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Desde que vivo en San Luis me he acostumbrado a la música de los sonideros, Por ahora, mi postura frente a la manipulación de la referencialidad en la Internet y cualquier otro lenguaje es esta: un día, espero escuchar sonideros en Shibuya, un barrio underground de Nuevo L.A., en Japón, plagado de personas cuya lengua parezca un esperanto tecnológico.

Por Josué Sánchez

Ciudad de México, 16 de abril (SinEmbargo).-Hace poco, en medio de una reunión, una amiga me contó cómo fue su entrevista para el trabajo que ahora tiene en San Luis Potosí. En ese entonces vivía en Ciudad Juárez y la empresa prefirió contactarla por Skype. Pero cuando llegó el momento de conectarse se dio cuenta de que la cámara en la sala de juntas de sus futuros jefes no estaba bien encuadrada: no podía ver sus rostros, sólo seis bustos con seis pares de manos entrelazadas o sujetando tazas de café y lapiceros sobre un largo escritorio oscuro.

En ese punto de su anécdota, se me ocurrió preguntarle si no se sentía como en medio de una de esas escenas de un sinfín de películas de espionaje donde varios líderes mundiales discuten el protocolo para llevar a cabo la Tercera Guerra Mundial o como si fuera la protagonista de un spin off de Los Ángeles de Charly.

Antes de que me contestara, su novio me preguntó qué chingados me pasaba, ¿acaso veía la realidad como si fuera una caricatura o una película o algo por el estilo? Probablemente sí, dije.

Aparte de lo obvio, exponer que veo el mundo como a través de una pantalla, la anécdota anterior es el preámbulo a la explicación del porqué la música del sonidero suena en mi cabeza como la del vaporwave.

Desde que vivo en San Luis me he acostumbrado a la música de los sonideros. Cuando llegué a la ciudad tuve que vivir dos semanas en un motel cerca de la autopista a Matehuala porque la inmobiliaria que contraté no me entregaba el departamento.

Durante aquellos días, me despertaba gracias a que alguien en el cuarto de al lado comenzaba la fiesta con cumbia rebajada: un subgénero que hasta entonces no había escuchado y que reduce la velocidad de reproducción de la cumbia colombiana y el vallenato.

El resultado: siete de la mañana,  29° c de verano potosino y el reverb en la voz ronca de un cantante combinado con las notas largas de un acordeón que calibra su aullido a un ritmo hipnótico. Después de instalarme en la ciudad, me di cuenta de que los sonideros, algo así como la traducción barriera del dj, cerraban de pronto las calles de cualquier colonia popular entre semana para tocar.

Los he escuchado en pleno martes haciendo un homenaje para algún amigo que murió y también al final de la tarde del domingo, cuando todos los que quieren alargar el fin de semana bailan alrededor de una esfera disco empotrada en la superficie de un gigantesco búfer.

Aquí entra mi visión, la que está detrás de una pantalla o que traduce algunas cosas a caricatura: la primera vez que escuché música de sonidero en ese motel de San Luis pensé en el vaporwave, un  género musical producto de un montón de sampleos de dj’s obsesionados con la Internet y cuyo presupuesto estético es un pastiche posmo del marxismo combinado con los recursos narrativos del psicoanálisis.

Claro, yo me enteré de lo anterior mucho después, porque cuando me topé con este género di por sentado que escuchaba música de elevador a velocidad rebajada: la versión gringa de la técnica que utilizan nuestros sonideros que mezclan cumbias.

En ese entonces, el 2012, di con Macintosh Plus, uno de los alias de Ramona Andra Xavier. Después de ver la portada de su Floral Shoppe (2011) y escuchar el disco entero experimenté un extrañamiento que, al mismo tiempo, resultaba demasiado cercano. Era como si todas las imágenes de Windows 95 o 97 y los soundtracks de aburridas películas softcore se hubieran fundido en una estética kitsch que sobrevalora la nostalgia.

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La música me gustó porque su monotonía te permite hacer cosas (ahora mismo escucho la canción no. 2 del álbum; transcribiría aquí el título, pero está escrito con kanjis y nadie necesita aquí de un segundo más de pretensión derivado de los discursos del arte conceptual y el gesto y esas cosas).

Lejos de su discurso que critica sesudamente al capitalismo, el vaporwave me hace pensar otra vez en ese tipo de realidad que describió sin querer el novio de mi amiga: esa que muchas de las personas que nacimos en los ochenta parecemos observar a través de una especie de filtro, como si todos tuviéramos, involuntariamente y algunos más conscientes que otros, una pantalla de alta definición entre nosotros y el mundo. Lo anterior no es alarmante, sino apenas una condición que equivale a usar un lenguaje cuya tecnología narrativa, la hiper referencialidad de la Internet, influye, en mayor o menor parte, a modo de prefiguración o asidero estético de algunos momentos de la realidad.

Lo anterior lo entenderá cualquiera que pase al menos cinco horas diarias frente a una computadora, ya sea por trabajo, entretenimiento o ambas. Porque en este punto, cualquiera que pueda navegar en la red puede darse cuenta que el vaporwave ni siquiera es tan original. El argumento hipster para no dejarse sorprender por la música sampleada en una época post industrial es volver al soundtrack de Blade Runner (1982). La música con la que Vangelis ambientó un L. A. del 2019 es la precursora del vaporwave pero con dinero y sin pretensiones paradójicas que denuncien el capitalismo desde la cuna bastarda de su ideología. Yo entiendo que de pronto es divertido hacer malabares con los discursos de las humanidades y darles una representación musical, pero a veces no tanto.

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Lo interesante aquí es volver sobre la caricatura de la realidad, lo cual deja pensar en un Rick Deckard que, dentro de tres años, en medio de una persecución por un suburbio de Los Angeles, podría escuchar el riff de un acordeón proveniente de la bocina de un sonidero chino mexicano. Un dj mestizo que simplemente me recordaría que el monólogo de Roy Batty al final de la película es sólo un pastiche de palabras, imágenes y percepciones erróneas del mundo: L.A. y San Luis concebidos desde una pantalla que reemplaza mi córnea y que es imperceptible.

De cualquier modo la mirada siempre se puede calibrar. La literatura más o menos hace eso: como se vale de un soporte diferente, el lenguaje escrito, anida en un sitio de la consciencia que parece inmune a la desestabilización de la velocidad en las percepciones.

Hay algunos autores que dan esa especie de tranquilidad y que publicaron libros durante la década de los 90, detonaron las convenciones de un género tan rígido como el cuento y delimitaron una nueva silueta para otro tan pantagruélico como la novela. Tim O’Brien es uno de ellos, pero prefiero hablar de él en otro momento.

Por ahora, mi postura frente a la manipulación de la referencialidad en la Internet y cualquier otro lenguaje es esta: un día, espero escuchar sonideros en Shibuya, un barrio underground de Nuevo L.A., en Japón, plagado de personas cuya lengua parezca un esperanto tecnológico, donde los géneros musicales y la velocidad de todos los prefijos techno, post, anti, retro y cyber alcancen para describir cómo me di cuenta de que no debía  idealizar ni a Deckard, ni los 80, 90 o cualquier época que me llegue acompañada de su soundtrack y elogie mi juventud y promueva la nostalgia. La memoria apenas y sirve para eso.