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John Boyne denuncia que sufrió abusos sexuales en su adolescencia. Anima a otras víctimas a no callar

miércoles, mayo 5th, 2021

El autor, que llegó a la fama por su novela The Boy in the Striped Pyjamas (El niño con el pijama a rayas), asegura que ha conseguido superar esos abusos y que escribir sus dos últimas novelas le ayudó mucho.

Madrid, 5 may (EFE).- El escritor irlandés John Boyne sufrió abusos sexuales en su adolescencia por parte de un profesor y saber que otro docente de su escuela había sido condenado el pasado mes de enero le animó a denunciar los hechos, según ha relatado en una rueda de prensa en la que ha alentado a otras víctimas a hacerlo.

Boyne (Dublín, 1971) ha presentado este miércoles en una rueda de prensa telemática su nueva novela The Hearts invisible furies (Las furias invisibles del corazón (Salamandra), en la que rinde homenaje a las víctimas de los prejuicios del dogma religioso, la segunda de su amplia obra que ambienta en Irlanda tras su anterior libro, A History of Loneliness (Las huellas del silencio), en la que hablaba de abusos sexuales en la Iglesia.

Para Boyne, todavía quedan casos por descubrir aunque haya salido mucho a la luz en los últimos años, desde mediados de los 90, cuando la gente empezó a denunciar en la Policía hechos que luego acabaron en los tribunales. “Cada caso inspiraba a otros que habían tenido esas malas experiencias para seguir denunciando”.

Algo que le ocurrió a él recientemente, según ha explicado: “En enero de este año uno de mis exprofesores fue enviado a la cárcel durante ocho años por abusos en la escuela a la que yo asistí y eso me inspiró a mí para ir a la Policía y denunciar los casos de abuso que yo sufrí de adolescente en la escuela. Cosas que había decidido dejar de lado como adulto, han cambiado. Pensé que tendría que denunciarlo. Cada persona que denuncia y deja las cosas en manos de la policía y permite que el sistema judicial siga su curso está haciendo lo correcto”.

Al profesor que Boyne denunció no es el que ingresó en la cárcel, aunque ambos le dieron clase, ha recordado: “La escuela a la que yo asistí por desgracia tenía unos cuantos abusadores en su personal, porque no son los únicos”.

Es, sostiene, una de las razones por las que la Iglesia “se ha desmoronado tanto en Irlanda”, ya que muchas personas de la generación de sus padres entregaron su vida a la Iglesia y ahora se sienten “desilusionados” y “traicionados”.

El autor, que llegó a la fama por su novela The Boy in the Striped Pyjamas (El niño con el pijama a rayas), asegura que ha conseguido superar esos abusos y que escribir sus dos últimas novelas le ayudó mucho.

“Hasta los 20 ó 30 años me costó conseguir mantener una relación por lo que había sufrido”, ha rememorado el escritor que dice que con el paso del tiempo ha entendido que era “una víctima y no un participante en esas actividades”.

“Cuando tenía poco más de 20 años me sentía culpable, me sentía avergonzado de lo que había pasado. Ahora ya no siento esas emociones, ni siquiera enfado o ira”, ha dicho.

Aunque asegura que no quiere “demonizar a la Iglesia a lo largo de todos los siglos”, explica que en el período del que habla en su novela, a partir de los años 40, el poder que tenía en las decisiones del Gobierno llevó a la “destrucción de muchas vidas”.

Y a pesar de que las cosas han cambiado tanto en los últimos tiempos, “como de la mañana a la noche”, los hechos “terribles” que ocurrieron han hecho que los jóvenes irlandeses no tengan actualmente relación con la Iglesia católica, sostiene.

En Las furias invisibles del corazón, su protagonista, nacido en 1945, una época “muy oscura”, descubre a una edad temprana su atracción por los hombres y la condena de un entorno que juzga abominable esa orientación sexual le genera una vergüenza y una culpa que le llevará decenios superar.

