Óscar de la Borbolla
03/10/2016 - 12:00 am
La ciencia actual
Ofrezco el ejemplo más sencillo posible: en la serie 2, 4, 6, 8… el algoritmo podría formularse así: «ir sumando 2». No necesitamos tener toda la serie completa de lo números pares, ni escribirla entera para representarla, sino que es reducida al algoritmo: sumar dos al anterior. Y con ello podemos prever que después de 8 sigue 10 o que en la décima casilla tendremos 20.
Me ha costado trabajo entender y, sobre todo, admitir que hoy en día la ciencia no ofrece verdades, sino teorías cuya validez radica en su capacidad de predecir. Mis remilgos y mi dificultad procedían de mi propia formación: un estudioso de la filosofía que durante años había considerado que en el popurrí de afirmaciones que pretenden dar cuenta del mundo, había unas que no se formulaban al buen tuntún, sino que resultaban de una serie de pasos metodológicos cuidadosamente revisados por la razón y contrastados una y otra vez con los hechos. Décadas completas de creer en la famosa diferencia que se estableció en la Grecia antigua entre doxa y episteme, pues, esta última, con todo y sus deficiencias, parecía ofrecer la representación del mundo tal cual es: la verdad.
Hoy, no obstante, comprendo que la aspiración milenaria de hacer coincidir el ser con el pensar es sencillamente asunto del pasado, que para la ciencia contemporánea «las verdades» a las que se arriva son, como bien dice Hawking, «verdades dependientes de un modelo» con el que se aborda no lo real mismo, sino la realidad. Lo real, el nóumeno sigue como lo dejó Kant en su Crítica de la razón pura, irremediablemente perdido y, por definición, inalcanzable para el sujeto, pues cualquier faceta que éste consiga conquistar es, por ese solo hecho, convertida en fenómeno: en una representación en la conciencia que es cuanto podemos poseer del ser.
Me rehusé durante lustros a asumir este estado de cosas, pues si bien me constaba que cada verdad filosófica o científica era, pasado el tiempo, desbancada por otra, creí iluso que vendría un nuevo Hegel a reinstaurar una nueva versión definitiva de todo el proceso. Y por más que la historia del conocimiento me resultaba muy parecida a la historia humana: una sucesión de cuartelazos epistemológicos, mantuve, pese a ello, lo más que pude, la esperanza de encontrar una vía de acceso, una manera de alcanzar el conocimiento verdadero en el sentido que hace mucho se daba a esta fórmula.
Abandono hoy mi bandera de ontólogo, y recojo la estafeta que desde hace tiempo viene enarbolando la ciencia. Porque, qué es la ciencia si no lo que dice el fisicomatemático John D Barrow: «la conversión de listas de datos observacionales a una forma abreviada a través del reconocimiento de patrones», o sea, el científico no se refiere a lo real, sino a lo observado, y su finalidad no es hacer un inventario exhaustivo de observaciones, sino reducir esas observaciones a un algoritmo para poder hacer predicciones. Esos algoritmos no son «las leyes de la naturaleza», sino un patrón «creado» o «descubierto» por nosotros y que no tiene más validez que predecir mejor que otro patrón cualquiera.
Ofrezco el ejemplo más sencillo posible: en la serie 2, 4, 6, 8… el algoritmo podría formularse así: «ir sumando 2». No necesitamos tener toda la serie completa de lo números pares, ni escribirla entera para representarla, sino que es reducida al algoritmo: sumar dos al anterior. Y con ello podemos prever que después de 8 sigue 10 o que en la décima casilla tendremos 20.
A los datos obtenidos de la observación se les encuentra o inventa patrones, simetrías o regularidades y, en consecuencia, se pueden proponer diferentes algoritmos. La teoría que más atinada resulte para hacer predicciones es la que se mantiene en el juego. Si una teoría es contraria o contradictoria respecto de otra, eso no la excluye: no importa, siempre y cuando una y otra hagan ciertas predicciones. Puede haber varias teorías de lo mismo, pues ninguna de ellas es propuesta como La verdad.
Me costó trabajo admitirlo, pero recordé aquel viejo cuento derviche en el que un hombre se entera de que las aguas de los ríos y los pozos de su pueblo van a ser envenenadas con una sustancia que enloquece a todo aquel que la beba. El hombre se aprovisiona de agua y esconde toneles y vasijas en una cueva. Al cabo de unos días observa cómo poco a poco enloquece la gente y, cuando por fin todos están locos, menos él, ocurre que el pueblo entero lo persigue, porque él es el único que se comporta extrañamente. Este hombre escapa, va a su guarida y tras meditarlo un rato, rompe las tinajas y los barriles, y el agua pura es tragada por la tierra. Así como actuó el personaje del cuento derviche, hay que bajar a beber el agua de todos.
@oscardelaborbol
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