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LECTURAS | “Vivir”, ensayos autobiográficos de Robert Louis Stevenson

sábado, enero 7th, 2017

Narrador inolvidable, poeta valioso, viajero y acuñador de anécdotas biográficas, para conocer completamente el universo Stevenson es necesario visitar también su faceta ensayística, a la altura del resto de su obra, didáctica y cercana, pero también rigurosa y precisa. La editorial Páginas de Espuma ha editado un grueso volumen con sus pensamientos -seguramente los escritos más íntimos- y aquí ofrecemos un fragmento.

Ciudad de México, 7 de enero (SinEmbargo).- Vivir reúne sus Ensayos personales y biográficos, seguramente los escritos más íntimos –cuando repasa sus recuerdos familiares, de infancia, en la universidad– y las semblanzas de aquellos que conoció y le sirvieron para configurar su propia biografía. Pero estos textos también son, gracias a la reconocida capacidad de observación del autor de Secuestrado o Las nuevas noches árabes, un exquisito y lúcido análisis del comportamiento humano a lo largo de las diferentes edades del hombre. El aspecto más personal de Stevenson, una sorpresa literaria que no se debe pasar por alto.

Robert Louis Stevenson (Edimburgo, 1850-Vailima Upolu, Samoa Occidental, 1894) Escritor escocés. En la tumba de Stevenson, en una lejana isla de los mares del Sur a la que se retiró por motivos de salud, figura grabado el apodo que le dieron los samoanos: Tusitala, que en español significaría «el contador de historias». En efecto, la literatura de Stevenson es uno de los más claros ejemplos de la novela-narración, el «romance» por excelencia.

En un desplazamiento a California conoció a Fanny Osbourne, una dama estadounidense divorciada diez años mayor que él, con quien contrajo matrimonio en 1879. Por entonces se dio a conocer como novelista con La isla del tesoro (1883). Posteriormente pasó una temporada en Suiza y en la Riviera francesa, antes de regresar al Reino Unido en 1884.

La estancia en su patria, que se prolongó hasta 1887, coincidió con la publicación de dos de sus novelas de aventuras más populares, La flecha negra y Raptado, así como su relato El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde (1886), una obra maestra del terror fantástico.

Por cortesía de Páginas de Espuma transcribimos un fragmento de Vivir.

No hay nada más gozoso que leer a Robert Louis Stevenson. Foto: Especial

No hay nada más gozoso que leer a Robert Louis Stevenson. Foto: Especial

DE “LA CASA PARROQUIAL”

La casa en la que pasé mi juventud aún no estaba construida, pero los días de fiesta íbamos a los maizales donde luego se levantó, y comíamos fresas con crema de leche al lado de la casa de un jardinero. Yo había olvidado todo eso: fue mi abuelo quien me lo contó un día, haciéndomelo recordar. También había olvidado cómo crecimos, tomamos las órdenes y fuimos a parar a nuestra primera parroquia de Ayrshire y nos enamoramos –y nos casamos después– de una hija del médico de Burns, el doctor Smith. He olvidado también lo de “Smith abre una de sus frías arengas”. Lo he olvidado todo, pero estaba allí, y escuché todas estas historias de Burns de primera mano.

Nada hay más extraño que todo esto: este homúnculo, este hombrecillo que en parte soy yo y que anduvo por el siglo XVIII acompañando al doctor Balfour en su juventud, iba a encontrarse a otros homúnculos, o a otras partes de sí mismo, en las personas de otros antepasados. Estos otros eran de un orden inferior, y sin duda por eso les mirábamos por encima del hombro. Pero fue seguramente cuando fui a la universidad con el doctor Balfour cuando vi al hombre de la lámpara de aceite bajando las persianas de su tienda, junto al Tron. No sé si nos había hecho una conejera o un anaquel para los libros cierto carpintero de no sé qué callejón del casco viejo de la ciudad, siempre humeante; o tal vez en alguna excursión de un día festivo, miramos por las ventanas de una casita con un jardín lleno de flores y vimos a una tejedora manejando el huso. Y todos eran parientes míos, por parte de madre. Y a través de los ojos del hombre de la lámpara de aceite, la mitad de mi padre nonato y un cuarto de mi ser nos contemplaron a mí y a mi abuelo, camino de la universidad. Nada de esto se le pasaría por la cabeza al joven estudiante cuando publicaba el Bridges con sus piernas delgadas, enfundadas en sus medias, en esa ciudad de tricornios y buen whisky aún sin adulterar. No se le pasó por la cabeza que tendría una hija. Y el hombre de la lámpara de aceite, que entonces iba camino de convertirse –y no por antinatural metástasis– en ingeniero y constructor de faros, no se le ocurrió que tendría un nieto. Y que esos dos, llegado el momento, se casarían. Y una parte del aquel universitario de la escena sobreviviría aún, durante un año o dos, en la persona de su hijo.

