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LECTURAS | Confesiones de una mala feminista, de Roxane Gay

sábado, mayo 6th, 2017

¿Es incompatible querer ser independiente y a la vez ansiar que cuiden de ti, que te gusta la música reggaeton, pero te revuelva por dentro lo machista de algunas de sus letras?

Ciudad de México, 6 de mayo (SinEmbargo).-La lucha por los derechos de las mujeres ha tomado el mundo por asalto, pero ¿por qué muchas de sus simpatizantes caen en tantas contradicciones? ¿Por qué parece haber tantas malas feministas? Roxane Gay, profesora universitaria, colaboradora de The New York Times, ensayista y novelista con más de un millón de visitas en su charla TED sobre feminismo, tiene algunas respuestas a esas preguntas.

La pluma de Gay, filosa como una catana, explora la cultura pop para extraer verdades incómodas acerca de cómo somos representados en el cine, la televisión y la literatura. Con un estilo a veces ácido y corrosivo, otras íntimo y personal, pero siempre potente y crítico, Roxane atraviesa el entretenimiento masivo: desde Cincuenta sombras de Grey hasta Los juegos del hambre; sin olvidar a Quentin Tarantino y Orange is The New Black, para rescatar valiosas lecciones e incómodas verdades sobre la discriminación, el privilegio y la frustración de querer un mundo más justo.

Sus ensayos no exigen la credencial de «feminista» para ser leídos. Son una invitación abierta a analizar el entorno en el que estamos inmersos bajo la promesa de que, después de leerlos, creerás firmemente que, como dice la propia Roxane, “tenemos el derecho al mismo respeto”.

Fragmento del libro Confesiones de una mala feminista, de Roxane Gay, Planeta 2017. Publicado con autorización de Editorial Planeta México.

Confesiones de una mala feminista, de Roxane Gay. Foto: Especial

Siénteme. Veme. Óyeme. Tócame.

Las páginas de citas son interesantes. Puedes entrar en JDate o Christian Mingle o Black People Meet o en cualquiera de las páginas pensadas expresamente para hacer bueno eso de “Dios los cría y ellos se juntan”. Si tienes criterios concretos, puedes encontrar a gente que se parece a ti, que comparte tu fe o que disfruta del sexo con disfraces peludos. En el mundo de Internet nadie está solo en sus intereses. Cuando entras en estas páginas de citas, puedes esperar encontrarte con algo conocido. Puedes esperar que en el amor online se emplee una especie de lengua franca que lo hará todo posible.

Pienso constantemente en la conexión, la soledad, la comunidad y en encajar y bastante, tal vez demasiado, en cómo lo que escribo refleja que trabajo en las intersecciones entre todo ello. Somos muchos los que intentamos tender la mano con la esperanza de que alguien ahí fuera la tome y nos recuerde que no estamos tan solos como tememos.

Hay historias que cuento una y otra vez porque algunas experiencias me han afectado profundamente. A veces espero que hacer esto me permita comprender mejor cómo funciona el mundo.

Aparte de no haber tenido muchas citas por Internet, nunca he salido con nadie con quien tuviera demasiado en común. Lo achaco a mi signo del zodíaco. En mis relaciones, siempre encuentro cosas en común conforme pasa el tiempo, pero cuando empiezo a salir con alguien solemos ser bastante distintos. Una amiga me dijo hace poco que solo salgo con chicos blancos y me acusó de ser… no recuerdo qué. Ella vive en una ciudad y da por sentada la diversidad a su alrededor. Contraataqué diciendo que en la universidad salí con un chico chino. Le dije que salgo con los chicos que me piden salir. Si un chico negro me pidiera una cita y me gustara, saldría con él encantada. Pero solo se me acercan chicos negros que rondan los setenta y no tengo intención de salir con ancianos. También parece que tengo afición por los libertarios. La verdad es que no me canso de ellos ni de su necesidad radical de liberarse de la tiranía y de los impuestos. Me cuesta imaginar cómo sería tener mucho en común con alguien desde la primera cita. Esto no quiere decir que por ser los dos negros, demócratas o escritores vaya a tener mucho en común con alguien. No sé si habrá persona alguna en el mundo con quien tenga mucho en común y especialmente en estas páginas de citas en las que metes varias características y preferencias clave y puede que encuentres a tu pareja perfecta. Ni siquiera lo he intentado y tampoco creo que tenga nada de malo. A mí me encanta estar con alguien que me resulte infinitamente interesante por lo diferentes que somos. El querer encajar con una persona o una comunidad no significa buscar una imagen exacta de mí misma.