John Boyne recorre siete décadas de la historia de Irlanda en esta novela en la que por primera vez ha incluido mucho humor, ha señalado, una historia sobre la vida de un hombre en la que hay también compasión y amor y en la que, como en muchos de sus libros, habla de la soledad y el aislamiento.

Para este irlandés, su país es en 2021 un sitio optimista, mucho más moderno y abierto a las opiniones diferentes, en el que los jóvenes crecen en un entorno mucho más saludable que el que vivió él. En definitiva, “un lugar magnífico para vivir”.

ADELANTO | Las huellas del silencio: un sacerdote enfrenta los abusos sexuales de la iglesia católica

sábado, agosto 8th, 2020

Una tragedia familiar obliga a Odran Yates a ordenarse sacerdote a los 17 años, pero décadas después, su devoción se resquebraja por un escándalo de abusos sexuales que destruye las vidas de los jóvenes feligreses. Odran reabrirá las heridas del pasado para enfrentarse a los demonios de la Iglesia.

Esta es la última novela de John Boyne, aclamado autor de El niño con el pijama de rayas, libro que se ha traducido a más de 40 idiomas, con más de cinco millones de ejemplares vendidos, varios premios y una adaptación al cine en 2008.

Ciudad de México, 8 de agosto (SinEmbargo).- Irlanda, 1970. Tras una tragedia familiar y debido al súbito fervor religioso de su doliente madre, Odran Yates se ve obligado a ordenarse sacerdote, por lo que, a los 17 años, entra en el seminario de Clonliffe aceptando la vocación que otros han escogido para él.

Cuatro décadas después, la devoción de Odran se resquebraja por las revelaciones que están destruyendo la fe del pueblo irlandés a partir de un escándalo de abusos sexuales. Muchos de sus compañeros sacerdotes acaban encarcelados, y las vidas de los jóvenes feligreses, destruidas.

Odran se ve obligado a reabrir las heridas del pasado, enfrentarse a los demonios desatados en el seno de la Iglesia y reconocer su complicidad en esos hechos. Una conmovedora historia de poder, corrupción, mentiras, autoengaños y los abusos de la Iglesia católica.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Las huellas del silencio, del autor John Boyne, aclamado autor de El niño con el pijama de rayas, libro que se ha traducido a más de 40 idiomas, con más de cinco millones de ejemplares vendidos, además de contar con dos Irish Book Awards y una adaptación al cine en 2008. Cortesía otorgada bajo el permiso de Penguin Random House.

***

CAPÍTULO UNO
2001

No sentí vergüenza de ser irlandés hasta bien entrada la mediana edad. Debería empezar con el día en que me presenté en casa de mi hermana para cenar y ella no recordaba haberme invitado; creo que esa noche comenzó a dar señales de que estaba enloqueciendo.

Unas horas antes George W. Bush había sido investido Presidente de Estados Unidos por primera vez y cuando llegué a casa de Hannah, en Grange Road, Rathfarnham, me la encontré pegada al televisor viendo la repetición de los mejores momentos de la ceremonia, que había tenido lugar en Washington cerca del mediodía.

Había pasado casi un año desde la última vez que había estado allí y sentí vergüenza al pensar que después de unas cuantas visitas de rigor, justo tras la muerte de Kristian, todo había vuelto a la normalidad. Me limitaba a llamarla por teléfono de vez en cuando o a quedar con ella para comer —eso sí, en contadas ocasiones— en el Bewley’s Cafée de Grafton Street, un lugar que a los dos nos traía muchos recuerdos de la infancia. Mamá nos llevaba allí para darnos un capricho cuando íbamos a la ciudad a ver el escaparate navideño de Switzer’s. Y también era allí donde comíamos salchichas, alubias y patatas fritas al salir de Clerys, donde nos tomaban las medidas del traje de la primera comunión.

