Antonio Calera
05/09/2020 - 12:01 am
Un ciudadano común y corriente camina por su Centro Histórico
Y escucho el plac, plac, plac de las pisadas, veo los ríos de gente que camina por tus calles, algunos tristes y otros un tanto más felices.
Salgo de nuevo al Centro. Al Centro Histórico, el epicentro de todo, ese entorno mítico al que me acerco en ocasiones nostálgico y en ocasiones eufórico. En fin, el Centro de siempre. El Centro en ocasiones abierto, en ocasiones cerrado, el Centro como moneda echada al aire, como la tierra del profundo misterio, el Centro de ayer, de hoy, de mañana, de ahora en adelante. Y juego con las palabras. Uno no se mete al Centro: uno lo acomete. Y esto en el caso que no sean en verdad sus fuerzas las que nos arremeten. Habrá pues en cualquier caso soltar las amarras más recónditas y atreverse, una vez más, sígame querido paseante, a la cultura del país profundo, nuestro rostro menos imaginario y más rotundo. Escuchar, poco a poco, como comienzo, el plac, plac, plac de las pisadas, los secretos de sus viejas casonas, la sabiduría circular de sus ruinas arqueológicas, sus historias empedradas.
Hay que caminar, deambular, derivar pues, irse por las ramas, no tanto por senderos y cañadas, territorios baldíos, descampados ya extintos, sino por paseos y escalinatas, museos y galerías, templos y comederos, tiendas y hosterías. Porque los Centros Históricos están repletos, lo sé yo y usted lo sabe, al mismo tiempo de cosas mágicas e incomprensibles que por cualquier cantidad de monerías insignificantes. Levante pues la mirada o manténgala baja, como usted quiera, en busca de su mercancía a la vuelta de la esquina o donde caiga. Ábrase paso por los tianguis, los puestos del mercado, déjese llevar por la cosa majestuosa o desgraciada, ese inventario de cualquier tipo de joyas arrumbadas en los aparadores de antaño. Ese y no otro es el canto, caminante franco, ese y no otro el tesoro de nuestro pueblo, muy adentro: nóminas visuales, retablos varios, cascadas de elementos como álbumes familiares que, unos sobrepuestos a otros, íntimamente arracimados, conforman, simbolizan, representan nuestro concepto de nación a lo grande. De eso se trata dirigirse al meollo, a nuestro Centro, de hacer como dios manda estas caminatas, abrirse sin pretexto, hacer sonar el plac, plac, plac, hasta quedarse sin aliento, por sus plazas públicas, sus jardines, sus fuentes, sus bellos balcones y magníficas terrazas.
Y vamos, si se cansa no hay problema ya lo verá, cómo se restaura en un santiamén en sus fuentes de sodas o neverías, dos cucharadas cargadas de historia en la prosapia de una buena cafetería, para luego reanudar el paso hasta la plazoleta central al caer la noche, rematada por los pajarillos en el cableado, en filas árboles llorones, toparse con la catedral, el palacio de gobierno tapizado de puestos de fritangas y globeros, carritos de dulces y demás marchante informal. Siéntase pues abandonado a Eros, siéntase como yo, fuera de todo el peso muerto, hartos de liviandad, llegar ahí de un salto, a donde realmente se marca el inicio de todo, donde el Centro es lo es también de las historias de uno, de los otros. El Centro que siempre queda ahí, el que nos hace darnos cuenta del presente, a nosotros los seres arrojados a la diáspora, y del que brota, esculpido, el verdadero rostro de nuestra memoria. El Centro pues como nuestra misma historia que fuera de ríos y ahora lo es de rocas.
