Óscar de la Borbolla
02/05/2016 - 12:02 am
El dogmatismo cotidiano
Cuando se piensa en el dogmatismo, generalmente vienen a la mente la cerrazón de los fundamentalismos religiosos y la triste abjuración a la que fue obligado Galileo Galilei
Cuando se piensa en el dogmatismo, generalmente vienen a la mente la cerrazón de los fundamentalismos religiosos y la triste abjuración a la que fue obligado Galileo Galilei. Sin embargo, hay dogmáticos que nos quedan más cerca y que padecemos a diario. Quizás el más próximo se encuentra dentro de nosotros.
Es muy fácil descubrir dogmáticos: son aquellos para quienes solo existe una forma de hacer, una manera de pensar, una verdad y una calificación para las cosas: la de ellos; están cerrados al consejo y a las alternativas que quedan no necesariamente del lado opuesto de las que han elegido, sino junto, a un lado, relativamente calibradas. A mí los dogmáticos o necios me impacientan: son cerriles, cuadrados, inamovibles como un trailer que deja caer todo su peso y no hay manera de moverlo: Oye, pero ¿ya viste...? No. ¿Y has considerado que...? No. Y, ¿no quisieras ver si...? No. Son extenuantes; están aferrados como las vías de los trenes a los durmientes.
Cuando me topo con dogmáticos no puedo imaginar que en el pasado hayan tenido una mentalidad abierta, son tozudos por donde se les contemple y, sin embargo, es necesariamente lógico que alguna vez no lo hayan sido para que pudieran agruparse, integrarse a una secta, sumarse a una escuela de pensamiento. Dóciles, maleables, fáciles de convencer, sugestionables como niños tuvieron que haber sido para luego devenir en militantes aguerridos de algún credo, el que sea: una sola forma para entenderlo todo, una única manera de aproximarse a todo.
Solo una ventaja posee el dogmático: estar en paz, seguro de sus opiniones y convencido de sus actos. No pueden ser de otra manera; no existe una idea mejor que la suya. El dogmático está seguro como una aplanadora. No hay dudas. No hay incertidumbres. No hay más que la aplicación mecánica de ese único criterio que usa indiscriminadamente. Aunque esta ventaja es solo momentánea, pues la frontera de su estrecha isla, donde vive en paz, llega a donde llega su nariz o la de sus correligionarios. Y de ahí también que el dogmático sea el más inseguro, el más ofendido por la diversidad que ofrece el mundo. Cualquier punto de vista diferente pone en peligro la perfección que, según cree, ha alcanzado. Hay una diferencia entre el dogmático y el fanático; es una diferencia importante que vuelve más soportables a los dogmáticos que a los fanáticos. Los primeros defienden su punto de vista, los otros intentan imponerlo a los demás.
A los dogmáticos, empero, no puedo verlos más que con cierta pena. Una pena paradójica, una pena que implica algo de misericordia, pero también un mucho de desprecio, de reprobación. Esa pena peculiar revela algo extraño de mí, pues si yo estuviera abierto, fuera dúctil, dúctil de veras, necesariamente, les concedería un poco de razón. Si yo en verdad dudara de todo, como digo hacerlo, no me darían pena; pero -lo digo en serio- sí me dan pena, y lo que revela esa pena es al dogmático que vive en mí, pues si de verdad no estuviera encerrado, como ellos, en alguna creencia, no me despertarían pena. La pena que me dan e inclusive el desprecio que me generan es la prueba de que los miro desde mi propio bastión de verdad, desde mi dogma. Y es que, por lo visto, uno solo puede encontrarse con un necio cuando uno es un necio también.
Twitter: @oscardelaborbol
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