Los fumadores tienen más riesgos COVID. ¿Por qué en un principio se decía que no?
PorThe Conversation
11/10/2021 - 9:06 am
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Un estudio llevó a cabo análisis observacionales y de aleatorización mendeliana. Cabe destacar que los resultados de dos enfoques analíticos apoyaron un efecto causal del tabaquismo sobre el riesgo de COVID-19 grave.
Por Mark Shrime
Chair of Global Surgery, RCSI University of Medicine and Health Sciences
Madrid, España, 11 de octubre (TheConversation).- Al principio de la pandemia del coronavirus los investigadores tropezaron con un hallazgo inesperado: los fumadores parecían tener una protección especial frente a los peores efectos de la COVID-19. Esta “paradoja del fumador” se descubrió en primer lugar en una revisión de pacientes hospitalizados en China, y posteriormente se certificó en estudios realizados en Italia y Francia.
Pero un estudio realizado en septiembre en Inglaterra con muestras muy amplias ha revelado que esto no era cierto. Los fumadores presentaban un 80 por ciento más de posibilidades de ser hospitalizados que los no fumadores. Pero entonces, ¿qué ocurrió? ¿Y por qué la ciencia hizo las cosas tan mal?
El matemático Pierre-Simon Laplace dijo en una ocasión que “cuando más extraordinario resulta un hecho, más sólida ha de ser la evidencia que lo prueba”. El cosmólogo estadounidense Carl Sagan reformuló esta misma idea con su famosa frase de que “lo extraordinario exige una evidencia extraordinaria”. Y, seamos sinceros, que los fumadores, cuyos pulmones están arrasados por el tabaco, tengan mejores perspectivas frente a una enfermedad respiratoria que los no fumadores, se antoja casi milagroso.
Por desgracia, encontrar evidencias que respalden lo extraordinario es un proceso lento, complejo y aburrido. Y, sin embargo, la atención pública es especialmente propensa a dejarse seducir por lo extraordinario.
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ANALICEMOS DETENIDAMENTE LO QUE OCURRIÓ
El primer aspecto que hay que tener en cuenta es que la ciencia implica incertidumbre, y eso es algo que nos incomoda. Tomemos como ejemplo una previsión meteorológica: si te dicen que hay un 10 por ciento de posibilidades de llover, probablemente no cojas el paraguas. Es lo que yo haría, y nueve de cada diez veces tendría razón. Pero la vez restante me arrepentiría de mi decisión, y me quejaría sobre lo mucho que se equivocan los meteorólogos.
Pero el problema no son los meteorólogos, sino mi necesidad de certeza; el hecho de que mi inconsciente traduzca “hay un 10 por ciento de posibilidades de lluvia” por “hoy no lloverá”.
Esta tendencia está en todos sitios: en las encuestas políticas, en las predicciones que hacen los presidentes… E incluso en las visitas al médico. Quiero que el doctor me diga por qué me duele garganta, no por qué podría dolerme.
TODO ES UNA PROBABILIDAD
Pero así es como funciona la ciencia. Todo es una probabilidad, y cada nuevo dato que aparece nos obliga a recalibrar las probabilidades. Existe un famoso ejemplo sobre esto en el campo de la estadística, donde el primero en plantearlo fue el matemático Joseph Bertrand (prometo que en un segundo vuelvo a la paradoja del fumador).
Imaginemos que tienes tres cajas idénticas. Una contiene dos monedas de oro, otra dos monedas de plata y la última una moneda de oro y otra de plata. Coge una de las cajas al azar (pongamos que la caja A). ¿Cuál es la posibilidad de que tenga dos monedas de plata?
Exactamente un tercio.
Pero ahora, sin mirar dentro de la caja, toma una moneda al azar. Si resulta ser una moneda de oro, ¿qué le ocurre a la posibilidad de que la caja A contenga dos monedas de plata?
Que se reduce a cero. El nuevo dato provoca que se tengan que recalibrar las probabilidades de forma automática.
Y eso es lo que (por fin) me trae de vuelta a la COVID-19. En enero de 2020 sabíamos poco sobre el virus, y a medida que íbamos teniendo evidencias válidas había que ir recalibrando las probabilidades. Por eso ya no desinfectamos el correo postal pero seguimos recomendando el uso de mascarillas. Nadie puede estar convencido al 100 por ciento de que estas recomendaciones sean correctas, pues podrían aparecer evidencias nuevas, pero es el resultado de la mejor información de la que disponemos en este momento.
Esto mismo se puede aplicar a la paradoja del fumador: antes de la pandemia las evidencias apuntaban a que fumar no era bueno para los pulmones. Con información nueva (y válida) las probabilidades podrían haber variado y apuntado hacia un escenario en el que fumar tuviera un efecto protector frente al virus.
Y eso nos lleva al segundo aspecto: estas evidencias, ¿eran válidas?
No lo eran.
En primer lugar, cuando se publicaron, la mayoría de los artículos científicos que defendían la paradoja del fumador no habían sido revisados por otros científicos. Y aunque un buen número de ellos sí que habían pasado un proceso de revisión por pares, otros fueron retirados cuando se descubrió que habían sido financiados por la industria tabaquera. Y es que las prepublicaciones son fantásticas para difundir información, pero no garantizan que esa información sea solvente.
En segundo lugar, la mayoría de los estudios se basaban en muestras pequeñas. Aunque esto no invalida de por sí una evidencia, sí que obliga a tomarla con precaución. O dicho con otras palabras: las probabilidades pueden variar, pero no tanto.
Esto parece de sentido común: si tiras una moneda mil veces y 999 sale cara, puedes dar por seguro que esa moneda está trucada. Pero si lanzas la moneda tres veces y obtienes dos caras, el grado de seguridad será mucho menor. Los estudios que avalaban la paradoja del fumador se basaban en muestras de entre unas decenas y unos cientos de personas. El estudio británico trabajó sobre una muestra de 421 mil personas.
Por último, y esto es lo más sutil, los estudios que avalaban la paradoja del fumador hacían una pregunta distinta a la que tendrían que haber hecho. Ellos preguntaban: “De la gente que en este momento está en el hospital, ¿cuántos fuman?”. Es diferente a preguntar: “Comparados con los no fumadores, ¿qué propensión tienen los fumadores a ser hospitalizados?”.
La primera pregunta está pensada para gente que ha sido hospitalizada y que ha sobrevivido lo suficiente como para ser objeto de un estudio de este tipo. O dicho con otras palabras: como con las cajas de monedas de Bertand, la hospitalización ya se ha producido, y en condiciones normales existen muchas razones por las que los fumadores no fueran incluidos en ese grupo. Quizá morían más rápido que los no fumadores, y por eso no entraban en los cálculos, o quizá tras su hospitalización se les daba el alta en una proporción diferente. El estudio británico, por su parte, estudiaba al conjunto de la población, con lo que evitaba este sesgo.
Yo afirmaría, por tanto, que la ciencia no se equivocó cuando propuso la paradoja del fumador. Se trató de un hallazgo interesante que hizo que su conclusión extraordinaria tuviera una gran difusión. Y si la COVID-19 nos ha de enseñar algo es que hay que confrontar los hallazgos extraordinarios (sobre el tabaco, la vitamina D, el zinc, la lejía, hacer gárgaras con yodo o inhalar peróxido de hidrógeno) con una altísima exigencia de evidencia científica.
La ciencia se mueve despacio, pero los hallazgos extraordinarios no. Parafraseando a Jonathan Swift, estos últimos vuelan, mientras que las evidencias se mueven cojeando detrás de ellos.