Óscar de la Borbolla
21/11/2016 - 12:00 am
El paraíso recobrado
Yo no lo sé de cierto, lo supongo Jaime Sabines Los años que cada persona tiene no son un indicador confiable para establecer su grado de madurez; en todo caso, da una mejor idea el número de muertos significativos con los que carga y el modo como esas muertes lo han hecho reflexionar. Son […]
Yo no lo sé de cierto, lo supongo
Jaime Sabines
Los años que cada persona tiene no son un indicador confiable para establecer su grado de madurez; en todo caso, da una mejor idea el número de muertos significativos con los que carga y el modo como esas muertes lo han hecho reflexionar. Son esas graves experiencias y las vueltas que uno les da con el pensamiento lo que nos hace poner en su lugar las cosas y apreciarlas en su medida justa. Ese valor que asigna quien ya sabe se aproxima mucho a una calificación nula.
Hay, pues, un estado de infantilismo en quien aprecia o da muchísima importancia a cualquier cosa que le ocurra por nimia que sea: cuando todos los detalles de la propia vida son decisivos: lo que ocurre en la escuela, en el trabajo, en el vecindario; cuando lo propio (el vestido que uno usa en una fiesta, la marca de los tenis, la carita feliz en el celular, la sonrisa o el desdén de alguien...) acapara nuestra atención y nos aflige o nos alegra se está muy lejos de la madurez. Uno se comporta como un puberto que no tiene más horizonte que su pequeña aldea de acontecimientos.
Cuando comienzan los muertos -y uno empieza a saber y pensar- las cosas pierden su importancia descomunal, la marca de los tenis da lo mismo, la nota en la escuela da igual, la carita feliz o su ausencia dejan de afectarnos, en suma, cuando la vida propia pierde interés porque uno ya sabe que no durará para siempre se alcanza un grado de madurez: la de quien ya sabe pero todavía no sabe lo suficiente.
Porque hay otro momento de la madurez, cuando el número de muertos significativos o su calidad única supera al número de vivos que uno conoce, cuando hay más familiares y amigos allá que aquí, entonces todo cambia y uno se adentra en otro tipo de madurez: la que determina que cada instante tenga no sólo importancia sino toda la importancia, que cada detalle minúsculo sea completamente trascendental, que la vida se aprecie en la espectacularidad que representa el hecho de estar vivos. Es ese sentimiento de maravilla por lo que Meursault, el personaje de El extranjero de Albert Camus, ese antihéroe caracterizado por su absoluta indiferencia, quiere, cuando se sabe condenado a muerte, usar el poco tiempo que le queda en ad-mirar cada uno de los ladrillos de su celda.
Esta sabiduría extrema y la puerilidad del puberto son, para los efectos prácticos, idénticas; la única diferencia, si la hay, es que en una se está consciente y en la otra no. Una es el paraíso recobrado y la otra el paraíso todavía no perdido.
@oscardelaborbol
más leídas
más leídas
entrevistas
entrevistas
destacadas
destacadas
sofá
sofá