ese breve encuentro para empezar a enamorarme.

Al poco tiempo, solo tenía una cosa en mente: conocer a Sloane. Intenté un primer acercamiento aprovechando que los dos salíamos a correr. Sloane lo hacía casi todos los días, pero sin horario fijo. Me pasaba horas deambulando por el parque Bertrand hasta que perdía la esperanza de encontrármela. Y, de pronto, la veía pasar fugazmente por una avenida.

Por regla general, me resultaba imposible alcanzarla y la esperaba en el portal de nuestro edificio. Me impacientaba delante de los buzones y fingía que estaba recogiendo el correo cada vez que un vecino entraba o salía, hasta que por fin llegaba ella. Pasaba delante de mí, sonriéndome, y yo me derretía y me quedaba tan turbado que, antes de que se me ocurriera algo inteligente que decirle, ya se había ido a casa.

Fue la portera, la señora Armanda, la que me informó sobre Sloane: era pediatra, inglesa por parte de madre, y su padre era abogado, había estado casada dos años pero no salió bien. Trabajaba en los Hospitales Universitarios de Ginebra y alteraba el horario diurno y el nocturno, por eso me costaba tanto entender su rutina.

Después del fracaso de no coincidir con ella cuando salía a correr, decidí cambiar de método. Le encomendé a Denise la misión de vigilar el pasillo por la mirilla y avisarme cuando la viera aparecer. En cuanto oía las voces de Denise («¡Está saliendo de casa!»), yo salía corriendo del despacho, peripuesto y perfumado, y me plantaba a mi vez en el rellano, como por casualidad. Pero lo más que hacíamos era saludarnos. Ella solía bajar a pie, lo que impedía entablar cualquier conversación. Y aunque le pisaba los talones, ¿de qué me servía? En cuanto Sloane llegaba a la calle, desaparecía. Las poquísimas veces que cogía el ascensor, yo me quedaba mudo y en la cabina reinaba un silencio incómodo. En ambos casos, yo volvía a subir a casa con las manos vacías.

—¿Y bien? —me preguntaba Denise.
—Pues nada —mascullaba yo.
—Pero, Joël, ¿cómo puede ser tan inútil? ¡A ver si nos esforzamos un poquito!
—Es que soy algo tímido.
—¡Venga ya, déjese de monsergas! En los platós de televisión no se le nota nada tímido.
—Porque a quien ve usted por televisión es al Escritor. Pero Joël es muy distinto.
—¡Pero vamos a ver, Joël, tampoco es tan complicado! Llama usted a la puerta, le regala unas flores y la invita a cenar. ¿Le da pereza ir a la floristería, es eso? ¿Quiere que me encargue yo?

Entonces llegó esa noche de abril, cuando fui a la Ópera de Ginebra, yo solo, a ver la representación de El lago de los cisnes.Y hete aquí que en el entreacto, al salir a fumar un cigarrillo, me topé con ella. Cruzamos unas palabras y, como ya estaba sonando el aviso para volver a la sala, me propuso ir a tomar algo juntos después del ballet. Quedamos en el Remor, un café a unos pasos de allí. Así fue como Sloane entró en mi vida.

Sloane era guapa, divertida e inteligente. Sin lugar a dudas, una de las personas más fascinantes que he conocido. Después de la noche del Remor, la invité a salir varias veces. Fuimos a conciertos y al cine. La llevé a rastras a la inauguración de una exposición de arte moderno infumable donde nos dio un ataque de risa y de la que salimos huyendo para ir a cenar a un restaurante vietnamita que le encantaba.

Pasamos varias veladas en su casa o en la mía, escuchando ópera, charlando y arreglando el mundo. Yo no podía dejar de comérmela con los ojos: estaba postrado ante ella. Cómo entornaba los ojos, cómo se retocaba el pelo, cómo sonreía levemente cuando algo le daba apuro, cómo jugueteaba con los dedos de uñas pintadas antes de hacerme una pregunta. Me gustaba todo de ella.

No tardé en pensar solo en ella. Tanto es así que aparqué temporalmente el libro.
—Ay, Joël, está usted en las nubes —me decía Denise al comprobar que ya no escribía ni una línea.
—Es por Sloane —explicaba yo delante del ordenador apagado.

No veía el momento de estar con ella y reanudar nuestras conversaciones interminables. No me cansaba nunca de oírle contar su vida, qué la apasionaba, qué le apetecía y a qué aspiraba. Le gustaban las películas de Elia Kazan y la ópera.

Una noche, después de cenar con mucho vino en una cervecería del barrio de Pâquis, acabamos en el salón de mi casa. Sloane contempló, divertida, los adornos y los libros de las estanterías de la pared. Estuvo mucho rato mirando un cuadro de San Petersburgo que había sido de mi tío abuelo. Luego les dedicó otro buen rato a las bebidas fuertes del mueble bar. Le gustó el esturión en relieve que decoraba la botella de vodka Beluga y lo serví en un par de vasos con hielo. Encendí la radio, el programa de música clásica que escuchaba muchas noches. Me desafió a identificar al compositor que estaba sonando. Fácil, era Wagner. Así que me besó con La valquiria y me acercó a ella tirando de mí y susurrándome al oído que me deseaba.

La relación duró dos meses. Dos meses maravillosos. A lo largo de los cuales, sin embargo, el libro sobre Bernard fue recuperando terreno. Al principio aproveché las noches en que Sloane tenía guardia en el hospital para adelantarlo. Pero cuanto más adelantaba, más me metía en la novela.

Una noche, Sloane sugirió que saliéramos: por primera vez, no acepté la oferta. «Tengo que escribir», le expliqué. De entrada, Sloane fue de lo más comprensiva. También ella tenía un trabajo que a veces la tenía más ocupada de lo previsto.

Y entonces rechacé salir por segunda vez. Tampoco en esta ocasión se lo tomó a mal. Tenéis que entenderme: me encantaba cada instante que pasaba con Sloane. Pero tenía la sensación de que iba a estar con ella para siempre, de que esos momentos de complicidad se repetirían indefinidamente. Mientras que la inspiración para una novela podía esfumarse tan rápido como había surgido, y la ocasión la pintan calva.

La primera pelea se produjo una noche a primeros de junio, cuando, después de acostarnos, me levanté de la cama para vestirme.

—¿Adónde vas? —me preguntó.
—A mi casa —contesté con toda naturalidad.
—¿No te quedas a dormir?
—No, quiero escribir un rato.
—O sea, que vienes, te desfogas y hasta la próxima.
—Tengo que adelantar la novela —le expliqué, contrito.
—¡No me digas que te vas a pasar todo el rato escribiendo! —estalló—. ¡Te tiras con eso todo el día, hasta última hora de la tarde, y después de cenar, e incluso los fines de semana! ¡Esto se está saliendo de madre! Ya no me propones hacer nada.