Porque alguna vez, paseante amigo, se ha preguntado, ¿qué habrán pensado hace más de 500 años, cuando los llamados “del continente” se arrojaron al mar en busca expandir el mundo conocido, se toparon con nuestra alteridad, nuestra otredad? No acaso se trató del reconocimiento de un rostro de la raza humana que permanecía oculto, que les serviría de espejo? Por ello no pudieron más que conmocionarse. Porque se trató de un súbito y duro reacomodamiento de su logos. ¡Y cómo no! ¡Estaban parados frente a la imponente México-Tenochtitlán, una ciudad por todo lo alto, vertebrada con todas las de la ley, con todas las leyes de los dioses, y de una cosmovisión arracimada con sangre y sudor sobre su tierra! Por un lado, los tuvo que haber extasiado la exactitud de su traza, que equilibraba una estupenda disposición espacial (la majestuosidad de sus templos, palacios, habitaciones de los ciudadanos comunes, en fin, la funcionalidad y estética de su capacidad arquitectónica), pero también, poderosamente, con lo que con todo el poder que sus construcciones protegían, albergaban: el fulgor poético de su vida misma, un rico ecosistema de poblaciones en paisaje, hecho de ríos de gente en interacción de oficios, placeres y ocios, conectados por relaciones de todo tipo: rituales religiosos, negociaciones políticas, meros tratos civiles (todo ello íntimamente relacionado), ciertamente un flujo metropolitano de relaciones cuya sofisticación, su aspecto más vital, fue y sigue siendo su mercado. Y en ese mercado, cuenco predilecto de su vida social, limpio, ordenado el cuerno de la abundancia: todos los productos existentes a lo largo y ancho de la tierra indígena. No pudo darles más que un ataque de ansia. Porque un mercado también es tiempo y en uno como este, el mercado en sentido amplio, el grande, enorme de la ciudad precolombina, todo se vendía fresco, recién hecho: mercado oportuno porque simplemente no pudo haber sido de otra forma. En palabras del europeo: epifanía, viña del señor. Edén. Para nosotros: los frutos del agua y de la tierra esparcidos para provecho de los hombres, la economía engarzada por el truque inmejorable del bello tianguis. En otras palabras, en la dizque jerga actual: intervención espectacular en el espacio público, patrimonio vivo, efímero, intangible, de profusa organoléptica: olor, sabor, color, textura. Idiosincrasia profunda. ¡Qué gran tarea humanista y científica la de escudriñar ahí: para la historia de las mentalidades, para la psicología organizacional, para la economía, las relaciones exteriores, para la res política o mejor aún, la filosofía!
Porque, ¿no es el mercado algo más que la suma de lo que se trafica en ellos, algo más que lo meramente relacionado con el abasto de sus poblaciones? Ahí juega, se engulle a sí misma, se reinventa o recicla la cultura misma. Ese es el terreno de juego para la proliferación masiva de cualquier mensaje, el espacio idóneo para la infección o contaminación de formas de ser, de ver, el modelo por antonomasia de imitación de las conductas y pensamientos. Ahí, en sus puestos delimitados por apenas una tela y unos cuantos palos, por un cordón, por la mera estivación de lo vendible, los mercados devoran, asimilan, regurgitan todo lo que tenga que ver con la sustancia cultural. Lo que grupos de líderes deciden o no se debe usar al vestir, lo que las multitudes gustan comer, pensar, decir, imaginar. Y también lo que se siembre y coseche por su población en términos trascendentales de historia y destino: noticias ocultas, secretos a voces, preguntas que no se desean o saben responder, mentiras como verdades y viceversa (su punto medio que son los rumores, los chismes, las leyendas), lugares comunes o certezas empíricas, y también, por supuesto, miedos, misterios, alegrías, deseos. Ahí en los mercados el vaivén de los temperamentos colectivos, los estilos de época, el genio de los pueblos, la manera que tienen sus mortales de entender la vida y la muerte y la forma de transcurrir el tiempo que las separa: su mitología, su cosmogonía.
El mercado nunca más como un mero lugar en donde pagamos por una comida, por artículos para el cuidado de nuestro cuerpo maltrecho, alguna que otra herramientas para el mantenimiento de la malvivienda. Porque acaso, ¿no es posible inferir por lo que se expende en él algo sobre su personalidad en temas como la higiene personal, su modo de concebir el trabajo, la práctica del culto o la proclividad al ocio, la diferencia de clases, el famoso poder factico, el tiempo libre, incluso lo complejo de su sexualidad? ¿No es el Centro Histórico y sus mercado, su comercio desaforado un diccionario de símbolos, la zona ideal para la digestión de nuestros usos y costumbres, los vicios y virtudes ocultas bajo su superficie? ¿Una especie de puesta en escena de nuestra capacidad de juego, de imaginación, de tolerancia, de integración, en fin, de educación, una zona para la transfusión de elementos valiosos e intangibles, de origen insondable, y forjadores directos de la personalidad colectiva? Yo digo que sí.
