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COLUMNISTA INVITADO | “Retrato de una lectora”, por Alejandro Espinoza Galindo

sábado, julio 9th, 2016
Retrato de una lectora muy especial. Foto: Especial

Retrato de una lectora muy especial. Foto: Especial

Una sociedad o un país donde los escritores decimos que “nadie lee”, es también una sociedad que no puede y no quiere imaginar a sus lectores.

Ciudad de México, 9 de julio (SinEmbargo).- Hoy todas las fotos son cualquier foto. Hojas secas y dispersas de un árbol frondoso, que olvidamos en cuestión de segundos, que compartimos momentáneamente o que manipulamos por una mezcla de diversión o hastío. Pero esta foto no es así. No sólo por esa presencia ineludible en el imaginario de nuestra era, sino por el acontecimiento capturado.

Está el parque y está ella sentada en el tiovivo. Los shorts negros cortísimos, el brazo envolviendo sus piernas, la blusa sin mangas de rayas horizontales, de un technicolor de televisor antiguo. El cabello relajadamente despeinado, de la manera como se le vería naturalmente a un científico pero no lo imaginas en ella, rubio como sólo puedes imaginarlo en ella. Sin embargo, todo se concentra en sus ojos. Su mirada, su triste pero intensa mirada, dirige toda su atención a lo que acontece en esas últimas páginas. Ahí, en el capítulo 18 de la novela que carga en sus manos, ahí, sí, donde en alguna parte Molly piensa: y donde yo era una flor de la montaña sí cuando me puse la rosa en el cabello como hacían las chicas andaluzas o me pondré una colorada sí y cómo me besó bajo la pared morisca y yo pensé bueno tanto da él como otro y después le pedí con los ojos que me lo preguntara otra vez y después el me preguntó si yo quería sí para que dijera sí mi flor de la montaña y yo primero lo rodeé con mis brazos sí y lo atraje hacia mí para que pudiera sentir mis senos todo perfume sí y su corazón golpeaba loco y sí yo dije quiero sí.

La parte más rica de los mitos es aquella que nos permite imaginar posibilidades. Por ejemplo, la posibilidad de que ella estuviese leyendo las últimas líneas del Ulises, de James Joyce, en el momento que le tomaron la foto. Quiero invitarlos a revisar con ojo riguroso esta imagen. Fijen su mirada en la mirada. No está posando. No actúa que está leyendo. Marilyn lee ese libro que tiene en sus manos. Esto es, participa de ese acto indescriptible e inexplicable que es leer. Y cuando leemos, no estamos aquí. Estamos en otra parte, una parte más íntima, en ese lugar donde Marilyn prefería estar. Acá afuera, donde estamos nosotros observándola, puede ser la belleza de inexplicable luz que siempre ha sido, y que se mantuvo estática en la conciencia colectiva, a raíz de su joven muerte; ahí dentro, donde ella está, concentrada en la lectura, ella es, probablemente, Molly Bloom.

Esta foto tiene su historia. Formó parte de unas ya famosas sesiones que la fotógrafa Eve Arnold tomó de la actriz y modelo y que consecuentemente forman parte del imaginario de nuestra cultura. En estas sesiones, Arnold tuvo oportunidad de fotografiar a Marilyn Monroe en contextos más cotidianos:

Trabajamos en una playa en Long Island. Ella visitaba al poeta Norman Rosten… le pregunté qué estaba leyendo cuando fui por ella (trataba de averiguar cómo pasaba su tiempo libre). Ella me dijo que siempre dejaba el Ulises en su carro y que había estado leyéndolo durante mucho tiempo. Me dijo que le encantaba su sonoridad y que lo leía en voz alta para tratar de darle sentido, pero le resultaba difícil. No podía leerlo consecutivamente. Cuando nos detuvimos en un parque de juegos para fotografiarla, sacó el libro y comenzó a leerlo mientras cargaba la cinta. Claro está que la fotografié.

En otro testimonio, Arnold añade:

Ahí está, la diosa, no necesita complacer a su público o a su hombre, sólo vivir dentro del libro. La vulnerabilidad está ahí, pero también algo que no vemos muchas veces en la rubia despampanante: un sentido de pertenencia a ella misma. No es una suerte de combinación sexy de cerebro y de senos lo que hace perfecta esta foto; es el hecho de que la lectura es siempre un acto privado, es íntimo, una plática entre amantes, un sitio de susurros y suspiros, no regulada y que normalmente no se observa. Nosotros somos los vouyeurs, es cierto, pero lo que espiamos no es un momento del cuerpo, sino un momento de la mente.”

Por supuesto, no es la única foto donde Marilyn aparece leyendo un libro, un periódico, una revista, el guión de una película. (La frase “Marilyn Monroe Reading” puede arrojar millones de resultados en Google). Tampoco es el título que ella lee en esta foto particular (hablaré más al respecto posteriormente). Lo que me cautiva de esta foto es el acto mismo, la “pérdida de ser” que ocurre cuando uno lee, y que puede representarse en cada uno de nosotros, en el momento mismo que nos extraviarnos para ir a otro lugar, para dejarnos llevar por el pensamiento susurrado por la mente de otra(o) y que termina inscrito en una hoja de papel que, a diferencia de esas otras hojas del frondoso árbol que dispersa las hojas secas de las imágenes de este mundo, esa hoja es nuestra.

