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ADELANTO | “Todos tenemos algo de racistas”, dice Hernán Gómez Bruera en El color del privilegio

sábado, diciembre 5th, 2020

¿Qué hay detrás de nuestras costumbres, chistes, películas, programas de televisión, revistas y lenguaje? A través de un ensayo incisivo y provocador, el analista político y periodista Hernán Gómez Bruera desentraña una de las problemáticas más acuciosas de la sociedad mexicana: el racismo y el clasismo.

Mediante una investigación y el análisis de ejemplos recientes, declaraciones de personajes de la vida pública y entrevistas, Gómez Bruera devela los mecanismos de exclusión de un sistema social y económico que brinda ventajas a un sector de la población, al tiempo que discrimina y segrega a otro.

Ciudad de México, 5 de diciembre (SinEmbargo).- Con un tono incisivo y provocador, este ensayo irrumpe en el diálogo actual sobre una de las problemáticas más acuciosas de la sociedad y un mal que debemos erradicar de nuestro comportamiento: el racismo y el clasismo en México.

“Eres un racista. Sí, tú. Lo eres tú… y lo soy yo. Lo somos todos. Ya va siendo hora de que dejemos de engañarnos a nosotros mismos porque todos tenemos, en mayor o menor medida, algo de racistas. Con tal declaración, Hernán Gómez Bruera inicia este ensayo. ¿Qué hay detrás de nuestras costumbres, chistes, películas, programas de televisión, revistas y lenguaje?

A través de una investigación bien documentada y mediante el análisis de ejemplos recientes, declaraciones de personajes de la vida pública y entrevistas, Gómez Bruera desentraña la estructura social y económica de un sistema que brinda ventajas a un sector de la población; al tiempo que discrimina y segrega a otro. A la par, el autor devela los mecanismos de exclusión, a través de los cuales el tono de la piel y otros rasgos físicos determinan las oportunidades a las que podemos acceder.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de El color del privilegio, libro de Hernán Gómez Bruera, analista político, internacionalista, periodista y conductor en La Octava. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

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¿QUÉ TIPO DE RACISTA ERES?

El primer paso para resolver el problema de racismo —esa creencia equivocada de que ciertos seres humanos son mejores que otros o merecen más por sus características físicas, su idioma o pertenencia étnica— es reconocer que todos somos racistas o tenemos algo de racistas. Quien escribe estas líneas y quien las está leyendo en este momento también. Estemos o no dispuestos a reconocerlo, nos guste o no nos guste, el racismo en México es una práctica cotidiana y normalizada, un hecho que se da y se repite, un sistema que funciona en un continuum que va desde las formas más abiertas y evidentes hasta las más disimuladas e inconscientes.

Decir que todos somos racistas no implica que hayamos elegido serlo de forma consciente y deliberada. En todo caso, implica aceptar que todos formamos parte de un sistema. Uno en el que crecimos y en el cual hemos sido educados, que de una u otra forma nos hace cómplices y partícipes de un conjunto de prejuicios que fácilmente pueden derivar en prácticas de discriminación racial.

Por eso, si genuinamente queremos vivir en una sociedad sin racismo debemos comenzar, en primer lugar, por reconocer el problema, algo similar al paso que tiene que dar el alcohólico al aceptar el problema que padece y trabajar todos los días para solucionarlo. Lo mismo pasa, seguramente, con otras formas de discriminación: para superar el machismo, el clasismo, la homofobia o la xenofobia, debemos reconocer que somos machistas, clasistas, homófobos o xenófobos.

Desde luego que no todos somos racistas ni discriminamos de la misma forma ni en la misma intensidad; tampoco lo hacemos igualmente conscientes, por supuesto. De lo que se trata es de revisarnos a nosotros mismos, analizarnos y así descubrir dónde se aloja ese racismo que muchas veces no somos siquiera capaces de identificar y que otras veces aceptamos como si fuera algo «chistoso».

El proceso pasa por reflexionar sobre nuestra forma de ser, pensar y actuar, lo que hacemos y dejamos de hacer, lo que decimos o dejamos de decir. Implica revisar lo que determina nuestros gustos y prácticas cotidianas para ser capaces de identificar en qué reducto de nuestro ser se aloja ese racismo nuestro de cada día.

Esta tipología de racismos puede servir para comenzar con esa necesaria revisión. He tratado de enumerar 10 manistaciones del racismo desde las más graves hasta las menos, aunque el rigor no es estricto y las categorías pueden empalmarse, sin ser mutuamente excluyentes:

1) El racista descarado

Es el que ejerce una forma abierta y desvergonzada de racismo —la más extrema de todas— y lo hace generalmente de manera activa, consciente y deliberada. Es aquel que cree en la existencia de una «raza» superior e incluso, en algunos casos, milita para hacer valer ideas supremacistas que lleven a ese grupo a situarse por encima de los demás. Esta forma de racismo segrega, excluye y aparta al diferente porque considera que es imposible mezclarse y convivir con él. Comenzó quizá con ese racismo «científico», esa seudociencia promovida durante el siglo xix que clasificaba a individuos de diferentes fenotipos en diferentes «razas», jerarquizadas entre seres humanos, supuestamente, superiores e inferiores.

Es la prédica y práctica histórica del Ku Klux Klan, que a partir de la abolición de la esclavitud en Estados Unidos recurrió al terrorismo, la violencia y actos intimidatorios en contra de negros, judíos y otros grupos. Es el letrero que todavía en los años sesenta en Estados Unidos decía: «Aquí no se aceptan perros, negros ni mexicanos». Esta primera forma de racismo —la más fácil de identificar— es también la peor de todas porque recurre a la violencia física, al homicidio selectivo o al genocidio en nombre de una «solución final», como la que llevó al exterminio de los judíos en la Segunda Guerra Mundial, o la «limpieza étnica» que promovieron Slobodan Milošević, Radovan Karadžić y Ratko Mladić en la antigua Yugoslavia.

