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La inmundicia ética es la gran enfermedad de nuestro tiempo, no la pandemia: Guillermo Fadanelli

sábado, septiembre 12th, 2020

“Volveremos a la vieja anormalidad, con los mismos problemas de siempre, con la variable de que habrá una crisis económica profunda”, opina en entrevista el escritor mexicano Guillermo Fadanelli, quien charló para Puntos y Comas acerca de su última novela: El hombre mal vestido.

Se trata de un libro con todos los elementos fadanellinescos: un hombre que ha perdido el rumbo, quien, a través de su postura nihilista, de sus reflexiones filosóficas, revela el lado oscuro, monstruosamente absurdo, de la sociedad contemporánea.

Ciudad de México, 12 de septiembre (SinEmbargo).- Si un día Guillermo Fadanelli se encontrara en una cantina a Orlando Malacara y Ernesto Arévalo, personajes de dos de sus novelas, jura que saldría corriendo.

“¡Imagínate! Sería como encontrarme frente a un espejo, ¿verdad? A pesar de eso, si me apuras a elegir, me gustaría cruzarme con Arévalo, por quien siento más curiosidad. Malacara es un misántropo; Arévalo, en cambio, flota, vaga, pasea entre el género humano”, dice Fadanelli, en entrevista con “Puntos y Comas”.

Esteban Arévalo es el personaje de su más reciente libro El hombre mal vestido (Almadía, 2020), una novela que narra las vicisitudes de un hombre desaliñado, al borde de la indigencia, que naufraga en los rumbos de Tacubaya y de quien se sospecha que ha cometido ocho asesinatos sin motivo aparente.

Estamos ante una novela con todos los elementos fadanellinescos: un hombre que ha perdido el rumbo, quien, a través de su postura nihilista, de sus reflexiones filosóficas, revela el lado oscuro, monstruosamente absurdo, de la sociedad contemporánea.

“Experimento cierto desprecio por mi sociedad, me avergüenza. Me avergüenza que, en pleno siglo XXI, sigamos viviendo en la inmundicia ética, en la corrupción social, en el total exilio de la conversación y en el desprecio por la cultura y las artes”.

Fadanelli matiza: “Siento desprecio por mi sociedad, pero no por las personas. Tengo amigos que quiero mucho. Me ha gustado vivir, pese a todo. O como decía Bertrand Russell: ‘No me suicido porque quiero saber un poco más de matemáticas’”.

Malacara, personaje principal de su novela homónima, publicada en 2007, tiene una breve aparición en El hombre mal vestido: se encuentra con Arévalo en la cantina “La Importadora”, con quien intercambia puntos de vista.

Al respecto, comenta: “Todo está relacionado. Mis novelas son cuartos de hotel y mis personajes entran y salen de las habitaciones sin ningún decoro”.

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Sentado en una mesa del salón Covadonga, vestido con un overol azul marino del que salta a la vista un broche de solapa con la forma de una calavera, sombrero negro adornado también con otro pin con la imagen de una calaca (¿símbolos de nuestros tiempos o meros adornos? No lo sé, aunque en un autor como él nada parece ser casual), Fadanelli eligió este lugar para celebrar el arte de la conversación.

“Le insistí a Almadía que las entrevistas fueran presenciales porque necesito mirarte a los ojos, ver tu expresión, que haya gravedad entre nosotros. La pantalla nunca va a sustituir una charla agradable entre dos personas”.

Y aquí estamos, sentados frente a frente, sin cubrebocas, pero previamente satinizados de cuerpo entero.

Un autor que, con sus columnas semanales de El Universal o con sus libros de ensayo como En busca de un lugar habitable (2006) o Meditaciones desde el subsuelo (2017), nos invita a reflexionar sobre aspectos inadvertidos de la vida cotidiana, ¿qué opina de la sociedad que emergerá después de la pandemia?

“Volveremos a la vieja ‘anormalidad’, con los mismos problemas de siempre, con la variable de que habrá una crisis económica profunda. A pesar de ello, no formo parte de la coreografía del apocalipsis. No tengo miedo a morir. No tuve hijos por esa razón. Quiero ser cada vez más libre, pues cada vez que amas a alguien te vuelves un esclavo”, responde.

Y dice que el temor, el rumor y la incertidumbre, asociados a la pandemia, no deben anular nuestro juicio.