Como un impulso derivado de su necesidad por pertenecer, Marilyn leía todo el tiempo. Foto: brandonht / Shutterstock.com

Como un impulso derivado de su necesidad por pertenecer, Marilyn leía todo el tiempo. Foto: brandonht / Shutterstock.com

Como un impulso derivado de su necesidad por pertenecer, Marilyn leía todo el tiempo. Una página de internet enlista los 430 libros que ella tenía en su biblioteca personal [http://www.openculture.com/2014/10/the-430-books-in-marilyn-monroes-library.html] y donde podemos encontrar prácticamente la historia de la literatura del siglo XX en habla inglesa: Tennessee Williams, los poemas de D.H. Lawrence, Hemingway, Thomas Mann, Jack Kerouac, colecciones de cuentos, novelas románticas, además de libros de filosofía clásica entre muchos otros. Peguntarse si los leyó todos es un error (¿cuántos libros tenemos en esa interminable y creciente lista de espera que se acumula en nuestros libreros?). Creo que la pregunta debería ser: ¿Por qué no podemos imaginar que sí lo hizo?

Poco antes de comenzar a escribir esto, me había hecho la siguiente pregunta: Después de todos estos años, ¿quién es el sujeto de esta foto, Marilyn o la novela de Ulises?  En esta foto, una figura de belleza mítica y un objeto inanimado (¿de igual belleza mítica?) se corresponden en la medida que se han mantenido como verdaderos enigmas de nuestra cultura. Indescifrables por motivos más cercanos de lo que imaginamos, tanto el libro como la estrella de cine se convierten en un espejo que revela nuestros peores prejuicios. Son involuntarios y también son mecanismos de defensa para no profundizar en torno a la vida interna de estas dos entidades.

Preferimos pensar en la rubia tonta que simuló haber leído este complejo artefacto, que aceptar el hecho de que ella misma se esforzó, como muchos de nosotros, para descifrarlo, para encontrar esa sonoridad, esa cancioncilla que entona la conciencia, que hallamos conforme nos introducimos en ese preciso y humano universo, un universo hecho de lenguaje, de voces, de sensaciones y de los tropiezos y laberintos del pensamiento. Por otro lado,  preferimos descartar al Ulises como un “bodrio ilegible”, sentirnos amenazados por su extensión, su falta de “trama interesante”, el aburrimiento de las descripciones de la vida cotidiana de seres anodinos, su estructura abigarrada y en la dificultad que implica su lectura. En este sentido, hay una misma cantidad de detractores que de admiradores. Los primeros se cobijan en el fácil argumento del tedio; los segundos arrojan el tipo de alabanzas que la ubican como la obra más grande de la literatura moderna, un tic nervioso de la cultura actual, que consiste en glosar al arte y la literatura por medio de listas y frases reducconistas. En ambos casos, el sentido que puede proporcionar una novela como esta en la mente de un lector común y corriente se pierde, ya que el prejuicio de los primeros y el reduccionismo de los segundos nada tiene que ver con la experiencia de leerlo. De vivir, quizá, lo que vivió Marilyn al mantenerlo en la guantera de su coche hasta terminarlo. Hasta encontrarse con el monólogo de Molly.

Vuelvo a un punto anterior. Al punto en donde podemos (o no podemos, o no queremos) imaginar a Marilyn leyendo el Ulises de Joyce. Siendo honestos, existe una noción arraigada de que Marilyn Monroe era una “rubia tonta”.

Cierto, también la imaginamos como una de las mujeres más bellas, dulce y cariñosa, víctima de circunstancias, débil, insegura, manipulable y vulnerable como toda mujer que vivió en el ojo público al cierre de la Segunda Guerra Mundial. Pero no nos alejamos de la descripción de rubia tonta. Esto es, incapaz de una profundidad intelectual suficiente como para “leer”. Todas las personas con las que he compartido esta foto se asombran ante la posibilidad de “ver a Marilyn leyendo”; si a esto añadimos que lee un libro “difícil”, se reafirma un hecho que ya nada tiene que ver ni con Marilyn ni con el Ulises.

Tiene que ver con nuestra incapacidad para imaginar al lector común, al que se desvive leyendo los libros que escribimos, al que se sienta en bibliotecas o en los sillones de cafés o en las salas de espera o en las filas del banco y se pone a leer. No los imaginamos, quizá, porque le atribuimos un cierto prestigio elitista al acto de leer, de modo que el lector debe ser obligadamente un miembro del campo cultural o intelectual. De modo que preferimos la superficialidad de considerar esta foto como un montaje, un truco, una simulación, y a su vez, preferimos no pensar que alguien, incluso en la actualidad, se atreva a realizar lecturas tan complejas. Todo lo cual me lleva a la siguiente conclusión: una sociedad o un país donde los escritores decimos que “nadie lee”, es también una sociedad que no puede y no quiere imaginar a sus lectores.