En nuestras tierras, ese tipo de racismo no es hoy tan común, aunque ciertamente estuvo muy presente a lo largo de nuestra historia: existió desde tiempos coloniales, cuando se discutía si los indígenas tenían alma, y cuando se instauró el sistema de castas, a través del cual la sociedad se organizó en una pirámide jerárquica basada en el color de piel y la «limpieza de la sangre», siendo la española la de mayor dignidad y la de ascendencia africana la más despreciada.

Del más cercano siglo XX también podemos extraer varios ejemplos de este tipo de racismo, descarado, segregacionista y violento, como lo fueron los crímenes de odio cometidos contra los chinos en Sonora en 1911, que se llevaron la vida de más de 300 y despojaron de sus bienes a otros 150; la prohibición, establecida por el Congreso de ese estado en 1923, de que mujeres mexicanas se casaran con chinos; la política migratoria de los años veinte y treinta que prohibió la entrada al país a negros, amarillos, malayos, hindúes, gitanos, chinos, árabes y judíos. Y no se diga de la aparición de organizaciones de ultraderecha como la Liga Nacional Anti-China y Anti-judía o los comités Pro-Raza que, influidos por los regímenes fascistas de Europa, buscaban boicotear los comercios de estos grupos y expulsar del país a judíos, chinos y negros. Quizá la expresión más extrema de todas fueron los Camisas Doradas, la organización más parecida a los Camisas Negras en la Italia fascista, las Pardas en Alemania nazi o las Azules en la España falangista. Los Camisas Doradas en México fueron partidarios del exterminio judío, y en diversas ocasiones recurrieron a la violencia contra este grupo.

La forma más abierta y desvergonzada de racismo. La prédica y práctica histórica del Ku Klux Klan, que a partir de la abolición de la esclavitud en EU recurrió al terrorismo, la violencia y actos intimidatorios. Foto: Especial

2) El racista que no osa confesar su nombre

Es otra forma de racismo, menos agresiva que la anterior, aunque mucho más frecuente en nuestra sociedad y más difícil de desmontar. Es el racista que aparta, segrega y excluye, aunque por lo general no lo busque deliberada y conscientemente y no recurra a la violencia física. Es el empleador que, a la hora de la verdad, prefiere al güerito antes que al de tez morena para ocupar determinada vacante, el que se inclina por aquel que no tiene rasgos atribuidos a los indígenas o afrodescendientes. Es el reclutador que, al anunciar un puesto de trabajo, pide gente con «buena presencia», cuando al final terminará decantándose por el candidato de tez más clara o el tipo más cercano al modelo occidental.

Es el que, a sabiendas de que está siendo racista, toma decisiones que afectan a una persona o grupo de personas con base en sus características físicas. Es el que, en su «gusto por discriminar», y sin importar incluso lo que esto pueda costarle a él mismo, toma decisiones con base en la apariencia física de las personas —normalmente a partir de criterios como el tono de piel o el fenotipo—, en lugar de atender al talento o la capacidad de las personas que está buscando.

Es el cadenero que le cierra el paso al de «tez humilde», para emplear el lenguaje de algunos, que pretende ingresar a un antro porque su tono de piel le sugiere que no habrá de consumir lo suficiente. Es la hostess que, al asignar a los comensales en un restaurante, coloca en la parte de atrás del lugar a las personas morenas o de fenotipo indígena, mientras que sienta al frente a los blanquitos porque cree que «visten mejor» el lugar. Es el policía que desconfía de quien tiene la piel más oscura y lo vigila de cerca cuando ingresa a una tienda departamental. Es cualquiera que considera como gente «decente» al de tipo caucásico y duda de la honestidad, honorabilidad o buenos propósitos de aquellos que identifica entre los tonos de piel más oscuros.

El racista que no osa confesar su nombre es el cadenero que le cierra el paso al de «tez humilde», que pretende ingresar a un antro, porque su tono de piel le sugiere que no habrá de consumir lo suficiente. Foto: Vice

3) El racista vergonzante

Es el que, al no estar plenamente consciente de ser racista, ni por asomo lo reconoce o reconocerá, pero a cada momento lo demuestra en sus prejuicios. Muchas veces este tipo de racista se declara abierto y tolerante, y suele enfatizar sus posturas como parte de una actitud «buena ondita» y queda bien, sea porque es lo políticamente correcto, sea porque se dice o se cree «progre», «moderno» y «abierto». Nada de esto impide, sin embargo, que el racismo aflore a la menor provocación. La forma más fácil de distinguir a este tipo de racista es por la manera de construir sus frases, que incluyen muchos sin embargos y asegunes. El típico racista vergonzante empieza diciendo: «No es por ser racista, pero…» o «No es porque Evo Morales sea indígena, aunque…». Este tipo de preámbulos casi siempre suelen ir seguidos de un prejuicio racista o un planteamiento que tiene por resultado último discriminar a las personas. «Yo no soy racista», dirá tal vez este racista, «pero qué huevones son los indígenas, si le chingaran más no estarían tan jodidos». «No es porque Evo sea indígena, pero es claro que tiene limitaciones para ser un digno jefe de Estado». A este tipo de racista también podríamos escucharle decir: «No tengo nada en contra de los negros, pero la neta apestan» o «No es por racismo ni clasismo, pero malditos nacos que no saben hablar».

