Óscar de la Borbolla
04/01/2016 - 12:00 am
Los semblantes del mundo
Supongo que lo que me ha ocurrido a mí, le pasa a todos; aunque a veces lo dudo, pues por más que noto que lo viven todos, no lo encuentro documentado mediante infinitas versiones como es el caso del amor, esa otra experiencia verdaderamente popular.
Supongo que lo que me ha ocurrido a mí, le pasa a todos; aunque a veces lo dudo, pues por más que noto que lo viven todos, no lo encuentro documentado mediante infinitas versiones como es el caso del amor, esa otra experiencia verdaderamente popular. Me refiero a esos distintos semblantes que el mundo nos va dejando ver conforme nos adentramos en sus meandros. Hablo de la experiencia del recién llegado, del visitante, del novato; del semblante que tienen para ellos los lugares, los trabajos, las profesiones, todo cuando se conoce por primera vez. Y luego de la cara que adquieren cuando se persiste en ellos y uno se habitúa y hasta termina ocupando algún sitio, señero o no, en ese mundo que a partir de un momento ya es el de uno.
Pasa en las escuelas y en los trabajos, en el barrio al que uno se muda, en la profesión o actividad que uno elige, en el país donde se llega a vivir. La inicial ajenidad se borra y en su lugar emerge un mundo donde las calles o la jerga dejan de ser extrañas y uno comienza a descubrir rincones agradables, horas propicias y hasta una vaga pero exacta sensibilidad para saber dónde no meterse para librarse de peligros.
Yo, por ejemplo, me enteré al año de estar como estudiante en la Facultad de Filosofía y Letras que había biblioteca. Nadie me lo dijo y yo no me explicaba porqué mis compañeros no padecían tanto para encontrar los materiales bibliográficos que los profesores nos dejaban leer. Es absurdo. Pero estaba como ciego ante esa opción absolutamente obvia. Esa ceguera es la del turista, la del recién llegado; el nuevo no se imagina que detrás de la calle por la que pasa hay otra calle; uno no se imagina la primera vez que habrá una segunda, una tercera y ene número de veces luego. La vida al principio se experimente en un solo plano y no tiene más opciones que las que cada quien alcanza a ver.
Ya luego con el tiempo uno le agarra el modo... "agarrarle el modo" que expresión más elocuente. Se le agarra el modo a la vida, y el mundo, tan grande como sea el de cada quien, se vuelve como la casa de uno: los actores de cine, los programas de televisión, los escritores que a cada quien le gusta leer o los espectáculos o los restoranes configuran un universo familiar: son los de uno. La comodidad o incomodidad de este semblante no afecta el hecho de la familiaridad, pues ese mundo se disfrute o no es el de uno, su casa.
Este semblante abarca un largo trecho de la vida. En la profesión o en el oficio, en el ámbito laboral, en las relaciones con los otros, los lenguajes y los códigos se nos vuelven más fáciles y uno comprende que en la Ciudad de México, por ejemplo, no es sorpresa ni casualidad que las jacarandas floreen cuando acaba el invierno y que, como con ellas, hay ciclos previsibles y conductas esperables... Uno ya sabe que los políticos prometen, que esa es su esencia, que los aparatos electrónicos se descomponen cuando vence la garantía, que la gente le echa la culpa de sus fracaso a los demás, y que uno, para no perder del todo la esperanza, se dice: "Bueno, puede haber excepciones".
Este semblante del mundo se va deslavando y comienzan a aparecer indicios extraños por aquí y por allá: aplicaciones de computadora que uno no sospechaba, cantantes que uno desconocía, jergas ininteligibles, escritores que nacieron de la noche a la mañana y, sin embargo, tienen una docena de libros, pasatiempos que uno no se enteró cuando aparecieron pero que ahora son extraordinariamente populares y este semblante lo desconcierta a uno, pues parece el fruto de una maquiavélica conspiración contra uno: el mundo de uno, va dejando de ser el de uno.
Esta experiencia de ajenidad -más propia en los viejos- ocurre hoy al margen de la edad: los cambios se suceden tan rápido, que prácticamente cualquiera siente que el mundo, SU mundo se le va de las manos, y es curioso ver gente joven encerrada en el grupúsculo donde se preservan los códigos del clan, los hábitos de quienes se mantienen fieles a una estación de radio...
Esta secuencia de semblantes me permite entender que la vida es una banda de Moebius. Cuando uno llega está afuera de todo, en el borde del mero contacto, con las entendederas huecas. Luego se avanza y en algún momento indeterminado ya se está adentro creyendo que comprende los meollos, los problemas y las causas; pero al cabo de otro trecho está uno afuera de nuevo, sin entender y sin reconocer de qué se trata: no como al principio, sino como al final... Y, por lo visto, se trata de eso, de sentir que la vida no es una plana superficie bidimensional, sino que hay un dentro al que uno pertenece. Hoy me doy cuenta de que todavía me siento adentro, o sea, con la certeza de que este es mi mundo y, sobre todo, que lo entiendo... Qué disparate más grande: en la banda de Moebius siempre se está afuera.
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