Nací como cualquiera y a fuerza de meterme en la boca cualquier cosa terminé, como todos, afianzándome a la existencia. Los avatares de mi infancia, ciertamente, me hicieron creerme único, pero con el tiempo y, sobre todo, con la popularización del concepto "madre soltera" me descubrí formando parte de un montón estadístico. Sin embargo, en la pubertad -como típico puberto- me atrincheré en la idea de mi irreductible singularidad: era rebelde en ese tiempo– ¿quién no lo es?–, y me paseaba muy ufano por las calles sin darme cuenta de que mi atuendo, mis gustos musicales, mis pasatiempos eran los que estaban de moda.
Tuve mi primer muerto; me enamoré por primera vez y lloré por ambas cosas convencido de que en este ingrato mundo nadie antes de mí había sufrido de esa manera. ¿Cómo poder darme cuenta en ese entonces de que formaba parte del plañir universal de todos los pubertos?
Con la entrada plena en la adolescencia mi certeza de ser especial se agigantó: emborronaba hojas y hojas convencido de que aquel hilvanar de frases hechas constituía la gestación de los más excelsos poemas que nunca nadie había sido capaz de pergeñar. Y cuando ya en la profesión me encontré con la terminología abstrusa del gremio me impuse hablar con esa jerga para distinguirme del resto, pero mi galimatías era idéntico al de mis compañeros de clase.
Y tuve deseos, anhelos, sueños. Los mismos deseos, anhelos y sueños que movieron a mi generación. Y como todos me esforcé y desistí y volví a sentir la necesidad de seguir adelante; pero un día, sin que yo lo entendiera, me encontré instalado en la vida de un cualquiera, con el número promedio de éxitos y fracasos de cualquiera. Y volví a ponerme de pie, a tratar de zafarme de esa melaza que me tenía atrapado y noté que junto a mí, miles como yo se debatían queriendo incorporarse y que todos peleábamos como moscas atrapadas en la miel. Y solté, era el tiempo de soltar el timón y de entregarme sin protestas a la inercia de todos los iguales.
Ya entonces tenía una pareja, como todos, y un trabajo estable y pronto tuve un hijo y acepté los rituales de la sociedad: los horarios laborales, los descansos laborales, las imprescindibles tarjetas de crédito, las salidas de paseo los fines de semana y, como a cualquiera, se me murió una persona verdaderamente querida y, como a cualquiera, la vida me bajó los humos y me puso en mi lugar. Ese lugar que cada quien considera único, porque, al parecer, lo que nos estandariza a todos es la convicción de que somos cada quien tan importante que lo que nos ocurre es digno de ser pensado y repensado miles de veces.
Es regular que en estos días, cuando el año comienza, uno haga un acopio de energía, somos seres o títeres de ciclos y, por eso, nos envalentonan los inicios. Lanzo, pues, mi pura voluntad por delante: ¡no me voy a caer! ¡No voy a permitir que las circunstancias me venzan! ¡No voy a dejarme en la cuneta de la calle por la que transita en carrozas fúnebres lo que alguna vez quise y por lo que luché!, me digo, y me lo digo como supongo se lo está diciendo toda la gente: feliz año 2017, la rutina continúa.
Twitter
@oscardelaborbol