DE “RECUERDOS DE LA FACULTAD”

En la vida del estudiante tienen lugar muchas tragedias sórdidas, sobre todo si el estudiante es pobre, si bebe, o ambas cosas: pero no hay nada que mueva más a la piedad a un hombre sabio que el caso de esos chavales que tienen demasiada prisa por aprender. Y por mor de la moraleja que incluiré como colofón a este escrito voy a citar solamente una figura más, y termino. Un estudiante, hambriento de éxito de esa manera impetuosa y ardiente que se ha hecho tan común en estos días, estuvo estudiando día y noche para un examen. A medida que pasaban los días su cometido se volvía más fácil: le costaba menos prescindir del sueño y su cerebro funcionaba más deprisa, absorbía más cosas y con mayor claridad, y los conocimientos necesarios iban siendo, con el paso de los días, más y mejor ordenados. Llegó la víspera del examen y él se quedó toda la noche en vela en su habitación del piso de arriba, repasando lo que había aprendido y seguro ya de su éxito. Su ventana miraba al este y como estaba (como dije) en alto –pues la propia casa se encontraba en una colina– a través de ella se dominaba un paisaje en el que los contornos de la ciudad se iban borrando hasta fundirse con el horizonte del campo. Al cabo este estudiante de mi historia levantó la persiana y, todavía de un humor excelente, miró a lo lejos. Estaba despuntando el día, el cielo se teñía con extraños fuegos, las nubes se abrían para dejar paso al sol. Al ver aquello, el terror se apoderó de su mente. Estaba cuerdo, y sus sentidos intactos. Veía con toda claridad, sabía lo que estaba viendo y sabía que era normal. Pero de pronto no pudo soportar contemplarlo, ni reunir las fuerzas necesarias para mirar a lo lejos: huyó de su habitación y salió a la calle. Con el aire fresco y el silencio, entre las casas aún dormidas, sintió que se renovaban sus fuerzas. Nada le turbaba, salvo el recuerdo de lo que había sucedido y un abyecto espanto a que aquello pudiera volver.

Gallo canente, spes redit,

Aegris salus refunditur,

Lapsis fides revertitur,

como cantaban antiguamente en Portugal en el oficio de la mañana. Pero para él, aquella hora del canto del gallo y de los cambios de la aurora habían traído consigo el pánico y la duda perpetua, y un terror tal que cuando pensaba en ello se echaba de nuevo a temblar. No se atrevió a volver a su morada; no podía comer; se sentó, se levantó, anduvo de un lado para otro… La ciudad se despertó ante él con su animado barullo y el sol trepó hasta lo más alto, pero él continuaba sumido en el malestar –cada vez más profundo– que le provocaba el recuerdo del miedo que había sentido. A la hora indicada llegó a las puertas del lugar donde había de examinarse, pero cuando le preguntaron su nombre lo había olvidado. Al verle tan trastornado no tuvieron el valor de echarle: le admitieron, sin nombre, y pasó al Salón. De nada sirvieron ni la amabilidad ni los esfuerzos. Lo único que pudo hacer fue quedarse allí sentado, sintiendo cómo aumentaba su pánico, sin escribir nada, ignorándolo todo, con la mente invadida por un único recuerdo: el día que despunta, y el pánico insoportable. Y aquella misma noche cayó enfermo: tenía fiebre cerebral.

La gente siente miedo de las guerras, de las heridas, de los dentistas, y razón no les falta. Pero todo esto no es nada comparado con los terrores caóticos que se apoderaron de la mente de este joven y le hicieron apartar sus ojos de la inocente aurora. Todos nosotros tenemos junto a la cama la caja del Mercader Abudah, pero gracias a Dios está bien cerrada. Sin embargo, cuando un joven sacrifica el sueño en aras del trabajo, que tenga cuidado, porque está jugando con el cerrojo.