Fadanelli apunta: “Hay preguntas fundamentales que los seres humanos debemos de hacernos antes de caer en el temor desmedido, antes de destrozar la conversación comunal, la convivencia, y de modificar los hábitos de una sociedad: ‘¿Qué valor tiene para mí la salud? ¿Me van a dictar políticas sanitarias desde una entidad abstracta llamada Estado? ¿Se tomó en cuenta mi opinión al respecto?’”.

De ahí que, afirma, la pandemia, lo que estamos atravesando, es una oportunidad para la reflexión.

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Luego de ese paréntesis sanitario, regresamos al libro, al motivo de nuestra charla. A diferencia de otras de sus novelas, como Mis mujeres muertas (2012), o Lodo (2002), en las que prevalece la primera persona, en El hombre mal vestido, Fadanelli eligió un narrador testigo (Blaise Rodríguez) que, no obstante, se desdobla al grado de que las voces narrativas se confunden.

Cuestionado sobre esa estrategia, Fadanelli responde, como suele hacerlo, con una cátedra ensayística: “El ser humano es un cruce de caminos. Y podemos comportarnos, de forma distinta, ante una misma situación. A veces no tenemos la menor idea de por qué actuamos de cierta forma: somos unos desconocidos para nosotros mismos. Y eso se debe a que no somos uno, sino varios”.

Y agrega: “Eso es un poco lo que intenta decir Esteban Arévalo. Nuestro pasado y nuestra memoria forman parte de un mito: no sabemos, siquiera, si tuvieron lugar. Nos contamos la historia de que fuimos alguien y que somos continuación de ese alguien porque nos atemoriza que las personas que nos habitan eclosionen y nos lleven al desastre. Por eso Blaise Rodríguez, Esteban Arévalo y yo, el autor de la novela, nos confundimos en un concierto de voces, de lamentos que se encuentran”.

Fadanelli, sostiene, no quiso clarificar eso en la novela, de ahí que la confusión –misma que no atenta contra la lectura– sea intencional.

“Quise que se confundieran entre sí, como se confunden nuestras ideas y la idea que tenemos de nosotros mismos. No es una idea nueva. Es la dispersión del yo, tema que exploraron Freud, Ernst Mach u Otto Weininger”.

El hombre mal vestido, entonces, es un cuarto de espejos al que ingresa Fadanelli y aparecen, en los reflejos, sus personajes: Arévalo, Malacara, Blaise.

Y en sus páginas, después de una discusión que Arévalo tiene con el dependiente de una vinatería, Blaise, o Arévalo, o Fadanelli escribe: «Imagínese que el criminal que estaba por matarlo dudó, por unos breves momentos, de ser la misma persona que aquella que tomó la decisión de asesinarlo a usted. Dudó de sí mismo. Entonces su conciencia flaqueó y se dijo: “¿Qué me une a las otras personas que creen y dicen ser yo? ¿Por qué debo seguir sus instrucciones para aniquilar a este sujeto, aunque esos yoes poseamos una cara parecida y un mismo nombre? ¿Por qué una de las personas que habitan en mí quiso matar a este hombre, y otras no? ¿Quién tiene razón? Si una decidió matarlo, otra ha dado marcha atrás”».

Fadanelli habla de forma pausada, como si cada frase que sale de sus labios estuviese meditada, construida en su mente con una precisión de relojero. Antes de alguna respuesta, incluso, se toma su tiempo: baja la mirada, apoya la barbilla en el pecho, se abisma, y luego sale a flote. Entonces dice:

“Si soy un desconocido para mí, ¿qué seré para los otros? Esa es una idea de Schopenhauer. Él dice que ningún sujeto puede ser conocido en su totalidad. Cuando alguien dice: ‘Conozco a esa persona’, lo que quiere decir es que conoce algunos de sus rasgos, de sus actitudes, tiene un bosquejo, pero nunca sabe nada del otro: el otro siempre es un misterio”.

Esas voces que hablan (o escriben) en coro, esos lamentos que se entrecruzan, como él los describe, se enmarcan en una novela que coquetea con el género negro. En El hombre mal vestido están los ingredientes: una serie de crímenes, un sospechoso y una búsqueda. Fadanelli juega con esos elementos, retuerce las convenciones y hace apuntes metaliterarios, aunque su exploración estilística, formal, tiene otro fin: motivar la reflexión, lanzar preguntas, a veces imposibles de responder.