Noté que nuestra relación se iba apagando tan deprisa como había prendido. Tenía que hacer algo. Por eso, al cabo de unos días, la víspera de marcharme a una gira de diez días por España, llevé a Sloane a cenar a su restaurante favorito: el japonés del Hôtel des Bergues, cuya terraza estaba en la azotea del establecimiento y tenía unas vistas a la rada de Ginebra que quitaban el hipo. Fue una velada de ensueño. Le prometí a Sloane ser menos escritor y más «nosotros», insistiendo una y otra vez en lo mucho que significaba ella para mí. Incluso empezamos a planear irnos juntos de vacaciones en agosto a Italia, un país que a los dos nos gustaba especialmente. ¿Mejor la Toscana o Apulia? Ya lo investigaríamos cuando volviera de España.

Nos quedamos en la mesa hasta que cerraron el restaurante, a la una de la madrugada. Era una noche templada de finales de primavera. Durante la cena, tuve la extraña sensación de que Sloane estaba esperando algo de mí. Y en el momento de irnos, cuando me levanté de la silla y los empleados comenzaron a pasar la fregona por la terraza a nuestro alrededor, Sloane me dijo:

—¿A que se te ha olvidado?
—¿Olvidado qué? —pregunté.
—Hoy era mi cumpleaños…

Al ver mi cara de pánico, comprendió que no se equivocaba. Se marchó hecha una furia. Intenté retenerla, deshaciéndome en excusas, pero ella se subió al único taxi libre que había delante del hotel y me dejó plantado en el umbral, ante la mirada jocosa de los aparcacoches. En lo que tardé en llegar al número 13 de la avenida de Alfred-Bertrand, Sloane ya estaba en casa, había desconectado el teléfono y se negaba a abrirme. Al día siguiente me marché a Madrid y mientras estuve allí le envié abundantes mensajes de texto y de correo electrónico que no obtuvieron respuesta. Me quedé sin saber nada de ella.

Volví a Ginebra el viernes 22 de junio por la mañana para encontrarme con que Sloane había roto conmigo. Fue la portera, la señora Armanda, quien hizo de mensajera. Me paró cuando estaba entrando en el edificio:
—Hay una carta para usted.
—¿Para mí?

—Es de su vecina. No quería meterla en el buzón por la asistente de usted, que le abre el correo.
Abrí el sobre en el acto. Encontré una nota de unas pocas líneas: Joël: No va a funcionar. Hasta pronto. Sloane

Esas palabras me dieron de lleno en el corazón. Subí a casa con la cabeza gacha. Pensé que allí, al menos, estaría Denise para subirme los ánimos en los días venideros. Denise, la mujer encantadora a la que su marido había dejado por otra, un icono de la soledad moderna. Nada mejor para sentirse menos solo que encontrarse con alguien que está aún más abandonado. Pero al entrar en el piso me encontré con que al parecer Denise se marchaba. No eran aún ni las doce.

—¿Denise? ¿Adónde va? —le pregunté a modo de saludo.
—Hola, Joël, ya lo avisé de que hoy me iría pronto. Mi vuelo sale a las tres.
—¿Su vuelo?
—¡Joël! ¡No me diga que se le ha olvidado! Lo hablamos antes de que se fuera a España. Me voy quince días con Rick a Corfú.
Rick era un individuo a quien Denise había conocido por internet. Efectivamente, habíamos hablado de esas vacaciones. Se me había ido de la cabeza.
—Sloane me ha dejado —anuncié.
—Ya lo sé; lo siento mucho, de verdad.
—¿Cómo que ya lo sabe? —dije, extrañado.
—La portera abrió la carta que Sloane dejó para usted y me lo contó todo. No he querido decírselo mientras estaba en Madrid.
—Y, aun así, ¿va a marcharse? —le pregunté.
—¡Joël, no voy a anular mis vacaciones porque lo haya dejado su novia! Además, seguro que encuentra a otra en un pispás. Todas las mujeres le ponen ojitos. Hale, nos vemos dentro de quince días. ¡Ya verá cómo se pasan enseguida! Y lo tengo todo previsto, he ido a la compra. ¡Fíjese!

Denise me llevó corriendo a la cocina. Al enterarse de que Sloane y yo habíamos roto, se había anticipado a mi reacción: iba a quedarme encerrado en casa. Preocupada a todas luces por que dejase de alimentarme en su ausencia, había hecho un impresionante acopio de provisiones. Desde las alacenas hasta el congelador, estaba todo lleno de comida.

Hecho lo cual, se marchó. Y yo me quedé solo en la cocina. Me preparé un café y me acomodé en el mostrador largo de mármol negro, enfrente de todas las sillas altas que se alineaban desesperadamente vacías. En esa cocina cabíamos diez, pero no había nadie más que yo. Me arrastré hasta el despacho donde pasé mucho rato mirando una foto mía con Sloane. Luego, cogí una ficha y escribí «Sloane» y, a continuación, la fecha de este espantoso día en que me había dejado, con la anotación «22/6: un día que hay que olvidar».

Pero era imposible sacarme a Sloane de la cabeza. Todo me la recordaba. Incluso el sofá del salón, en el que acabé dejándome caer y que me trajo a la memoria cómo, pocos meses antes, en ese mismo sitio y encima de ese mismo tapizado, había empezado la más extraordinaria de las relaciones, que yo había conseguido echar a pique.

Me contuve para no ir a llamar a la puerta del piso de Sloane ni telefonearla. Pero a última hora de la tarde, como ya no podía más, me acomodé en la terraza, fumando un cigarrillo tras otro, con la esperanza de que Sloane se asomase también y nos encontrásemos «por casualidad». Sin embargo, la señora Armanda, que me vio desde la acera cuando salió a pasear al perro y cuando volvió, al cabo de una hora, se fijó en que yo seguía allí, me dijo desde el portal: «No sirve de nada esperar, Joël. No está. Se ha ido de vacaciones».

Me metí otra vez en el despacho. Sentía que necesitaba irme. Me apetecía alejarme temporalmente de Ginebra, quitarme de encima los recuerdos de Sloane. Me apetecía tener calma y serenidad. Entonces, entre las notas sobre Bernard que tenía encima de la mesa, me fijé en la que se refería a Verbier. Le encantaba ir allí. La perspectiva de pasar allí algún tiempo, de disfrutar de la tranquilidad de los Alpes para centrarme, me atrajo en el acto. Encendí el ordenador y me metí en internet: enseguida me topé con la página web del Palace de Verbier, un hotel mítico; me bastaron unas pocas fotos para convencerme: la terraza soleada, el jacuzzi con vistas a unos magníficos paisajes, el bar de luces tamizadas, los salones acogedores y las suites con chimenea. Era exactamente el entorno que necesitaba. Pinché en la pestaña de reservas y me puse a teclear.

