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ADELANTO | ¿Qué pasa si decides dejarlo todo? Antoine Duris lo hace en el libro Hacia la belleza

sábado, mayo 4th, 2019

Hacia la belleza es una novela al mismo tiempo luminosa y oscura, llena de momentos y frases memorables, que nos invita a acercarnos, nosotros también, a la belleza.

Ciudad de México, 4 de mayo (SinEmbargo).– Antoine Duris es profesor en la Academia de Bellas Artes de Lyon, pero, de un día para otro, decide dejarlo todo para convertirse en un guarda del Museo de Orsay; en concreto, de la sala que alberga el retrato de Jeanne Hebuterne, de Modigliani. Mathilde, su jefa en el museo, se encuentra tan perpleja como atraída por su extraña personalidad y el enigma de su vida. Algo terrible le ha sucedido, pero ¿qué? De momento, para sobrevivir, Antoine solo ha encontrado un remedio: dirigirse hacia la belleza.

Con ecos de la comedia romántica que lo consagró entre los lectores, La delicadeza, y también de la extraordinaria proeza literaria de Charlotte, ganadora del Premio Renaudot y el Renaudot des Lycéens), Hacia la belleza es una novela al mismo tiempo luminosa y oscura, llena de momentos y frases memorables, que nos invita a acercarnos, nosotros también, a la belleza.

Fragmento del libro Hacia la belleza, de David Foenkinos. Cortesía otorgada bajo el permiso de Alfaguara.

***

1

El Museo de Orsay, en París, es una antigua estación. El pasado deposita así una huella insólita en el presente. Entre los Manet y los Monet, podemos dejarnos llevar e imaginar los trenes llegando en medio de los cuadros. Ahora los viajes son de otro tipo. Quizás algunos visitantes vieron a Antoine Duris aquel día, inmóvil en la plaza de la entrada. Parece caído del cielo, estupefacto de estar allí. Estupefacción, esa es la palabra que mejor puede caracterizar su sensación en ese instante.

2

Antoine había llegado muy temprano a su cita con la responsable de recursos humanos. Desde hacía varios días, su mente se concentraba por completo en la entrevista. Aquel museo era el lugar donde él quería estar. Se dirigió con paso tranquilo a la entrada de personal. Por teléfono, Mathilde Mattel le había precisado que no tomara el camino de los visitantes. Un vigilante lo detuvo:

–¿Tiene usted tarjeta de acceso?

—No, pero me esperan.

—¿Quién?

—…

—¿Quién lo espera?

—Perdone… Tengo cita con la señora Mattel.

—Muy bien. Pase usted por recepción.

—…

Escasos metros más tarde, repitió el motivo de su visita. Una joven examinó una agenda grande y negra:

—¿Es usted el señor Duris?

—Sí.

—¿Me permite un documento de identidad?

—…

Era absurdo. ¿Quién iba a hacerse pasar por él? Cumplió dócilmente, acompañando el gesto con una sonrisa comprensiva para enmascarar su malestar. La entrevista de trabajo parecía haber empezado ya con el vigilante y la telefonista. Había que ser eficaz desde el primer buenos días, ya no se toleraba ni un escueto gracias. Después de comprobar que efectivamente el hombre era Antoine Duris, la joven le indicó el camino a seguir. Tenía que enfilar un pasillo, al final del cual encontraría un ascensor.

—Es fácil, no tiene pérdida —añadió.

Antoine sospechó que, con semejante frase, se perdería con toda seguridad.

En medio del pasillo ya no sabía lo que tenía que hacer. Al otro lado de la cristalera distinguió un cuadro de Gustave Courbet. La belleza es siempre el mejor recurso contra la incertidumbre. Desde hacía semanas luchaba por no hundirse. Sentía que le fallaban las fuerzas, y los dos interrogatorios que ya se habían sucedido le habían exigido un esfuerzo considerable. Sin embargo, únicamente habían consistido en pronunciar unas cuantas palabras, responder a preguntas que no contenían la más mínima trampa. Había retrocedido a un estadio primario de la comprensión del mundo, dejándose invadir a menudo por miedos irracionales. Sentía cada día más las consecuencias de lo que había vivido. ¿Sería capaz de pasar la entrevista con la señora Mattel?

En el ascensor que lo llevaba a la segunda planta, lanzó una mirada furtiva al espejo y se encontró más flaco. Nada extraño, comía menos y a veces se olvidaba de cenar o almorzar. En su descargo, hay que decir que su estómago no se manifestaba. Podía saltarse comidas sin experimentar el menor rugido de tripas, como si su cuerpo ya solo estuviera compuesto de territorios anestesiados. Solo su mente lo empujaba a pensar: «Antoine, tienes que comer». Las personas que sufren se agrupan en dos bandos. Las que resisten mediante el cuerpo y las que resisten mediante la mente. O una cosa o la otra; raras veces se dan las dos.

Nada más salir del ascensor lo recibió una mujer. Habitualmente, Mathilde Mattel esperaba a las personas citadas en su despacho, pero con Antoine Duris había decidido desplazarse. Debía de estar terriblemente ansiosa por saber más de sus motivaciones.

—¿Es usted Antoine Duris? —preguntó pese a todo, para asegurarse.

—Sí. ¿Quiere ver mi carnet de identidad?

—No, no, ¿por qué?

—Me lo han pedido abajo.

—El estado de emergencia. Así son las cosas.

—No se me ocurre quién podría instigar un atentado terrorista contra la directora de recursos humanos del Museo de Orsay.

—Nunca se sabe —respondió ella con una sonrisa.

Lo que podría haber pasado por una ocurrencia y hasta por sentido del humor era, no obstante, una fría constatación por parte de Antoine. Ella hizo un gesto con la mano para indicarle la dirección de su despacho. Se adentraron entonces en un pasillo largo y estrecho donde no se cruzaron con nadie. Sin dejar de seguirla, Antoine pensó que aquella mujer debía de aburrirse mucho en la vida para recibir a potenciales empleados a una hora en la que el resto del personal parecía no haber llegado. No había que buscar la mínima lógica dentro de la logística de los pensamientos de Antoine.