No suelo ver BET,2 a menudo porque estoy muy comprometida con Lifetime Movie Network y reality shows de cadenas menores de televisión por cable. Además, los programas basura de BET son una farsa y eso que he visto dos episodios de Amsale Girls en WEtv y mi tolerancia con la telebasura es extraordinaria. Es una lástima que la población negra tenga que conformarse siempre con menos en cuanto a la calidad de los programas de televisión. Lástima que haya tan pocas opciones más allá de BET. Las cadenas ofrecen un mar de blancura desconcertante, exceptuando los programas producidos por Shonda Rhimes (Grey’s Anatomy, Addison, Scandal), que a la hora de elegir reparto hace un esfuerzo deliberado por abordar raza, género y, en menor medida, sexualidad. Aparte de estos ejemplos, los negros —en realidad, cualquier persona de color— solo se muestran en los medios como abogados y amigos descarados y, por supuesto, como criados. Incluso cuando surge una nueva serie que promete romper 2 Black Entertainment Television, canal de televisión por cable perteneciente a Viacom. (N. de la T.) esquemas, como Girls de Lena Dunham para la HBO, que sigue la vida de cuatro veinteañeras en Brooklyn, Nueva York, al final acabamos teniendo que tragarnos más de lo mismo: la eliminación o la ignorancia generalizada de la raza.

En BET nos conformamos con nada, más allá de las redifusiones de Girlfriends, una serie criminalmente infravalorada. Aunque tardé mucho tiempo en llegar a apreciarla, Girlfriends tocaba cosas importantes y nunca tuvo el respaldo que merecía. Sin embargo, a veces se me antoja ver gente que tiene mi mismo aspecto. La piel oscura es preciosa; me gusta ver distintos tipos de historias. El problema es que en BET veo gente que tiene mi mismo aspecto, pero hasta ahí llega el parecido. Por una parte se debe a que tengo treinta y tantos años y para BET soy un vejestorio. Por muy involucrada que esté con la cultura popular, hay cosas que no sé. La geografía y mi profesión tampoco ayudan. Cuando empecé a escribir este artículo, ponían un programa llamado Toya en BET. Aunque el título ya me había motivado a consultar el horario en que pasaba, nunca lo había puesto. Por fin vi un par de capítulos y no logré siquiera entender por qué ese programa existe. ¿Qué argumento tiene? Se lo consulté al Dr. Google y descubrí que Toya es la exmujer de Lil Wayne y ya. Ni siquiera es corista ni bailarina sexy en videos musicales. El umbral de la fama mengua a un ritmo cada vez más vertiginoso.

Vi el programa de Toya y en lo único que pude identificarme con ella fue en el amor por mi familia. Me quedé con la vaga impresión de que Toya los quiere e intenta ayudarles a volver al buen camino, pero tampoco está muy claro, porque la mayor parte del programa es gente hablando de cosas aburridas. Toya también salió con un tipo llamado Memphitz (ahora están casados), obsesionado por los anillos de diamantes. ¿Es un rapero? ¿A qué se dedica esta gente? La manutención de Lil Wayne no puede dar para tanto. Ojalá BET se esforzara más por representar el abanico entero de experiencias negras de un modo equilibrado. Lo que se ve en BET da la sensación de que un negro solo puede encontrar el éxito a través del deporte o la música profesional, o casándose, acostándose o teniendo un hijo con algún profesional del deporte o la música.