Así lo explica: “No soy un amante del género negro –aclara Fadanelli–, pese a la gran cantidad de escritores policiacos que he leído en mi vida. Hace 20 años –parafraseando a Norman Mailer– decía que, cuando un escritor no tiene nada que decir, siempre recurre a un muerto y mata a alguien en su novela. En este caso los muertos son un pretexto para mostrar la obsesión del personaje: el rencor anidado en su mente. La idea de que lo que piensas también es real, que las teorías tienen sentido, se viven, y no sólo se piensan hace que estos asesinatos se transformen también en una especie de sueño, en un fenómeno onírico. El amante del género negro siempre buscará pistas y tienes razón: ahí están. Pero no, mi intención no era escribir una novela negra”.

Al final del periférico (Literatura Random House, 2016) y Fandelli (Cal y Arena, 2019) han sido dos libros en los que has explorado la autobiografía, aunque sin un afán de continuidad entre uno y otro, sino un intento por explicarte, a ti mismo, ciertos momentos, ciertas etapas de tu vida…

–La curiosidad es el mayor vehículo del conocimiento. Y la curiosidad por uno mismo es fundamental si uno quiere caminar con cierta dignidad por esta tierra. Detesto la fantasía. Cada vez que empiezo una novela no sé cómo la voy a terminar. Simplemente me echo a andar: inauguro un camino. Para mí la novela es la consecuencia de una vagancia. Siempre he sido desordenado. Todo orden me parece ficticio, fuera de algunos hechos de la ciencia física, del objetivismo científico. El orden siempre es una especie de estructura efímera en el caos que nos envuelve. Somos sobrevivientes del caos. Y mis novelas son eso: la curiosidad de quien fui. Yo soy mi propio tema, pero para ser mi propio tema, tengo que dejar la egolatría a un lado, de lo contrario mis libros se convertirían en un diario íntimo, un monumento a la vanidad.

–Dices que siempre has sido desordenado, no obstante, El hombre mal vestido tiene una estructura que parece bastante pensada…

–Soy como un boxeador con muchos rounds atrás: sé cómo proteger la región hepática. Sé, también, en qué momento tirar un golpe. Es la experiencia y el oficio. No obstante, cuando termino de escribir una novela, el primer sorprendido soy yo. Y la leo una vez, solamente. Jamás vuelvo a ellas. Leo el manuscrito y me extraña: es como si la hubiera escrito otro. Eso prueba de alguna manera que no tenía idea de lo que quería hacer. La novela es un hecho que se da. Es algo que aparece y se te impone. Una novela que no se te impone, que escribes para ofrecerla a los demás, me parece un acto de una vanidad inconmensurable. Una novela tiene que ser necesaria. Y no para adjudicarte un lugar en el mundo ni para dejar tu huella. Quizá admitiría la idea de escribir novelas para ganar algo de dinero, pero yo no soy un bestseller.

–Aunque tienes muchos lectores, sobre todo jóvenes…

–Tengo buenos lectores. Eso es un privilegio. Pocos, pero creo que siempre perspicaces.

***

Un ruido interrumpe nuestra conversación. Se escucha, en segundo plano, la sirena de una ambulancia, como si el absurdo de una época sombría, extraña y trágica, nos abofeteara. En las pantallas de televisión se transmite la repetición de un partido de futbol que a nadie importa, que se volvió noticia añeja, polvo entre los dedos. Afuera, poco a poco, los nubarrones grises se instalan encima de nosotros. Lloverá pronto.

Al final de la conversación, Fadanelli posará para el lente de mi cámara, de espaldas a un espejo. Y del otro lado, en esa realidad deformada, en ese reflejo que ensancha las paredes, el salón Covadonga –en esta “nueva normalidad”, regida por un “semáforo de riesgo epidemiológico”, términos que parecen extraídos de una burda novela postapocalíptica–lucirá más desierto aún. Pero eso será más tarde. Ahora todavía tenemos tiempo para algunas preguntas sobre la literatura actual, el pesimismo asociado a su obra y el sentido de la literatura en el mundo actual.

—En 2011, en entrevista con Vicente Gutiérrez, para El economista, afirmaste: “Ningún autor joven vale la pena”. ¿Nueve años después mantienes ese juicio?