Una vez en el despacho, Mathilde propuso té, café, agua, lo que a él le apeteciera, pero Antoine prefirió decir no, gracias, no, gracias, no, gracias. Así pues, ella arrancó:

—Debo decirle que me ha sorprendido mucho recibir su currículum.

—¿Por qué?

—¿Que por qué? ¿Y usted me lo pregunta? Es usted profesor titular universitario…

—…

—Goza incluso de cierto renombre. Ya he leído algún artículo suyo, me parece. Y se presenta… al puesto de vigilante de sala.

—Sí.

—¿No le resulta extraño?

—No especialmente.

—Me he tomado la libertad de llamar a la ENSBA* —confesó Mathilde al cabo de un momento.

—…

—Me han confirmado que ha decidido usted dejar su trabajo. De la noche a la mañana, así, sin motivo alguno.

—…

—¿Estaba harto de dar clases?

—…

—¿Sufrió… una especie de depresión? Lo comprendo. Cada vez es más habitual que la gente se queme.

—No. No. Quise dejarlo. No hay más. Seguramente volveré dentro de un tiempo, pero…

—Pero ¿qué?

—Mire, señora Mattel, me he presentado a una vacante y me gustaría saber si tengo posibilidades.

—¿No se siente sobrecualificado?

—Me gusta el arte. Lo he estudiado, y lo he enseñado, de acuerdo, pero ahora lo que me apetece es sentarme en una sala en medio de los cuadros.

—No es un trabajo relajante. Le hacen preguntas constantemente. Y además aquí, en Orsay, hay muchos turistas. Siempre hay que andarse con ojo.

—Puedo estar un tiempo de prueba, si tiene dudas.

—Necesito personal, porque la semana que viene inauguramos una gran retrospectiva de Modigliani que atraerá a mucha gente. Es todo un acontecimiento.

—Qué apropiado.

—¿Por qué?

—Escribí mi tesis sobre él.

Mathilde no respondió. Antoine había pensado que la revelación jugaría a su favor. Por el contrario, esta parecía acentuar a ojos de la directora de recursos humanos la extrañeza de su proceder. ¿Qué pintaba allí un erudito como él? ¿Estaría diciendo la verdad? Era como una bestia atemorizada, y le parecía que solo la idea de refugiarse en un museo podría salvarlo.

3

En un solo día había rescindido todos sus contratos y entregado las llaves del piso. El propietario le había dicho: «Hay dos meses de preaviso, señor Duris… No puede uno irse por las buenas. No me parece correcto». El hombre había empalmado varias frases en un tono de excesiva desolación. Antoine interrumpió el monólogo: «No se preocupe. Le pagaré los dos meses». Había alquilado una furgoneta en la que había cargado todas sus cajas. Fundamentalmente cajas de libros. Había leído un artículo sobre los japoneses que abandonaban su vida así, de la noche a la mañana. Los llamaban evaporados. Tan magnífica palabra casi ocultaba la tragedia de la situación. A menudo se trataba de hombres que se habían quedado sin trabajo y no eran capaces de asumir su declive social en una sociedad basada en las apariencias. Mejor huir y convertirse en indigente que enfrentarse a la mirada de una esposa, de una familia, de los vecinos. Esto no tenía nada que ver con la situación de Antoine, que se encontraba en la cúspide de su carrera, como profesor de mucha experiencia y muy respetado. Todos los años, decenas de estudiantes soñaban con preparar la tesina con él. ¿Entonces? Estaba la ruptura con Louise, pero los meses habían cicatrizado ya esa herida sentimental. Además, todo el mundo sufría por amor. Uno no abandonaba su vida por eso.

Había guardado todas las cajas, y los escasos muebles que poseía, en un trastero en Lyon. Y había cogido el tren a París, sin más carga que una simple maleta. Las primeras noches había dormido en un hotel de dos estrellas cerca de la estación, hasta que encontró un estudio en alquiler en un barrio popular de la capital. No había puesto su nombre en el buzón, ni se había abonado a nada. El gas y la luz estaban a nombre del casero. Ya nadie podía dar con él. Lógicamente, sus más allegados se habían preocupado. Para tranquilizarlos, o más bien para que lo dejaran en paz, había enviado un mensaje colectivo:

Queridos todos:

Lamento profundamente las preocupaciones que haya podido causaros. Estos últimos días han sido tan movidos que no he tenido tiempo de responder a vuestros mensajes. Tranquilos, va todo bien. He decidido repentinamente emprender un largo viaje. Ya sabéis que hace mucho que sueño con escribir una novela, así que me tomo un año sabático y me largo. Sé que podría haber celebrado una fiesta de despedida, pero ha sido todo muy rápido. En aras del proyecto, voy a aislarme del mundo. Ya no tendré teléfono. Os enviaré emails de vez en cuando.

Os quiere, Antoine

Recibió respuestas de admiración por parte de algunos; otros lo consideraron un poco loco. Pero, en el fondo, era un hombre soltero, sin hijos, tal vez había llegado el momento de que accediera a su sueño. Muchos de sus amigos acabaron por comprenderlo. Antoine leyó las respuestas, sin dar réplica. Su hermana fue la única que no se creyó el mensaje. Éléonore mantenía una relación demasiado estrecha con él como para aceptar que se marchara así, sin tan siquiera cenar con ella una última vez. Sin pasarse a darle un beso a su sobrina, con la que le encantaba jugar. Algo no resultaba lógico. Lo acribilló a mensajes: «Te lo suplico, dime dónde estás. Dime qué es lo que pasa. Soy tu hermana, estoy aquí, por favor, no me dejes así. No me dejes en el silencio…». Fue inútil. No obtuvo respuesta. Lo intentó todo, cambió de tono: «No puedes hacerme esto. Es repugnante. ¡No me creo nada del cuento de la novela!». Multiplicaba los mensajes. Antoine ya no encendía el teléfono. Una sola vez lo hizo y leyó las incontables protestas de su hermana. Solo tenía que escribirle unas palabras, al menos para tranquilizarla. Para decirle algo. ¿Por qué no lo conseguía? Se quedó bloqueado delante de la pantalla durante más de una hora. Era imposible. Empezó a invadirlo una suerte de vergüenza. Una vergüenza de las que te impiden actuar.

