Óscar de la Borbolla
25/09/2017 - 12:04 am
El termómetro del tiempo
El termómetro del tiempo debe tener un gradiente: una serie de muescas que vayan del cero al 100.
Nota previa: Ante las desgracias ocurridas, en todos sentidos, por el sismo, lo único verdaderamente aplaudible ha sido la genuina reacción de la gente que ha prestado ayuda. Es lo único rescatable de esta tragedia. Yo ya no puedo, necesito, y tal vez muchos también, un oasis que me saque un momento de la tristeza, el espanto y el asco. Por ello les ofrezco otra cosa:
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Nos hemos acostumbrado tanto a medir el tiempo con relojes y calendarios que, sin darnos cuenta, hemos terminado por olvidar la verdadera dimensión del tiempo: nuestra vida, esa cantidad de años que cada quien posee y que cada quien asigna en lotes a lo que quiere hacer y a lo que necesita o tiene que hacer.
Hoy quisiera plantear otra forma cuantitativa de medir el tiempo; no un reloj, sino un termómetro del tiempo: un aparato mental (si hay experimentos mentales, ¿por qué no habría de haber aparatos mentales?) que midiera no el paso, sino lo que pasa con el tiempo, lo que hacemos con él.
Porque más allá de las horas, los días, los años o los meses, el tiempo se divide entre mi tiempo y el que entregó a todo lo demás, regularmente a cambio de lo que vuelve sustentable mi vida: mal negocio pagar mi vida con mi vida.
El termómetro del tiempo que visualizo serviría para medir con frialdad numérica cuánto de mi tiempo es mío, para mí; en lo que quiero y con lo que quiero, y cuánto se me va en “lo que debo”, “tengo que” o “no me queda de otra”.
Este termómetro lo primero que me hace ver es lo mal distribuido que está el tiempo durante el día, la semana y los años, pues lo bueno del día está al principio, en la mañana y, normalmente, es el tiempo dedicado a la productividad, al trabajo, a la escuela, a la faena; son las mejores horas pues estoy más entero, más fresco y se me van en lo otro, en lo que me da de comer. Y lo mismo pasa con las semanas y los años: el tiempo para mí, el mío, es el del fin de semana o el de las vacaciones que siempre están demasiado lejos y resultan demasiado breves, pues invariablemente cuando las aprecio ya terminaron o falta mucha para que ocurran.
Pero no nos precipitemos, el termómetro del tiempo debe tener un gradiente: una serie de muescas que vayan del cero al 100: donde el 100, por supuesto, serviría para marcar eso que Sabines llamaba: “un tiempo mío entre todos los tiempos”; ese que no me roba nadie, el que destino a lo que soberanamente me da la gana y comparto estricta y exclusivamente con quien quiero, o empleo en lo que más deseo: cuando me siento en mí. Y, por el otro lado, el cero que, obviamente, estaría señalado por el tiempo que más detesto: el tiempo de la espera, del embotellamiento, cuando ni siquiera se trata de mis obligaciones sisifescas, sino de esos ratos de improductividad total, de hastío terrible cuando el tiempo es la pura tortura de vivir.
Entre estos extremos se podría marcar el tiempo a medias, ese en el que amamos a medias, padecemos y gozamos a medias y ahí, obviamente quedaría el grado 50. Los demás niveles debería señalarlos cada usuario tras realizar un examen sincero de su vida, pues, el termómetro, dada la diversidad de gustos y manías, tendría que ser individualizado.
No me imagino cómo hacer este aparato mental, pero mientras más lo pienso, más me convence de sus ventajas. La principal sería estar en condiciones de responder a la pregunta de si nuestro tiempo y en consecuencia nuestra vida han valido la pena. Con este resultado, estoy seguro, podríamos atrevernos a salvar el resto de nuestras vidas.
@oscardelaborbol
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