Esos raros momentos en que llega el poema

Escribir poesía es lo que menos se parece al libre albedrío. No es un azote existencial ni la tragedia de una palabra inasible que se perdiera entre los pliegues de una imposibilidad, pero tiene mucho de misterio, de algo que no se controla con certidumbre.

A veces, la sensación es de un azar inevitable: escribes poesía como te agarras a una almohada para dormir o aprietas los dientes cuando hace frío y a lo largo de la historia de la literatura cada tanto surge la pregunta: ¿el poeta nace o se hace?

El lenguaje con que se expresa el inconsciente, la escritura automática, el fondo de una manifestación muchas veces discordante con lo que se concibe como discurso racional, pueden hacer pensar que el poeta no es un escritor en el sentido convencional.

En ese sentido, muchos desastres y desbordes emocionales se han explicado con un sencillo y contundente: Bueno, es poeta.

Sin embargo, a menudo sobran los grandes novelistas que, como el chileno Roberto Bolaño –sólo por nombrar un caso cercano en el tiempo- han manifestado su vocación poética como algo que supera la experiencia narrativa.

Como si en muchos y consagrados cuentistas o hacedores de novelas se escondiera un poeta de clóset, tan autoexigente como pudoroso a la hora de mostrar sus versos en forma pública.

Escribir un poema es una acción que se hace de un tirón. Viajas en un avión y el poema aparece, perentorio, preciso, indubitable. Esa es la esencia. Todo lo que queda –quizás la vida entera- es corregir, pulir lo escrito en un acto de arrojo, en estado de trance.

El poema siempre es algo incompleto, imperfecto. Compites con los fantasmas de un género literario que ha dado verdaderos genios y cuyos nombres ni siquiera te atreves a mencionar por el sacrilegio que representaría crear la sospecha de que te piensas en algo parecido.

Escribes un poema y no eres por ello colega de Jorge Luis Borges, de Eugenio Montale, de Tedi López Mills. Pero escribes un poema. Y otro. Publicas un libro de poemas que en mi caso fue Drinking Thelonious, un amor desesperado cincelado al compás de “Straight no chaser” y Antes, el poemario sobre el pasado de próxima aparición.

Pero no te sientes poeta por escribir y publicar poemas. Al contrario, la sola idea de lanzar al vacío las palabras que salen de un lugar tan profundo de tu persona te hace sentir un traidor. No sabes bien qué corrompes, pero tienes que poseer mucho valor o locura para dar a conocer un poema de tu autoría. Aun así, persistes. Es lo que hay. Es lo que sale. Como este poema que fue escrito a bordo de un avión que me trajo de regreso a México y que motivó las reflexiones de esta columna.

Me contaste historias donde había un sargento de nombre Ataliba y miré de reojo una garita que presuntamente había sido destruida por el paso del tiempo

Pero no la vi. Es decir la busqué entre los verdes fundidos con las tejas rojas las antenas y los pararrayos  pero mi cabeza quedó fija en los cuerpos desnudos que salen bajo amenaza de un automóvil

Y después intenté explicarte por qué considero un asunto de importancia ese movimiento que haces con la mano derecha como si los dedos se paralizaran en un solo gesto terminal que hiciera más creíble el  cuento del descraneado que te vende un walkman a plena luz del día 

Soñé que eras un buscador de libros como de tesoros y en una lujosa casona del Tigre encontrabas un diccionario español alemán en letra gótica

Debo admitir que me desconcierta la palabra descraneado igual que la pasión del dulce que se abre en las fauces del lobo

entender por qué a veces miras por la ventana

Ves los chicos que en la madrugada azotan una camioneta Trafic con un palo

¿Ves el oso?

pienso en contarte el chiste de la ginebra y el dramaturgo

Ver el oso negro por lo mismo

Convencida de que la realidad se narra con escritura automática o no se narra

Fíjate que vi cómo subías el elevador hacia el quinto piso donde había un agente de policía

Y automáticamente hiciste como que te habías equivocado de lugar

Ver el oso  y fumarte después el negocio frustrado porque pocos hombres tienen un amigo al que llaman Tiburón y pocos hombres festejan como tú los cuentos de chinos que hablan con la ele y coleccionan postales de mujeres de todas las razas

¿quién me hará reír a carcajadas cuando esta rutina estalle en cien mil pedazos?

Y camine con mis perros por el camellón donde el recuerdo de tu voz se alzará para pedirme que te diga una cosa o que te acompañe a guardar el coche en esa parcela en la que jugarás a dejarme encerrada

El tiempo efímero que atraviesa algo más de tres décadas y viene a posarse al pie de mi cama hablará de tu olor en mis narinas

lo que no te conté ni nadie supo

todos me hablaban y yo sólo podía descifrar tu aroma entre la multitud

como un oso que perdido en las sombras me guiara hacia ese país donde aún somos niños

nuestros nombres resuenan sin eco

no mueren los amigos

y te digo una cosa

o a lo mejor dos

quién sabe.

One Response to “Esos raros momentos en que llega el poema”

  1. El respeto al lenguaje dice:

    y a las palabras,da miedo escribir basura.

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