Por fin logró responderle: «Necesito un tiempo para mí. Pronto daré señales de vida, pero no estés preocupada. Dale muchos besos a Joséphine. Tu hermano, Antoine». Apagó inmediatamente el teléfono por miedo a que lo llamara nada más leer el mensaje. Como un criminal que teme ser localizado, decidió quitar la tarjeta sim y guardarla en un cajón. Ya nadie tendría acceso a él. Éléonore sintió alivio al leer el mensaje. Comprendió al instante que todo era mentira, y que redactar aquel puñado de palabras corteses debía de haberle exigido un esfuerzo considerable. Pero eso no mitigaba su inquietud. Saltaba a la vista que la cosa iba mal. Le había sorprendido que firmara «Tu hermano, Antoine». Era la primera vez que empleaba esa fórmula, como si quisiera redefinir su vínculo para darle seguridad. Éléonore ignoraba lo que Antoine estaba viviendo, y por qué se comportaba así, pero sabía que no lo dejaría a su suerte. Lejos de calmarla, el mensaje la reafirmaba en la idea de que tenía que encontrarlo lo antes posible. Necesitaría tiempo y energía, pero lo conseguiría de una manera inesperada.

4

Al salir de su casa, Antoine se cruzó con un vecino. Un hombre sin edad, perdido entre los cuarenta y los sesenta años. Este último lo escudriñó antes de preguntar:

—¿Es usted nuevo? ¿Sustituye a Thibault?

Antoine balbució que sí y anunció que tenía mucha prisa para obstaculizar cualquier impulso interrogativo. ¿Era necesario que nos preguntaran constantemente quiénes éramos, a qué nos dedicábamos, por qué vivíamos aquí y no en otra parte? Desde que había huido, Antoine se daba cuenta de que la vida social nunca se detiene y de que resultaba casi imposible escapar de ella.

En el trabajo, al menos, nadie se fijaría en él. Un vigilante de museo no existe. Deambulamos delante de él con la mirada clavada en el siguiente cuadro. Es un trabajo extraordinario para estar solo en medio de la multitud. Mathilde Mattel le había anunciado, ya al final de la entrevista, que empezaría el lunes siguiente. En el umbral de su despacho había añadido: «Sigo sin entender sus motivos, pero al fin y al cabo podemos considerar que tenerlo en esta casa es una oportunidad para nosotros». Había empleado un tono muy cordial. Para Antoine, aislado del mundo, Mathilde había sido la única persona con quien había entablado una conversación real en más de una semana. El nombre de aquella mujer había adquirido de pronto una importancia desmesurada. Durante los días siguientes pensó varias veces en ella, como quien se concentra en un punto luminoso en medio de la noche. ¿Estaría casada? ¿Tendría hijos? ¿Cómo llega uno a ser director de recursos humanos del Museo de Orsay? ¿Le gustarían las películas de Pasolini, los libros de Gógol, los Impromptus de Schubert? Al ver que se dejaba llevar por aquel deseo de saber, Antoine hubo de reconocer que no estaba muerto. La curiosidad delimita el mundo de los vivos del de las sombras.

Antoine estaba sentado en su silla, con su traje color discreción. Lo habían asignado a una de las salas dedicadas a la exposición de Modigliani. Justo enfrente de un retrato de Jeanne Hébuterne. Qué extraña coincidencia. Él que tan bien conocía la vida de aquella mujer, su destino trágico. Aquel primer día la concurrencia era tan densa que no acertaba a observar tranquilamente el lienzo. Los visitantes se lanzaban como locos a ver la retrospectiva. ¿Qué habría pensado el pintor? A Antoine siempre le habían fascinado las vidas de éxito a toro pasado. La gloria, el reconocimiento, el dinero, todo eso llega, pero demasiado tarde; se recompensa a un montón de huesos. Esta excitación póstuma resulta casi perversa cuando conocemos la vida de sufrimientos y humillaciones del artista. ¿Querríamos nosotros vivir nuestra más bella historia de amor a título póstumo? Y Jeanne…, sí, pobre Jeanne. ¿Podía ella imaginar que algún día la gente se daría empujones para ver su rostro confinado para siempre dentro de un marco? Bueno, verla: entreverla, más bien. Antoine no entendía qué interés podía tener contemplar cuadros en semejantes condiciones. Por supuesto, es una oportunidad de acceder a la belleza, pero ¿cuál era el sentido de esa observación en medio de una aglomeración, apurada y angustiada, y parasitada por los comentarios de los demás espectadores? Antoine trataba de escuchar todo cuanto se decía. Había comentarios luminosos, hombres y mujeres realmente conmovidos al descubrir en directo esos Modigliani; y otros nefastos. Desde su posición sedente, Antoine iba a recorrer todo el espectro de la sociología humana. Algunos no decían: «He estado en el Museo de Orsay», sino «Me he hecho el Orsay», un verbo que delata una especie de necesidad social; prácticamente una lista de la compra. Esos turistas no vacilaban en emplear la misma expresión para los países: «Me hice Japón el verano pasado…». Así pues, ahora los sitios te los haces. Y cuando vas a Cracovia, te haces Auschwitz.