Así fue como empezó todo.

LECTURAS | La desaparición de Stephanie Mailer, de Jöel Dicker

sábado, agosto 18th, 2018

“Seiscientas cincuenta páginas que nos harán adorar el insomnio”, dijo Valérie Trierweiler, del Paris Match. Este escritor suizo, nacido en 1985, que no “escribe, boxea”, entrega un thriller espectacular, con tramas adictivas que se alejan del best seller convencional.

Ciudad de México, 18 de agosto (SinEmbargo).- La noche del 30 de julio de 1994, la apacible población de Orphea, en la región de los Hamptons, asiste a la gran apertura del festival de teatro. Pero el alcalde se retrasa… Mientras tanto, un hombre recorre las calles vacías buscando a su mujer, hasta hallar su cadáver ante la casa del alcalde. Dentro, toda la familia ha sido asesinada.

Jesse Rosenberg y Derek Scott, dos jóvenes y brillantes policías de Nueva York,resuelven el caso. Pero veinte años más tarde, en la ceremonia de despedida de la policía a Rosenberg, la periodista Stephanie Mailer lo afronta: asegura que Dereck y Jesse se equivocaron de asesino a pesar de que la prueba estaba delante de sus ojos y afirma poseer información clave. Días después, desaparece.

Así se inicia este colosal thriller, que avanza en el pasado y el presente a ritmo vertiginoso, sumando tramas, personajes, sorpresas y vueltas de tuerca, sacudiendo y precipitando al lector sin freno posible hacia el inesperado e inolvidable desenlace.

Acerca de los acontecimientos del 30 de julio de 1994

Solo las personas familiarizadas con la región de los Hamptons, en el estado de Nueva York, se enteraron de lo sucedido el 30 de julio de 1994 en Orphea, una ciudad de veraneo pequeña y encopetada a orillas del océano.

Esa noche, Orphea inauguraba su primer festival de teatro y aquel acontecimiento, de alcance nacional, había atraído a un público considerable. Ya desde media tarde, los turistas y la población local habían empezado a agolparse en la calle principal para presenciar los numerosos actos festivos que había organizado el ayuntamiento. Los barrios residenciales se habían quedado vacíos de vecinos hasta tal punto que tenían pinta de ciudad fantasma: no quedaban paseantes por las aceras, ni parejas en los porches, ni niños patinando por la calle, ni había nadie en los jardines. Todo el mundo estaba en la calle principal.

A eso de las ocho, en el barrio completamente vacío de Penfield, el único rastro de vida era un coche que recorría despacio las calles desiertas. Al volante, un hombre escudriñaba las aceras con destellos de pánico en la mirada. Nunca se había sentido tan solo en el mundo. No había nadie para ayudarlo. No sabía qué hacer. Andaba buscando desesperadamente a su mujer: había salido a correr y no había vuelto.

Samuel y Meghan Padalin se hallaban entre los escasos vecinos que habían decidido quedarse en casa en esa primera noche de festival. No habían conseguido entradas para la obra inaugural, cuya taquilla había tomado la gente por asalto, e ir a participar en las festividades populares de la calle principal y del paseo marítimo y el puerto deportivo no había despertado en ellos el menor interés.

A última hora de la tarde, Meghan había salido, como todos los días, a eso de las seis y media, para ir a correr. Salvo los domingos, que era el día en que le concedía al cuerpo algo de descanso, hacía el mismo circuito todas las tardes de la semana. Salía de su casa y subía por la calle Penfield hasta Penfield Crescent, que trazaba un semicírculo alrededor de un parquecillo. Se detenía allí para realizar una serie de ejercicios en el césped —siempre los mismos— y luego regresaba a su casa por el mismo camino. Aquel recorrido le llevaba exactamente tres cuartos de hora. Cincuenta minutos a veces si alargaba los ejercicios. Pero nunca más tiempo.

A las siete y media, a Samuel Padalin le pareció raro que su mujer no hubiera regresado aún.

A las ocho menos cuarto, había empezado a preocuparse.

A las ocho, andaba arriba y abajo por el salón.

A las ocho y diez, por fin, no aguantó más y tomó el coche para recorrer el barrio. La forma más lógica de proceder le pareció ir siguiendo el camino que solía recorrer Meghan. Y eso fue lo que hizo.

Se metió por la calle Penfield y subió hasta Penfield Crescent, donde giró. Eran las ocho y veinte. Ni un alma por la calle. Se detuvo un momento para mirar el parque, pero no vio a nadie. Cuando volvía a arrancar, divisó una forma en la acera. Al principio, le pareció un montón de ropa. Hasta que se dio cuenta de que se trataba de un cuerpo. Entonces salió precipitadamente del coche, con el corazón palpitante: era su mujer.

A la policía, Samuel Padalin le dijo que al principio había pensado en un vahído por culpa del calor. Se temió un ataque al corazón. Pero, al acercarse a Meghan, vio la sangre y el agujero detrás de la cabeza.

Se puso a gritar y a pedir ayuda, sin saber si tenía que quedarse junto a su mujer o si ir corriendo a llamar a la puerta de las casas para que alguien avisase a emergencias. Lo veía todo borroso y le daba la impresión de que le fallaban las piernas. Sus voces atrajeron por fin a un vecino de una calle paralela, quien avisó a emergencias.

Pocos minutos después, la policía cerró el barrio.

Fue uno de los primeros agentes en llegar quien, al trazar el perímetro inicial de seguridad, se fijó en que la casa del alcalde de la ciudad, muy próxima al cuerpo de Meghan, tenía la puerta entornada. Se acercó, intrigado. Comprobó que la habían reventado. Sacó el arma, subió de una zancada las escaleras de entrada y anunció su presencia. No hubo ninguna respuesta. Empujó la puerta con la punta del pie y vio que un cadáver de mujer yacía en el pasillo. Pidió refuerzos en el acto, antes de seguir avanzando despacio por la casa con el arma en la mano. A la derecha, en un saloncito, se topó, espantado, con el cuerpo de un niño. Luego, en la cocina, se encontró al alcalde, en un charco de sangre, asesinado también.

Habían matado a toda la familia

La desaparición de Stephanie Mailer no es un libro corto, pero es casi imposible soltarlo hasta llegar a conocer la verdad. Foto: Especial

Fragmento de La desaparición de Stephanie Mailer, de Jöel Dicker, con autorización de Alfaguara

PRIMERA PARTE. EN LA SIMA

–7 Desaparición de una periodista Lunes 23 de junio-martes 1 de julio de 2014

Jesse Rosenberg

Lunes 23 de junio de 2014

Treinta y tres días antes de la inauguración del XXI festival de Orphea

La primera y última vez que vi a Stephanie Mailer fue cuando se coló en la recepción amistosa que me organizó la policía estatal de Nueva York con motivo de mi retirada del cuerpo.