El racista vergonzante se dice o se cree «progre», «moderno» y «abierto», pero su racismo aflora en las frases que utiliza. Foto: Especial

4) El racista de las particularidades

Otro tipo de racista es aquel que, sin denostar a un grupo social en su totalidad o desvalorizarlo por completo, reprueba cierto(s) aspecto(s) particular(es) intrínseco(s) a su forma de vida o sus costumbres, cuando estas probablemente constituyen un elemento esencial de su propia identidad o tienen que ver con una respuesta frente a la discriminación que padecen. Una forma de ejercer este racismo, por ejemplo, es cuando se condena a los indígenas por vivir en zonas rurales o estrechamente vinculadas a la tierra, considerándolos por estas y otras razones «atrasados» o «ignorantes», y explicando a partir de ello el que vivan en una condición de pobreza. Otra es cuando se les critica por «no hablar bien español», suponiendo que hay una sola forma de hacerlo y considerando que los pueblos indígenas son quienes deben adaptarse a la cultura mayoritaria.

El típico racista de excepción es el que cree que el «tradicionalismo» y el apego de los pueblos indígenas a sus costumbres representan un freno al progreso, al desarrollo y a la modernidad. Es, por ejemplo, un empresario en Chihuahua que me dijo: «Estos cuates [los indígenas] tienen que acoplarse a las nuevas tendencias de la economía, ser productivos y educarse como los demás. Aquí en Chihuahua muchos viven de la caridad, son alcohólicos y cero productivos». Es también ese empresario del sector energético que me dijo:

La gente de pronto no quiere salir de la pobreza, se arraigan a sus costumbres. Mi padre tiene ranchos en Hidalgo y si vieras lo difícil que es convencer a la gente allá para que estudie o haga algo… Yo tengo un mocito en mi casa, que es también tu casa, y el cuate no quiere salir adelante. Yo le digo que lo ayudo y no quiere. Le ofrezco alternativas para que estudie una carrera por las noches y me contesta [hace la voz aguda tratando de imitar la forma en que, según él, habla una persona indígena]: «Noooo, en las noches veo a la nooovia…». Es que es un gen que traen. Tu pregúntale a un huichol o a un mazahua si cambiaría su estilo de vida. Verás que muchos no quieren salir de ahí. La tecnología y la modernidad no les ha llegado, y esa gente sigue manteniendo sus costumbres.

Un ejemplo conocido es el de Gabriel Quadri, ex candidato presidencial, que tuiteó: «Si México no tuviera que cargar con Guerrero, Oaxaca y Chiapas, sería un país de desarrollo medio y potencia emergente…» (continuaré con el tema en el capítulo 15).

El típico racista de excepción es el que cree que el «tradicionalismo» y el apego de los pueblos indígenas a sus costumbres representan un freno al progreso, al desarrollo y a la modernidad. Foto: Especial

5) El racista de lo estético

Es el racismo que se expresa en los gustos que hemos aprendido desde pequeños o nos han sido impuestos a partir de los patrones de consumo. El que se materializa en los paradigmas de belleza impuestos por los medios de comunicación, el cine, la televisión y las revistas que determinan qué nos gusta, qué es cool o qué «está in». En México, particularmente, para millones de personas ser bonito o bonita, lindo o linda, guapo o guapa, atractivo o atractiva, es sinónimo de ser caucásico, alto, de tez clara, rasgos «finos», cabello rubio y ojos claros. En cambio, ser feo, desagradable o no apetecible es equivalente a tener un tono de piel que tiende a la oscuridad, rasgos que se consideran indígenas o afrodescendientes, baja estatura, ojos y cabello negros.

Esta forma de racismo estético se expresa en frases como: «aunque el niño es morenito, está bonito», «es una florecita de pantano», «la blancura es la mitad de la hermosura» o incluso en el uso del término chacal, utilizado para referirse a un hombre que, aunque resulta atractivo, tiene rasgos considerados mesoamericanos o proviene de un código postal que se considera «incorrecto». El racista de lo estético es el que asocia de forma automática la tez clara a la belleza, sea o no consciente de ello. Es también esa persona que solo puede sentirse físicamente atractiva si logra acceder al ideal de blanquitud. Es esa mujer que permanentemente está buscando ser güera, ya sea a través de tintes de pelo, cremas blanqueadoras o cirugías estéticas para tener rasgos más afilados y de tipo occidental (continuaré con este tema en el capítulo ocho).

Para millones de personas ser bonito o bonita, lindo o linda, guapo o guapa, atractivo o atractiva, es sinónimo de ser caucásico, alto, de tez clara, rasgos «finos», cabello rubio y ojos claros. Foto: Especial

6) El racista que invisibiliza

Otra forma muy común de racismo es aquella que vuelve invisible o resta importancia a determinadas personas o grupos sociales. No hace falta que hablemos bien ni mal de esas personas o grupos, basta con ignorarlos, hacer como si no existieran. Los vemos, pero no los miramos ni los observamos; los oímos, pero no los escuchamos, mucho menos dialogamos con ellos. En consecuencia, nada o casi nada en nuestra sociedad y en las políticas públicas está pensado, planeado y diseñado para que puedan formar parte de nosotros y ejerzan sus derechos, mucho menos para que se considere su perspectiva, su visión del mundo, su manera de ser.

La forma en que históricamente hemos invisibilizado a los pueblos indígenas es un ejemplo de ello. Lo dejó en claro la comandante Esther, cuando el 23 de marzo de 2001 subió al pleno de la Cámara de Diputados y en nombre de las mujeres indígenas dijo: «Sufrimos el olvido porque nadie se acuerda de nosotras». La consecuencia de eso es clara y lo dijo ella misma: «Nosotras además de mujeres somos indígenas y así no estamos reconocidas». Producto de este racismo que invisibiliza es que el grueso de los mexicanos nada sabemos acerca de los 70 pueblos indígenas existentes, de sus idiomas o sus costumbres. ¿Cuántos podrían mencionar siquiera diez lenguas vivas de México y la zona en que se hablan?, por ejemplo.