Los pensamientos de Antoine eran sin duda amargos, pero al menos pensaba; eso suponía salir de la zona letárgica en la que vegetaba desde hacía un tiempo. Gracias a la multitud incesante, escapaba de sí mismo. Las horas habían pasado a una velocidad loca, al contrario que los últimos días, en los que cada minuto se había revestido de un manto de eternidad. Como estudiante de Bellas Artes primero y profesor después, se había pasado la vida en los museos. Allí mismo, en Orsay, se recordaba recorriendo las salas durante tardes enteras. Jamás habría imaginado que regresaría años después en calidad de vigilante. Ese papel le proporcionaba una visión del todo distinta del funcionamiento de un museo. Seguramente, sus vagabundeos actuales le permitirían enriquecer su comprensión del mundo del arte. Pero ¿acaso tenía importancia? ¿Volvería a Lyon sin más un día de estos y retomaría su vida? Nada era menos seguro.

Mientras él se desviaba hacia incertidumbres existenciales, un colega se le acercó. Alain, que así se llamaba, vigilaba el otro lado de la sala. Varias veces a lo largo de la jornada le había dirigido pequeños gestos amistosos. Antoine había respondido mediante la activación de un rictus ínfimo. Los colegas de paso en un mismo trabajo se entendían entre ellos.

—Vaya día, ¿eh? Qué locura… —arrancó, resoplando.

—Sí.

—Ya tenía ganas de que llegara el descanso.

—…

—La verdad, tal y como lo pienso te lo digo. Esta mañana he llegado y he pensado: a ver esto no vendrá mucha gente. Yo no conocía a Modigliani. Sinceramente, el tío…, chapeau.

—…

—¿Te apetece tomar una birra después del curro? Estamos molidos, nos sentará bien.

—…

El prototipo de callejón social sin salida. Decir «no» era retratarse como un desagradable. Antoine quedaría señalado, se hablaría de él, lo juzgarían. Y él quería evitar a toda costa causar revuelo. La paradoja era insoportable, pero, para que se olvidaran de él, lo mejor era mezclarse con los demás. La única escapatoria habría sido la invención inmediata de una excusa: una cita importante o una familia que lo esperaba en casa. Pero eso requería cierta capacidad de reacción, un arte instintivo del escaqueo. Todo aquello de lo que Antoine ya no estaba dotado. Cuanto más tiempo tardaba en responder, menos escapatoria tenía. Pese a que su único sueño era volver a casa, al final respondió:

—Muy buena idea.

Dos horas más tarde, los dos hombres se encontraban en la barra de un bar. Antoine bebía una cerveza con un perfecto desconocido. Nada le resultaba natural; hasta el sabor de la cerveza en su garganta era extraño.* El hombre hablaba sin cesar, lo cual representaba el lado bueno de la situación. Antoine no tenía que asumir el más mínimo tema de conversación. Observaba el semblante de su interlocutor, lo que le impedía captar íntegramente sus palabras. A algunas personas les cuesta mirar y escuchar al mismo tiempo; Antoine formaba parte de esta categoría. Alain era tan imponente que parecía extirpado de un bloque de piedra. A pesar de su apariencia basta, sus gestos no eran bruscos; incluso podía afirmarse que eran delicados. Transmitía la impresión de ser un hombre que trataba de refinarse, pero al que le faltaba eso que la gente llama habitualmente «encanto». Sin ser feo, su rostro se asemejaba a una novela cuyas páginas uno no siente las ganas de pasar.

—Pareces distinto al resto —declaró al cabo de un momento.

—¿Ah, sí? —respondió Antoine, ligeramente inquieto ante la idea de que pudiera distinguirse entre la masa.

—Tienes un aire ausente. Estás, pero no estás.

—…

—Hoy te he mirado varias veces, y he visto que tardabas siempre un poco en reaccionar a mis gestos.

—Ah…

—Debes de ser muy soñador, sencillamente. Fíjate, para hacer este trabajo no hay criterios. Es lo bueno. Hay de todo. Estudiantes de arte, artistas, pero también empleados a los que se la suda la pintura. Funcionarios de la silla. Yo un poco formo parte de ese grupo. Antes era vigilante nocturno en un garaje. Estaba hasta las narices de ver coches pasar. La ventaja de los cuadros es que no se mueven.

—…

En ese momento, Alain se embarcó en un largo monólogo, la clase de monólogo que quizá dura todavía hasta ahora. Se lo notaba deseoso de compensar una jornada transcurrida en silencio, sentado. Se puso a hablar de su mujer, Odette o Henriette, Antoine no había conseguido retener el nombre pronunciado de pasada. Desde que trabajaba en Orsay, Alain tenía la impresión de que ella lo admiraba más. Y eso lo hacía feliz. Había añadido: «Al final, uno busca constantemente la consideración de la persona amada…». De repente, su tono se había teñido de una pizca de melancolía. Un poco de poesía se ocultaba, tal vez, en los intersticios de aquel físico abrupto. En ese instante, Antoine desconectó por completo, repentinamente arrebatado por un sentimiento paranoico. ¿Por qué aquel hombre lo había observado varias veces durante el día? ¿Qué quería de él? Tal vez no se le hubiera acercado por casualidad. Una idea le rondaba la cabeza. Antoine temía que alguien intentara encontrarlo. No, no, era una hipótesis absurda. Alain trabajaba en el museo desde antes que él. No era plausible. Pero, aun así, había insistido en ir a tomar algo. Antoine sentía que perdía el control de la situación. Ponía en duda cada instante real, hasta el más anodino.

Ahora quería marcharse, interrumpir brutalmente el momento. Pero era imposible; de nuevo la incongruencia de tener que mostrarse lo bastante sociable como para no llamar la atención. A la vez que un miedo incontrolable lo asediaba, intentaba sonreír un poco al azar, siempre en momentos que no cuadraban con las observaciones de Alain. Al cabo de un rato, este último terminó por desenmascararlo:

—Perdona, te estoy aburriendo con mis movidas. Ya veo que no me estás escuchando.