Aquel día, una multitud de policías de todas las brigadas se había reunido bajo el sol del mediodía frente a la tarima de madera que colocaban en las grandes ocasiones en el aparcamiento del centro regional de la policía estatal. Yo me encontraba allí subido, junto a mi superior, el mayor McKenna, que había sido mi jefe durante toda mi carrera y me estaba tributando un ferviente homenaje.

—Jesse Rosenberg es un capitán de policía joven, pero por lo visto le corre mucha prisa irse —dijo el mayor, dando pie a las risas de los asistentes—. Nunca habría imaginado que pudiera irse antes que yo. La verdad es que la vida está mal hecha: a todo el mundo le gustaría que yo me fuera, pero aquí sigo; y a todo el mundo le gustaría que Jesse se quedara, pero Jesse se nos va.

Tenía cuarenta y cinco años y dejaba la policía sereno y feliz. Después de veintitrés años de servicio, había decidido aceptar la pensión que ya me correspondía para sacar adelante un proyecto que llevaba mucho tiempo acariciando. Aún me quedaba una semana de trabajo, hasta el 30 de junio. Luego empezaría un capítulo nuevo de mi vida.

—Me acuerdo del primer caso importante de Jesse —siguió diciendo el mayor—. Un cuádruple asesinato espantoso que resolvió brillantemente, cuando nadie lo creía capaz de hacerlo. Era aún un policía muy joven. A partir de ese momento todo el mundo se percató del temple de Jesse. Todos los que se han codeado con él saben que ha sido un investigador excepcional; incluso creo que puedo decir que ha sido el mejor de todos nosotros. Lo bautizamos “capitán cien por cien” porque resolvió todas las investigaciones en las que participó, lo que lo convierte en un investigador único. Policía admirado por sus colegas, experto al que muchos consultan e instructor de la academia durante largos años. Te lo voy a decir, Jesse: ¡hace veinte años que te envidiamos todos!

Los asistentes volvieron a soltar la carcajada.

—No hemos entendido muy bien cuál es ese nuevo proyecto que te espera, Jesse, pero te deseamos suerte en esa empresa. Has de saber que te echaremos de menos, que la policía te echará de menos; pero sobre todo te echarán de menos nuestras mujeres que se pasaban las verbenas de la policía mirándote como si fueran a comerte vivo.

Un torrente de aplausos celebró el discurso. El mayor me dio un cordial abrazo y luego me bajé del estrado para ir a saludar a cuantos habían tenido el detalle de acudir antes de que se abalanzasen sobre el bufé.

Me quedé solo por un momento y se me acercó una mujer muy guapa de unos treinta años a la que no recordaba haber visto en la vida.

—¿Así que es usted el famoso “capitán cien por cien”? —me preguntó con tono seductor.

—Por lo visto —contesté sonriente—. ¿Nos conocemos?

—No. Me llamo Stephanie Mailer. Soy periodista del Orphea Chronicle.

Nos dimos la mano. Stephanie me dijo:

—¿Le molesta si lo llamo “capitán noventa y nueve por ciento”?

Fruncí el ceño.

—¿Está usted insinuando que he dejado sin resolver alguna de mis investigaciones?

Por toda respuesta sacó del bolso la fotocopia de un recorte del Orphea Chronicle fechado el 1 de agosto de 1994 y me lo alargó:

CUÁDRUPLE ASESINATO EN ORPHEA

MATAN AL ALCALDE Y A SU FAMILIA

El sábado, a última hora de la tarde, el alcalde de Orphea, Joseph Gordon, su mujer y su hijo de diez años aparecieron muertos en su domicilio. La cuarta víctima se llama Meghan Padalin, de treinta y dos años. La joven, que había salido a correr en el momento de los hechos, fue seguramente un testigo desafortunado. La mataron de varios tiros en plena calle, delante de la casa del alcalde.

Ilustraba el artículo una foto mía y de mi compañero a la sazón, Derek Scott, en el lugar del crimen.

—¿Adónde quiere ir a parar? —le pregunté.

—No resolvió este caso, capitán.

—¿Qué me está contando?

—En 1994 se equivocó de culpable. Pensaba que querría saberlo antes de dejar la policía.

Al principio creí que se trataba de una broma de mal gusto de mis colegas, antes de advertir que Stephanie iba muy en serio.

—¿Está usted investigando por su cuenta? —le pregunté.

—En cierto modo, capitán.

—¿”En cierto modo”? Va a tener que decirme algo más si pretende que la crea.

—Digo la verdad, capitán. Tengo una cita dentro de una hora que debería permitirme conseguir la prueba irrefutable.

—¿Una cita con quién?

—Capitán —me dijo con tono divertido—, no soy una principiante. Es la clase de exclusiva que un periodista no quiere arriesgarse a perder. Le prometo que lo haré partícipe de lo que descubra en cuanto llegue el momento. Mientras tanto, tengo que pedirle un favor: que me permita consultar el informe de la policía estatal.

—¡Usted lo llama un favor y yo lo llamo chantaje! —repliqué—. Empiece por enseñarme su investigación, Stephanie. Esas alegaciones son muy graves.

—Me hago cargo, capitán Rosenberg. Y, precisamente por eso, no me apetece que se me adelante la policía estatal.

—Le recuerdo que tiene la obligación de compartir con la policía toda la información de interés que obre en su poder. Es lo que marca la ley. También podría ir yo a hacer una inspección en su periódico.

A Stephanie pareció decepcionarla mi reacción.

—Qué se le va a hacer, “capitán noventa y nueve por ciento” —dijo—. Suponía que le iba a interesar, pero debe de estar usted pensando ya en su jubilación y en ese nuevo proyecto que ha mencionado el mayor en el discurso. ¿De qué se trata? ¿Va a arreglar un barco viejo?

—No es asunto suyo —contesté, muy seco.

Se encogió de hombros e hizo como que se iba. Yo estaba seguro de que era un farol y, en efecto, se detuvo tras dar unos pocos pasos y se volvió hacia mí.

—Tenía la respuesta ante los ojos, capitán Rosenberg. Sencillamente, no la vio.

Yo me sentía intrigado y molesto a la vez.

—Creo que me he perdido, Stephanie.

Ella alzó entonces la mano y me la colocó a la altura de los ojos.

—¿Qué ve, capitán?

—Su mano.

—Le estaba enseñando los dedos —me enmendó.

—Pero yo veo su mano —respondí, sin entenderla.