Eran tardes llenas de alegría: ella nos dejaba pedir la tarta helada más grande que pudiéramos encontrar y una Fanta de naranja con la comida. Cogíamos el autobús 48A desde la puerta de la iglesia de Dundrum hasta el centro de la ciudad. Hannah y yo subíamos corriendo para ocupar los asientos delanteros del piso superior y nos agarrábamos a la barandilla de delante mientras el autobús avanzaba por Milltown y Ranelagh y luego remontaba la joroba del Charlemont Bridge en dirección al viejo cine Metropole, detrás de la estación de Tara Street. Allí nos llevaron una vez para ver Rebelión a bordo, con Marlon Brando y Trevor Howard, y en el momento en que las mujeres de Otaheite se acercan con sus kayaks a los lujuriosos marineros, con los pechos desnudos y unas guirnaldas de flores en el cuello como única protección a su decoro, nos sacaron a rastras de la sala. Esa misma noche, mamá escribió una carta a TheEvening Press exigiendo la prohibición de la película. ¿Acaso no estamos en un país católico?, preguntó.

El Bewley’s no ha cambiado mucho en los treinta y cinco años que han pasado desde entonces y yo siempre le he tenido mucho cariño a este sitio. Soy un hombre nostálgico, lo que a veces puede ser una maldición. Cada vez que veo esos reservados de respaldos altos donde todavía hoy se sientan dublineses de toda clase y condición recuerdo lo cómodos que me parecían de niño. Caballeros jubilados de pelo blanco, bien afeitados, perfumados con Old Spice, amortajados en sus innecesarios trajes y corbatas, leyendo la sección de negocios de TheIrish Times, aunque carezca de relevancia en sus vidas.

Mujeres casadas que disfrutan del placer de tomarse un café a media mañana con la única compañía de la prosa de la maravillosa Maeve Binchy. Alumnos del Trinity College que holgazanean frente a grandes tazas de café y rollos de salchicha, ruidosos y efusivos, en plena eclosión, sumidos en la excitación de ser jóvenes y estar juntos. Unos pocos desventurados, atravesando por una mala racha, dispuestos a pagar una taza de té a cambio de una o dos horas de calor. La ciudad siempre se ha beneficiado de la indiscriminada hospitalidad del Bewley’s, y, en algunas ocasiones, Hannah y yo también nos aprovechábamos de ella. Un hombre de mediana edad y su hermana viuda, pulcros y atildados, manteniendo una conversación prudente, todavía atraídos por las tartas de crema, pero ya sin estómago para la Fanta.

Hannah me había llamado unos días antes para invitarme a su casa y yo había respondido de inmediato que sí. Me pregunté si se sentiría sola. Su hijo mayor, mi sobrino Aidan, vivía en Londres y casi nunca iba a verla. Sus llamadas eran incluso menos frecuentes que las mías, de eso estaba seguro. Pero, por otra parte, era un hombre difícil. De un día para otro, había dejado de ser un niño extrovertido, una suerte de cómico precoz, y se había convertido en una presencia distante y hosca que minaba la casa de Hannah y Kristian con una furia que parecía haber salido de la nada y le había envenenado la sangre y que pasada la adolescencia, en lugar de disminuir, siguió acumulándose y creciendo y destruyendo todo lo que tocaba. Alto y de buena estampa, con la piel clara y un pelo rubio acorde a su ascendencia nórdica, Aidan hacía estragos entre las chicas sólo con levantar una ceja y además parecía tener un deseo insaciable. Una vez metió en problemas serios a una pobre niña cuando ninguno de los dos tenía siquiera la edad de conducir, lo que desató una guerra interminable. Finalmente, el bebé fue entregado en adopción después de una pelea terrible entre Kristian y el padre de la niña que requirió la intervención de la policía.