Me encantaría ver, de vez en cuando, algún ejemplo de un negro que tuvo éxito en otros ámbitos profesionales. En la mayoría de programas de televisión los personajes blancos ofrecen al espectador un amplio abanico de posibilidades de “Lo Que Quiero Ser Cuando Sea Mayor”. Hay excepciones, claro. Laurence Fishburne hizo el papel protagonista en CSI durante una o dos temporadas. En su momento, Blair Underwood interpretó a un abogado en La Ley y el Orden: Los Ángeles (2010-2011). También están los ya mencionados programas de Shonda Rhimes. Supongo que piensan que una persona de color que sea abogado, médico o escritor, o qué demonios, músico de jazz, maestro de escuela, empleado de correos o mesero no sería tan interesante para los chicos porque la oferta actual tiene un atractivo innegable. Y, sin embargo, en algún momento tendremos que dejar de vender a cada niño negro de Estados Unidos la idea de que lo único que puede hacer para conseguir algo es hacerse de una pelota o un micrófono. Bill Cosby ya está un poco anticuado, pero sabe de lo que habla y si se volvió obsoleto es porque lleva toda la maldita vida luchando por lo mismo. BET me resulta frustrante porque es un doloroso recordatorio de que puedes tener algo y al mismo tiempo nada en común con la gente. Me gustan las diferencias, pero de vez en cuando me gustaría vislumbrar algo de mí en los demás.

En la universidad fui asesora de la asociación de estudiantes negros. El profesorado de color en la facultad era casi insignificante (se podían contar con los dedos de una mano) y los que había estaban demasiado ocupados, demasiado quemados o totalmente desinteresados por su trabajo. Después de cuatro años, entendí por qué. Cuanto mayor me hago, mejor entiendo muchas cosas. Asesorar en una asociación de estudiantes negros es agotador, ingrato y desolador. Después de cierto tiempo, te desmoralizas. Tras un par de años entró una nueva profesora negra en la facultad, y le pregunté por qué no trabajaba con los estudiantes negros. Me dijo: “Ese no es mi trabajo”. Y luego añadió: “Es imposible llegar a ellos”. Odio cuando alguien dice que algo no es su trabajo o que algo no es posible. Sí, todos decimos esas cosas, pero algunos creen de verdad que solo deben ocuparse de lo que figura en la descripción de su puesto o que esto no incluye intentar llegar a quienes parecen inalcanzables.

Heredé la ética del trabajo de mi infatigable padre. Creo que es tarea de todos (independientemente de la etnia a la que pertenezcan) demostrar a los jóvenes alumnos negros que hay profesores que se parecen a ellos, orientar y ser un apoyo para los estudiantes y si un docente negro no lo ve así, debería planteárselo y replanteárselo y volver a planteárselo hasta que se le aclare la mente.

Cuando era asesora, los estudiantes negros me respetaban, creo, pero casi nunca les caía demasiado bien. Lo entiendo. Soy un gusto adquirido. La mayoría pensaba que yo era una “wannabe”. Muchos me llamaban redbone3 y se reían cuando me enfurecía. Se desternillaban de risa porque alargaba las vocales al hablar en jerga. Me decían: “Di holla4 otra vez” y yo lo hacía porque es una de mis palabras favoritas aunque para ellos la pronunciara mal. Es como si la tarareara. Sobre todo les gustaba cómo decía gangsta. No me molestaba que me tomaran el pelo. Me molestaba que creyeran que yo esperaba demasiado de ellos cuando la definición de demasiado era no tener ninguna expectativa en absoluto.

Sí, era una maldita exigente y es probable que a veces poco razonable. Insistía en la excelencia. Eso lo heredé de mi madre. Mis expectativas eran cosas como exigir que los educadores acudieran a las reuniones ejecutivas, insistir en que funcionarios y personal llegaran a las reuniones generales al menos cinco minutos antes porque llegar temprano es llegar a la hora, insistir en que si los estudiantes se comprometían a hacer una tarea la llevaran a cabo, insistir en que hicieran sus tareas, insistir en que pidieran ayuda y aprovecharan las tutorías si necesitaban ese tipo de apoyo, insistir en que dejaran de pensar que un aprobado o un bien eran buenas calificaciones, insistir en que tomaran en serio la universidad, insistir en que dejaran de ver conspiraciones por todas partes, insistir en que no todos los profesores que hacían algo que no les gustaba eran racistas.