—Ese es el problema —me dijo—. Ha visto lo que quería ver y no lo que le han enseñado. Y eso fue lo que se perdió hace veinte años.

Fueron sus últimas palabras. Se marchó, dejándome, junto con su enigma, su tarjeta de visita y la fotocopia del periódico. Al divisar en el bufé a Derek Scott, mi antiguo compañero, que en la actualidad vegetaba en la brigada administrativa, me apresuré a acercarme a él y le enseñé el recorte.

—No has cambiado nada, Jesse —me dijo, sonriente y divertido al ver de nuevo aquel antiguo caso—. ¿Qué quería esa chica?

—Es una periodista. Según ella, nos colamos en 1994. Afirma que no acertamos en la investigación y que nos equivocamos de culpable.

—¿Qué? —dijo Derek, atragantándose—. Pero eso es de locos.

—Ya lo sé.

—¿Qué ha dicho exactamente?

—Que teníamos la respuesta ante los ojos y que no la vimos.

Derek se quedó perplejo. Él también parecía alterado, pero decidió quitarse esa idea de la cabeza.

—No me lo creo ni por asomo —masculló, al cabo—. No es más que una periodista de segunda que quiere destacar sin esforzarse mucho.

—Puede que sí —contesté pensativo—. Y puede que no.

Recorrí el aparcamiento con la vista y divisé a Stephanie que se estaba metiendo en su coche. Me hizo una seña y me gritó: “Hasta pronto, capitán Rosenberg”.

Pero no hubo ningún “hasta pronto”.

Porque ese fue el día en que desapareció.

DEREK SCOTT

Me acuerdo del día en que empezó todo aquel asunto.

Fue el sábado 30 de julio de 1994. Esa noche, Jesse y yo estábamos de servicio. Nos habíamos parado a cenar en el Blue Lagoon, un restaurante de moda donde Darla y Natasha trabajaban de camareras.

En aquella época, Jesse llevaba ya años con Natasha. Darla era una de sus mejores amigas. Tenían ambas el proyecto de abrir un restaurante juntas y dedicaban los días a hacerlo realidad: habían encontrado un local y ahora andaban pidiendo los permisos de obra. Por las noches y los fines de semana atendían en el Blue Lagoon y apartaban la mitad de lo que ganaban para invertirlo en su futuro local.

En el Blue Lagoon les habría parecido muy adecuado llevar la gerencia o trabajar en la cocina, pero el dueño les decía: “Con esa carita y ese culito, donde tenéis que estar es en la sala. Y no os quejéis, que os sacáis mucho más en propinas de lo que ganaríais en los fogones”. En esto último no le faltaba razón: muchos clientes iban al Blue Lagoon solo para que los atendieran ellas. Eran guapas, dulces y sonrientes. Lo tenían todo a su favor. No cabía duda de que su restaurante iba a tener un éxito clamoroso y todo el mundo hablaba ya de él.

Darla estaba soltera. Y reconozco que yo, desde que la había conocido, no me la quitaba de la cabeza. Le daba la murga a Jesse para ir al Blue Lagoon, cuando estaban Natasha y Darla, a tomar un café con ellas. Y, cuando se reunían en casa de Jesse para trabajar en su proyecto de restaurante, yo me plantaba allí para intentar seducir a Darla, cosa que solo conseguía a medias.

A eso de las ocho y media de aquella famosa noche del 30 de julio, Jesse y yo estábamos cenando en el bar mientras cruzábamos alegremente unas cuantas palabras con Natasha y Darla, que andaban por allí. De repente mi busca y el de Jesse sonaron a un tiempo. Nos miramos con expresión preocupada.

—Para que los dos buscas suenen a la vez tiene que ser algo grave —comentó Natasha.

Nos indicó la cabina telefónica del restaurante y un aparato que había en la barra. Jesse fue a la cabina y yo opté por la barra. Las dos llamadas fueron breves.

—Tenemos una llamada general por un asesinato cuádruple —les expliqué a Natasha y a Darla tras colgar, mientras me abalanzaba hacia la puerta. Jesse se estaba poniendo la chaqueta.

—Acelera —le dije en tono de regañina—. La primera unidad de la brigada criminal que se presente en el lugar del crimen se queda con el caso.

Éramos jóvenes y ambiciosos. Se trataba de la oportunidad de conseguir nuestro primer caso importante juntos. Yo tenía más experiencia que Jesse y la graduación de sargento. Mis superiores me apreciaban muchísimo. Todo el mundo decía que iba a hacer una carrera de policía brillante.

Fuimos corriendo por la calle hasta el coche y nos metimos en él a toda prisa; yo en el asiento del conductor y Jesse, en el del copiloto.

Arranqué como una tromba y Jesse cogió la baliza giratoria, que estaba en el suelo. La puso en marcha y, por la ventanilla abierta, la colocó encima del techo del coche camuflado, iluminando la noche con un destello rojo. Así fue como empezó todo.

Jesse Rosenberg

Jueves 26 de junio de 2014

Treinta días antes de la inauguración

Me había imaginado que mi última semana en la policía la iba pasar vagueando por los pasillos y tomando cafés con los compañeros para despedirme de ellos. Pero llevaba tres días encerrado en mi despacho de sol a sol, repasando la investigación del cuádruple asesinato de 1994 que había sacado de los archivos. La visita de Stephanie Mailer me había impactado: no podía pensar en otra cosa que no fuera ese artículo y esa frase que había dicho ella: “Tenía la respuesta ante los ojos. Sencillamente, no la vio”.

Pero me parecía que lo habíamos visto todo. Cuantas más vueltas le daba al caso, más convencido estaba de que se trataba de una de las investigaciones más sólidas de toda mi carrera: allí estaban todos los datos, las pruebas contra el hombre que se tenía por el asesino eran abrumadoras. Derek y yo habíamos trabajado con una formalidad y una minuciosidad implacables. No encontraba el menor fallo. Así que ¿cómo nos íbamos a haber equivocado de culpable?

Precisamente aquella tarde se presentó Derek en mi despacho.

—¿Qué andas haciendo, Jesse? Todo el mundo te está esperando en la cafetería. Los compañeros de secretaría te han hecho una tarta.

—Ya voy, Derek, lo siento, estoy un poco distraído.

Miró los documentos que tenía desperdigados por el escritorio, cogió uno y exclamó:

—¡Ah, no! No me digas que te has tragado las chorradas de esa periodista.

—Derek, solo quería asegurarme de que… No me dejó acabar la frase:

—¡Jesse, la investigación era a prueba de bomba! Lo sabes tan bien como yo. Venga, ven, que todo el mundo te está esperando.

Asentí.

—Dame un minuto, Derek.

