Posts Tagged ‘de Canek Sánchez Guevara’

LECTURAS | “33 revoluciones”: La novela póstuma de Canek Sánchez Guevara y la vida en Cuba

sábado, diciembre 10th, 2016

Ciudad de México, 10 de diciembre (SinEmbargo).- Una selección de relatos memorables, entre el absurdo, el humor y la emoción, completan este volumen, poderoso testimonio y retrato implacable de la vida en Cuba: uno de los tesoros mejor guardados de la literatura latinoamericana. 33 revoluciones es la brillante obra póstuma de Canek Sánchez Guevara (La Habana 1974 -Ciudad de México 2015). Como si de un vinilo de 33 canciones se tratara, esta novela cuenta el día a día de un hastiado burócrata en una isla caribeña donde hay una constante verbalización: todos sus habitantes dicen lo mismo con distintas palabras; doce millones de discos rayados que se repiten una y otra vez.

En el país nada funciona y a nadie parece importarle, pero el inconformismo del protagonista le hace distanciarse de los que le rodean y buscar una salida de esa isla asfixiante. Puntos y Comas trae para sus lectores, en cortesía y con autorización de Alfaguara, una fragmento de 33 revoluciones.

unnamed

33 REVOLUCIONES

Por Canek Sánchez Guevara

1

Todo se mueve más allá de la ventana: árboles de papel, máquinas de juguete, casas de palo, perros de paja. Una mancha de espuma recorre las calles. Deja agua, algas, cosas rotas, hasta la siguiente ola, en que todo se renueva. La marea arranca lo que el viento no acierta a derribar. El edificio resiste el embate. En su interior, los pasillos aparecen llenos de rostros temerosos y gente que reza instrucciones y obviedades («hay que mantener la calma, compañeros: nada es eterno»). Todos verbalizan a la vez (veinte discos rayados sonando al mismo tiempo): todos dicen lo mismo con distintas palabras, como en la cola o en el mitin —manía de hablar: doce millones de discos rayados parloteando sin parar—. El país entero es un disco rayado (todo se repite: cada día es una repetición del anterior, cada semana, mes, año; y de repetición en repetición el sonido se degrada hasta que sólo queda una vaga e irreconocible remembranza del audio original —la música desaparece, la sustituye un arenoso murmullo incomprensible—). Un transformador explota en la distancia y la ciudad queda a oscuras. El edificio es un agujero negro en medio de este universo que insiste en derrumbarse con estrépito. Nada funciona pero todo da igual. Siempre da igual. Como un disco rayado, que siempre se repite…

2

El viento atraviesa las rendijas, las tuberías silban, el edificio es un órgano multifamiliar. Nada se parece a la música del ciclón; es única, inconfundible, exquisita. En el pequeño apartamento, las paredes pintadas de cualquier color, sin adornos ni imágenes, combinan con los pocos muebles, el televisor de madera, el tocadiscos ruso, la radio vieja, la cámara que cuelga de un clavo. El teléfono descolgado y los libros en el suelo. El agua se cuela por las ventanas, lagrimean las paredes y se hacen charcos en el piso. Fango. Churre y más churre. Un disco rayado y churrioso. Millones de discos rayados y churriosos. La vida toda es un disco rayado y churrioso. Repetición tras repetición del disco rayado del tiempo y el churre. En la cocina, dos latas de leche condensada, una de tamal, una bolsa de galletas. Al lado un huevo, un trozo de pan, un pomo de ron. Un par de viandas pasadas, con moho. La batidora en una esquina de la meseta; la sartén sobre el fogón (la grasa en la pared) y el frigidaire de los años cincuenta, vacío y apagado, con la puerta abierta. En la habitación, la cama está en el centro. El baño es minúsculo, oscuro, sin agua. La ducha apenas se usa: el cubo y el jarro la sustituyen. El tubo de pasta de dientes, el desodorante, la cuchilla de afeitar: el espejo roto pinta una cicatriz en el reflejo.

