Óscar de la Borbolla
15/02/2016 - 12:03 am
El dinero y la vida
A estas horas, o como suele decirse: a estas alturas del partido en que contemplo con ánimo conciliador el desastre que en general es mi vida, la cantidad de errores y horrores que he cometido y también, por qué no, los aciertos que he tenido, pienso que de las pocas ideas prácticas que he suscrito hay una que me ha permitido alcanzar mis mejores victorias: mi relación con el dinero.
Sé perfectamente que la vida de cada persona es única y que no es causal que la palabra "individuo" se use, con toda propiedad, para referirse a los seres humanos, pues, por muy uniformados que podamos estar, hay en cada quien algo irreductible y, por ello, entiendo que proponer una conducta, dar un consejo o intentar erigirse como ejemplo es una fatuidad. Lo que a una persona le sale bien a otra puede salirle mal y lo que es adecuado para una no le cuadra a la otra. Sin embargo, a estas horas, o como suele decirse: a estas alturas del partido en que contemplo con ánimo conciliador el desastre que en general es mi vida, la cantidad de errores y horrores que he cometido y también, por qué no, los aciertos que he tenido, pienso que de las pocas ideas prácticas que he suscrito hay una que me ha permitido alcanzar mis mejores victorias: mi relación con el dinero.
Siendo muy joven pensé que el dinero -el dios verdaderamente universal de nuestro tiempo- podía emponzoñarme la existencia y, en consecuencia, lo mejor que podía hacer frente a él era tenerlo en la proporción exacta: que no me preocupara por su escasez ni me preocupara por su abundancia. Tenerlo, pero tenerlo a raya.
Y creo que, más allá de mi buena suerte esta temprana decisión permitió que mi vida fluyera por donde me gustaba y me sigue gustando todavía hoy: hacer lo que me viene en gana o satisface y muy pocas veces lo que me desagrada.
Dejé la prometedora (en esos tiempos) Licenciatura en Administración de Empresas y me cambie a la de Filosofía. Creo que de las elecciones que he hecho, ésta ha sido la más fatídica, es decir, aquella cuyo calado atravesó toda mi vida, la que prefiguró amistades, relaciones, ocupaciones y preocupaciones. Solo un obstáculo había para decidirme: el dinero. Pues era evidente, incluso para mí, que me iba, si no a morir de hambre como era el augurio de todos lo que me rodeaban, sí a renunciar a un ingreso holgado, en ese entonces, prometedoramente muy holgado.
El dinero no va a determinar mi vida, me dije, lo necesito sí, pero ¿en qué rango? Fue entonces cuando descubrí la perogrullada por la cual todavía hoy me felicito: la mejor relación con el dinero es no resentir su ausencia ni su presencia. Con el dinero como con el aire: que no falte como en la cima de una montaña, pero que tampoco aplaste como en una cámara de compresión. Que esté ahí sin que tenga que preocuparme por él, que pueda darlo por descontado, precisamente para ocuparme de otras cosas, ¿cuáles? Mi vida, por ejemplo.
La ecuación suena fácil. Pero implica un arte y suerte, muchísima suerte y, además, un matiz de enorme importancia, pues una cosa es la indiferencia ante el dinero y otra mantenerlo a raya: en un caso, cuando no importa para nada y se pretexta la autenticidad y se coloca el puro deseo personal por delante la experiencia me ha mostrado que se desemboca en el martirologio. Nunca he suscrito la tesis del autosacrificio que pregona Rilke en la Carta un joven poeta. Poner a raya el dinero significa, en cambio, vencer en el promedio, salirse con la de uno a la larga próxima y en las más de las veces.
En la acera contraria, en la de los adoradores del dinero, encuentro muy ilustrativo el film El ciudadano Kane de Orson Wells. Hoy casi en todas las sociedades se ha optado por la divisa ante todo el dinero y esa tragedia es la que envenena el mundo: el dinero por encima de la cultura, de la salud, de la honorabilidad, de la ecología: el dinero antes que la vida.
Tw
@oscardelaborbol
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