Ahora mismo voy. Suspiró y salió de mi despacho. Eché mano de la tarjeta de visita que tenía delante y marqué el número de Stephanie. Tenía el teléfono apagado. Ya había intentado llamarla la víspera, sin conseguirlo. Ella no había vuelto a ponerse en contacto conmigo desde que nos vimos el lunes y decidí no insistir más. Ya sabía dónde encontrarme. Acabé por decirme que Derek tenía razón, no había nada que permitiera dudar de las conclusiones de la investigación de 1994, y fui a reunirme con mis compañeros a la cafetería con el ánimo tranquilo.

Pero, al volver a subir a mi despacho, una hora después, me encontré con un fax de la policía estatal de Riverdale, en los Hamptons, que comunicaba la desaparición de una joven: Stephanie Mailer, de treinta y dos años, periodista. No se sabía nada de ella desde el lunes.

El corazón me dio un vuelco. Arranqué la hoja del aparato y me abalancé hacia el teléfono para hablar con la comisaría de Riverdale. Desde allí un policía me explicó que los padres de Stephanie habían ido a primera hora de la tarde, preocupados porque no sabían nada de su hija desde el lunes.

—¿Por qué los padres han ido primero a la policía estatal sin pasar por la local? —pregunté.

—Eso hicieron, pero la policía local por lo visto no se lo tomó en serio. Así que he pensado que más valía llevar el asunto más arriba, directamente a la brigada de delitos graves. A lo mejor no es nada importante, pero prefería darle la información.

—Ha hecho bien. Ya me encargo yo.

La madre de Stephanie, a la que llamé en el acto, me contó lo preocupada que estaba. La última vez que había hablado con su hija había sido el lunes por la mañana. Desde entonces, nada. El móvil se encontraba apagado. Tampoco había podido localizarla ninguna de las amigas de Stephanie. Al final, había ido al piso de su hija con la policía local, pero no había nadie.

Fui enseguida a ver a Derek a su despacho de la brigada administrativa.

—Stephanie Mailer —le dije—, la periodista que vino el lunes, ha desaparecido.

—¿Qué me estás contando, Jesse?

Le alargué el aviso de desaparición.

—Míralo tú mismo. Hay que ir a Orphea. Hay que ir a ver lo que pasa. Todo esto no puede ser una coincidencia. Derek suspiró.

—Jesse, ¿no se supone que dejas la policía?

—No hasta dentro de cuatro días. Todavía me quedan cuatro días de policía. El lunes, cuando la vi, Stephanie decía que tenía una cita que iba a proporcionarle los datos que le faltaban a su investigación…

—Deja el caso a algún compañero —me sugirió Derek.

—¡De ninguna manera! Derek, esa chica me aseguró que en 1994…

No me dejó terminar la frase:

—¡Cerramos el caso, Jesse! ¡Es historia! ¿Qué te ha entrado de repente? ¿Por qué quieres a toda costa volver a meterte en eso? ¿De verdad te apetece volver a vivir todo aquello?

Lamenté que no me apoyase.

—Así que ¿no quieres ir a Orphea conmigo?

—No, Jesse. Lo siento. Creo que se te ha ido la cabeza.

Así que me fui yo solo a Orphea, veinte años después de haber pisado por allí por última vez. Desde el cuádruple asesinato.

Había que prever una hora de trayecto desde el centro regional de la policía estatal; pero, para ganar tiempo, me salté los límites de velocidad encendiendo la sirena y las luces de mi coche camuflado. Tomé la autopista 27 hasta el desvío de Riverhead y luego la 25 en dirección noroeste. El último tramo pasaba por un paisaje esplendoroso, entre un bosque exuberante y unos estanques cubiertos de nenúfares. No tardé en tomar la carretera 17, recta y desierta, que llevaba a Orphea y por la que circulé como una flecha. Un panel de carretera gigantesco me anunció que estaba a punto de llegar.

BIENVENIDO A ORPHEA, NUEVA YORK

Festival nacional de teatro, 26 de julio-9 de agosto

Eran las cinco de la tarde. Entré por la calle principal, frondosa y colorida. Vi pasar los restaurantes, las terrazas y las tiendas. Había un ambiente apacible, de vacaciones. Como faltaba poco para celebrar el Cuatro de Julio, habían adornado las farolas con banderas de estrellas y carteles que anunciaban los fuegos artificiales el día de la fiesta nacional por la noche. Por todo el paseo marítimo y el puerto deportivo, que bordeaban macizos de flores y setos recortados, los paseantes deambulaban entre las casetas que ofrecían excursiones para observar a las ballenas y alquilaban bicicletas. Aquella ciudad parecía sacada de los decorados de una película.

Mi primera parada fue en el puesto de la policía local.

El jefe, Ron Gulliver, que dirigía la policía de Orphea, me recibió en su despacho.

No tuve necesidad de recordarle que ya habíamos coincidido veinte años atrás: se acordaba de mí.

—No ha cambiado —me dijo dándome un apretón de manos.

Yo no podía decir lo mismo. Había envejecido mal y engordado bastante. Aunque ya se había pasado la hora de comer y era pronto para cenar, estaba comiendo espaguetis en una bandejita de plástico. Y, mientras le explicaba por qué había ido allí, engulló la mitad del plato de una forma repugnante.

—¿Stephanie Mailer? —dijo extrañado, con la boca llena—. Ya nos hemos ocupado de ese caso. No se trata de una desaparición. Ya se lo he explicado a los padres que está visto que son unos plastas. ¡Salen por la puerta y vuelven a entrar por la ventana!

—A lo mejor son solo unos padres preocupados por su hija —le hice notar—. Llevan tres días sin saber nada de Stephanie y dicen que eso es algo muy poco habitual. Comprenderá que quiera ocuparme de esto con la diligencia necesaria.

—Stephanie Mailer tiene treinta y dos años y hace lo que quiere, ¿no? Créame, si tuviera yo unos padres como los suyos, también tendría ganas de escaparme, capitán Rosenberg. Puede estar tranquilo; Stephanie se ha ido por unos días, así de sencillo.

—¿Cómo puede estar seguro?

Jöel Dicker nació en Suiza en 1985 y es un autor de gran éxito. Esta es su nueva novela. Foto: efe

Joël Dicker nació en Suiza en 1985. En 2010 obtuvo el Premio de los Escritores Ginebrinos con su primera novela, Los últimos días de nuestros padres (Alfaguara, 2014). La verdad sobre el caso Harry Quebert (Alfaguara, 2013), fue galardonada con el Premio Goncourt des Lycéens, el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa, el Premio Lire a la mejor novela en lengua francesa, y, en España, fue elegida Mejor Libro del Año por los lectores de El País y mereció el Premio Qué Leer al mejor libro traducido y el XX Premio San Clemente otorgado por los alumnos de bachillerato de varios institutos de Galicia. Traducida con gran éxito a 33 idiomas, se ha convertido en un fenómeno literario global. Tras El Libro de los Baltimore (Alfaguara, 2016), en la que recuperaba el personaje de Marcus Goldman como protagonista, La desaparición de Stephanie Mailer es su esperada nueva novela.