—Sí. Ahora me dedico a releer. Desconfío de la juventud. Me atraen los jóvenes que nacieron viejos. El joven pesimista siempre es de un valor incalculable porque no causará destrozos queriendo transformar el mundo. Prefiero mirar el mundo en vez de transformarlo. Esto es casi una tesis contra Marx, pero no es una renuncia. Como escribió Albert Camus: “¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar”. Y tener una mirada escéptica, rebelde o marginal, es también construir realidad porque no somos fantasmas, sino seres que ocupamos un espacio, que cada vez que damos un paso alteramos nuestro entorno.

—En un mundo digital, más forzadamente cosmético y banal cada día, ¿tiene sentido la literatura?

—Tiene más sentido que nunca porque, en esta época de desprecio masivo hacia la literatura, es cuando el escritor verdadero insiste. Los códigos civiles, las disputas políticas, las conversaciones entre enemigos, las quejas contra las instituciones se hacen vía el lenguaje, y no la danza. Pareciera que leer un libro es un simple pasatiempo en esta época de entretenimiento obsceno, pero no lo es. La literatura y el lenguaje estimulan la capacidad imaginativa del lector y, además, lo ayudan a ser más rebelde. Por otro lado, la tecnología ha caminado a un ritmo más rápido que la ética: somos simios con teléfonos “inteligentes”. En cambio, nuestros preceptos morales, nuestro conocimiento del mundo, es nimio. Entonces ese desbalance me parece que es la mayor enfermedad de nuestro tiempo, no la pandemia. Las sociedades, a pesar del avance tecnológico, son cada vez más inequitativas e injustas. Entonces la literatura y los libros que cito en mi novela son, precisamente, una insistencia en entrar al lenguaje para construir mejores horizontes de vida. Quisiera que el lector no se fuera de esta vida sin haber conocido algunos bienes del arte y la literatura. Es casi un deseo franciscano filantrópico, aunado a mi natural pesimismo.

—En tu obra, precisamente, hay una reivindicación del pesimismo. ¿Estarías de acuerdo con esa afirmación?

—El optimismo es una enfermedad y un engaño. Y también la cancelación de la reflexión. Concibo la rebeldía como motor y como vehículo de mi obra. Necesito poner en entredicho todo lo que sucede a mi alrededor. Odio la manía consumidora. Y también la idea del éxito que se nos impone a través de los medios. Y también la manipulación excesiva que se lleva a cabo con personas que no han leído o que han carecido de educación. Es inocuo y fútil vivir solo para reproducirse y para producir objetos. Soy un falso pesimista porque escribo y escribir libros es un acto positivo, pero también es mi único oficio.

—En Fandelli (Cal y Arena, 2019) escribes una frase que podría funcionar como tu epitafio: “Te echaron del vientre de tu madre, pero de las palabras no te expulsarán nunca”.

—Desde 1995, cuando escribí un libro que se titula Dios siempre se equivoca, dejé asentado mi epitafio: “Se equivocó en todo”. Luego pensé en otro: “Nunca vuelvas, bajo ninguna circunstancia”. En los últimos años, se me ocurrió uno más: “Orina en la tumba de al lado”. Pero creo, sin duda, que prevalecerá el primero: “Se equivocó en todo”.

ADELANTO | Fadanelli navega por la mente de un probable asesino en la CDMX: El hombre mal vestido

sábado, agosto 22nd, 2020

Blaise Rodríguez ansía develar la mente de Esteban Arévalo, un hombre que vaga por el barrio de Tacubaya y de quien se sospechan varios asesinatos. Este es el recuento de un personaje cuyos pensamientos van contra cualquier convención humana; un pesimista marginal, desapegado e impredecible.

El escritor mexicano Guillermo Fadanelli hace de su nueva obra una aventura narrativa mucho más ensayística y reflexiva. Almadía presenta un fragmento de esta novela.

Ciudad de México, 22 de agosto (SinEmbargo).- ¿Hacia dónde camina Esteban Arévalo, quien vaga por el barrio de Tacubaya y de quien se sospecha que ha cometido varios asesinatos? El hombre mal vestido es un marginal por derecho propio, un pesimista que asegura que no es posible comunicarse con los demás. Un observador desapegado, de comportamiento extraño, impredecible, fuera de orden.

El crimen, el azar, el barrio de Tacubaya y algunos de sus vecinos más atípicos poblarán la mente de Blaise Rodríguez, quien ansía develar lo que sucede en la mente de Esteban e intentará narrar en estas páginas la historia de una perturbación, el recuento de un hombre cuyos pensamientos parecen ir en contra de cualquier convención humana.

