Óscar de la Borbolla
14/09/2015 - 12:01 am
Más allá del decir
Hay cosas que puede decir cualquiera y cosas que sólo unos pocos pueden decir, porque si las dice un cualquiera no se entienden ni se aprecian. Si uno no sabe hacia dónde queda una determinada calle y se lo pregunta a un transeúnte, no importa la índole del transeúnte si las señas que nos da […]
Hay cosas que puede decir cualquiera y cosas que sólo unos pocos pueden decir, porque si las dice un cualquiera no se entienden ni se aprecian.
Si uno no sabe hacia dónde queda una determinada calle y se lo pregunta a un transeúnte, no importa la índole del transeúnte si las señas que nos da son las correctas; igual ocurre con el resultado de una simple suma o de una resta, nos lo puede dar hasta la insignificante sumadora que traen nuestros teléfonos: así, 422 + 729 suman 1,151 y lo tomo como válido sin que haga falta que sea un sabio, o una persona con doctorado en ciencias, quien me da la respuesta. Hay muchas cosas para las que no es relevante de donde o de quien vengan.
Hay otras, en cambio, que sólo porque vienen de alguien muy especial las tomamos en cuenta. De hecho, poseen sentidos muy distintos dependiendo de quién nos las dice. No es igual el halago si viene de un experto que si viene de un necio; aunque las palabras de uno y de otro pudieran ser puntualmente las mismas. Cómo me habría gustado que respecto de un libro mío Cioran hubiera dicho lo mismo que alguna vez me dijo mi vecino.
A esta peculiaridad del decir -que muy seguramente todos han experimentado- quisiera dedicar la reflexión de hoy, y dividir los dichos en dos grandes grupos: los que puede decir cualquiera y los que necesitan de un portavoz particularísimo. Porque, ciertamente, no es la misma opinión -por más que usen las mismas palabras en su decir- la que me da mi médico que la que me ofrece la señora que me vende las tortillas.
Esta diferencia marca un asunto muy interesante: no todo lo que dice el dicho está en el dicho, y tal vez, ni siquiera está en el dicho, sino en quien lo dice, y tal vez ni siquiera en quien lo dice sino en quien lo escucha. No se trata de un juego de palabras. En el ejemplo de mi salud, con mi médico y la señora de las tortillas, queda muy clara la diferencia. No son las palabras, puesto que son las mismas y el mensaje que capto es distinto; pero quizá ese mensaje tampoco depende de quien lo dice, sino de mí por atribuir más significado al mensaje de uno de los dos personajes. Y algo, todavía más interesante, en ningún momento he dicho el mensaje de mi médico y ustedes, estimados lectores, ya me entendieron, quiero decir ya creyeron haber oído una mala noticia, al menos mala para mí.
Aclaró que estoy perfectamente sano y que lo único que pretendo es que se vea que lo que entendemos, que la comunicación, se ha dado sin que yo haya dicho absolutamente nada.
Pero volvamos a la división de los decires que quedó establecida atrás: hay mensajes que no importa quién los diga y mensajes que dependen de quien los dice. (Y si es válido mi juego, en el fondo sólo hay los mensajes que dependen de quien los lee o escucha, pero dejemos esto para después).
De esta división de los mensajes, obviamente, no me interesan los que pueden ser dichos por cualquiera (aunque cabe la posibilidad de que éstos no existan); mi interés radica en los comunicados que dicen las personas que tiene o les atribuimos un valor para merecer la pena escucharlos. Estos portavoces hablan desde un sitio de privilegio; para nosotros poseen alguna clase de autoridad, sea moral o en la materia de la que hablan, y también puede ser que adquieran esta relevancia por encontrarse afectivamente más cerca de nosotros. En una palabra, lo diré con una muy del gusto de los psicoanalistas, los dichos que más peso tienen proceden de aquellos por quienes sentimos transferencia.
El asunto es muy simple: si me lo dice cualquiera, me entra por un oído y me sale por el otro; si me lo dice alguien a quien admiro, su dicho provoca en mí un efecto de cuidado: me hago cargo, lo tomo en cuenta, lo pienso y lo vuelvo a pensar en función de diversas situaciones, lo sopesó, lo calibro, en fin soy yo quien encuentra el plus de significado, quien saca más de lo que el decir contiene. Al parecer, si las palabras son huecas cuando son dichas por cualquiera y yo las lleno de sentido cuando las dice alguien a quien aprecio, entonces, las palabras en sí mismas son huecas, no comunican nada y es el receptor quien se da a sí mismo el mensaje. ¿Usted, lector, se habrá dicho todo esto?
PD. Lo que el médico y la tortillera me dijeron: "No hay más allá".
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