Sale al balcón y una ráfaga de viento lo golpea. Anónimo en la inmensidad de la tormenta, abandonado a su suerte y repitiendo el disco rayado de la vida y la muerte, enciende un cigarro ante esa postal del fin del mundo. Una y otra vez, como un disco rayado, se pregunta por qué todo parece inmutable pese a los arrebatos de cada mutación. El edificio resiste, sí, pero todo lo demás se hunde entre las algas y las cosas muertas dejadas por la marea. Por último sonríe: con el pasar de los días la mar sanará de su enfermedad tropical y el repetitivo ciclo de la rutina volverá, como un disco rayado, al encuentro de la normalidad.

3

El disco rayado laboral. La oficina, la foto del gobernante, el buró de metal, la silla de sus hemorroides, la vieja y gorda máquina de escribir, el bolígrafo a un lado, los papeles amarillentos, los cuños, el teléfono. El administrador aparece. Ondea la papada, se alisa con un gesto la blanca guayabera y aclara su garganta antes de hablar. Su voz recuerda a la flauta cuando recibe órdenes y al trombón cuando las da. Como ahora. Al salir, deja el eco de un portazo y el otro queda al fin solo en su oficina, más negro, más flaco y más nervioso que de costumbre. Un poco más subordinado también. Suena el teléfono y el negro flaco y nervioso contesta sin demasiada firmeza. Sólo oye un ruido atrás de los cables —muy atrás, como un disco rayado— y cuelga. Va hacia la ventana y enciende un popular. La vida se detiene ante sus ojos y no le asombra. Piensa que en el fondo así ha sido siempre, un reposo disfrazado de dy nam is. Echa una ojeada a su reloj automático y soviético: diez de la mañana y ya no soporta el trabajo. Cierto que nunca lo ha amado pero ahora está harto de verdad (y enseguida, entre paréntesis, se pregunta cuándo comenzó este ahora). Tarde tras tarde llega a su apartamento solitario y mañana tras mañana lo abandona en soledad. ¿Los vecinos? Un combo de discos rayados despojado de interés. ¿El comité? Basta cumplir en silencio, embarajar con algún ¡viva! y todos en paz. En realidad, a nadie le importa nadie.

4

Hora del almuerzo. El comedor rebosa de técnicos y burócratas y la cola recuerda a un estreno en el cine. La comida es tan barata como escasa pero es mejor que nada y todos la agradecen. «¿Qué están dando hoy?», preguntan los que aguardan a los que salen: «Lo mismo que ayer», responden éstos con desgano. Cuando al fin llega su turno observa con pereza la bandeja militar: el círculo del potaje, el cuadrado del arroz, el rectángulo del boniato, el vaso en su redondel y en el surco los cubiertos. Come en diez minutos y sale en busca de cigarros. Las escasas sombras del mediodía no alcanzan a mitigar el calor, mucho menos la humedad de esta selva de estructuras decadentes y belleza secular. A lo lejos se adivina el mar, pero hoy su brisa es pura ausencia. Gruñe una queja al cielo y se detiene ante el expendio de la esquina: No hay cigarros ni café, reza un cartel escrito a mano. Como un disco rayado, gruñe una vez más.

5

El deber y el querer. Teclea con rabia su dilema hasta perforar el papel con puntos y comas. Desea quedar solo en la oficina, en la ciudad, en el país, y no ser molestado jamás. La monotonía se expresa de mil maneras y adquiere diversos signos. El trabajo, la radio, el noticiero, la comida, el ocio: Vivo en un disco rayado, piensa, y cada día se raya un poco más. La repetición adormece y esa somnolencia se repite también; a veces la aguja salta, suena un chasquido, altera el compás y se traba otra vez. Siempre se traba otra vez. Oye pasos firmes tras la puerta y sabe a quién pertenecen. ¿El informe? En un ratico lo entrego, responde. El administrador lo mira atravesado, venas en la nariz, gesto hosco, vástago de meretriz. El administrador lo regaña sin alterar su peinado (mucha gomina, mucha colonia, mucho talco en el cuello, piensa). Siente deseos de cagar, de cagarse en su madre, de cagarle la vida entera mas sólo atina a mover la cabeza de un lado a otro sin ritmo ni sentido, incapaz de comprender por qué se le reprocha qué: —¡Atiéndeme! —reclama el rugido del amo—: ¿Tú me estás atendiendo?