En ésta obra, la mente de un atribulado se extiende como una zona oscura que recorrerá las certezas más sólidas del lector. Guillermo Fadanelli hace de su nueva obra una aventura narrativa mucho más ensayística y reflexiva.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de El hombre mal vestido, del escritor mexicano Guillermo Fadanelli, quien ha elaborado novela, cuento, crónica y ensayo, además de impulsar varios proyectos de literatura y arte. Cortesía otorgada bajo el permiso de Almadía.

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4

¿Quieres destruir a un niño? Dale un poco de autoridad y entonces comenzará a desvariar y a perder el rumbo antes de tiempo. Se tornará antipático y comenzará a roer los huesos de sus compañeros de escuela y demás amigos sin necesidad alguna, morderá rodillas, jalará testículos, ladrará sólo para escuchar sus propios ladridos. Empezará a conocer lo sabrosa que es la carne humana cuando se mastica lentamente.

El disparate de querer convertirse alguna vez en policía se disipó cuando Esteban dejó atrás los quince años, los suéteres pulcros, el cabello perfumado y se adentró en los terrenos de su primera juventud. Así fue; Esteban creció como un árbol precoz; los músculos y la electricidad de su cerebro comenzaron a funcionar de manera diferente y la experiencia le dijo entonces que los policías, sus antiguos héroes, formaban, también, parte del copioso ejército de la maldad, de la penuria y rapiña que ha acosado a la mayoría de los seres humanos a lo largo de la historia. Le dolió percatarse de ello, recapacitar y abandonar sus sueños de niño. La utopía del uniforme marcial quedaba atrás.

¿Hacia qué derrotero y desde cuándo se habían marchado los héroes? ¿Acaso se habían hundido en el eterno retrete nietzscheano del que jamás volverían a emerger? Pinches héroes de pacotilla, pelmazos, palurdos, renacuajos, traidores. La juventud, esa época de perturbación animal y entusiasmo sin gracia, había llevado a Esteban no a una ficción en donde él protegía a sus semejantes; en cambio, lo había trasladado a una realidad de documental ralo, triste, agresiva, franca y sin más aventura que la realidad misma: la cosa en sí, oscura y sin movimiento, atemporal y sin alma.

Carecía ya de sentido aspirar a convertirse en un Sherlock Holmes o siquiera en el modesto y sagaz Easy Rawlins, a quien después de un profundo viaje de morfina le gustaba exclamar: “Me siento como si tuviera un gorila dentro de la boca”. Y es que todos los seres sensibles, incluido yo, Blaise Rodríguez –encargado de narrar la historia de Esteban Arévalo– sospechamos que el movimiento culminará tarde o temprano en un agujero negro. Todo camino va derechito para allá, Esteban, yo, las patas de perro, los desencantados, Berlin Alexanderplatz, los miserables, los hermosos y malditos. No hay escapatoria.

Y en el remoto caso de haber cumplido sus sueños infantiles de ser un heroico policía, ¿qué habría hecho Esteban, el superfluo aspirante mexicano a gendarme, cuando encontrara a los supuestos mafiosos y causantes del daño infligido a las buenas personas? ¿Ante quién habría de denunciarlos? ¿Los conduciría atados y cabizbajos frente a Sancho Panza en su ínsula Barataria, para que el gordo chamagoso les dictara sentencia? Hacer algo así, por absurdo que fuera, resultaría menos estúpido y estrafalario que conducirlos ante la presencia de un esmirriado ministerio público mexicano que apenas si sabía leer y que no podría reconocer en el rostro desamparado de Esteban ni siquiera las tristes ojeras de Franz Kafka. ¿Qué cosa hay más triste que las ojeras de Kafka? ¿Alguien lo sabe? Tal vez los cachetes y la trompa roja de Donald Trump podrían ser tan tristes, o más bien pa-té-ti-cos, pero esa grotesca caricatura es pasajera y en unos pocos años se olvidará cuando algo aún más letal ocupe la presidencia de los Estados Unidos. Los presidentes de Estados Unidos… qué runfla de locos y payasos.