Hoy en día no tengo contacto con Aidan; acostumbraba a mirarme con desprecio. En una ocasión, durante una reunión familiar, cuando ya iba bastante bebido, se puso de pie a mi lado, apoyó una mano en la pared, se inclinó muy cerca de mí, lanzándome un hedor a cigarrillos y alcohol que me obligó a apartar la cara, se apretó la lengua contra la mejilla y, con un tono extremadamente amable, me dijo: «Oye, tú. ¿Nunca piensas en que has desperdiciado tu vida? ¿Nunca? ¿No desearías poder volver a vivirla? ¿Poder hacerlo todo de manera diferente? ¿Ser un hombre normal, en lugar de lo que eres?» Yo negué con la cabeza y respondí que me sentía muy satisfecho con mi vida y que, a pesar de que había tomado mis decisiones a una edad temprana, seguía ateniéndome a ellas. Me atenía a ellas, insistí, y aunque tal vez él no fuera capaz de comprender la sensatez de esas decisiones, haberlas tomado había dado claridad y sentido a mi vida, cualidades que, por desgracia, parecían faltar en la suya. «En eso tienes razón, Odran —dijo, y se apartó, liberándome de la opresión de su torso y de sus brazos—. Pero, en cualquier caso, yo no podría ser lo que eres tú. Preferiría pegarme un tiro».

No, Aidan jamás podría haber hecho la elección que yo hice y de la que ahora me siento agradecido. La verdad es que él no compartía mi inocencia ni mi incapacidad para la confrontación. Incluso de niño, Aidan era más hombre de lo que yo sería jamás. Ahora se decía que estaba viviendo en Londres con una chica un poco mayor que él y con dos hijos, lo cual me parecía curioso, considerando que él no había querido saber nada de aquel bebé que podría haber sido suyo.

La única otra persona que estaba ahora en la casa de Hannah era el jovencito, Jonas, que siempre había sido introverti do y parecía incapaz de mantener una conversación normal sin mirarse los zapatos o golpear el aire con los dedos, como un pianista inquieto. Se sonrojaba cuando lo mirabas y prefería recluirse a leer en su habitación, aunque si le preguntaba quiénes eran sus autores favoritos parecía poco dispuesto a responderme, o simplemente nombraba a alguien de quien yo jamás había oído hablar, un nombre extranjero, por lo general, uno japonés, italiano o portugués, en un acto de rebeldía casi deliberado.

En marzo, en el velatorio de su padre, intenté animarlo un poco y le pregunté: «Cuando te encierras detrás de esa puerta, ¿te pones a leer o haces alguna otra cosa, Jonas?» No se lo dije con mala intención, por supuesto —era una broma—, pero nada más salir las palabras de mi boca me di cuenta de lo vulgares que habían sonado. El pobre chaval —creo que había tres o cuatro personas presenciando la escena, incluida su madre— se puso de color escarlata y se atragantó con el Seven-Up. En ese momento sentí la necesidad imperiosa de decirle que lamentaba haberlo avergonzado, lo sentí de verdad, pero eso sólo habría empeorado las cosas, así que las dejé como estaban, y también lo dejé en paz a él. Luego pensé muchas veces en aquel incidente y en que quizá nunca lo superaríamos porque él debía de haberse creído que yo me había propuesto humillarlo, lo que jamás se me habría pasado por la cabeza.

En esa época, en la época de la que estoy hablando, Jonas tenía dieciséis años y estaba estudiando para el Certificado Intermedio, un examen que supuestamente él debía superar sin grandes dificultades. Había sido un chaval brillante desde pequeño; había aprendido a leer y escribir mucho antes que otros niños de su edad. A Kristian le gustaba decir que con un cerebro así Jonas podía ser cirujano o abogado, o incluso primer ministro de Noruega o presidente de Irlanda, pero cada vez que lo oía pronunciar esas palabras pensaba que no, que no era ése el destino de aquel muchacho. No sabía cuál sería, pero ése seguro que no.

A veces me daba la impresión de que Jonas estaba muy perdido. Nunca hablaba de sus amigos. No tenía novia, no había llevado a nadie al baile de Navidad de la escuela; en realidad, ni siquiera había asistido. No era socio de ningún club y tampoco practicaba ningún deporte. Se marchaba a la escuela y luego volvía directo a su casa. Los domingos por la tarde iba al cine solo, normalmente a ver películas extranjeras. Ayudaba en casa. ¿Era un joven solitario?, me preguntaba. Yo algo entendía de lo que significaba ser un joven solitario.