—No, no… No me aburres en absoluto.

—Si quieres, te cuento cosas un poco más graciosas.

—…

—¿Sabes lo que le preguntó un tipo a un colega del Louvre un día?

—No.

—Que dónde estaba la Gioconda de Leonardo DiCaprio.

—…

—¡La Gioconda… de DiCaprio! Hay cada fenómeno por ahí suelto… Tiene su gracia, ¿no?

—Sí —convino Antoine con voz siniestra.

Se despidieron poco después. Mientras volvía a casa, Antoine se asustó ante la idea de que aquella pequeña salida se convirtiera en el principio de una espiral. Había aceptado por prurito de discreción, pero no se acabaría nunca. Estaba claro que Alain era de los que organizan cenas en su casa para presentar a su señora. Y por fuerza llegaría un momento en que le harían preguntas, demasiadas preguntas. Estaba adentrándose en un terrible callejón sin salida. Tenía que inventarse algo enseguida, quizá una enfermedad grave, o un pariente al borde de la muerte; en cualquier caso, era necesario pensar excusas con antelación. No podía improvisarse así como así el escaqueo de los demás.

5

Al día siguiente por la mañana, Antoine llegó antes de tiempo. Esperó delante de los arcos de seguridad hasta que llegaron los guardas jurado. Ir a un museo es como coger un avión. Depositó las llaves en una bandejita de plástico y pasó por debajo de la puerta metálica sin provocar ningún pitido. Experimentó cierto alivio, pero el guarda preguntó:

—¿Y el teléfono? ¿Dónde está?

—No tengo.

10 Libros para reírnos a carcajadas, con toda nuestra energía y mirando para adelante

sábado, enero 26th, 2019

Si bailabas al ritmo de “Livin’ la Vida Loca” y tenías todos los discos de Shakira, Arjona o Molotov, definitivamente eres ¡un chavorruco! ¿Qué cosas te hacen reír? ¿Te acuerdas cuando los libros era una señal de humor exquisito, de esos que estando sentados en el sofá no podemos parar de reír?

Ciudad de México, 26 de enero (SinEmbargo).- ¿Hace cuánto que no te reías a carcajadas? Con esa sonrisa que nuestros padres nos dieron y que la verdad escondemos. Dicen que las sonrisas arrugan o que si andamos riéndonos de acá para allá nadie nos va a tomar en serio. Pero tal como va el mundo, a la humanidad no se la toma seriamente. Al menos para preservarla, para decir, en aquel tiempo vivía esa señorita, con un perro pastor inglés o aquel señor daba clases de inglés y los fines de semana corría.

Un atentado allá. Una guerra cerca. Un Golpe de Estado que no nos atrevemos a mirar y la vida se pasa con nosotros serios, con la cara elegante y el cuerpo rígido. ¿Te acuerdas cuando los libros era una señal de humor exquisito, de esos que estando sentados en el sofá no podemos parar de reír?

Hace mucho tiempo una profesora dio a leer a sus alumnos los 20 cuentos de humor de la literatura argentina y de pronto toda la división no paró de sonreír con un gesto natural y empático que todavía se recuerda como si hubiera sido ayer.

Esos libros nuestros y que deseamos compartir con todo el barrio, porque el humor es colectivo. El humor solo es como cuando te vistes elegante para una fiesta pero al final no vas, te quedas mirando televisión o te quedas dormido. El humor es para decir: estoy vivo, aquí estoy y me río de todo, porque alguna vez en la vida hay que reírse de todo.

Hay novelas como la de Roberto Bolaño que son muy divertidas, por caso Los detectives salvajes: vas en un metrobús y lees que el abogado tendrá que ser abogado venga una tormenta o un huracán y te sonríes para adentro, para que no creas los otros viajeros que estás un poco loco.

A veces hay poemas como “La balada del boludo”, de Isidoro Blainsten que nos hacen reír tiernamente. Somos nosotros los boludos, no el otro: Eres pobre, pero ningún boludo. / Y el boludo fue ningún boludo. / Y quemaba en las plazas / las hojas que molestan en otoño. / Y llegó fin de mes, / cobró su primer sueldo / y se compró cinco minutos de boludo…”.

A veces lees los libros de Daniel Sada en clave de humor y entonces comprendes no sólo sus libros sino también un poco más al mexicano. Aquí te presentamos 10 nuevos libros para que te rías a carcajadas y te olvides un poco de cómo está el mundo: ¡Horrible!.

O como cuando Trino Camacho puso a la Alhóndiga de las Granaditas: ¡Psycho Killer!, todavía nos estamos riendo de ese chiste que apareció en Historias desconocidas de la independencia y la revolución (Tusquets).

¿Quiénes son los maestros del humor en México? Sin duda Jorge Ibargüengoitia, cuya colección completa acaba de salir editada por Planeta. Ahora bien, todavía la literatura mexicana tiene grandes deudas con el humor.

“La literatura mexicana tiene un déficit en el humor, es muy solemne, muy seria, se toma así misma con grandilocuencia a veces exagerada, cuando una de las grandes virtudes de nuestra cultura popular es el humor”, dice Juan Villoro, él mismo con sus crónicas y cuentos un gran cultor de la risa.

“Aquí consideramos al humorismo literario como algo menor, acostumbrados como estamos a escribir dramas y a considerar al mundo un inmenso valle de lágrimas”, dice René Aviles Fabila. “Nadie esquiva el trato con la solemnidad. El humorismo literario está en buena medida, dentro de nuestras letras, en Juan José Arreola, en el citado Ibargüengoitia, en Tito Monterroso. También se presenta en José Agustín, Parménides García Saldaña y María Luisa La China Mendoza y sobre todo en los más jóvenes, generaciones que han sacudido a la “seriedad” y a la solemnidad para tomar las cosas con sentido del humor, con desenfado y naturalidad”, concluye.