Durante el proceso electoral de 2018 quedaron claras las consecuencias de esta forma de racismo cuando Marichuy, una mujer indígena, intentó ser candidata a la presidencia. Como nuestro sistema financiero no está diseñado para este tipo de grupos porque simplemente nunca pensó en ellos, Marichuy y su gente tuvieron que dar miles de vueltas para que les permitieran siquiera abrir una cuenta bancaria y así poder cumplir con los requisitos de ley.

Y como la autoridad electoral piensa que vivimos en Suecia —el país «civilizado» que los consejeros del Instituto Nacional Electoral (INE) están empeñados en emular—, a la institución no se le ocurrió pensar en la cantidad de dificultades que representaría a los integrantes del Consejo Nacional Indígena hacer afiliaciones a través de una aplicación de celular, en el medio rural y entre las comunidades indígenas, sitios en los que muchas veces resulta difícil tener acceso a la luz, a la red telefónica y a internet.

Tampoco se les ocurrió contemplar que, para instalar esa aplicación, se necesitaba un tipo de teléfono inteligente que cuesta al menos 5 000 pesos. Como a quienes tomaron las decisiones no les pasó por la mente pensar en los pueblos indígenas, utilizaron una tecnología que acabó por excluir a una parte importante de estos pueblos del proceso, y —sin menoscabo de otros factores— los alejó de la posibilidad de crear un nuevo partido político nacional.

Quizá el mejor ejemplo de ese racismo que invisibiliza es el caso de las comunidades afrodescendientes, a las que hemos negado un lugar en nuestra propia historia. Desde el primer siglo como nación independiente, los mexicanos nos hicimos a la idea de que en México simplemente no había negros, al grado de que a partir de 1921 dejamos de contarlos en los censos de población. Hoy pocos saben que durante tiempos coloniales llegaron al país más esclavos negros que españoles. No hizo falta recurrir a matanzas o genocidios para desaparecerlos del mapa; simplemente los hicimos etéreos, actuamos como si no estuvieran, a pesar de que al comenzar a existir como país soberano la población de origen africano en México superaba 10% del total. La invisibilización de las comunidades afrodescendientes puede explicar, por ejemplo, que pocos mexicanos sepan que varios de los líderes de nuestra guerra de Independencia —como José María Morelos y Vicente Guerrero— eran también afrodescendientes, aunque no estamos acostumbrados siquiera a contemplar la posibilidad de que gente de origen africano pueda tener semejante relevancia histórica.

La invisibilización explica también el hecho de que antes de 2015, cuando se hizo la primera Encuesta Intercensal, ni siquiera sabíamos cuántos afrodescendientes había en el país. No teníamos siquiera claridad de que hay casi 1.4 millones de afrodescendientes en el país, y que representan 6.5% de la población en Guerrero, 4.9% en Oaxaca y 3.3% en Veracruz. Y si lo que no se cuenta no existe, el caso de los afromexicanos es paradigmático. Por eso estas comunidades, a diferencia de lo que ocurre con los pueblos indígenas, no han sido objeto de políticas públicas específicas para revertir la extrema marginación, la pobreza y la exclusión en la que viven. Antes de 2019 ni siquiera aparecían reconocidas en la propia Constitución; en consecuencia, tampoco podían ejercer cabalmente sus derechos.

Quizá el mejor ejemplo del racismo que invisibiliza es el caso de las comunidades afrodescendientes, a las que hemos negado un lugar en nuestra propia historia. Foto: Gaceta UNAM

La invisibilización, como una de las manifestaciones del racismo que afecta a ciertos grupos, no se ha detenido en la actualidad. Una de sus principales víctimas son aquellas personas que aparecen en el espacio de las élites blancas, desempeñando alguna actividad doméstica u otro tipo de labor, pero de las que nunca se guarda siquiera registro de sus nombres; son los «morenos-sin-nombre», como los bautizó Mario Arriagada: conserjes, trabajadoras domésticas o mensajeros que trabajan en casas y oficinas, pero cuyo trabajo nunca vemos, valoramos o reconocemos; sin ir más lejos, no nos sentimos siquiera en la necesidad de recordar los rostros de quienes los llevan a cabo.

7) El racista «cariñoso»

Otra manera de ejercer racismo es a través de la infantilización. Llamar «indito» al indio, «negrito» al negro o «morenito» al moreno podría verse como parte de la idiosincrasia mexicana, una manera de hablar plagada de eufemismos (como llamar «gordito» al gordo). Pero el uso de estos términos también forma parte de una manera particular de ejercer racismo que ve a ciertos grupos como si fueran menores de edad, en lugar de ciudadanos iguales a nosotros en derechos, obligaciones, necesidades y aspiraciones. Lejos de representar una muestra afectiva, infantilizar a un grupo de personas es una manera de tutelarlas, de decidir por ellas en lugar de reconocer su derecho a ser quienes son y quieren ser; a tomar sus propias decisiones, incluso a autogobernarse.

Esta forma de racismo conduce al paternalismo. Quien lo ejerce — que puede ser una persona en lo individual, una institución o el Estado en su conjunto— tiende a considerar que un grupo de personas son inferiores, normalmente por su modo de vida o su cultura y, en consecuencia, necesitan de nuestra protección y cuidado, por lo que son incapaces de tomar sus propias decisiones.

El racismo cariñoso es una forma muy mexicana de ser racista. «Mi muchacha es como de la familia», «yo la adoro», «es lo máximo», «no podría vivir sin ella». Otro podría ser: «Jesús, el jardinero, es un hombre muy bueno, casi no pide nada, se conforma con lo que le doy, hasta se come las sobras que tan generosamente le dejamos en la casa». Hay mucho menos amor detrás de estas frases que el que parece cuando algún trabajador doméstico o una trabajadora del hogar es desprovisto de humanidad, cuando se asume que puede vivir tranquilamente con menos que nosotros porque son «gente buena» o «se contenta con poco».