De modo que sólo estaban Hannah y Jonas en la casa; el marido y padre había muerto, un hermano se había ido lejos y, a pesar de lo poco que yo sabía de la vida familiar, sí me daba cuenta de lo siguiente: una mujer en los cuarenta y un adolescente nervioso no tendrían muchas cosas de que hablar, así que probablemente en aquella casa reinaba el silencio, y por eso ella había decidido coger el teléfono, llamar a su hermano mayor y decirle: «¿No quieres venir a cenar una noche, Odran? No te vemos nunca».

Aquella noche fui hasta allí con mi coche nuevo. O mi nuevo coche usado, debería decir, un Ford Fiesta de 1992. Lo había recogido apenas una semana antes, más o menos, así que estaba como un niño con zapatos nuevos, feliz de moverme por la ciudad con ese cacharrito de alegre runruneo. Aparqué en la calle delante de la casa de Hannah, me bajé, abrí la verja, que se salía un poco de las bisagras, y pasé el dedo por la pintura negra desconchada que cubría la superficie como una cicatriz. Me pregunté si Jonas no pensaba hacer algo al respecto. Ahora que Kristian ya no estaba y que Aidan se había marchado, ¿acaso no era él el hombre de la casa, aunque apenas fuera más que un chaval? Pero el jardín sí se veía bien. Los meses fríos no habían destruido las plantas y había un arriate muy cuidado que parecía albergar un centenar de secretos enterrados bajo el suelo, secretos que cobrarían vida y derramarían sus consecuencias una vez que el invierno diera paso a la primavera, aunque para mi gusto todavía faltaba demasiado para eso. Siempre he sido un amante del sol, a pesar de que lo he visto poco porque me he pasado toda la vida en Irlanda.

¿En qué momento Hannah se ha convertido en jardinera?, me pregunté mientras estaba allí. Esto es una novedad, ¿no? Llamé al timbre, retrocedí, levanté la mirada hacia la ventana de la segunda planta, donde había una luz encendida, y una sombra la cruzó rápidamente. Jonas debía de haber oído la llegada del coche y habría mirado afuera justo cuando yo avanzaba por el corto sendero que terminaba delante de la puerta de su casa. Esperaba que hubiera visto el Ford Fiesta. ¿Qué tenía de malo querer que pensara que en su tío había algo interesante? En ese momento, se me ocurrió que tenía que esforzarme más con aquel chaval, después de todo su padre ya no estaba y su hermano se había marchado. Tal vez a él le hiciera falta la presencia de un hombre en su vida.

La puerta se abrió y Hannah miró hacia afuera. Su gesto me recordó a nuestra difunta abuela: por la manera de quedarse allí observando, ligeramente inclinada, tratando de entender por qué había una persona en el porche a esas horas de la noche. Pude ver en su rostro a la mujer en la que se convertiría al cabo de quince años.

—Bueno —dijo asintiendo con un movimiento de cabeza, contenta de haberme reconocido—. Los muertos se levantan.
—Ah, vamos —respondí con una sonrisa, y me incliné hacia ella para darle un beso en la mejilla.

Olía a esas cremas y lociones que usan las mujeres de su edad. Reconozco ese aroma cada vez que se acercan a darme la mano y a preguntarme qué tal me ha ido la semana, o si me gustaría ir a cenar alguna noche y si sus hijos se portan bien, o si me causan muchos problemas. No sé cómo se llaman esas lociones; probablemente «loción» no sea la palabra correcta. En los anuncios de televisión las llaman de otra manera, de hecho creo que ahora tienen un nombre más moderno. Pero, vaya, si me pongo a escribir sobre todo lo que desconozco de las mujeres y sus cosas, podría abastecer la Antigua Biblioteca de Alejandría sólo con mis libros.

