México

El poeta Alan Valdez habló con SinEmbargo de su libro La pérdida de voluntad en el agua, que en 2020 ganó el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino.

Ciudad de México, 16 de abril (SinEmbargo).– Alan Valdez escribe un poema de largo aliento a través de ideas, sensaciones y recuerdos fragmentados que —a su decir— buscan recrear la manera en que la memoria funciona. El resultado es La pérdida de voluntad en el agua, editado por el Fondo de Cultura Económica (FCE) y que en 2020 ganó el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino.

“La memoria es azarosa, aleatoria, brinca de una cosa a otra y no respeta las decisiones de la persona que está recordando. Esa fue la primera decisión del texto, tratar de jugar con la naturaleza de la memoria como recurso narrativo en primera instancia y eso, por supuesto, le dio un carácter fragmentario”, compartió en entrevista el autor.

El texto de Alan Valdez es un devenir del recuerdo, una inmersión fragmentada en una memoria de la cual no se dan mayor detalles que las analépsis con las que alimenta su prosa poética, y sobre la cual él reconoce que existe un reflejo autobiográfico “que usa los mecanismos del yo para narrarse”.

“(Los recuerdos) me pertenecen a mí y a gente muy cercana, pero, que tenga ese tono o esa proximidad conmigo, en algún sentido en el tratamiento del texto, no implica que el lector o quien sea tenga que conocerme. Esos nombres están particularizados, pero también se diluyen en el libro, hay una cosa que no importa o no depende de que alguien me conozca y saber mi antecedente familiar, sino que se transgrede un poco esa barrera para volverse materia de la vida de quien sea”, expresó Valdez. 

Alan Valdez escribe un poema de largo aliento con La pérdida de voluntad en el agua . Foto: Cortesía FCE.

Para él, la gran metáfora del texto es aquella atribuida a Heráclito sobre que uno nunca se baña en el río dos veces, “un sinónimo del tiempo, del cambio”. Compartió que al pensar “que si un río que se mueve es el tiempo, es el cambio; un río detenido y sin voluntad es la memoria, es su antónimo. Esa gran imagen me la dio un río congelado. La pérdida de voluntad en el agua es un río inmóvil, un río que no va.” 

“El texto ensaya en todas sus posibilidades esa imagen y lo que hice fue agotar todas las posibilidades conceptuales, metafóricas y simbólicas de lo que implica el agua tanto en movimiento como en quietud. Eso me da un espectro muy variado y a veces hasta contradictorio de lo que podría o no ensayar el libro. Eso me dio una forma, el ritmo y la discursividad del libro”. 

De igual forma comentó la manera en la que alimenta su escrito con la presencia y ausencia de la luminosidad, a la cual recurre como parte del campo semántico que acompaña a la presencia del agua. “Fui muy consciente de que hablar del agua tiene un campo semántico muy particular, ritualista, filosófico. Simplemente le hice caso a la tradición, si hablas del agua, hablas de la luz, de la pureza, de la impureza, de lo que se mueve y de lo que no. El campo semántico estaba ahí, solo abusé de él”.    

Y precisó: “Pienso que no se puede hablar del agua sin pensar en la luminosidad, en el reflejo, la primera forma de reflejo que tuvimos como humanidad fue a partir del agua. Las cosas se reflejan ahí y eso solo existe por la condición fotosensible del agua. Se habla del agua, pero también se habla de la luz, en un sentido muy amplio, hasta religioso y filosófico. La pureza tiene que ver con la luminosidad y su contrario tiene que ver con el abismo y el mar”. 

La pérdida de voluntad en el agua ganó en 2020 el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino. Foto: FCE.

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La pérdida de voluntad en el agua es un poema de largo aliento, en el cual plasmas a través de fragmentos una serie de ideas, sensaciones y recuerdos. ¿Cómo funciona tu prosa poética?

—La primera cosa que pasa en el libro es que no responde a un posicionamiento canónico de los libros de poesía, ni siquiera tiene la parte técnica del índice. La primera intuición que tiene el lector es que algo caótico puede estar pasando dentro del libro. Eso responde a la gran apuesta del texto: quería recrear la manera en que la memoria funciona. La memoria es azarosa, aleatoria, brinca de una cosa a otra y no respeta las decisiones de la persona que está recordando. Esa fue la primera decisión del texto, tratar de jugar con la naturaleza de la memoria como recurso narrativo en primera instancia y eso, por supuesto, le dio un carácter fragmentario.

A pesar de que los fragmentos parezca que no están hilados, hay una correspondencia entre uno y otro, a veces es muy evidente y a veces es mínimo, pero todos tienen una causa y una consecuencia de estar siguiendo al otro. No es necesariamente un caos descuidado.      

—¿A quién pertenecen los recuerdos que se esconden entre tus versos? En medio de este caos, hay nombres y situaciones. 