Pronto comprendí que muchos de esos chicos no sabían leer ni estudiar. Cuando se habla de problemas sociales en el mundo académico e incluso en los círculos intelectuales, se suele hablar mucho de privilegios y de cómo todos somos privilegiados y tenemos que ser conscientes de ello. Siempre he sido consciente de mis privilegios, pero trabajar con estos alumnos, muchos de ellos de la ciudad de Detroit, me enseñó hasta qué punto era una privilegiada. Cada vez que alguien me dice que no reconozco mis privilegios quiero callarle la maldita boca. ¿Crees que no lo sé? Tengo clarísimo lo que es un privilegio. La idea de que debería conformarme con el statu quo aunque ese statu quo no me afecte demasiado es repugnante.

Los chicos no sabían leer, así que les conseguí diccionarios y como les daba demasiada vergüenza hablar de aprender a leer en las reuniones, me detenían mientras iba por el campus o en la oficina y me susurraban: “Necesito ayuda con la lectura”. Nunca se me había ocurrido que un muchacho educado en este país [Estados Unidos] pudiera llegar a la universidad sin el nivel universitario de lectura. La verdad, debería avergonzarme por no haberme dado cuenta de las terribles desigualdades en la educación infantil. Debería darme vergüenza. En la universidad aprendí mucho más fuera de la clase que sentada a la mesa discutiendo conceptos teóricos. Aprendí lo ignorante que soy. Aún estoy trabajando para corregirlo.

Los alumnos y yo nos llevábamos mucho mejor cuando el trato era individual. Eran mucho más abiertos. Yo no tenía ni idea de lo que hacía. ¿Cómo se enseña a alguien a leer? Consultaba a menudo al Dr. Google. Compré un libro con ejercicios básicos de gramática. A veces, simplemente leíamos sus tareas palabra por palabra, y cuando no conocían una, les hacía escribirla y buscarla en el diccionario, y que copiaran la definición, porque así me había enseñado mi madre. Yo tuve una madre que estaba en casa cuando volvía del colegio cada día, que se sentaba conmigo y me ayudaba con las tareas, día tras día, año tras año, hasta que me fui a la prepa, me animaba y desde luego, me empujaba hacia la excelencia. Hubo cosas de mi vida que mi madre fue incapaz de ver, pero en lo referente a mi educación y a asegurarse de que yo me convirtiera en una buena persona, una persona educada, siempre acertó.

A veces, no me caía bien la cantidad de tarea que tenía que hacer en casa. Mis compañeros de clase estadounidenses no tenían que hacer tanto como yo. No entendía por qué mi madre, en realidad mis padres, se empeñaban tanto en hacernos utilizar la cabeza. Había mucha presión en casa. Mucha. Yo era una niña bastante estresada, y parte de esa presión era auto-impuesta, parte no. Me gustaba ser la mejor y que mis padres estuvieran orgullosos. Me gustaba la sensación de control que me daba ir bien en el colegio mientras otros aspectos de mi vida estaban absolutamente descontrolados. Se esperaba que sacara todo sobresaliente. Llevar a casa menos que eso no era una opción, así que no lo hacía. Es la típica historia poco interesante de una hija de inmigrantes. Cuando trabajé con esos chicos en la universidad, comprendí por qué mis padres nos enseñaron que tendríamos que esforzarnos tres veces más que los chicos blancos para que nos tuvieran la mitad de consideración. No nos enseñaron esta realidad con amargura, nos estaban protegiendo.