“El tigre”, primer trabajo de Joël Dicker, llega a las librerías

sábado, noviembre 18th, 2017

“La noticia había corrido por San Petersburgo, la capital, como un reguero de pólvora. En ese canicular agosto de 1903, no se hablaba de otra cosa, desde los aterciopelados salones de los aristócratas hasta los hogares más humildes, que tiritaban deliciosamente de terror al amparo de la ciudad. Los niños jugaban a recrear el suceso y se divertían sorprendiendo a los que paseaban a orillas del Neva”.

Ciudad de México, 18 de noviembre (SinEmbargo/Culturamas).- Llega a las librerías El tigre (Editorial Alfaguara), la primera historia escrita por Joël Dicker, autor del fenómeno literario La verdad sobre el caso Harry Quebert, en una edición ilustrada por David de las Heras. A los diecinueve años Joël Dicker se presentó a un concurso literario juvenil con su relato largo El tigre. Más tarde, la presidente del jurado le confesaría que lo habían desestimado porque no parecía creíble que una persona tan joven lo hubiera escrito: pensaron que lo había plagiado. A pesar de su equivocación, la presidente le vaticinó que recibiría un premio importante antes de los treinta. Y así fue: a los veintisiete años, Dicker obtuvo el Gran Premio de la Academia Francesa y el Premio Goncourt des Lycéens con La verdad sobre el caso Harry Quebert, que se convirtió en un fenómeno literario con seis millones de lectores.

Hasta el Zar parecía preocupado: en la otra punta del país, en la intrigante Siberia, glacial en invierno y abrasadora en verano, una aldea entera había sido masacrada. El «caso» había salido a la luz gracias a dos monjes que, de viaje por el país, habían querido detenerse en Tibié, el pueblo en cuestión, en el que habitaban solo mujiks. Ni rastro por allí, en la dura taiga, de grandes mansiones señoriales rodeadas de jardines elegantemente cuidados, sino hogares de madera y adobe, que dejaban filtrar el frío del invierno y los ardores del verano“.

El cuento de Dicker se sitúa en 1903, cuando llega a San Petersburgo la noticia de que en la lejana e intrigante Siberia un pueblo entero ha sido masacrado por un tigre de dimensiones descomunales. Ante el pánico que se apodera de su país, el zar decide tomar cartas en el asunto y ofrece una cuantiosa recompensa a aquel que acabe con el tigre. Entre la multitud de cazadores que se dirigen a aquellas tierras ignotas, el joven e inexperto cazador Iván Levovitch estará dispuesto a arriesgar su vida y la de los demás para enfrentarse con la bestia y hacerse con el botín que atestigüe su valor. En este primer gran relato, deudor de sus admirados clásicos rusos y anglosajones, Dicker se enfrenta ya a sus temas preferidos (dilemas existenciales, las grandes preguntas, la violencia y la posibilidad de redención) y demuestra su extraordinaria capacidad de atraparnos con una historia poderosa y unos personajes que se graban a fuego.

«A lomos de sus mulas, los dos monjes habían llegado a Tibié una calurosa mañana de finales de julio, con la garganta seca y las provisiones para el camino agotadas. Contaban con la generosidad de los aldeanos, pobres pero piadosos, por lo que les sorprendió no encontrar a nadie en el campo, labrando la tierra o pastoreando algún rebaño hacia praderas con hierba más tierna que los tallos amarillentos que rodeaban el pueblo».

Joël Dicker nació en Suiza en 1985. En 2010 obtuvo el Premio de los Escritores Ginebrinos con su primera novela, Los últimos días de nuestros padres (Alfaguara, 2014). La verdad sobre el caso Harry Quebert (Alfaguara, 2013), fue galardonada con el Premio Goncourt des Lycéens, el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa, el Premio Lire a la mejor novela en lengua francesa, y, en España, fue elegida Mejor Libro del Año por los lectores de El País y mereció el Premio Qué Leer al mejor libro traducido y el XX Premio San Clemente otorgado por los alumnos de bachillerato de varios institutos de Galicia. Traducida con gran éxito a treinta y tres idiomas, se ha convertido en un fenómeno literario global. El Libro de los Baltimore(2016), su esperada tercera novela, recupera a Marcus Goldman como protagonista.

El primer libro de un autor exquisito. Foto: Especial

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Google está matando la ficción, afirma el escritor suizo Joël Dicker

sábado, febrero 11th, 2017

El Gran Premio de Novela de la Academia Francesa, conocido por su novela, La verdad sobre el caso Harry Quebert, dio una entrevista en Bogotá, donde entre otras cosas afirmó que Google mata la ficción y pone en riesgo la dulce mentira de la novela.

Ciudad de México, 11 de febrero (SinEmbargo).- A sus 31 años el escritor suizo Joël Dicker ha conseguido lo que pocos autores veteranos en toda su carrera, aunar público y una crítica que ya lo considera como uno de los mejores autores en lengua francesa, mientras se aleja de Google, una herramienta de búsqueda que considera “está matando la ficción”.

“Google mata los libros y la ficción porque no te permitirá hacer nada; no puedes empezar diciendo ‘era el invierno de 1969 y nevaba’ porque alguien va a entrar en Google y va a decir ‘oye, no nevaba en ese invierno, te van a enviar un e-mail diciendo que fue el primero en 50 años en que no nevó”, dijo Dicker en una entrevista con Efe en Bogotá.

Y continúa su argumento: “Un libro, es como una gran mentira, lees en la portada ‘Joël Dicker. La verdad sobre el caso Harry Quebert‘ abres la pagina y soy Marcus Goldman”, protagonista de la novela.

Por eso considera que se crean unas “reglas del juego” entre el autor y el lector que se rompen cuando se acude a la herramienta de búsqueda que considera “increíble” para consultar hechos, pero no cuando se involucra con la literatura.

“Novela significa ficción, aceptas el hecho de que te cuenten una historia y de que vas a dedicarte a un juego con quien está creando una historia. No vale cambiar las reglas con Google”, añade Dicker.

“Novela significa ficción, aceptas el hecho de que te cuenten una historia”, dice Dicker. Foto: EFE

EL ESCRITOR SUIZO SABE DE LO QUE HABLA

El escritor suizo sabe de lo que habla, mantiene contacto con sus lectores desde hace años, aunque últimamente lo ha reducido y solo suele responder a quienes le escriben por carta ante la imposibilidad de atender a todos los correos electrónicos y mensajes que recibe a través de su página web.