Un día cualquiera de su juventud, Esteban Arévalo se enfrentó a una evidencia fulminante: la violencia o desgracia criminal no tenía por qué ser investigada o descubierta por ninguna clase de inteligencia detectivesca. ¡No había que hallar la maldad oculta en el coño de un sapo, en una calle oscura de Ecatepec o en una cueva en Tepito! La maldad y la agresión en México se presentaban por sí solas a la puerta, descaradas y desdentadas, risueñas, divertidas, y le pateaban el culo directamente a las víctimas, sin necesidad de intermediarios ni demás pesquisas;
¿cuántos goles de campo había anotado la muerte y el crimen utilizando como ovoide las nalgas de esas víctimas? Miles, millones… una miríada de goles de campo que los funcionarios de la justicia daban por buenos. ¡Anotación, hijos de la chingada! ¡Anotación! ¡Jódanse!

De un acto así de rotundo y cínico no podía filmarse una serie de televisión cuya trama fuera interesante al menos. La violencia no requería de maquillaje ni de presentarse a casting o hacer pasarela; más bien se transformaba al instante en una patada franca y austera que sólo un cadáver sería incapaz de reconocer. La violencia se parecería siempre más a una piedra que a un ave.

Poco tiempo después de cumplir los veinte años, cuando el pesimismo asomaba por primera vez en el rostro y las pupilas de Esteban, su temperamento se modificó diametralmente, sus lecturas de toda clase y calidad aumentaron; ¡quería enterarse! ¡Sumarse al conocimiento del todo! ¡Amansarse! Entonces leyó a Bohumil Hrabal y a Václav Havel, a Joseph Roth y a Saul Bellow. ¡La papa sensible se cultivaba azuzado por el deseo imperativo de su padre, ¡el poderoso arquitecto de la Fundación Mier y Pesado! Pero el tiempo hizo lo suyo y años después, cuando sus cejas se arquearon y sus labios se recostaron amargos en una línea horizontal, Esteban contrajo también la enfermedad romántica y se aficionó al hecho de dar su futuro por cancelado, triturado, fuera de lugar y desviado de toda dirección precisa o premeditada; es decir, un futuro totalmente abierto que ni siquiera tenía la posibilidad de entregarse a la sabia inmovilidad: cualquier vendaval o soplido lo movería en una dirección inesperada y absolutamente nefasta.

¿Qué hay tan cerrado como lo totalmente abierto? ¿Qué puede hacer un hombre como él cuando ha perdido los puntos de referencia a la hora de ordenar o comprender el sentido de su movimiento? ¿O en qué momento comienza a perturbarlo la impresión de que tales puntos de referencia se mueven enloquecidamente y que sólo pueden comprenderse como una revuelta de asteroides pasajeros y extraviados? Peldaños de una escalera donde es imposible saber si uno está ascendiendo o descendiendo.

Pura perturbación, carajo. Sopa de perturbación. Caldo de perturbación. Se mueve la mesa, las estrellas, las piernas femeninas, y uno se mueve también con ellas. Todavía años después, a sus veinticinco, pálido y envuelto en una piel delgada y correosa, Esteban no conocía las teorías del obispo Berkeley, ni la Declaración de Copenhague respecto a la relatividad de todo conocimiento, y ni siquiera había escrutado a profundidad la famosa teoría de Einstein que imponía el relativismo en los territorios de la santa, petulante, mamona y divina ciencia física. Él intentaba mantenerse aparte del pensar científico profundo que, por lo regular, se halla siempre encaminado hacia un fin que no tiene fin.

Esteban era algo cabizbajo –husmeaba, quizás, en el terreno donde culminaría su futuro– y no solía mirar al cielo, aunque lo deseara. ¿Mirar al cielo en la Ciudad de México? Acaso si fuera atropellado y agonizara bocarriba en el pavimento. Su cabeza gacha lo aproximaba más a un gusano desbalagado que a un ave migratoria. ¿Qué le importaba a él ser un gusano que avanzaba sin rumbo certero?

A partir de la miscelánea y la retacería filosófica que había aprendido en la secundaria y preparatoria del Colegio Williams, en la colonia Mixcoac, podía tejer cierto tipo de concepción personal acerca de la ambigüedad de la realidad objetiva; es decir –apunto yo, Blaise Rodríguez– Esteban sospechaba que las cosas que lo rodeaban no eran tal como las veía, sino una mera invención humana. Las cosas del mundo llevaban un nombre y una apariencia encima: escritorio, manzana, níspero, zapatilla, pero el nombre las dotaba de una realidad a medias: las piedras podrían ser un soplido y las montañas un parpadeo de hipopótamos, los hipopótamos el sueño de un japonés, o el japonés podía ser simplemente… la nada.