Y por cierto, de su área de 10 kilómetros cuadrados, ¿cuántos están destinado hoy por hoy al comercio? Casi todo. Y así se hace sentir. Comercio abierto en carne viva, carnaval, desbordado en plazas públicas, por supuesto, pero también parapetado por arriba y abajo de edificios viejos, nuevos, reconstruidos, remodelados, incluso adentro de palacios o templos, plazas comerciales, zonas restringidas y, pese al discurso oficial de las autoridades, sobre puestos ambulantes fijos o semifijos, sobre calles, banquetas y fachadas de la zona. Culebra que aparece y desaparece, toro escurridizo, serpentina en levitación. La Ciudad de los Palacios por arriba y, abajo, detrás o en lo oscurito, la “Ciudad Propiedad del Comerciante Total, Formal o Informal y Anexas S.A. de C.V.”, en todas sus formas al mismo tiempo, en comisión de acciones y tranzas: transacciones. Eso sí, comercio de mayoreo o menudeo pero entre hormigas, accesorio, cuerpo a cuerpo, en corto. En ocasiones, muchas familias de sus comerciantes se han dedicado al oficio de varias generaciones atrás. Esos pioneros tienen el famoso know-how, el cómo hacerlo, ya integrado en sus conocimientos básicos. Saben la forma de transferir el conocimiento técnico (es decir las mañas), la información secreta o íntima entre clientes y proveedores. Saben bien cómo moverse con ese tesoro de datos, patrimonio de añales y una ventaja muy valiosa sobre la competencia, porque los viejos lobos de mar, los del colmillo largo, ya se dieron de topes con la realidad, ya pasaron por ello y sobrevivieron.
Ellos, capitanes inmortales, inventaron las reglas del juego, mantienen redes enormes con otros mercaderes y generalmente tienen varios negocios en la ciudad, incluso en puntos muy lejanos. En otros casos se trata del caso contrario. Jóvenes “estudiosos” que son emprendedores independientes, que se lanzan a las calles con una idea clara: poner un negocio que les dé dinero rápido y fácil. Ellos están preparados para evaluar el riesgo de nueva inversión, se aconsejan entre nuevos empresarios sobre compras oportunas y sus mejores precios, son espías que sustraen datos de la competencia, la intentan boicotear por medios electrónicos o de otro tipo. La vanguardia. Sea como sea, entre viejos y nuevos puestos la guerra es la misma de siempre: ganar clientes y que tarde o temprano, previo análisis y conocimiento del juego, el puesto grande se coma al chico, y tal vez lo escupa con otra cara. Entre todos estos comercios, puestos cualesquiera, hemofílicamente, se tejen puentes invisibles al comprador. Hay alianzas comerciales con fecha de caducidad, préstamos con todo tipo de cláusulas y tabulaciones de intereses, castigos tributarios, chantajes, extorsiones y por supuesto, gran cantidad de ofertas que no se pueden rechazar. Eso es lo que origina la alta temperatura de la gran película. Nervio por la situación económica que origina tensión social, supuestamente por debajo del agua, oculta detrás de la máscara del compañerismo gremial. La cosa arde entre papas calientes.
Por eso los vendedores son enigmas difíciles de resolver para la colectividad. A veces son iconos de la nostalgia, queridos por ser entidades históricas, y en otras son tildados de lapas de la sociedad, parasitarios de muchas maneras. Se nos hacen familiares y los queremos porque los necesitamos pero al mismo tiempo nos causan cierta sospecha. Amor y desconfianza: melodrama de aparador. Relación de conveniencia, convivencia utilitaria. ¿Y a todo esto, qué se puede decir de lo que se vende ahí, en esas calles de locales abiertos de capa, ese mundo de publicidad gritando anuncios, planes de pago, ofertas, gangas, promociones? Absolutamente todo porque todo se halla ahí. Por ello la frase chusca: “Si usted no lo encuentra en el Centro Histórico es porque aún no se ha inventado”.
