Jorge Alberto Gudiño Hernández
Si la respuesta está en que se han encontrado nuevos mecanismos para vigilar los ductos, entonces surge una nueva pregunta: ¿por qué no los implementaron con el flujo abierto? Supongo, confiado que soy, que la respuesta tiene que ver con asuntos técnicos que no alcanzo a comprender.
Alguna vez don Juan llegó más temprano o sus adversarios demoraron en sus rutas. Aproveché para acercarme mientras practicaba algunos tiros. Confieso que, francamente, soy malo para el billar. Así se lo dije a don Juan. Le hice saber que entendía bien la teoría pero mi cuerpo no alcanzaba para llevarla a cabo: es decir, era y soy malo en la práctica.
En un par de cenas de las que se dan por estas fechas he escuchado a varios sumarse a las teorías de la conspiración provenientes del lamentable accidente en que perdieron la vida Martha Érika Alonso y Rafael Moreno Valle. Las había por demás extremas. No importaba. Las reuniones eran entre amigos o familia. Siempre hay un pariente que dice saber la verdad sobre todo lo posible y un amigo al que le ha pasado todo. Así que no era anormal toparse con esos decires.
No me gustó, tampoco, el diseño de los personajes. Tal vez se deba a que su verbalidad no es del todo convincente o a que sus personalidades parten de lugares comunes, demasiado comunes. El caso es que me mantuvieron en una línea paralela a la de la verosimilitud: había algo de impostura en su devenir personaje, algo que yo no me acababa de comprar. Quizá por eso, la escena más dramática de la película no conmueve por dolorosa sino por burocrática. De nuevo, el asunto social termina opacando a los individuos, a sus sentimientos.
No entraré en la discusión sobre la posible apología de la violencia que hace. Siempre me ha parecido que la ficción, incluso la que se basa en hechos históricos, no debe entrar en el ámbito de la corrección pública. Su intención va más allá de las posibles influencias que pueda generar.
Algún día yo pensé que nunca enseñaré a manejar a mis hijos. No tendría caso: para cuando ellos pudieren hacerlo: esta ciudad estará tan saturada que será imposible desplazarse en automóvil.
Hoy tomará posesión el Presidente electo. Al margen de la multiplicidad de puntos de vista, me parece que no se aprovechó a cabalidad el periodo de transición que, bien visto, fue como el inicio informal de la Presidencia. Podría o no estar de acuerdo con el asunto del aeropuerto, del Tren Maya, de los súperdelegados o de la Guardia Nacional; incluso de las comisiones bancarias, el fuero o el tope salarial para servidores públicos. Me parece que no fueron las formas correctas de ejercer la autoridad.
Sé que la propuesta es ridícula. No imagino que, tras la toma de protesta, un sujeto que se pasó el alto decida que es mejor pagar la multa y dejar que su coche sea llevado al corralón sólo por el ejemplo del que ha abrevado segundos atrás.
Lo relevante no es su uso a nivel de significados ni su simple vastedad. Lo que importa es cómo se pueden relacionar con otras disímiles, de las que no suelen acompañarse, primero; y, más tarde, cómo crean nuevos parámetros de significancia, que es uno de los sitios donde descansa lo literario.
Años más tarde pude estudiar hermenéutica. Entendida, de forma simplista, como la teoría sobre la interpretación de los textos, me enteré de muchas cosas. Las discusiones entre los teóricos de la materia son fascinantes. Hay quienes sostienen, por ejemplo, que para todo texto hay una sola interpretación; otros que varias; unos más que infinitas pero dentro de un límite; los últimos, que cualquier cosa puede ser leída dentro de un texto dado si se puede convencer al otro de ello. No se requiere un tratado extenso para comprender que los dos extremos, en realidad, se parecen mucho, en tanto implican ejercer el poder de un lector sobre el otro; si hasta ha habido guerras en las que el pretexto son las diferentes lecturas que puede tener cierto escrito.
Interesante se vuelve considerar que, cada tanto, con una frecuencia, al menos, similar a aquélla en la que nosotros repartimos culpas, somos depositarios de éstas a ojos de quienes también se sienten perjudicados por nuestra simple existencia, por un ademán a destiempo, por habernos convertido involuntariamente en un estorbo o por perturbar el ambiente con un sonido que nos parece natural.
No estoy seguro de que un proyecto de infraestructura como el del nuevo aeropuerto deba ser sometido a consulta pese a que esto ha funcionado en otros países. ¿Desde cuándo lo que funciona allá también funciona aquí y viceversa?
Tengo un iPhone. No es el primero. Durante muchos años, desde que comencé a utilizar teléfonos inteligentes, me di cuenta de que paso mucho más tiempo utilizándolos fuera de las llamadas telefónicas que dentro de ellas. Sin embargo, con la actualización del sistema operativo de la plataforma que uso, la sospecha se volvió una certeza cruel y contundente. En el reporte de la semana pasada me informó el número de horas que pasé jugando, las que me distraje pasando el dedo a lo largo de la pantalla de las redes sociales y las utilizadas en lo que el propio sistema llama “productividad”.
A principios de este año se anunció que Olegaroy, su novela más reciente, era acreedora del Premio Xavier Villaurrutia. Esta semana, acumuló un reconocimiento más, ahora le entregarían el Premio Elena Poniatowska.
Un buen amigo solía hacer, durante la primera sesión del semestre, un cuestionario de cincuenta preguntas de lo que él consideraba cultura general. Reprobaban todos sus alumnos.
Primero: al Partido Encuentro Social (PES) se le dio la presidencia de la Comisión de Cultura en la Cámara de Diputados. La gente se indignó: ¿cómo un partido retrógrada iba a presidir dicha Comisión, tan necesariamente liberal? Era una bofetada a los artistas e intelectuales que habían apoyado a Morena.