Óscar de la Borbolla
25/01/2016 - 12:00 am
Elegir el ánimo
Hoy frente al armario donde tengo mis caretas, a igual distancia de unas y de otras (quiero decir que todas están igual de cerca o lejos, según las vea) quiero elegir, dejar de ser el resultado de la cantidad de dopamina que me troquela el ánimo y salir a respirar a la intemperie de las cosas sublimes y banales.
Sería bueno que uno pudiera ponerse y quitarse los estados de ánimo como hace con la ropa; que en un armario amplio estuvieran, clasificadas y limpias, las caretas del alma; que en un cajón, dobladas y listas, se hallaran, sin buscar demasiado, las frases amables, las miradas dulces, los gestos de concordia y hermandad; y, en otro, los rictus de rabia, las miradas de odio, las frases hirientes, las respuestas precisas y prontas con las que se derrumba al otro que se pasa de impertinente. De cuántas congojas, de cuántas rabias demoradas, de recriminaciones ásperas que me uno se hace a sí mismo por no haber reaccionado con celeridad se estaría a salvo.
Pero uno se enfrasca y no se da cuenta de inmediato (e incluso, a veces, no se da cuenta nunca) del modo en el que autónomamente los estados de ánimo se apoderan de uno. Y sin desearlos, sin haberlos elegido, uno se pone lánguido, obsequioso, condescendiente; cuando lo que debería haber hecho era espetar un cortante "¡Basta!" Aunque a veces también, porque se es diferente en cada caso, uno tiene tan espontáneo el "¡Basta!", que no elige la cara afable, la aclaración sonriente, la inmediata aceptación del error cometido: el ánimo de quien deportivamente admite sin cortapisas su falta, en vez de atrincherarse en una falsa indignación.
Y ojalá solo fuera una impericia de actor: que el papel a representar fallara; pero como somos marionetas de nuestros estados de ánimo, la que falla es la vida: las relaciones públicas, sociales, laborales, amorosas, comerciales, familiares...
Y además, uno se queda fijo en un estado de ánimo. De mera reacción se convierte en segunda naturaleza, en piel permanente y de entre estas cáscaras la que más perdura es la tristeza. Sé que no es fácil deshacerse de una muerte, "que los muertos crecen", como decía Ionesco, que "el muerto es el ausente presente", como decía Landsberg; que hay muertos de primera y de segunda, y que es imposible desprenderse de quienes fueron nuestros pares más entrañables; pero el duelo, todos los duelos son un estado de ánimo, algo que debería ser como una prenda que se quita y se pone: que se elige.
Hoy frente al armario donde tengo mis caretas, a igual distancia de unas y de otras (quiero decir que todas están igual de cerca o lejos, según las vea) quiero elegir, dejar de ser el resultado de la cantidad de dopamina que me troquela el ánimo y salir a respirar a la intemperie de las cosas sublimes y banales.
Mi percepción del mundo (para dejar de hablar del alma y sus estados) es consecuencia de dos complejísimos factores: las sustancias endógenas que secreta mi cerebro y lo que me digo. Si no puedo intervenir en mis neurotransmisores sin depender de los fármacos; sí, al menos, siendo escritor, puedo cambiar lo que me digo: me inventaré otra historia: abro el cajón empolvado del armario donde están los disfraces de los "me vale madres" y elijo el antifaz que siempre me ha sentado tan bien: el de la sonrisa cínica... y si me atrevo a publicar esto es porque ya me lo he plantado.
Twitter @oscardelaborbol
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