Ejemplo de racismo «con cariño» es cuando la famosa cantante Yuri, en una entrevista en Ventaneando, al hablar de Yalitza Aparicio (la actriz que interpreta a Cleo en Roma, el famoso largometraje de Alfonso Cuarón) exclamó: «Quiero que sepan que quiero a una persona así en mi casa. Si alguien me está viendo en Oaxaca, yo quiero una Yalitza para mí en casa. Me urge para apapacharla, para que coma con nosotros, que se vaya de vacaciones con nosotros, para que cuide a mi hija» (vuelvo al tema en el capítulo 14).

8) El racista consigo mismo

Quizá una de las formas más tristes, aunque también más comunes de racismo, es aquella que algunas personas se infligen a sí mismas aun cuando, por lo general, son incapaces de advertirlo. Y es que el racismo no solo se dirige hacia otras personas. Muchas veces también puede dirigirse hacia uno mismo o hacia las personas que se parecen mucho a ti. El racista consigo mismo es el que siente vergüenza de ser quien es. Aquel que, a fuerza de escuchar expresiones o presenciar actitudes racistas que se han vuelto parte de la cotidianidad —y por ende le parecen normales—, termina por incorporarlas y hacerlas suyas.

Quizá una de las formas más tristes, aunque también más comunes de racismo, es aquella que algunas personas se infligen a sí mismas. Foto: Especial

Es quien, como resultado de años, décadas y siglos durante los cuales su grupo social ha sido denigrado, minimizado o invisibilizado, termina por internalizar todo ello al punto de degradarse a sí mismo y a la cultura a la que pertenece. El racista consigo mismo es el que reproduce ese racismo del que es objeto y termina por despreciarse a sí mismo. Denominado por estudiosos como «endorracismo», se trata de una forma de racismo que emana «a partir del mismo grupo discriminado».

ADELANTO | “Protegido por Fox y FCH, García Luna fue amo del mal”. –Felipe, el oscuro. Olga Wornat

viernes, agosto 28th, 2020

Desde la falta de estrategia como Presidente, los peores casos de corrupción, el enriquecimiento ilícito, los favores a sus familiares y amigos, hasta su protección al Cártel de Sinaloa y a los actos criminales de Genaro García Luna, la periodista Olga Wornat presenta a detalle la historia de un fracaso: el sexenio de Felipe Calderón.

También detalla la intimidad de su frágil relación con Margarita Zavala, sus problemas con el alcohol y el miedo constante a ser el Presidente más odiado por los mexicanos. Como nadie lo había logrado, Wornat revela la mejor investigación del calderonato.

Ciudad de México, 28 de agosto (SinEmbargo).- La periodista Olga Wornat presenta a detalle la historia de un fracaso: el sexenio de Felipe Calderón. Desde la falta de estrategia como Presidente, los peores casos de corrupción, el enriquecimiento ilícito, los favores a sus familiares y amigos, hasta su protección al Cártel de Sinaloa y a los actos criminales de Genaro García Luna.

También detalla la intimidad de su frágil relación con Margarita Zavala, sus problemas con el alcohol y el miedo constante a ser el Presidente más odiado por los mexicanos. Como nadie lo había logrado, Wornat revela la mejor investigación del calderonato.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Felipe, el oscuro, de la periodista y escritora argentina Olga Wornat. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

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EL TOPO

De modo que cabe sospechar que existe una constitución
no escrita cuyo primer artículo rezaría: la seguridad del poder
se basa en la inseguridad de los ciudadanos […] De todos los
ciudadanos: incluidos los que, al difundir la inseguridad, se creen
seguros… y ahí está la estupidez de que le hablaba. […]
Así que estamos atrapados en una farsa…
Leonardo Sciascia, El caballero y la muerte

Sucedió años antes del desplome. Mucho antes de que la impunidad que marcó su comportamiento delictivo y el blindaje que lo protegió durante dos décadas se desintegraran la madrugada del 10 de diciembre de 2019, en Grapevine, Texas, cuando agentes de la DEA lo ubicaron y lo llevaron detenido, acusado de conspiración en el tráfico de cocaína y falso testimonio.

Sucedió mucho antes. Cuando era jefe de Inteligencia de la Policía Federal Preventiva (pfp) y venía del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen); era un tipo de apariencia gris, retraído, con mirada de reptil, que ansiaba saltar a las grandes ligas del poder.

La llegada de Vicente Fox a Los Pinos fue una oportunidad que no iba a desaprovechar y no iba a permitir que nadie se interpusiera en su camino. Quienes lo conocieron lo describen como un típico producto del hampa, uno más del sistema, de esos que se reciclan en cada sexenio y se acoplan a los devaneos de los inquilinos del poder político que siempre supieron sacar provecho de estas productivas tareas.

El espionaje a políticos y empresarios, las extorsiones y el secuestro, los asesinatos por encargo y los vínculos con el capo del cártel en turno eran parte de un universo personal de conspiraciones, mentiras y traiciones cuyo denominador común es la muerte. Era como otros tantos. Ni mejor ni peor.

Rechazado por la Academia de Policía, sin formación intelectual ni profesional y con problemas de dicción que le impedían completar una frase o trasmitir una idea, provocaba que a sus espaldas compañeros y subordinados lo bautizaran «Metralleta» o «Tarta», alias que conocía y que acrecentaron sus resentimientos.

Desde que ingresó al Cisen en 1989 sin título universitario —más tarde se recibiría de ingeniero mecánico—, aprendió de memoria la teoría y la logística de los ilícitos y tuvo el privilegio de tener maestros excepcionales en estas lides: el contralmirante Wilfrido Robledo Madrid —a quien le cargaba el maletín—, el ingeniero Jorge Tello Peón, el general Jorge Carrillo Olea y el comandante Alberto Pliego Fuentes —exguardaespaldas del corrupto policía Arturo Durazo Moreno—, quien trabajó con García Luna en la captura de Daniel Arizmendi y luego terminó en la cárcel acusado de proteger a bandas de secuestradores y narcotraficantes.