Al terminar nuestras sesiones, los alumnos con los que trabajaba solían decir: “No le digas a nadie que vine a verte”. En la mayoría de los casos no era recibir ayuda lo que los avergonzaba sino que los vieran esforzándose en su educación, que vieran que les importaba. A veces se abrían y me hablaban de su vida. Muchos de los chicos con los que trabajaba no tenían unos padres como los míos, dispuestos o capaces de preparar a sus hijos para el mundo. Muchos eran los hermanos mayores, los primeros de la familia que iban a la universidad. Un chico era el mayor de nueve. Una chica era la mayor de siete. Otra, la mayor de seis. Había muchos padres ausentes y madres, padres, primos, tías y hermanos en la cárcel. Había alcoholismo, drogadicción y abusos. Padres a los cuales les enfurecía que sus hijos fueran a la universidad e intentaban sabotearlos. Alumnos que mandaban sus cheques de ayuda estudiantil a casa para mantener a la familia y se pasaban el semestre sin libros de texto y sin dinero para comer, porque había más bocas que alimentar en casa. Por supuesto, también había alumnos con padres fantásticos y una familia que los apoyaba, que no sufrían la pobreza y estaban bien preparados para la experiencia universitaria, o al menos hacían lo necesario para seguir el ritmo. Esos estudiantes eran la excepción. A menudo pienso en el peligro de una historia única, como decía Chimamanda Adichie en su charla, pero hay historias únicas que me parten el corazón.

Al final de mi último año en la universidad, con todo lo que estaba pasando en mi vida personal, estaba completamente quemada. No me quedaba nada que ofrecer. A demasiados alumnos les daba todo igual y a mí también. No me enorgullezco de ello, pero la verdad es que sentía que las cosas se me habían ido de las manos. O eso es lo que me digo a mí misma. Los alumnos no se presentaban a las reuniones de la AAN7. Participaban a medias en los eventos del club, no los promovían y tiraban la toalla, y yo ya no tenía fuerzas para desafiarlos con la mirada, gritar o estimularlos para que quisieran mejorar. Si después de cuatro años no habían aprendido nada, es que había fracasado y ya poco podía hacer para remediarlo. En realidad solo se comportaban como universitarios, claro, pero era frustrante. Cuando terminó el último semestre, me sentí aliviada. Extrañaría a los alumnos, porque para ser sincera me daban mucha vida; eran listos, graciosos, encantadores y salvajes, pero buenos chicos. Sin embargo, necesitaba un descanso, un descanso muy, muy largo.

La mujer que me contrató en la universidad llevaba unos veinte años trabajando con estudiantes negros. Cuando se jubiló, estaba tan agotada que ni siquiera podía hablar de ellos sin que la desbordara la frustración por su falta de voluntad para cambiar, por todo el daño que les habían hecho, por su falta de fe en que hubiera un camino distinto y mejor, por los ridículos esfuerzos de la administración para crear el cambio. Por todo. Y yo entendía que estuviera agotada. Tardé cuatro años, pero lo entendí. Y, sin embargo, en un banquete de fin de curso los alumnos me sorprendieron. Me dieron una placa y leyeron un discurso precioso en el que me describían como el epítome de la integridad y la cortesía. Me dieron las gracias por ver un talento y potencial ilimitado en ellos. Dijeron TED (Tecnology, Entertainment, Design). Es una plataforma sin fines de lucro para difundir ideas por medio de charlas cortas  que yo los defendía incluso cuando se equivocaban y que era su familia, lo cual explicaba bastante bien nuestra relación, incondicional pero complicada. Dijeron otras muchas cosas maravillosas y halagadoras. No tenían por qué. Dejé la universidad con la sensación de que los había tocado. Lo cierto es que fueron ellos quienes me tocaron, me hicieron sentir como parte de algo, aunque en realidad a quien le correspondía hacerlos sentir parte de algo era a mí. Como miembro de la facultad, todavía no me he afiliado a la asociación de estudiantes negros porque he estado intentando reunir energías para ello. Ahora me siento culpable por estar retrasando ese momento. Me siento responsable. Me siento débil y estúpida. En mi primer año tuve en clase a un alumno negro que pensaba que me ensañaba con él por el hecho de ser negro. Según me dijeron, esto les ocurre a menudo a los profesores de color. Yo no me ensañaba con él. Para empezar, no tengo tiempo para eso. Además, yo espero la excelencia en todos mis alumnos, sin excepción. El chico venía con una media de notas brillantes y no podía creer que no estuviera sacando calificaciones sobresalientes en mi clase. No podía creer que yo no pensara que merecía un premio proverbial por haber sido un buen estudiante antes de llegar a mi clase. Mientras que yo no podía creer su arrogancia. Tenía la sensación de que el chico quería que me sintiera impresionada por el hecho de que era “diferente”, que era buen estudiante, como si debiera calificarle por su rendimiento anterior en lugar de por lo que hacía en mi clase. En una ocasión me dijo: “No soy como los otros [palabra que empieza con N] del campus”. Yo le contesté que debería tener cuidado con su actitud y su lenguaje. Tuvimos varias conversaciones muy tensas y, en una de ellas, subió tanto de tono que mi jefe, sin que yo lo supiera, se quedó en el pasillo, fuera de nuestra vista, porque temía que el chico se pusiera violento. Yo misma pensé que podía hacerlo. Tardé todo un semestre en controlar el problema con aquel alumno. Finalmente me di cuenta de que el chico no quería que le vieran como uno de esos estudiantes que llega y no sabe lo bastante como para salir adelante, o que no le importa tanto salir adelante. Su modo de hacerlo, de demostrar que era distinto, era mantener su promedio como fuera. Aquel alumno se graduó y no sé qué habrá sido de él, pero espero que no se pase la vida negociando políticas de respetabilidad.