—Me alegro de verte, Hannah —dije mientras entraba y me quitaba el abrigo, que colgué en uno de los ganchos vacíos del pasillo, junto a sus gastados abrigos azul marino de Penneys y una chaqueta de gamuza marrón que sólo podía pertenecer a Jonas. Sentí unas repentinas ganas de verlo y desvié la mirada hacia la escalera.
—Pasa, pasa —dijo Hannah haciéndome entrar en el salón, que era cálido y confortable.

Había un fuego encendido en la chimenea y una atmósfera que me hizo pensar que sería muy agradable sentarse allí al anochecer a ver la televisión y escuchar a Anne Doyle contar lo que estaba haciendo Bertie y preguntarse si Bruton pensaba volver y en qué andaría el pobrecillo de Al Gore, ahora que se había quedado sin trabajo y sin futuro.

Sobre el televisor había una foto enmarcada del pequeño Cathal riéndose a carcajadas, con toda la vida por delante, pobre niño. No la había visto antes. La examiné: el niño estaba en una playa, en pantalones cortos, despeinado y con una sonrisa en la cara que te partía el corazón. Sentí un mareo momentáneo. Cathal había estado en una sola playa en toda su vida. ¿Por qué Hannah había querido exhibir un recuerdo de aquella semana terrible? ¿Dónde había encontrado la foto?

LECTURA A PRIMERA VISTA | Las primeras 10 líneas que atrapan en 11 novelas contemporáneas

sábado, septiembre 3rd, 2016

¿Eres de los que se enamora o rechaza una historia de inmediato o de los que necesita leer por lo menos 20 páginas para decidirte si seguirás o mandarás el libro a la biblioteca de tu colonia?

Ciudad de México, 3 de septiembre (SinEmbargo).- Hay tantos libros para leer que intentar estar al día constituye una carrera infinita: nunca alcanzarás la línea de llegada. Si le sumas a ello que muchas veces necesitamos releer alguna de esas novelas fundamentales para nuestra formación o sensibilidad, ya dirás cómo te las arreglas para esa decisión primordial.

¿Lectura a primera vista es como amor a primera vista? Aquí van 11 principios de novelas recientemente editadas, para ayudarte a guiarte en ese intrincado y vasto universo de la literatura.

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La amiga estupenda, de Elena Ferrante (Lumen)

Rino me llamó esta mañana; pensé que iba a pedirme más dinero y me preparé para decirle que no. El motivo de su llamada era otro: su madre había desaparecido.

–¿Desde cuándo?

–Desde hace dos semanas

–¿Y me llamas ahora?

El tono debió de parecerle hostil, aunque no estaba ni enfadada ni indignada, sólo me permití una pizca de sarcasmo. Intentó reaccionar, pero lo hizo de un modo confuso, incómodo, en parte en dialecto, en parte en italiano. Dijo que se había figurado que su madre estaba paseando por Nápoles, como de costumbre.

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La casa de los secretos, de María de Lourdes Victoria (Planeta)

Lo dictaba la Palabra: tendría que abandonar a su hijo.

Zynaya despertó con el aullido lastimero del coyote. Aturdida, arrojó las sábanas a un lado, se vistió a tientas y salió de la recámara al primer patio de la casa grande. El velo de la neblina la abrazó. Se cubrió con su rebozo y caminó apurada a lo largo de aquel pasillo de arcos hasta el zaguán. Descolgó del gancho su morral con sus menesteres para tejer, asió su vara y abrió el portón. Salió sigilosamente para no despertar al vigilante que roncaba en una banca, como un bendito. Fijó la mirada en el cerro y hacia allá se encaminó. Atrás quedó la hacienda sombría y callada, sin alma que deambulara dentro de sus muros gruesos. El molino estaba quieto. El fogón, apagado. El pueblo mixteco dormía al canto de los grillos.

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Mágico, sombrío, impenetrable, de Joyce Carol Oates (Alfaguara)

Muchas cosas se valoran más de la cuenta. El suicidio, por ejemplo.