Sucedió mucho antes, cuando aún no avizoraba la profundidad del precipicio. Apadrinado por Rafael Macedo de la Concha —al que conoció vía su amigo Luis Cárdenas Palomino—, llegó hasta Vicente Fox con un ambicioso plan de seguridad. Sin embargo, tenía un competidor: Juan Pablo de Tavira, respetado criminólogo, creador de los modelos de prisiones de alta seguridad y exdirector del penal de Almoloya. Durante el gobierno de Ernesto Zedillo, el procurador Antonio Lozano lo había nombrado al frente de la Policía Judicial Federal (pjf), donde permaneció apenas 20 días: el 23 de diciembre de 1994, Tavira estuvo a punto de morir por un escape de gas en su casa, episodio que para muchos fue un atentado intencional, pues ya había recibido amenazas. Tavira permaneció internado en grave estado hasta 1995, cuando se recuperó y retomó actividades.

El 14 de agosto de 2000, se reunió con Marta Sahagún y le presentó un proyecto de seguridad y prisiones. Según revela un testigo del encuentro, «Marta quedó encantada» y organizaron una junta con el presidente electo, frente al que Tavira se explayó sobre su proyecto.

Sin embargo, el 20 de noviembre, tres meses después, Tavira fue asesinado por un pistolero solitario que le descargó cuatro balazos calibre .38 en la cabeza, en el restaurante del Centro de Extensión Universitaria de la Universidad Autónoma de Hidalgo, donde se encontraba cenando. Extraño porque, salvo alumnos o profesores, nadie podía ingresar al lugar.

Nunca se supo qué pasó con el documento que Juan Pablo de Tavira entregó en el cónclave realizado en las oficinas de Fox, en Paseo de la Reforma. Sin embargo, inmediatamente después del crimen, el tipo gris y sin preparación al que llamaban Metralleta logró lo que anhelaba. Lo nombraron coordinador de Inteligencia para la Prevención de la pfp y el primero de septiembre de 2001, durante su primer informe de gobierno, Vicente Fox anunció la creación de la Agencia Federal de Investigación (AFI); confió la dirección de esta a Genaro García Luna, quien a partir de entonces comienza a desarrollar un poder que ejerció con absoluta impunidad durante 12 años de panismo.

Protegido por Vicente Fox y Felipe Calderón, cómplices de sus crímenes, se convirtió en amo y señor del Mal. Para lograrlo se rodeó de sus primigenios compinches del viejo Cisen, los tipos pesados con los que aprendió y ejerció sus primeras tropelías. Jorge Tello Peón fue nombrado subsecretario de Seguridad Pública, bajo la jefatura de Alejandro Gertz Manero, y Wilfrido Robledo acompañó a su pupilo en la construcción de un superproyecto que, según alardeaban, sería un símil del FBI.

El crimen de Juan Pablo de Tavira nunca fue esclarecido, pero las sospechas sobre su autoría —según fuentes militares y amigos del difunto— tienen un destinatario que lleva su nombre.

DURMIENDO CON EL ENEMIGO

Es prepotente y violento. Durante el tiempo que trabajé en México tuvimos fugas de información de operaciones importantes. Cuando llegábamos al lugar, alguien había dado el «pitazo», y era García Luna, porque estaba al tanto de nuestras operaciones, intervenía nuestros teléfonos y los que trabajaban con él eran delincuentes. Una noche casi sucede un desastre. Estábamos en Cancún, detrás de un pesado del PRI que estaba prófugo y trabajaba para Amado Carrillo. Desconfiábamos de los mexicanos y, para evitar un fracaso, decidimos no entregarles toda la información. Cuando llegamos a la casa donde estaba, el tipo se había escapado; comenzó una balacera, y de pronto aparece desde la oscuridad García Luna. Nunca pudo explicar qué hacía ahí. En ese momento estaba en el Cisen y tenía su gente en Cancún, que nos seguía todo el tiempo. García Luna le avisó al personaje que escapara, estoy seguro. Fue muy difícil trabajar con él, sentíamos que teníamos el enemigo adentro permanentemente.

Un jefe de la DEA me relató esta historia a finales de 2011, en un restaurante de las afueras de Miami. Con acento cubano y toda una vida en Estados Unidos, no apeló a eufemismos para describir al entonces poderoso titular de la Secretaría de Seguridad Pública (SSP).

El miembro de la agencia antidrogas llevaba largo tiempo investigando al exgobernador de Quintana Roo, Mario Villanueva Madrid, quien fue gobernador de 1993 a 1999 y era acusado por las agencias de Estados Unidos de lavar dinero del Cártel de Juárez. Permaneció prófugo desde diciembre de 1999 hasta el 24 de mayo de 2001, año en que fue apresado en Cancún por agentes de la DEA y de la PGR. Desde 1995, Villanueva Madrid enviaba dinero sucio a cuentas bancarias en Bahamas, Panamá, Suiza y Estados Unidos. Por cada cargamento de drogas que dejaba pasar, recibía 500 mil dólares, según informes de la DEA. En 2010 fue extraditado a Estados Unidos, donde, a cambio de protección, el exgobernador se declaró culpable de recibir dinero del Cártel de Juárez.

De acuerdo al relato del agente, desde que García Luna estaba en el Cisen, la DEA sospechaba de sus manejos y lo tenía bajo su radar. En ese tiempo, Amado Carrillo Fuentes era uno de los capos más poderosos de México y pagaba millones a políticos, policías, militares y jueces.