Haga sus mezclas como quiera. Productos para compra, venta o renta. Nacionales o extranjeros. Correctos, incorrectos, legales o ilegales, permitidos. Fayuca, piratería y cosa robada (que no son la misma cosa). Mecánicos o eléctricos, naturales o sintéticos. Viejos, nuevos, seminuevos o usados, descontinuados. De primera, segunda o tercera clase. Raros, conocidos, populares. De lujo, necesarios o innecesarios. Baratos, caros, muy caros. Saludables y tóxicos. Para el uso personal, doméstico o industrial. Productos de uso cotidiano o sólo de temporada. Perecederos o perennes. Resistentes o frágiles. Desarmados, armados, completos o incompletos. Compuestos o descompuestos. Naturales o artificiales. Animales o plantas, vivos o muertos, en fin, una cadena sin final de productos expendidos en plazas hechas ex profeso para ello (y que lucen abandonadas), en espacios públicos diseñados para todo menos eso (y que lucen abarrotados). En sótanos, azoteas, zotehuelas, en el subsuelo, el transporte público, desde que amanece hasta bien entrada la noche, los 365 días del año. Y sin meternos aún en el tema de quién lo vende y lo consume. Porque del lado de los que ofertan hay de todo. Desde gente de “clase baja” que ostenta sin pudor todas sus posesiones, de la manera más extrovertida (y que se da el lujo de manejar decenas de asistentes, cajeras, secretarias, cargadores, estibadores, transportadores, es decir los del “diablito”, los viejos arrieros), hasta gente “de prosapia” cuya fortuna se vino abajo y se intenta reactivar (reinventar), a partir de negocios “modernos” o “atrevidos” que no conocen en lo absoluto y por ello fracasarán, pasando por gente de clase media que se mantiene en la línea mortal del equilibrio, soportando las “miles de cal por las pocas que van de arena”, un estancamiento genético cortesía de las ya hasta queridas crisis nacionales, que al parecer constituyen la única herencia en vida por vivir en esta tierra.
Y bueno, en el tema de quién compra la cosa es aún más diversa: compran los infantes, los adolescentes, las amas de casa, los estudiantes, los profesionistas, los burócratas, los industriales, los contratistas, los turistas nacionales o extranjeros, los amolados, los pobres y los muy pobres, hasta los mismos comerciantes entre sí y en grandes cantidades. La pirinola del juego así lo manda: “Todos compran”. O “Todos venden”, como se vea. Y todo esto para decir que es justo por esta diagnosis estrambótica, por estado de cosas raras del teje y maneje del comercio, que el Centro Histórico se define (o indefine), como una ínsula extraña, heterogénea e irreductible, a la vez que uno de los espacios culturales más caros de nuestro ser mexicano: a lo largo de su calendario de siglos, en sus flujos de población y de billetes, de cuentas bancarias fluctuantes entre crecidas y bajonazos, se aglutina eso que hemos ido condensando como cultura metropolitana y que a veces pesa como nacional. ¡Oh bendito Centro Histórico! ¿Qué será eso que no te atrevas a venderme? ¿Qué aquello de tu historia que consideres invendible, qué te haga refractario a la merca de tu propia identidad? No lo sé. Cada vez que salgo de nuevo al Centro Histórico, al epicentro de todo, ese entorno mítico al que me acerco en ocasiones nostálgico y en ocasiones eufórico, me lo pregunto.
Y escucho el plac, plac, plac de las pisadas, veo los ríos de gente que camina por tus calles, algunos tristes y otros un tanto más felices, y observo tus huellas, tus maneras tus huellas dactilares, los secretos de tus viejas casonas, ahora bares o taquerías cutres, bancos sucios, edificios gubernamentales, e intento olfatear la otrora sabiduría oculta en tus ruinas arqueológicas, en tus palacio, tus grandes jardines, parques, y me sigo preguntando una y otra vez, como cuando te conocí, con apenas la cara de un muchacho.
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