En su carrera ha publicado tres libros: Los últimos días de nuestros padres, La verdad sobre el caso Harry Quebert,  la primera en que apareció Marcus Goldman -nada que ver con el banquero alemán- y El Libro de los Baltimore.

Su segundo libro, el que le permitió dar el gran salto a la fama, vendió más de tres millones de ejemplares que le convirtieron en el gran fenómeno literario del momento, pero parece que no le abruma y sabe manejar el éxito.

Sin embargo, recuerda que su éxito no es flor de un día, porque este hijo de bibliotecaria y profesor de francés comenzó a escribir siendo muy joven y tuvo que trabajar mucho en su estilo, lo que significa que no apareció “de la nada”, sino que fue la fuerza del trabajo la que le abrió el camino.

“Hay mucho trabajo detrás que me ha llevado a pensar que el éxito es algo muy frágil, no es algo que decida el autor, sino los periodistas, editores, lectores, vendedores de libros, todos menos los autores. El autor solo puede hacer lo mejor para escribir bien e intentar promover su libro, pero no llega más allá”, subraya.

Por eso, confiesa que cuando se sienta a escribir a diario sigue “viendo a ese joven autor” y piensa cómo mejorar, qué puede cambiar: no se ha sentado simplemente a disfrutar de un éxito que sin embargo agradece.

Dicker no puede ubicar cuándo sintió ese primer impulso de sentarse a escribir, pues para él la creación es algo innato, “el placer de contar una historia” que también ha buscado por otros medios como el dibujo o la música.

“Como dibujante tengo mis limitaciones, mientras que con las palabras siento que no tengo límites”, asegura.

Al inicio de su proceso, cuando se sienta para poner ese impulso sobre el papel o la pantalla de su computador, el ginebrino asegura que termina en una espiral similar a la de una “ecuación matemática”, en la que busca soluciones con las que avanzar en la redacción.

“Es un momento muy duro porque requiere mucha energía y tiempo, ver e intentar soluciones hasta que encuentras una idea que se pone en marcha”, explica Dicker sobre ese primer momento frente a la página en blanco.

Cuando se ubica es cuando más disfruta el proceso de creación, se siente como en una ciudad nueva, que no conoce pero sabe dónde está y le permite caminar por ella.

Quizás en ese momento le viene a la cabeza su formación de leyes, que “implica hacer creer a mucha gente que tu verdad es la correcta”, algo similar a lo que siente este fanático de la ficción.

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La pasión por su arte es la que le lleva también a embarcarse en esa tarea de escribir a la que por cada libro dedica en promedio dos años de su vida en los que, aunque presta atención a las recomendaciones de sus lectores, solo espera disfrutar del proceso sin pensar en ellos.

“Si luego no es un éxito al menos al final habré disfrutado, esos dos años son míos, nadie me los puede quitar. Si luego es un éxito mucho mejor”, asegura.

Su pasión por la ficción le lleva incluso a eludir el relato de su apasionante historia familiar, bisnieto de un revolucionario ruso que tuvo que exiliarse en Suiza y que quizá algún día reserve para sus hijos.

“Pero eso no es ficción”, descarta de plano el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa.

MESA DE NOCHE | Hay vida después de Elena Ferrante: Joël Dicker

sábado, julio 23rd, 2016
Foto: especial.

Foto: especial.

Dicker no es Elena Ferrante (¿quién lo es?), pero no es un mal sucedáneo para el síndromede abstinencia que provoca la italiana. Compruébelo.

de México, 23 de julio (SinEmbargo).- Le tengo dos buenas noticias: si usted no ha leído la tetralogía de la escritora italiana Elena Ferrante (es un decir porque nadie conoce el verdadero nombre del autor o autora que firma como Ferrante) su porvenir contempla aún la posibilidad de una inmersión en un universo paralelo fascinante y adictivo.

No me detendré en la obra, que ha merecido la admiración unánime y amplias reseñas en muchos idiomas y publicaciones, incluyendo una firmada en este sitio por Mónica Maristain.  (http://www.sinembargo.mx/02-07-2016/3060874). Sólo diré que cuando terminé las 1,600 páginas luego de dos semanas de lectura febril, padecí algo emparentado con la orfandad. Resulta difícil hacerse a la idea de abandonar para siempre la atmósfera en la que nos atrapa Ferrante adentro de su caótica y entrañable Nápoles.

Si por el contrario usted ya las leyó (La amiga estupenda, Un mal hombre, Las deudas del tiempo y La niña perdida, todas en editorial Lumen) y padece el síndrome de abandono, le tengo la otra buena noticia: aun le espera la última novela de Joël Dicker, el joven maravilla que a los 27 años conquistó el mundo con su aclamada La verdad sobre el caso Harry Quebert (Alfaguara).

EL LIBRO DE LOS BALTIMORE

De hecho El Libro de los Baltimore (también en Alfaguara), es una pre cuela de su bestseller anterior. Joël Dicker recupera al personaje Marcus Goldman, el atribulado escritor, quien describe su infancia y adolescencia doradas como parte de un cuarteto de amigos que parecen bendecidos por la fortuna sin saber que en cada uno de ellos incuba la tragedia.

En cierto sentido parecería que el relato de la vida opulenta que llevan estos cuatro jóvenes constituye las antípodas del Nápoles miserable y sórdido que describe Ferrante. Pero es un contraste que pronto desaparece. Ambas obras están narradas en primera persona por un personaje escritor que intenta hacer novelas a fuerza de intentar explicarse la vida explicación a partir de la relación con sus amigos. La manera en que esta relación obsesiva lo destruye y lo reconstruye una y otra vez tiende un puente entre el mundo de Dicker y Ferrante.

Joël Dicker en la FIL Guadalajara. Foto: FIL Guadalajara

Joël Dicker en la FIL Guadalajara. Foto: FIL Guadalajara

Dicker no tiene la prosa aparentemente sencilla pero en realidad abismal de Ferrante (“quieres toda la vida a personas que nunca sabes realmente quiénes son”; “ella era superior a nosotros, así, sin proponérselo. Y eso resultaba insoportable”), pero es sumamente eficaz para inocularnos el misterio de la tragedia de los Baltimore y mantener el suspenso hasta la última página. A su manera es también un relato engañoso. En las primeras páginas parecería la crónica de la vida privilegiada y “ñoña” de unos jóvenes Gatsby, solo para dar paso a un relato meticuloso de las tinieblas siniestras e inexplicables que anidan en el corazón de los hombres.

Dicker no es Elena Ferrante (¿quién lo es?), pero no es un mal sucedáneo para el síndromede abstinencia que provoca la italiana. Compruébelo.