Jorge Carrillo Olea fue un pilar importante en la formación del entonces joven de 21 años que ingresó a trabajar al Cisen en 1989. Quienes conocieron a García Luna en ese tiempo aseguran que fue bajo la gestión del exgobernador de Morelos cuando aprendió las prácticas de la policía mexicana, en un periodo dominado por la industria del secuestro. Esa añeja relación parasitaria entre policías y criminales marcó las acciones de García Luna y moldeó su personalidad delictiva, misma que desde el poder lo llevó más tarde a la construcción de un complejo entramado de ilícitos con la tolerancia y complicidad de gobiernos, empresarios y jueces que se vieron beneficiados.

De 1994 a 1998, Morelos fue el paraíso del secuestro. Los colaboradores del gobernador Carrillo Olea, Jesús Miyazawa —coordinador de la Policía Judicial del estado y expolicía de la Dirección Federal de Seguridad del Distrito Federal—, y Armando Martínez Salgado —jefe del Grupo Antisecuestros—, se dedicaban a secuestrar y hacer desaparecer los cadáveres de las víctimas.

En 1996, miles de morelenses marcharon por las calles exigiendo seguridad, pero fue recién cuando secuestraron a la hermana de Bill Richardson, embajador de Estados Unidos en la onu, que el presidente Ernesto Zedillo presionó a Carrillo Olea, aterrado por la trascendencia internacional. La familia pagó el rescate y la mujer fue liberada. Como dato curioso, Daniel Arizmendi, el Mochaorejas, era dueño de una mansión en Cuernavaca, ubicada a pocos metros de la casa de Carrillo Olea, lo mismo que Amado Carrillo Fuentes y Juan José Esparragoza Moreno, el Azul, capos del Cártel de Juárez que vivían muy cerquita del gobernador y andaban tranquilos por Cuernavaca.

En agosto de 1998, el contralmirante Wilfrido Robledo y «su asistente» Genaro García Luna, en colaboración con el comandante Alberto Pliego Fuentes, fueron los directores de la trama que conduciría a la captura de Arizmendi. Parecía el comienzo de un capítulo que garantizaría algo de justicia y seguridad a los mexicanos, pero, 15 años después, aquello es una quimera y la continuidad de una tragedia sin fin.

MALAS COMPAÑÍAS

«He’s just a police», me responde Tony Garza, exembajador de Estados Unidos en México, cuando le pregunto por el secretario de Seguridad Pública, protegido del presidente.

Compartimos un café una mañana de sol a mediados de 2011, en sus lujosas oficinas ubicadas sobre Paseo de la Reforma, con una vista deslumbrante de la Ciudad de México.

Sonrío frente a su respuesta, ciertamente irónica, y él también sonríe. El exembajador conoce México muy bien; simpático y de alto perfil mediático, es amigo personal de George Bush hijo y estuvo casado con María Asunción Aramburuzabala, Mariasun, la mujer empresaria mas rica de México. Le expongo algunos elementos de mis investigaciones sobre García Luna y de otras más publicadas por varios periodistas mexicanos. Se forma un silencio incómodo. Tony Garza no quiere hablar del policía y tampoco de Felipe Calderón y su guerra. Suena lógico: fue el primer diplomático extranjero en reunirse con Calderón después de ser presidente electo, en las oficinas de la colonia del Valle, y también lo visitó con frecuencia en su sexenio. Sin embargo, es el mismo diplomático que el 25 de noviembre de 2008, después de un encuentro con Paola Holguín, su par en la embajada de Colombia en México, dijo que «la funcionaria le comentó que el director de la Policía Nacional de Colombia le había dicho que si Genaro García Luna no mejoraba la investigación de los antecedentes de los agentes que reciben entrenamiento en Colombia, iban a considerar cerrar el programa», según información de WikiLeaks.

Lo que denunciaba este cable filtrado por Julian Assange era apenas la punta del iceberg.

A García Luna, como a algunos protagonistas de historias decimonónicas, lo condenaba su pasado. Tenía las manos manchadas y el gerenciamiento del delito estaba en su naturaleza. Sin embargo, continuó 12 años sin que los nubarrones que flotaban sobre su cabeza y los de su tropa se transformaran en un viento negro.

Genaro García Luna tenía un poder unívoco y la protección del presidente, pero la corrupción generalizada adentro de la fuerza que dirigía era motivo de conversaciones en las agencias de inteligencia que monitoreaban la guerra contra las drogas.

Algunos policías bajo su mando cayeron asesinados por estar coludidos con el narcotráfico o por venganzas internas y traiciones. Un listado interminable de «testigos protegidos», en realidad delincuentes, fue utilizado por García Luna y sus secuaces para acusar a inocentes o vengarse de enemigos. Las reiteradas persecuciones y amenazas a periodistas que denunciaban sus corruptelas, así como una caterva de secuestradores, socios en el negocio millonario del plagio que sobreviven bajo su manto protector y sus indiscutibles maniobras para borrar cualquier competencia del mapa, delineaban el perfil de una banda de facinerosos.

Cuando lo colocaron al frente de la AFI, aterrizó con los socios de los viejos tiempos del Cisen, los compadres con los que conformó una secta poderosa: Luis Cárdenas Palomino, Facundo Rosas Rosas, Édgar Eusebio Millán, Armando Espinosa de Benito, Igor Labastida Calderón, Domingo González Díaz, Mario Velarde Martínez, Ramón Pequeño García y Aristeo Martínez, entre los más cercanos. Algunos fueron asesinados, otros están detenidos, prófugos o se reciclaron en el poder político de turno.

En su mandato al frente de la AFI, sus policías sumaron 447 actos delictivos solo en los dos primeros años. Su alianza con las mafias se incrementó y la organización policiaca que presidía estaba contaminada por el narco y por la participación en secuestros célebres.