Trabajo duro. Me ofrezco como voluntaria para hacer cosas. Cuando digo que voy a hacer algo, intento cumplirlo. Intento hacer bien mi trabajo. Me extiendo, me exijo más de lo debido. Trabajo y trabajo y trabajo en casa. Estudio las evaluaciones de mis clases y trato de entender mis imperfecciones para hacerlo bien la próxima vez. Me siento con mis compañeros y pienso: “Por favor, quiero caerte bien. Quiero caerte bien. Quiero que me respetes. Al menos, que no me odies”. A menudo la gente me malinterpreta, malinterpreta mis motivaciones. La presión es constante, sofocante. Digo que soy adicta al trabajo, y tal vez lo sea, pero simplemente estoy intentando, como mi alumno, demostrar en qué me diferencio de la mayoría.

Una vez, cuando estudiaba en la universidad, oí a una compañera hablando de mí en una sala de estudio. Ella no se percató de mi presencia mientras murmuraba con un grupo de compañeros nuestros y decía que yo era una alumna de la discriminación positiva. Me fui a mi sala de estudio, tratando de mantener la compostura hasta quedarme sola. No quería ser la chica que se pone a llorar en el pasillo. En cuanto atravesé la puerta de la sala, rompí a llorar, porque ese era mi mayor miedo, el no ser suficientemente buena y que todo el mundo lo supiera. Si lo pensaba racionalmente, yo sabía que era absurdo, pero oír cómo ella y los demás me veían me hizo mucho daño. No tenía a nadie con quien hablar de lo que había oído porque era la única alumna de color en el programa. Nadie lo entendería. Sí, claro, tenía amigos, buenos amigos que se solidarizarían conmigo, pero no lo entenderían y tampoco podía estar segura de que ellos no pensaran lo mismo.

¿Quién es Roxane Gay? Nebraska (EE.UU.), 1974 Escritora feminista, profesora, editora y comentarista, Gay trabaja como profesora asociada de Inglés en la Universidad Purdue, escribe regularmente artículos para el New York Times, es fundadora de Tiny Hardcore Press, editora de ensayos para The Rumpus, y coeditora en PANK, organización sin ánimo de lucro de colectivos de artes literarias. Gran parte de su trabajo trata de analizar y deconstruir los temas feministas y raciales a través de la lente de sus experiencias personales con la raza, la identidad de género y la sexualidad. Es autora de la colección de cuentos Ayiti (2011), la novela An Untamed State (2014), la colección de ensayos Mala feminista (2014) y Hunger (2016). También editó el libro Girl Crush: Women’s Erotic Fantasies. Además de sus contribuciones regulares en Salon y el desaparecido HTMLGiant, sus escritos han aparecido en numerosos medios y publicaciones como Best American Mystery Stories 2014, Best American Short Stories 2012, Best Sex Writing 2012, A Public Space, Mc Sweeney’s, Tin House, Oxford American, American Short Fiction, West Branch, Virginia Quarterly Review, NOON, Bookforum, Time, Los Angeles Times, The Nation y el New York Times Book Review.