¡La locura del relativismo! ¡Auxilio! ¡Auxilio! ¿Qué condujo a Esteban a asesinar individuos inocentes –en caso de haberlo hecho– siendo ya casi un hombre de cincuenta años? ¿Se ejercitó para ello? ¿Fue algo minuciosamente planeado? ¿Sus breves y fugaces encuentros en la cantina La Importadora, sobre la avenida Benjamín Franklin, con el señor Orlando Malacara? Nadie es capaz de saberlo porque tampoco nadie puede probar que él cometió tales crímenes.

En México, digo yo, Blaise Rodríguez, se asesina porque es posible hacerlo y cualquiera luego de comer unas albóndigas en chipotle o una torta de tamal y un champurrado, una hamburguesa o unos tacos al pastor pudo haber salido a la calle y tomado la decisión de aniquilar a un bípedo sin plumas, a una araña sin patas… a un arácnido beckettiano. En el año 2018 el número de asesinatos en México había ascendido más que cualquier año de las dos décadas pasadas. Las cifras oficiales lo ratificaban pese a ser estas parciales e hipócritas. ¿Y esta atrocidad le daba a Esteban la justificación y la oportunidad de matar? No, la historia que relato se dirige en otra dirección.

Yo, Blaise Rodríguez, quiero saber qué clase de individuo fue Esteban Arévalo. Deseo fervientemente meterlo en una vitrina o en una jaula y observarlo con detenimiento, dicho con mucho respeto, pues Esteban y yo tramamos una especie de amistad que todavía conservo y valoro como es debido, puesto que, en nuestros días, y hay que aceptarlo, existe muy poca gente interesante.

5

Siento mucho, yo, Blaise Rodríguez, ser el portador de algunos arrebatos intelectuales. No estoy a la altura de la simplicidad de Esteban, pero comprendan, se los ruego, que mis pesquisas son una manera de saber si Esteban era o no lo que yo he pensado. Si Albert Einstein había construido con ladrillos la teoría de la relatividad se debía a que sus ideas podían ser imaginadas o vislumbradas hasta por un niño; el resto significa sólo trabajo y esfuerzo inferencial: gallinas preñadas, huevos y luego más huevos, llevar a cabo lo que ya existe en potencia, lo que necesariamente tiene que ser pensado porque ya se encuentra allí para ser pensado; como la mujer misteriosa que nos espera en aquella esquina desde hace una eternidad y tarde o temprano acariciaremos sus medias negras o esmeralda, lameremos sus pantaletas, besaremos sus senos, morderemos sus rodillas y nos hincaremos a sus pies para que nos muela a golpes de aguja o bota.

Los niños tienen un camino que recorrer a como dé lugar y tal camino se halla de antemano trazado: en ese camino hallarán sus juguetes y a sus suripantas; la gramática y la ortografía; los trenes y el dinero. Y más adelante esos mismos niños, en algún momento, si sucede, dejarán de leer letreros y habrán de detenerse y quedarse mudos frente a la sorpresa de estar vivos. Al menos así creo que le sucedió a Esteban y me sucederá a mí. ¿Leer tal cantidad de letreros ha causado la atrofia de los seres humanos o los ha liberado de sus pesares? No lo sé. A donde voltees te encuentras con una frase o un signo, con labios habladores y heridas que supuran sustancias vivas.

Pero, además de que el hombre y los letreros se desarrollaron al mismo tiempo no hay que cultivar la desconfianza hacia Esteban Arévalo; les ruego que me crean: ÉL ES UN BUEN HOMBRE. UN POBRE DESGRACIADO QUE PREFERIRÍA NO HABER NACIDO. Y si para convencerlos y convencerme tengo que extenderme de más en este relato, repetirme al grado de parecer un merolico insoportable, no me importa, puesto que yo juego en este momento el papel de un modesto intermediario. No me acusen de su indigestión; yo sólo les vendí los mariscos.

¿En caso de ser ciertos los rumores sobre sus violentos crímenes, qué fue lo que convirtió a Esteban en un asesino? Extraer los ojos de alguien o clavar facas en el pecho no son actos que realice un hombre culto y distante de la humanidad. Algo no está funcionando bien aquí. Algo que está sucediendo no sucede. Las arañas toman el sol en bikini, las cobijas, apenas cubren un cuerpo, se deshilachan como tallarines, los testículos toman la forma de un cubo de hielo a medio derretir.