Estos son algunos libros que nos han hecho matar de la risa, pero cada uno tiene su manera de reír y de hacer reír. Sirvan como guía.

Benicio del Toro está preparando la adaptación cinematográfica de Mundo cruel. Foto: Malpaso

Mundo Cruel, de Luis Negrón (Malpaso)

He aquí nueve cuentos y nueve facetas de la experiencia homosexual. La atmósfera es puertorriqueña y el escenario, Santurce, un barrio de San Juan que no vive su mejor hora: “Cuadras y cuadras llenas de consultorios médicos, templos católicos, evangélicos, mormónicos, rosacruces, espiritistas, judíos y yoguísticos, si es así como se dice. Peste a alcantarillas las veinticuatro horas del día. Calor insoportable.

Reguetón, salsa de la vieja, boleros, bachatas, velloneras, billares, máquinas tragamonedas. Barras de mujeres desnudas, barras de dominicanos, barras gays”. Todo es posible, ningún rincón escapa a la mirada del narrador. Una prostituta intenta huir de su destino; las comadres dictan sentencia sobre el indecoroso comportamiento del prójimo; un joven muestra la senda que conduce al altísimo; el desconsolado dueño de un perro difunto busca a un taxidermista que lo inmortalice… Y la vida sigue… Y el sexo asoma por las esquinas…

Mundo cruel retrata un paisaje trágico, cómico y siempre escandaloso para los hipócritas llevando los recursos de la sátira a cotas magistrales. Y también, desde luego, los recursos de un lenguaje cuya espontaneidad coloquial aflora en cada personaje. Nada más complejo, más difícil, que alcanzar la sencillez expresiva: Luis Negrón lo ha logrado. Benicio del Toro está preparando la adaptación cinematográfica de Mundo cruel.

¡Son las memorias prepóstumas! Foto: Malpaso

Gilliamismos, de Terri Gilliam (Malpaso)

Desde su nada opulenta infancia en los gélidos páramos de Minnesota a sus lamentables aventuras en el avispero de Hollywood, pasando por los tumultos más o menos vanguardistas de Nueva York, Londres o Los Ángeles durante los sesenta y los setenta, la vida de Terry Gilliam ha sido tan heterodoxa y apasionante como cualquiera de sus películas. Aquí la cuenta con su característica agudeza, sin cortarse un pelo (no hay prisioneros) y añadiendo un completo muestrario de su indudable talento creativo: sabrosas ilustraciones, montajes delirantes, fotografías inéditas y comentarios inesperados se funden en una furiosa amalgama de golpes verbales.

Por estas memorias prepóstumas de Terry Gilliam circula un espectacular elenco de actores secundarios: los Monty Python (como es natural), George Harrison, Robin Williams, Jeff Bridges, Robert de Niro, Brad Pitt, Johnny Depp, Heath Ledger, Woody Allen, Frank Zappa, Robert Crumb, Richard Nixon, Hunter S.Thompson.

Cada uno, por cierto, recibe su merecido. Los encuentros o encontronazos de Gilliam con los grandes, los mediocres y los pequeños nos brindan algunas perlas imprescindibles para entender la (por algunos) añorada cultura popular del siglo XX. No se las pierdan. Las insólitas memorias de un cineasta único. “El retrato de un rebelde. Una declaración de principios franca y esclarecedora donde Gilliam se nos revela como un Quijote contemporáneo”, ha dicho el  Chicago Tribune.

Cronomoto es una sacudida en el tiempo, un fenómeno de perturbación en la línea temporal. Foto: Malpaso

Cronomoto, de Kurt Vonnegut (Malpaso)

El 13 de febrero de 2001 a las 2.27 p. m., el Universo padeció una crisis de confianza que detuvo su expansión con calamitosas consecuencias. Todo regresó al 17 de febrero de 1991, fecha en que se recuperó la normalidad expansiva: los hombres se vieron entonces obligados a repetir punto por punto lo que ya habían hecho durante una década sabiendo con pavorosa exactitud qué les deparaba el futuro.

Después llegaría la debacle: acabada la reposición y restaurada la incertidumbre se declaró una epidemia de libertad. Nadie lograba emplear su albedrío. Era la parálisis. Sólo Kilgore Trout, un anciano y disoluto escritor de fantasías nunca premiadas en Suecia, diagnosticó el mal y prescribió el tratamiento. Ésta es la trama de un laberinto narrativo y alegórico al que Kurt Vonnegut dedicó largos años sin encontrar la salida.

Cronomoto es una sacudida en el tiempo, un fenómeno de perturbación en la línea temporal. Esta anomalía, inexistente en la realidad y oportuno para los intereses de Vonnegut, se configura como una mezcla, como una ensoñación y un deseo, como un ir y venir, como una excusa.

¿Tu pareja te pide que le indiques qué tareas tiene que hacer? Foto: Lumen

La carga mental, de Emma Clit (Lumen)

¿Tu pareja te pide que le indiques qué tareas tiene que hacer?

¿Está la mujer socialmente programada para ser agradable y no rebelarse, o para soportar la carga mental de las tareas del hogar? ¿Es irremediable que las cosas resulten más difíciles para una mujer que para un hombre? ¿Hay manera de educar sin estereotipos?

Emma Clit, la feminista de lo cotidiano que ha viralizado el concepto de “carga mental”, se propone desvelar las desigualdades que pueblan nuestro día a día y cambiar nuestra mirada sobre el patriarcado, el acoso, la conciliación, la desigualdad de oportunidades, la sexualidad femenina o el exceso de trabajo.

