Óscar de la Borbolla
31/10/2016 - 12:00 am
El sentimiento de injusticia
A mí amigo Andrés Roemer Los sentimientos, más que las palabras, son lo que hace posible la comunicación; haberlos experimentado alguna vez no sólo facilita que nos coloquemos en el lugar del otro, sino que descubramos que el sitio donde el otro se encuentra ha sido nuestro. Para quienes llevamos ya un rato en este […]
A mí amigo Andrés Roemer
Los sentimientos, más que las palabras, son lo que hace posible la comunicación; haberlos experimentado alguna vez no sólo facilita que nos coloquemos en el lugar del otro, sino que descubramos que el sitio donde el otro se encuentra ha sido nuestro. Para quienes llevamos ya un rato en este mundo y no nos ha pasado inadvertido, la identificación resulta inevitable. ¿Quien no ha sentido la flama de la envidia, ese impulso de destruir, siquiera con palabras, a aquel a quien no sólo le va no bien, sino muy bien?, ¿a cuál de nosotros no se le ha volado el seso mientras el cuerpo, las manos y los brazos lo arrojaban gustoso hacia los labios de alguien?, y ¿quien no ha sido golpeado por esa rabia impotente y desesperanzadora que se apodera de uno al recibir el revés de una injusticia? Los sentimientos -más que las palabras, que normalmente comunican poco, pues cada quien las toma a su manera y solo recibe de ellas lo que ya sabe- es lo que nos hermana, lo que mejor permite la comunión con otro.
Sé de qué me hablas o lo sé sin que haga falta que lo digas, porque veo tu circunstancia y sé lo que ahí se siente. Los sentimientos son incomunicables con palabras, pero son lo que efectivamente nos comunica, lo que produce entre dos algo en común. Es inútil querer explicar el duelo por la pérdida de un ser muy querido porque todas las palabras yerran, se desvían a los lugares comunes, forman frases gastadas que más que develar encubren lo que mientan. Y no importa si se trata de un sentimiento ruinoso como el duelo o uno luminoso como el enamoramiento. Solo aquel que lo ha vivido sabe lo que su semejante siente. Es más, solo cuando esto ocurre uno se sabe ante un semejante.
Entre los sentimientos que fundan la comprensión más honda está, sin duda, la injusticia, esa atroz falta de correspondencia entre lo que uno merece y lo que uno recibe. Este sentimiento ha fundido pueblos enteros a través de la historia, los ha convertido en un solo puño contra el poder injusto.
La injusticia más grave es la que se experimenta por la privación de aquello que cualquiera merece por el solo hecho de pertenecer a un Estado: seguridad, alimentación, educación, salud. ¿Qué otra razón hay para dar, incluso, la vida por la patria? Cuando el Estado no garantiza vivir humanamente la vivencia de injusticia se generaliza.
Pero hay otras injusticias sociales que parecen individuales porque ocurren en el ámbito personal, pero que, sin embargo, son sociales porque nos ocurren a todos, quiero decir que su estructura es idéntica y solo se distinguen una de otra por los detalles. El esquema es simple: ponemos todo de nuestra parte, lo que nos corresponde lo hacemos incluso con excelencia, pero alguien se encarga de meternos la zancadilla y, más aún, levanta un escenario que nos hace parecer culpables. Es la injusticia en grado de sadismo y quien la padece se desmembra, literalmente se experimenta hecho pedazos. La universalidad de esta estructura es lo que me permite llamarla social, aunque le suceda a cada uno por separado, aunque se presente atomizada. Son estas canalladas, las que a todos nos van haciendo menos amable la vida (lo digo literalmente: cada que se nos comete una injusticia uno ama menos la vida).
Que uno ame menos la vida parece poco, sin embargo, es la clave que explica la erosión de un país como el nuestro, donde, a cada uno de nosotros, alguien impunemente nos revienta el gusto por emprender; donde alguien impunemente nos arrebatan el entusiasmo por hacer bien las cosas. En esta injusticia social que ocurre en solitario a cada persona es donde está la explicación del valemadrismo del mexicano y de nuestra ruina actual, es lo que Hannah Arendt llama la banalización del mal.
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