Jonathan Glazer construye con Under the Skin un maravilloso objeto de reflexión política sobre la identidad de género, el papel fundamental de la belleza normativa en una sociedad de apariencias y el peso de la tradición patriarcal en el juego de la seducción.
Por Francesc Miró
Ciudad de México, 01 de agosto (ElDiario.es).- Hace siete años, Under the Skin se pudo ver en la Mostra de Venecia causando cierto revuelo. A la disparidad de opiniones que llegaban a España tras el pase, se sumó la infausta y abiertamente machista crónica de Carlos Boyero titulada La desnudez de Johansson no compensa, en la que entre otras lindezas el reputado crítico sostenía que Jonathan Glazer —director del filme—, «debe de haber convencido a esta señora de rostro hermoso (la boca es una pasada) y anatomía sugerente de que el papel que iba a interpretar había sido creado por Shakespeare, para que a cambio ella aceptara quitarse la ropa».
Desde entonces, han corrido ríos de tinta sobre este filme. Lejos de la mirada de Boyero se sitúan multitud de lecturas críticas que la han convertido en objeto de un culto realmente merecido. Para muestra, un botón: The Telegraph la considera una de las mejores películas británicas de la historia y The Guardian la describió como la mejor película del 2014, año en el que vio la luz en los cines británicos.
Sin embargo, tardó algo de tiempo en llegar a cines. ¿La razón? Monetaria, como casi siempre: ninguna distribuidora española vio su viabilidad comercial debido al alto precio que se marcaba desde su productora británica. Under the Skin llega tarde, pero llega con su capacidad de fascinación absolutamente intacta.
SENTIRSE EN LA PIEL DE UNA EXTRAÑA
Lo primero que vemos y oímos en Under the Skin es la voz de una mujer aprendiendo a verbalizar determinadas palabras. Lo segundo, una mujer asesinada. Entre ambas imágenes opera la aparición de la protagonista, un personaje sin nombre al que da vida Scarlett Johansson. Alguien que pronto vemos aprendiendo a vestir y hablar como una mujer. Algo que le parece ajeno.
Ofrecer una sinopsis de Under the Skin, sin revelar un dato esencial de la trama que confiere un significado ulterior al conjunto, es harto complicado. Baste decir que el espectador sigue una serie de encuentros que el personaje de Johansson tiene con diferentes hombres, a lo largo de los cuales aprenderá a habitar la piel de la mujer con el rostro de Johansson, con todo lo que eso conlleva.
En el proceso de aprendizaje de la protagonista, desde aquellas primeras palabras, vemos a una mujer que se ve obligada a agradar a los hombres, que modela su actitud, su forma de habitar el mundo, con un objetivo claro. Mientras que ellos, como señalaba la escritora Lena Prado en su artículo de enImaxes, «hacen comentarios superficiales sobre su físico pero nunca le preguntan nada sobre su vida a pesar de que ella, como parte de su trabajo, hace a sus presas varias preguntas personales».
Jonathan Glazer construye con Under the Skin un maravilloso objeto de reflexión política sobre la identidad de género, el papel fundamental de la belleza normativa en una sociedad de apariencias y el peso de la tradición patriarcal en el juego de la seducción que privilegia la heteronorma en el mercado de la carne.Pero todo ello se vehicula mediante una narración que en lo aparente, no podría ser más anodina: Johansson conduce una furgoneta, conoce a un chico, lo sube a la furgoneta y algo raro acontece.
La extrañeza, el espacio de lo fantástico, se ubica justo en el lugar que debería ocupar el encuentro sexual. Pero el sexo, aquí, es un territorio de pesadilla netamente lynchiana. Un lugar oscuro a medio camino entre las pinturas más bellas —por terribles— de Francis Bacon, y la pegada plástica del Panos Cosmatos de Beyond the Black Rainbow, antes del éxito de Mandy.
«La superficialidad de una sociedad de consumo ligada a los encantos de lo estético, sirven en Under the Skin, de forma concienzuda, como crítica social contemporánea», escribía el crítico David Tejero en Visual 404, «como reflejo deshumanizado de una época donde lo colectivo pierde sentido, mientras las civilizaciones abrazan cada día una brecha más peligrosa de individualidad».
SCARLETT JOHANSSON Y LA MUJER EN LA CIENCIA FICCIÓN ACTUAL
El de Under the Skin no es solo uno de los mejores papeles de la actriz neoyorquina, también es el que mejor define una idea que, no por menos peregrina, resulta menos interesante: ¿Y si la carrera de Johansson sirviese como termómetro de la visión de la mujer en la ciencia ficción contemporánea? ¿Y si su rostro fuera el equivalente moderno al de Brigitte Helm, eterna Maria de la Metrópolis de Fritz Lang?
«Desde Ghost World y Lost in Translation, en las que dio voz pionera a la sensibilidad de la generación millennial con sus roles respectivos de hater en Los Ángeles y de joven alienada en Tokio», escriben Elisa McCausland y Diego Salgado en Supernovas: una historia feminista de la ciencia ficción audiovisual (Errata Naturae), «las elecciones de Johansson han dado cuenta del espíritu de nuestra época, presa de una disforia existencial que no puede solventar ningún manual ideológico de instrucciones de la realidad».
Ya en 2005, en la injustamente denostada La Isla de Michael Bay, la actriz interpretó a Jordan Dos-Delta, un clon de una supermodelo que había perdido su principal virtud (la belleza) en un accidente de tráfico. Dos-Delta era el cuerpo de segunda mano, los órganos de recambio de alguien legitimado a reclamar su vida, su existencia, gracias a su estatus social.
El mismo año que debiera haberse estrenado Under the Skin, Johansson dio vida a Samantha, la inteligencia artificial que enamoraba, solo con su voz, a un heterotranquilo Joaquin Phoenix en Her, de Spike Jonze. Un amor absolutamente descompensado en el que él volcaba todas sus ideas del amor romántico sobre ella, construyendo una imagen de la pareja a su medida. Samantha no tenía ni cuerpo, pero no lo necesitaba, pues a lo largo del metraje trascendía su condición de inteligencia artificial exclusivamente diseñada para él, para unirse a una mente colmena.
Y de trascender también sabía Lucy en la película homónima de Luc Besson. En 2014, el director de El quinto elemento le dio a la actriz una protagonista a la que le estallaba una droga experimental en el cuerpo, que no solo la dotaba de superpoderes, la convertía en algo más que un ser humano.
Aunque, como advertían McCausland y Salgado, «por singulares que hayan sido los personajes intepretados por Scarlett Johansson en el ámbito de la ciencia ficción el sentimiento de amenaza que transmitían, incluso en el caso de Under the Skin, estaba teñido de un desconsuelo metafísico, de melancolía por órdenes —de lo real, lo masculino, la identidad— en el ocaso».
Si en el clásico de Fritz Lang, «la mujer máquina seduce y precipita en la perdición a ricos y pobres, hasta que muere en una anacrónica hoguera como una bruja de metal», tal como describía Pilar Pedraza en La amante mecánica, aquí la mujer seduce y precipita la perdición de ricos y pobres,tanto la suya. Por el hecho de seducir, de ser mujer y de ser la otra, la no-real. La María falsa, más pérfida y manipuladora que la María de carne y hueso amiga del heteropatriarcado.