¿Y qué es eso de que puedo con todo? ¿Todo, todo, todo? Foto: Aguilar

Los desmadres de Mym. El empoderamiento con humor para mamás multitasking, de Mym Saro (Aguilar)

¿Y qué es eso de que puedo con todo? ¿Todo, todo, todo?

¡Ni siquiera el universo fue creado con tantas expectativas!

Seamos sinceras: no somos ni superwomans, ni perfectas. Además, el multitasking es un invento del demonio. Por su culpa acabamos planchando el informe de la oficina o tomándonos la papilla del bebé. Nos ganamos a pulso las victorias, y nos reímos de nuestros errores, ¡si no fuera por ellos seríamos diosas! Empodérate de humor y buena onda con las historias de Mym. ¡Seguro que más de una te ha pasado a ti!

Un libro de fotografía y un juego que puedes utilizar en cualquier momento. Foto: Aguilar

¿Dónde está Momo?, de Andrew Knapp (Aguilar)

Momo está esperando pacientemente que lo encuentres en más de 100 fotografías de paisajes urbanos y rurales capturados por el mejor amigo de Momo, Andrew Knapp. Echa un vistazo. ¿Puedes encontrarlo?

Miles de fans en internet juegan a las escondidas con Momo, un border collie, todos los días. Y ahora, en este libro bestseller de The New York Times, tú también puedes. Momo y su mejor amigo Andrew Knapp han viajado por todas partes -a través de campos, caminos rurales, ciudades, patios, vecindarios y espacios surrealistas de todo tipo.

El resultado es un libro de fotografía y un juego que puedes utilizar en cualquier momento. Sumérgete página tras página en las hermosas y serenas fotografías de Andrew y tarde o temprano encontrarás a Momo mirándote. (¿No puede encontrarlo? No te preocupes… las respuestas están al final del libro.)

Un compendio de todo lo que formó a la generación mexicana. Foto: Aguilar

Almanaque chavorruco, de Jorge Pinto (Aguilar)

Si bailabas al ritmo de “Livin’ la Vida Loca” y tenías todos los discos de Shakira, Arjona o Molotov; si fuiste con tus amigos al estreno de Parque Jurásico y viste al menos una vez Mi pobre angelito en el Canal 5; si todas tus tareas salían del Encarta ’95 y la palabra “Baldor” te daba pesadillas; si en tu mochila siempre llevabas tu Game Boy o Tamagotchi; si tu primer celular fue un Nokia 918 y los SMS tu medio de comunicación; si apostaste tazos y hielocos con tus amigos en el recreo; si tus domingos estuvieron marcados por En familia con Chabelo; si tenías un mullet o usabas ombligueras; si te tocó el boom de Michael Jordan… definitivamente eres ¡un chavorruco!

En tus manos tienes un tesoro de datos imprescindibles para revivir tu pasado (lo bueno, lo malo y lo meh), recordar los momentos de esplendor de aquellos años maravillosos con humor e ironía y dar un repaso a los tesoros que los años ochentas y noventas nos dieron como sociedad.

¡Eres un chavorruco! Foto: Shutterstock

Este almanaque es para cualquiera que tenga entre 27 y 47 años, aunque si tienes más de 47 años, quizá recuerdes todo lo que odiabas de los jóvenes de tu tiempo y que ahora está regresando a tu vida y si tienes menos de 27 años, nunca es tarde para aprender de lo bueno, ¡bienvenido, millennial!

Personajes tan racistas, clasistas y malditos que, lejos de pintoresquismos, parecen estar inspirados en la mismísima realidad. Foto: Planeta

Judíos. Sergio Langer (Planeta)

Quien venga siguiéndole los pasos en su carrera de más de treinta años en el humor gráfico, sabrá que Sergio Langer (que es judío, judiísimo) le ha dado una vuelta de tuerca al género. Es más, lo ha retorcido tanto que terminó por estrujarlo, por exprimirlo hasta extraer de él ese ácido esencial que compone el más puro humor negro, el que inquieta y descoloca, el que escandaliza a tontos, amargos y desprevenidos. Por eso mismo, no se encontrarán entre estas páginas aquellos chistes benévolos sobre la cultura judía (los clásicos de viejos amarretes y madres expertas en extorsión afectiva) sino una colección de piezas que desafían la forma en que los judíos nos vemos y somos vistos. La irreverencia de Langer frente a los hitos históricos, los tabúes y la religión no es ociosa sino todo lo contrario: se descubre en cada viñeta su secreta misión para rescatarnos de los estereotipos y acabar, de una buena vez, con obviedades y lecturas superficiales. El universo judío que compone es profundo y delirante: hay zombis judíos, nazis variopintos, versiones imposibles de Hitler (hasta una con forma de gatito chino de la suerte), fundamentalistas de Medio Oriente que comparten cama con el enemigo, torpes profanadores de tumbas, judíos socialmente insensibles, lisérgicas estrellas de David, una Ana Frank sanguinaria y la temible Mamá Pierri, entre otros. Personajes tan racistas, clasistas y malditos que, lejos de pintoresquismos, parecen estar inspirados en la mismísima realidad.

Un alegato irónico y entretenido a favor del vegetarianismo y contra la explotación animal. Foto: Planeta

Las vacas locas. El horror de comer carne, de Rius (Planeta)

¿Cuenta Ud. con un superestómago para desechar el ácido úrico y las toxinas? ¿No? Entonces… ¡¿por qué come carne?!

¿Qué alimentos consumían nuestros “desnutridos” antepasados?

Toda la verdad acerca de las vacas locas y los espantosos parásitos de los cochinos.

Las hormonas, los químicos y otras porquerías que se engullen los comedores de cadáveres.

¿Cuál es el precio verdadero de un bistec?

Descubra la espeluznante forma en que viven y mueren los animales de las granjas industriales. ¡Ganaderos, absténganse!