El chico rió al comprobar lo listo que era. La abuela, que conducía atenta al tráfico matutino, no pareció darse cuenta.

Recalcando las palabras, su nieto dijo:

–Por ejemplo, solo en el condado Boondock, de los Estados Unidos se hacen las competencias dos teléfonos de la esperanza para adolescentes.

–¿Condado Boondock? ¿Dónde está eso?

–¿Bromeas, abuela? Aquí.

–Ah, aquí. Entiendo.

La abuela sonrió pero no llegó a reír. Aunque el chico no había hecho una observación muy ingeniosa, tampoco era frecuente que dejara de reír los comentarios de su nieto por muy poca gracia que tuvieran.

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Apropiación indebida. Una novela sobre el amor, de Lena Andersson (Alfaguara)

Esta es la historia de una persona llamada Ester Nilsson. Era poeta y ensayista y ya a la edad de treinta y un años contaba con ocho densos opúsculos en su haber. Según algunos, se trataba de publicaciones de gran originalidad, mientras que otros veían en ellas un tono lúdico; pero para la mayoría de la gente Ester Nilsson era una completa desconocida.

Con devastadora precisión, percibía la realidad desde dentro de su conciencia y vivía conforme a la aspiración de que el mundo se ajustara a su experiencia del mismo; o, mejor dicho, conforme a la premisa de que el ser humano posee una capacidad innata para concebir el mundo tal y como es con la condición de no mentirse a sí mismo y poner la atención debida. Lo subjetivo se correspondía con lo objetivo y lo objetivo con lo subjetivo. O por lo menos ese era el afán de Ester Nilsson.

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El libro de los americanos sin nombre, de Cristina Henríquez (Malpaso)

Todo lo que queríamos en aquella época eran cosas sencillas: buena comida, dormir por las noches, sonreír, reír de vez en cuando, estar bien. Creíamos que, como todos, teníamos derecho a ello. Por supuesto, cuando lo pienso ahora veo que era una ingenua. La marea de esperanzas y la promesa de oportunidades me cegaban. Supuse entonces que ya había ocurrido todo lo que podría salir mal en nuestras vidas.

Llegamos treinta horas después de cruzar la frontera, los tres en el asiento trasero de una camioneta pick-up de color rojo que olía a humo de tabaco y gasolina.

–Despierta –dije empujando a Maribel cuando el chofer se metió en un estancamiento.

–¡Hummm!

–Ya hemos llegado, hija –le susurré

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Examen de mi padre, de Jorge Volpi (Alfaguara)

Mi padre murió el 2 de agosto de 2014, cerca de las tres de la tarde. Desconozco la hora exacta porque yo no estaba a su lado. Tampoco he querido buscarla en el acta de defunción o preguntársela a mi hermano o a mi madre, quienes por obra del azar –o de ese dios en el que él creía y yo no–, pasaron a visitarlo y lo encontraron inconsciente, sometido al masaje cardíaco de una de las cuidadoras, pero aún vivo. Había pensado escribir: “Mi padre murió el 2 de agosto de 2014, cerca de las tres de la tarde, hace justo cinco meses”, pero hoy es 9 de enero de 2015 y en realidad han transcurrido cinco meses y una semana desde entonces. Podría argüir en mi defensa la obviedad psicoanalítica del yerro. Relaciono mi desliz, más bien, con otros dos incidentes. El primero: hasta el día de hoy no he llorado, no he podido o no he querido llorar a mi padre. Una postura racional, me digo ante una muerte que terminó con su dolor. Pero la explicación me resulta insuficiente.

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Pureza, de Jonathan Franzen (Salamandra)

–Ay, preciosa, cuánto me alegro de oír tu voz –dijo la madre de la chica por teléfono–. Me está traicionando el cuerpo otra vez. A veces creo que mi vida no es más que un largo proceso de traiciones del cuerpo.

–Como todas las vidas, ¿no? –dijo Pip.