—En ese momento de mi vida, que fue hace dos años, la materia de mi escritura tenía que surgir de la pulsión más honesta que tuviera al alcance y esa pulsión era mi propia vida, era el único lugar donde sentía autonomía, derecho y legitimidad completa para poder ficcionalizar y metaforizar porque es lo que más conozco. Hay una cosa autobiográfica, pero al decir autobiográfica no estoy diciendo que sea una confesión de mi diario, me refiero a que usa los mecanismos del yo para narrarse, el yo en cuanto a autor.

Me pertenecen a mí y a gente muy cercana, pero, que tenga ese tono o esa proximidad conmigo, en algún sentido en el tratamiento del texto, no implica que el lector o quien sea tenga que conocerme. Esos nombres están particularizados, pero también se diluyen en el libro, hay una cosa que no importa o no depende de que alguien me conozca y saber mi antecedente familiar, sino que se transgrede un poco esa barrera para volverse materia de la vida de quien sea. 

—El agua tiene diferentes roles en tu libro. Como elemento natural, como hilo conductor, como metáfora y al mismo tiempo como desencadenante de la memoria. ¿Cómo es que recurres al agua y cómo alimenta tu libro?

—La gran metáfora del texto es una conversación, creo que la cito mal siempre —un filólogo va a decir que estoy equivocado, que eso no dijo Heráclito—, que uno nunca se baña en el río dos veces, es más bien un sinónimo del tiempo, del cambio. 

Mi gran metáfora en el texto —que no sé si se cumple, pero al menos para mí sí— era que la única forma que tenemos para resistir al cambio y al tiempo es la memoria. Débil, frágil y hasta aleatoria, pero es la única forma que tenemos para contener el paso, el cambio. 

Pensaba que si un río que se mueve es el tiempo, es el cambio; un río detenido y sin voluntad es la memoria, es su antónimo. Esa gran imagen me la dio un río congelado. La pérdida de voluntad en el agua es un río inmóvil, un río que no va. 

El texto ensaya en todas sus posibilidades esa imagen y lo que hice fue agotar todas las posibilidades conceptuales, metafóricas y simbólicas de lo que implica el agua tanto en movimiento como en quietud. Eso me da un espectro muy variado y a veces hasta contradictorio de lo que podría o no ensayar el libro. Eso me dio una forma, el ritmo y la discursividad del libro. 

A pesar de que el agua sea el elemento alegórico del texto, la materia concreta, la materia conceptual y rastreable, es la memoria. El libro se vuelve una investigación sobre los mecanismos y la naturaleza en que la memoria funciona, eso hace todo el texto. Esa es mi pretensión, no sé si la cumplí, eso le toca decidirlo al lector. 

—La luz también adquiere un protagonismo. A partir de ella, me parece, es como alimentas esta dinámica de espejos que se contraponen y al mismo tiempo porque está presente a lo largo de toda tu obra. ¿Cómo se alimentan tus versos de la luz?

—Muy formalmente hay versos que casi son aforísticos y ensayan una idea de manera muy evidente y clara, no pensando que sean luminosos en términos de propuesta o de conocimiento, sino porque son directos, no buscan ganar por atracción, sino por claridad. 

Ahí creo que entra la luminosidad del texto, pero hay partes antónimas, su contrario, que son cosas muy abstractas, no tratando de pensar que la abstracción me daba más significado, sino tratando de recrear ese contraste entre lo que se ve, no se ve, entre lo que se dice y no se dice. 

Pienso que no se puede hablar del agua sin pensar en la luminosidad, en el reflejo, la primera forma de reflejo que tuvimos como humanidad fue a partir del agua. Las cosas se reflejan ahí y eso solo existe por la condición fotosensible del agua. Se habla del agua, pero también se habla de la luz, en un sentido muy amplio, hasta religioso y filosófico. La pureza tiene que ver con la luminosidad y su contrario tiene que ver con el abismo y el mar. 

Esas cosas, en algún sentido, no las propongo sino más bien le hago caso a una tradición que ya anuncia ese juego y ese campo semántico. Solo me lo apropio, no es que haya detectado que eso existía, sino que fui muy consciente de que hablar del agua tiene un campo semántico muy particular, ritualista, filosófico. Simplemente le hice caso a la tradición, si hablas del agua, hablas de la luz, de la pureza, de la impureza, de lo que se mueve y de lo que no. El campo semántico estaba ahí, solo abusé de él.    

—¿La condición humana es la antípoda del mundo natural o es un elemento más de éste?

—Para contestar eso tendríamos que abrir una conversación muy grande, pero la forma en que a mí me gustaría contestar es que el sujeto que enuncia el mundo natural somos nosotros, el mundo natural no se enuncia a sí mismo. Por más idealistas que seamos, el nombrar ya implica una distancia con lo otro. 

El mundo existe sin la necesidad del hombre y nosotros lo nombramos, irrumpimos en él. Ahí hay un distanciamiento, y eso implica una diferencia entre una  cosa y otra. Formamos parte de él porque lo padecemos, pero creo que él nos padece más a nosotros. Somos una consecuencia y también una causa de él. 

Obed Rosas

Es licenciado en Comunicación y Periodismo por la FES Aragón de la UNAM. Estudió, además, Lengua y Literatura Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras.

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