Durante su juventud madura, hacia los treinta años, el nihilismo, o los pesimismos filosóficos, le fueron inofensivos a Esteban, no añadían ningún conocimiento novedoso a lo que él mismo ya intuía y no le impresionaban gran cosa las exclamaciones trascendentales o las grandes negaciones ontológicas: se articulan y escupen teorías al mismo ritmo que se patea un balón en un partido de futbol. Los humanos somos escupeteorías natos, aunque algunas de estas teorías sean más relevantes que otras. ¿Quién es capaz de imaginarse un balón inmóvil en medio de una multitud de seres pateadores? Aunque los seres humanos saben que en algún momento morirán, toman decisiones distintas ante la inminencia de que un día serán materia inerte: uno lee a Nikolái Gógol, otro se pone la camiseta de Messi, y quizás habrá alguno que hará ambas cosas.

De modo que Esteban no tenía por qué ser diferente: los jóvenes veinteañeros patean y escupen, cogen, cantan o aprenden a boxear; ¡algo tienen que hacer una vez que los han tirado en el campo de juego! Lo que sí podía afirmar Esteban es que la fuerza electromagnética y lanzar a un ser humano por una ventana parecían ser hechos un tanto diferentes a ojos de la gente y que el segundo hecho, lanzar a un idiota por la ventana, podía trastornarse en un acto tan delicado o lúgubre que enloquecería a cualquiera que amara a la víctima, al arrojado.

¿Y si no amaras a la víctima? ¿Te importaría que lo desollaran o ver su cabeza destrozarse contra una acera? Él no lo sabía, pese a que desde su habitación aún resultaba posible escuchar los ecos de los antiguos lamentos de los mártires de Tacubaya fusilados y asesinados por el general Leonardo Márquez, el Tigre de Tacubaya, en 1859. Desde su habitación en la calle General Juan Cano, Esteban podía imaginarse, oler, ver los orines empapando el pantalón de los valientes, el fétido y estridente aroma a pólvora de los oficiales liberales muertos en el entonces lujoso pueblo de Tacubaya, su barrio y cárcel desde que renunciara a ser alguien y a continuar en el negocio inmobiliario de su padre.

Escuchaba las órdenes del General Márquez, servidor implacable de Miramón y Maximiliano, de pasar por las armas a quien ante sus ojos pareciera ser un individuo liberal: desde estudiantes de medicina hasta generales como Santos Degollado: todos muertos bajo las garras del tigre. Cuánta sangre chorreó en Tacubaya; allí donde el Tarántula tiene ahora sus dominios y se vanagloria de ser pudiente.

A Esteban el comercio no dejaba de parecerle una actividad depravada, las leyes un negocio de bandidos; ¿y la ciencia física?… Pues la física la conocía a través del sufrimiento y el cansancio, justo cuando los huesos comienzan a pesar y la tierra te jala de los talones y quiere hundirte y llevarte una vez más al cómodo cajón ventral.

La física y su insoportable necesidad de medir las cosas, ¿a quién puede interesarle algo así? No a Esteban. El sufrimiento es una clase de asunto muy diferente. Y de lo que estaba seguro este hombre era que no podría relacionar un teorema o un algoritmo con el sufrimiento. Las papas y los abrigos guardaban una relación intima con el sufrimiento; lo mismo que los cuchillos o el frío, pero ¿los algoritmos?

Qué liberación incomparable para él no tener que explicar científicamente nada, sino sólo sufrir los hechos, ensuciarse, berrear, tirarse a las ruedas del tráiler, esperar el turno de caer en la barraca o comer pescado crudo, hacer a un lado los cubiertos, despojarse de la elegancia del moribundo, y sólo mirar.

Como he explicado en algún párrafo anterior todos estos comentarios no los profirió exactamente así Esteban (nunca grabé su voz), ni las anteriores son exactamente sus palabras, sino las mías, las de Blaise Rodríguez, que me esfuerzo en interpretar su pensamiento y acciones. ¿Lograré describir con fidelidad a otra persona? ¿Es eso posible? ¿O sólo estoy mirándome ante el espejo? ¿Por qué elegí, yo Blaise Rodríguez, a un don nadie como el señor Esteban Arévalo para vomitar mis teorías? Ya lo veremos.