Había adoptado la costumbre de llamar a su madre desde Renewable Solutions durante la pausa de la comida. Esto mitigaba en parte su sensación de no valer para este trabajo, de tener un trabajo para el que nadie podía valer o de ser una persona que en realidad no valía para ningún trabajo; y además, al cabo de veinte minutos, podía decir con sinceridad que tenía que seguir trabajando.

–Se me cierra el párpado del ojo izquierdo –explicó su madre–. Es como si tuviera un peso que tirase hacia abajo, como uno de esos plomos diminutos que usan los pescadores o algo parecido.

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Funny Girl, de Nick Hornby (Anagrama)

Ella no quería ser reina de la belleza, pero quiso la suerte que ahora estuviera a punto de convertirse en una.

Hubo unos pocos minutos ociosos entre el desfile y el anuncio del resultado, así que los amigos y familiares se congregaron alrededor de las chicas para darles la enhorabuena y cruzar los dedos. Los pequeños grupos que se habían formado le recordaban a Barbara unas ruedas de regaliz: una chica en traje de baño almibarado –de un rosa o un azul brillante– en el centro; un remolino de gabardinas negras o marrón oscuro rodeándola. Era un día frío y húmedo de julio en South Shore Baths y las concursantes tenían las piernas y los brazos llenos de manchas y bultitos. Parecían pavos colgando del escaparate de una carnicería. Solo en Blackpool, pensó Barbara, se puede ganar un concurso de belleza con ese aspecto.

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El niño en la cima de la montaña, de John Boyne (Salamandra)

Pese a que el padre de Pierrot Fischer no había muerto en la Gran Guerra, su madre, Émilie, siempre decía que la guerra lo había matado.

Pierrot no era el único niño de siete años en París que vivía sólo con uno de los progenitores. El niño que se sentaba delante de él en el colegio no veía a su madre desde que ella se había fugado con un vendedor de enciclopedias y el matón de la clase, que llamaba a Pierrot Le Petit por lo pequeño que era, vivía con sus abuelos en una habitación sobre el estanco que regentaban en la avenue de la Motte-Picquet, donde se pasaba la mayor parte del tiempo dejando caer desde la ventana globos llenos de agua sobre las cabezas de los transeúntes, para luego insistir en que él no había tenido nada que ver con el asunto.

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Azul Cobalto, de Bernardo Fernández BEF (Océano)

EN EL ÚLTIMO MINUTO DE SU VIDA, TUMBADO SOBRE un charco de sangre, el Paisano deseó haber muerto con un poco más de dignidad.

“Conque así se quiebra uno”, pensó, mientras las luces parecían apagarse a su alrededor. Alcanzó a corregir: “la luz del sol no se apaga en medio de la sierra al mediodía”. Era a sus ojos a los que se les escapaba la luminosidad.

Apenas unos segundos antes, su sistema nervioso aullaba de dolor, mientras decenas de balas le atravesaban el cuerpo. La primera de ellas lo golpeó de lleno en el pecho, arrasando a su paso con el esternón y reventando un pulmón al salir por la espalda. La segunda entró por en medio de las vértebras, a la altura de la cadera, derribándolo para siempre; de haber sobrevivido no caminaría nunca más.

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Si te vieras con mis ojos, de Carlos Franz (Alfaguara)

La radiante mañana de junio en que conociste a Carmen brilló tras una semana de tormentas sobre el Pacífico. Tu barco había estado a punto de hundirse frente a las costas de Chile. Varias veces te preparaste para morir. Pero ahora, por fin, con las velas desgarradas, andrajoso, el velero entraba lentamente en la había luminosa de Valparaíso. Lo hacía con el ansia y la suavidad de un hombre enamorado entrando en la mujer amada.

Cada vez que llegabas a un puerto volvías a sentir eso, Moro. ¡Aun habiendo conocido tantos! Al penetrar en la nueva tierra que te acogía, te enamorabas de ella. Pero algo en ese amanecer despejado, luego de tantos temporales, te decía que, quizás, este amor no iba a ser como los anteriores.