Jorge Javier Romero Vadillo
Las primeras 62 páginas del texto enviado al Congreso son el ejemplo más acabado de la retórica presidencial, con toda su grandilocuencia y cursilería.
El nuevo artículo tercero, atorado temporalmente en su proceso legislativo, tiene una redacción abigarrada y prolija.
El tema de los ingresos de las autoridades universitarias puede ser una pista para entender lo que en realidad está ocurriendo en la UAM. Se puede discutir si estas debieran ser menores, si la política salarial para la burocracia establecida por el Gobierno se debe aplicar también en las universidades públicas, como ya lo ha hecho la UNAM, pero ese no es tema de la negociación laboral entre el sindicato y las autoridades de la Universidad.
El Presidente quiere regresarles a los sindicatos educativos el papel que jugaron durante el régimen autoritario.
Ojalá la arrogancia presidencial frente a las restricciones a su poder no llegue al extremo de provocar una crisis constitucional sin precedentes en México.
El pacto corporativo de 1938 –que transformó al Partido Nacional Revolucionario en Partido de la Revolución Mexicana– subordinó políticamente a las organizaciones gremiales al partido del régimen, el cual, a su vez, quedó sometido a los designios del Presidente en turno. La unificación sindical y su incorporación a la coalición política sindical fueron vistas en aquel tiempo como una forma de extender la protección estatal sobre los trabajadores, para fortalecerlos en su negociación con los empresarios.
El sindicato fue excluido desde hace 35 años del proceso de contratación académica, por lo que el ingreso, la promoción y la permanencia de los docentes e investigadores se rige por concursos de oposición y por promoción dictaminada por pares, pero la relación laboral sí que está gestionada por los dueños del contrato colectivo, cuyos intereses nada tienen que ver con los de la planta académica. Prueba de ello es que los profesores de tiempo completo no estamos contemplados en las demandas actuales de la huelga.
Los sindicatos son instrumentos fundamentales para la defensa de los derechos de los trabajadores. Sin ellos, las de por sí asimétricas relaciones entre capital y trabajo se vuelven abusivas en extremo.
Entre la abrumadora avalancha de opiniones sobre el Gobierno, apenas si ha aparecido por ahí algún análisis sobre el papel que ha jugado la oposición.
En México, el Poder Judicial no goza de gran prestigio.
Sin embargo, los términos en los que ha planteado el actual Gobierno el debate sobre el tema educativo parecen poner por delante los privilegios corporativos mientras soslayan los objetivos que debe cumplir el sistema de enseñanza. La reiteración desde la campaña de que el objetivo del Presidente es echar abajo la «mal llamada reforma educativa» refleja más la intencionalidad política de congraciarse con el gremio magisterial, lastimado por los cambios del sexenio pasado, que por encontrar un buen arreglo que haga compatibles los intereses de los maestros con la necesidad de desarrollar un sistema educativo eficaz para superar el tremendo rezago de la calidad educativa en México.
Pero si es preocupante que el Presidente conciba así al poder, lo es más que esa misma visión se encuentre fuertemente arraigada en el conjunto de la sociedad mexicana, la mayoría de la cual suele ver al Presidente en turno, al menos al principio de su mandato, como el salvador de la Patria que ahora sí logrará sacarla de su postración ancestral. Cada seis años la esperanza de redención se suele colocar en los hombros del hombre necesario (nunca mujeres) en turno, aunque hacía décadas que nadie se tomaba tan en serio ese papel como el actual Presidente, quien no se ruboriza al proclamarse de antemano como un personaje histórico.
Hace muchos años, poco antes de las desventuradas elecciones de 2006, conversaba con un querido amigo, ahora ya muerto, que entonces era muy cercano colaborador de López Obrador. Le pregunté que, si ganaba López Obrador, cómo iba a gobernar con un Congreso seguramente dividido y sin mayoría. Me contestó orondo: «como el general». Obviamente se refería a Cárdenas. Lo cuestioné sobre cómo era eso y me contestó que con las masas en las calles. En el imaginario de López Obrador y por contagio en el de parte de su círculo cercano, su misión es epopéyica. Tiene un proyecto y lo quiere cumplir.
La autonomía del instituto encargado de la evaluación es crucial para contar con información y criterios objetivos, que nutran a todo el sistema.
La manera en la que se aprobó la iniciativa de reformas a la Constitución para crear la Guardia Nacional, con el apoyo de la diputación del PRI además de los de la coalición que de entrada le garantiza al presidente de la República un amplio margen de maniobra legislativa, es reflejo de la profunda crisis en la que se encuentran los partidos que dominaron el ciclo político previo, el que resultó del pacto político de 1996, periclitado con el resultado electoral del año pasado.
La coalición legislativa que apoya las iniciativas del gobierno, ampliada con el apoyo del PRI para lograr la mayoría calificada que permite reformar la Constitución, ha aprobado en la Cámara de Diputados la creación de la Guardia Nacional militarizada, un engendro que normaliza lo que debería ser excepción en una democracia constitucional: la militarización de la seguridad. Falta aún la aprobación en el Senado, pero visto lo visto, la alianza entre MORENA y el PRI concretará en las próximas semanas un retroceso autoritario sin paliativos. En la misma dirección retrógrada, el Senado ha avanzado en la ampliación del catálogo de delitos con posibilidad de prisión preventiva, con ello, como ha dicho el ex ministro de la Corte José Ramón Cossío, simplemente se pospone el arreglo del sistema penal acusatorio en su conjunto.