Ésta es, junto con La delicadeza, la mejor novela de David Foenkinos. Foto: Seix Barral

Estoy mucho mejor, de David Foenkinos (Seix Barral)

A veces la vida pesa demasiado. Eso es lo que le pasa al protagonista de esta novela, que un día despierta con un dolor de espalda insoportable. Después de consultar a toda clase de especialistas, descubre que no hay terapia capaz de ayudarlo. Ha llegado el momento de tomar las riendas de su vida. Y es que su espalda está llena de nudos; cada uno de los momentos tristes que ha vivido parece haberse atrincherado en ella para siempre.

David Foenkinos nos muestra cómo un suceso aparentemente negativo puede darle un vuelco a la vida y sacar lo mejor de uno mismo. Ésta es una historia que habla de todos nosotros, de cómo con pequeñas metas podemos lograr grandes cosas.

Amor, humor e ingenio, éstos son los rasgos distintivos de David Foenkinos, un autor que cuenta con millones de lectores en más de treinta países. Con Estoy mucho mejor, Foenkinos demuestra de nuevo que es un maestro de las segundas oportunidades: “Ésta es, junto con La delicadeza, la mejor novela de David Foenkinos”, Le Point.

“La biblioteca de los libros rechazados”, nuevo trabajo de David Foenkinos

sábado, agosto 12th, 2017

“En 1971, el escritor norteamericano Richard Brautigan publicó The Abortion. Se trata de una intriga amorosa bastante peculiar entre un bibliotecario y una joven de cuerpo espectacular. Un cuerpo del que esta es víctima, por decirlo de alguna manera, como si la belleza estuviera maldita. Vida, que así se llama la protagonista, cuenta que un hombre se mató al volante por culpa suya; subyugado por aquella transeúnte pasmosa, sencillamente se olvidó de que iba conduciendo. Tras el batacazo, la joven echó a correr hacia el coche. Al conductor, ensangrentado y agonizante, solo le dio tiempo a decir, antes de morir: -Qué guapa es usted, señorita”.

Ciudad de México, 12 de agosto (SinEmbargo).-La editorial Alfaguara acaba de publicar La biblioteca de los libros rechazados, nuevo trabajo del escritor francés David Foenkinos. El autor que conquistó a más de un millón de lectores con La delicadeza y ganó el Premio Renaudot y el Goncourt des Lycéens con Charlotte retorna al panorama narrativo con un thriller romántico sobre el enigma de un manuscrito rechazado.

Foenkinos vuelve a desafiarse a sí mismo y a los lectores con una trepidante novela de misterio, en la que no faltan el romanticismo y el humor, que demuestra que un solo libro puede cambiar la vida de los lectores.

“A decir verdad, la historia de Vida nos interesa menos que la del bibliotecario. Pues en él reside la peculiaridad de esta novela. El protagonista trabaja en una biblioteca que acepta todos los libros que han rechazado las editoriales. Se puede uno encontrar allí, por ejemplo, con un hombre que ha acudido a dejar un manuscrito tras haber padecido cientos de rechazos. Y de esa forma se van juntando ante los ojos del narrador libros de todo tipo. Se puede dar allí tanto con un ensayo como El cultivo de las flores a la luz de las velas en una habitación de hotel cuanto con un libro de cocina que recoge todas las recetas de los platos que aparecen en la obra de Dostoievski”.

En Crozon (Bretaña), un bibliotecario decide albergar todos los manuscritos que han sido rechazados por los editores. Estando de vacaciones en la localidad bretona, una joven editora y su marido escritor visitan la biblioteca de los libros rechazados y encuentran en ella una obra maestra: Las últimas horas de una historia de amor, novela escrita por un tal Henri Pick, fallecido dos años antes.

El libro de un autor exitoso. Foto: Especial

Pick regentaba, junto a su viuda Madeleine, una pizzería y según ella nunca leyó un solo libro y mucho menos escribió nada que no fuera la lista de la compra. ¿Tenía el autor una vida secreta? Rodeado de un gran misterio, el libro triunfa en las librerías, provoca efectos sorprendentes en el mundo editorial y cambia el destino de muchas personas, especialmente el de Jean-Michel Rouche, un periodista obstinado que duda de la versión oficial de los hechos. ¿Y si esta publicación no es más que un cuidado plan de marketing?

Jean-Pierre Gourvec estaba orgulloso del letrerito que podía leerse en la entrada de su biblioteca. Un aforismo de Cioran, irónico para un hombre que no había salido nunca, como quien dice, de su Bretaña natal: «París es el lugar ideal para fracasar en la vida». Era de esos hombres que prefieren la patria chica a la Patria, sin convertirse por eso en nacionalistas histéricos. Su apariencia se prestaba a presagiar lo contrario: tan largo y flaco, con las venas del cuello hinchadas y una intensa pigmentación rojiza, podía suponerse en el acto que la suya era la geografía física de un temperamento irascible”.

En recientes declaraciones sobre su novela, el autor comentaba: “Creo que La biblioteca de los libros rechazados es el primer libro en el que he tratado de expresar mi amor por la literatura. Mi amor por la novela, mi amor por las palabras es algo que ha cambiado mi vida. Y, de algún modo, cada libro es un camino que conduce a iluminar de una manera diferente el pasado. Cuando escribo ficción me doy cuenta de que el objetivo oculto no es tanto comprenderme como volver a las emociones que experimentamos en lo más profundo de nosotros mismos”.

David Foenkinos, autor de La delicadeza. Foto: Especial

David Foenkinos nació en París en 1974. Licenciado en Letras por la Universidad de la Sorbona, recibió también una sólida formación como músico de jazz. Entre sus novelas, acogidas con entusiasmo por los lectores y la crítica en todo el mundo, destacan El potencial erótico de mi mujer (Premio Roger-Nimier 2004), En caso de felicidad (2004), Los recuerdos (2011), Estoy mucho mejor (2013) y, sobre todo, La delicadeza(2009).

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