A Vicente Fox —como a sus antecesores del pri— nunca le interesó realizar un trabajo de limpieza de los cuerpos policiacos y tampoco renovó los cuerpos militares, herencia de 71 años del tricolor, preludio del infortunio que se avecinaba.

A SANGRE FRÍA

—¡Hija, se llevaron a tu hermana!
—¿Quiénes, mami?
—Un hombre entró a su carro y otro auto, manejado por dos, que estaba atrás… ¡se la llevó!
La señora se quiebra y su hija, en estado de shock, le pide que se calme. Cuelga y llama al celular de su hermana, que responde nerviosa.
—¡¿Te secuestraron?! Dime sí o no —pregunta; ella le responde afirmativamente y se corta la comunicación.

Sucedió en octubre de un agitado 2001, cuando Vicente Fox apenas estrenaba la presidencia. La hermana de la víctima trabajaba en la oficina de informática de la presidencia, organismo que dirigía Luis Alberto Bolaños. Su esposo —quien laboraba allí— se comunicó con un asesor del Estado Mayor Presidencial y le relató el episodio. El hombre llamó, a su vez, a Luis Cárdenas Palomino, quien por entonces era director general de Investigación Judicial de la AFI y mano derecha de Genaro García Luna.

—Necesitamos tu ayuda urgente. Secuestraron a la hermana de una compañera que trabaja aquí en la presidencia, y es además hija de un general de la nación.
Silencio.

—Debe ser un error…, ahora lo solucionamos —respondió Cárdenas Palomino y, en menos de 10 minutos, la joven fue liberada en la puerta de una papelería, cerca del Periférico. «Camina y no mires hacia atrás», le dijeron. Desencajada y temblorosa, ingresó al comercio y pidió ayuda con un hilo de voz. Estaba aterrada, sentía el cañón de la pistola clavado en su costilla. Llamó a su casa llorando y llegaron a recogerla.

Por razones de seguridad, los protagonistas de esta historia me solicitaron el anonimato, pero este brevísimo episodio revela que desde el inicio del gobierno de Fox la mafia de García Luna comenzó a actuar.

«¿Por qué Cárdenas Palomino, apenas se entera de que mi cuñada trabajaba en la presidencia y era hija de un general, dijo que fue “un error” y casi inmediatamente es liberada?», se pregunta la hermana de la víctima. En una plática que mantenemos vía telefónica, remata: «Fueron Cárdenas Palomino y García Luna, todo coincide, y me provoca escalofríos». En el sexenio de Vicente Fox comenzaron los años fructíferos de García Luna y sus acólitos.

El negocio de los secuestros creció en paralelo con el del narcotráfico. José Antonio Ortega, autor de El secuestro en México, retrata así a García Luna:

En cortito es muy bueno para seducir, aunque no ya en un discurso político. No habla bien, tartamudea, no tiene una personalidad fuerte, no es un gran orador, no tiene cultura, no articula, es una gente muy limitada, no conoce más que de cómo alambrear, cómo hacer montajes, cómo hacer persecuciones, pero hasta ahí.

—¡Shhh! ¡Silencio! ¿Con quién hablas?
—Con nadie, estoy rezando —respondió el hombre, aterrado, desde la cajuela del auto donde lo encerraron. «Me pasé rezando los veinte minutos que duró el viaje», recuerda años después.

El 19 de julio de 2005, el argentino Rubén Omar Romano, técnico del equipo Cruz Azul, fue secuestrado al salir de las instalaciones del club de futbol. A las 14:20 horas, su BMW gris plata fue interceptado por dos camionetas con hombres armados en la avenida Guadalupe I. Ramírez, en Santa María Tepepan, luego de cargar gasolina. Los secuestradores lo bajaron a culatazos y lo arrastraron hasta uno de los vehículos.

Rubén Romano permaneció secuestrado 65 días en una casa precaria, ubicada detrás del Reclusorio Oriente, en Iztapalapa, un hoyo oscuro y miserable con uno de los mayores índices de delitos de la Ciudad de México. Por esa alcaldía transitaron algunos de los hombres de confianza de García Luna: Igor Labastida y Luis Cárdenas Palomino, quienes aprendieron los secretos de la convivencia entre policías y malhechores.

A la familia le exigieron cinco millones de dólares para liberarlo, y esta a su vez le pidió a Bernardo Bátiz, procurador general de Justicia del df, que no interviniera en las investigaciones del secuestro, la cual quedó en manos de la AFI.

Sorpresivamente, el 22 de septiembre Romano fue liberado por la AFI, con García Luna y Cárdenas Palomino al frente del operativo y sin disparar un solo tiro, aunque adentro encontraron armas de grueso calibre y detuvieron a cinco personas. El célebre secuestrador Luis Canchola Sánchez fue acusado de dirigir el plagio desde el reclusorio de Santa Martha Acatitla, donde había estado detenido desde 2004. Jefe de la banda de los Canchola, tenía un extenso historial de secuestros y era viejo conocido de Labastida y de Cárdenas Palomino.

La liberación del técnico argentino dejó varias dudas. García Luna dijo que desde un día antes sabían que en esa casa se encontraba Romano. Si es así, ¿por qué esperaron 24 horas? Cuando llegaron, dejaron a Romano esperando durante una hora. «Fue extraño, después me enteré de que estaban esperando a los medios», reveló el técnico.

Cuando los policías le pidieron que reconociera a los cinco detenidos, respondió que no podía, porque todo el tiempo estuvo con los ojos vendados. «Estuve 65 días tirado en un colchón en el piso, con los ojos tapados, y nunca vi la cara de los secuestradores». Raro. Si no pudo reconocerlos, ¿cómo es que la AFI estaba tan segura de la autoría del grupo?

La entrevista fue para Javier Alatorre, de Televisión Azteca, por gestión especial de Cárdenas Palomino. El montaje de la liberación fue urdido por Genaro García Luna, que necesitaba promocionar su imagen…