Antonio Calera
27/11/2021 - 12:01 am
Un recuerdo de Gilberto Aceves Navarro
«Haciendo surcos, jirones, galimatías pictóricos en sus lienzos, pareciera que Aceves Navarro registrara, a manera de un cuento o una novela, nuestras historias».
“Tú no puedes ver indiferentemente al mundo.
Todos los seres humanos tenemos la capacidad de hacerlo
pero no tienen el valor”.
Gilberto Aceves Navarro.
Si los aparatos ideológicos del estado, si las instituciones que deben de sopesar pesos y medidas de una cultura para propulsarla al mundo analizaron semejante vida y obra con tanta lentitud, tan rala firmeza, llenas de titubeos, podemos esperar a que las cosas vayan como están por largo tiempo: una suerte de miopía generadora de espejismos, sub-ejercitada, menuda y pobre en su producción de sentido y propensa a la desarticulación. Apostando en contra, por decirlo de alguna manera, de lo que alguna vez conocimos como el genio del pueblo. Y lo que pasa es que se afecta, se trunca, se lesiona lo que llamamos “Cultura”.
Se le engulló. Se le mando a la periferia. La institución cultural de gobierno, a manera de hoyo negro, si bien no le amilanó en su fuelle si su profusión, convirtiéndolo, siendo por cierto un espíritu de luz propia, en un cometa de sombras. Y es que de verdad, semejante ciudadano, en estado de gracia por encontrarse completo en su oficio y fin de vida (por principio de cuentas un humanista), era merecedor de una irradiación más copiosa de sus quehaceres. Merecía ser una estructura-estructurante, vindicado como nave nodriza, “matrioska” aglutinadora de los sentimientos de una nación en un tiempo determinado.
Las suyas cautivan porque fueron líneas de decisión o indecisión pura entre accidentes más o menos controlados, que nos llegan como símbolos del errar con fragilidad (qué somos si no eso, una estopa dando de giros y topadas sobre un lienzo), como vestigios o huellas de su visión del cosmos y que no varía de las de nosotros. Como algo enorme que nos envuelve y no explicamos. Haciendo surcos, jirones, galimatías pictóricos en sus lienzos, pareciera que Aceves Navarro registrara, a manera de un cuento o una novela, nuestras historias.
Y por eso nos sorprendió, nos sedujo y redimió. Por su identificación tan precisa del extrañísimo fenómeno de ser y estar vivo en esta ciudad “absolutamente moderna”, justo como no se refirió Rimbaud a esa modalidad de aglutinarnos y hacernos puré. Porque con base en la morralla del sol y las capas de la sombra (ya él mismo decía en una entrevista que “había que jugar con las sombras, hacer que las sombras se vieran mucho”), pues sus trazos detonantes fueron siempre salpicones de inmanencia, es decir, de materia gris y pura calle, la obra de Navarro nos brinda un panorama que nos parece cercano y a la vez provocador. Nos entiende su obra. Sus cuadros hicieron saber a espectador que, de múltiples maneras, eso que fraguó llevaba el nombre de “nosotros” o el maestro nos homenajeaba por haberlos co-creado. Porque sus pares, coetáneos, contemporáneos, nos lo dejó claro, fueron su magma, su sustrato original: fuimos una y otra vez, la naturaleza también, por supuesto, contados, estampados en su pintura. De manera que se trata la suya de una obra como álbum familiar de cosa identitaria, socio-cultural, asumiendo esto como un empecinamiento por sabernos finitos y arrojados aquí, en esta efímera suspensión, abatidos, minúsculos y frágiles, pero esperanzados también como mortales, a todo galope, en la ambición de llegar, alguna vez, a ver.
Porque eso es lo que primero y lo último hizo hasta su partida: ver adentro de todos y, por ello, así pudimos admirar en sus obras el adentro de lo que somos. Dijo alguna vez: “Me fijaba, sabía que había que fijarse en las cosas exhaustivamente hasta que me mareara. Yo hago cosas que me nacen. Como una respuesta a algo que aparece delante de mis ojos y me inquieta. Y si no platicas con la pintura cuando estás trabajando no estás pintando”. Revelando así que su pintura, si fue al entregarla diálogo con nosotros sobre nosotros mismos, lo es porque lo fue antes de é con él, con su oficio tan largamente pulido, de él con sus cuerdas, sus timones, sus anhelos.
Rara avis sin avida dollars, suerte de ornitorrinco metropolitano por su arrojamiento a la excentricidad obligada, copia idéntica a él mismo, creador carnal, terco maratonista de la tela, inusitado, de los que se dan a cuentagotas y que embestía con su sello bien sentido, a su propio modo y sin miedo a lo accesorio: haciendo. Pugilista de joven y viejo, con pegada de altura, fuerza, profundidad. Categórico y concentrado, obsesivo y, en ese su empeño, genial, fuerte y letal. Por eso mismo: nunca por abyecto o seco sino por natural. Un cuerpo que, clavado en el levantamiento de los pesos que nadie, como sólo a él le fue dado o, seamos más puntuales, como sólo él conquistó, fue que se plantó en el velódromo de egos y empresas fútiles. Ese lugar lo tienen no los anacoretas sino los tocados, los que se armaron con sus propios cartones y salieron a dar la cara. Pese a modas pasajeras y promociones vulgares. Día con día llegó a la excelsitud. Porque vaya que nadie le regaló la disciplina de la fragua cotidiana. Fue una praxis frenética y delirante la que le convirtió en maestro del misterio y sus formas.
Traigamos a su mundo a Julián Carrillo, Jesús Gardea, Ricardo Garibay, Lilia Carrillo, Francisco Tario. Los fuera de borda, de serie. Los raros. De los que se dan. Se brindan. Se rinden, con toda la pleitesía a lo que derivaron y les es constitutivo: no parar su onda, no cesar en la trasmisión de su electricidad.
Ahí pues un maestro (aunque pugnara por definírsele como sólo un profesor), que además de cívico celular llevo a hombros eso que no hacen los artistas pijos, tullidos incluso para el habla: educar a otros, y tantos como se pudiera, y que le brindan las más altas distinciones por vindicarlos y enseñarles a muñequear firme en la tala y quema, la rosa y poda de sus habilidades, manufacturas salvajes y ávidas de pulimento. Sus discípulos por ello lo aman. “El mayor formador de artistas de México”, dijo alguna vez de Aceves Navarro su amigo Gabriel Macotela. “Yo educo a mis cuates, a mis alumnos, a mi niños para la libertad”, aseveró en alguna entrevista poco tiempo antes de irse. Ahí cuando se vio que en México los artistas den su brazo a torcer para apagar sus micrófonos, dejar de pulir sus preseas. Y tutor desde abajo, por cierto. “Los niños me importan muchísimo, me importa que vean lo que hago. Son directos y claros. Quiero un niño vivo que responda siempre a su inquietud”. Atronador en un país de segregacionistas y huelepedos.
Y quizá, como suele suceder con creadores de este peso específico, que se mueve como se mueve por sabio, por crudo ser como era y no negarse al devenir disfrutándolo, negándose a emperifollar la biografía con pura baba olvidable, escribiera él mismo su epitafio al responder en un espacio periodístico: “Se me dio el color, saber cómo son las líneas y hacer que la gente mueva mundos”. Veamos en sus dibujos, en sus pinturas, en sus sueños, los nuestros. Un espíritu nuestro, mexicano y universal. Su obra es un homenaje a la libertad. Al deseo de vivir. Un abrazo demos, al conocerlo, reconocerlo, a esta alma tan tremendista en su bondad de brindarse, y a la vez tan humilde en su caminata.
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