Óscar de la Borbolla
07/05/2018 - 12:00 am
El miedo a otras puertas
Cuando uno está hastiado de recorrer caminos habituales y se asoma hacia otras puertas, personas o temáticas, lo nuevo (que no es nuevo para otros) se presenta revestido de promesas y con el ambiguo imán de la aventura, pues por un lado nos atrae y quisiéramos defenestrarnos hacia esa ruta de inmediato y, por el otro, nos nace un exagerado sentido de precaución que se expresa como dudas y temores: ¿podré?, ¿valdrá la pena?, ¿será como lo concibo en mi prefiguración?
Cuando uno está hastiado de recorrer caminos habituales y se asoma hacia otras puertas, personas o temáticas, lo nuevo (que no es nuevo para otros) se presenta revestido de promesas y con el ambiguo imán de la aventura, pues por un lado nos atrae y quisiéramos defenestrarnos hacia esa ruta de inmediato y, por el otro, nos nace un exagerado sentido de precaución que se expresa como dudas y temores: ¿podré?, ¿valdrá la pena?, ¿será como lo concibo en mi prefiguración?
El camino hacia la novedad es paradójico, pues se nos antoja desmesuradamente abierto y, a la vez, nos angustia, nos angosta. Cualquier cambio, incluso los deseados, tiene como primera estación esta congoja, este no saber si es conveniente dar el primer paso. Y es que no se llega al hartazgo de la noche a la mañana: el fastidio es un atole espeso que va formándose con los meses o los años de estar siempre en lo mismo, y es natural que cuando nos percatamos de nuestro cansancio ya estemos también acostumbrados a esa actividad o a esa vida que nos aburre o, si se prefiere, aclimatados a ese confort que tiene todo lo que nos resulta familiar: ya le conocemos el modo, ya no hay sorpresas: sabe a seguridad.
Este dilema se presenta cuando atisbamos la posibilidad de cambiar de trabajo, de país, de pareja y hasta cuando, como es mi caso, cambiar las letras por los números. Qué extraño, pienso, sería dejar la literatura y entregarme a las matemáticas. Cambiar mi afición a los cuentos por el inquietante abismo de los números irracionales; la novela, por la topología; sustituir a Quevedo por Cantor; emocionarme por la ruptura de las simetrías como lo he hecho ante Calvino o Joseph Roth y, sobre todo, desentenderme de ese oído que fue aguzándoseme para la cadencia literaria y conseguir ese ojo para detectar patrones o pautas y, en suma, axiomatizar cualquier asunto en lugar de querer narrarlo.
Es tarde, me digo, quizá no cuente con esa neurona de más que hace falta para entender la cima de las abstracciones, o esa potencia imaginativa que decía Hilbert es indispensable, pues de lo contrario uno termina de poeta.
Veo el medio centenar de libros de matemáticas que son los culpables de que se haya despertado en mí esta tentación y lo comparo con los miles que han sido mi vida hasta hoy, y vacilo, como vacila aquel que mira la oficina de una nueva empresa y se apoltrona en su antiguo escritorio donde domina lo que ya conoce; o quien sopesa las oportunidades que lo esperan en otra ciudad y recorre las calles sabidas del barrio de su rutina.
Qué difícil es el cambio: qué cómoda resulta incluso la corrupción cuando es todo lo que uno ha conocido, y qué miedo da elegir lo que podría ser distinto.
Twitter:
@oscardelaborbol
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