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Alejandro De la Garza

12/02/2022 - 12:03 am

Última tarde con Parménides

«De salida pasé curioso por la cabina de transmisión: no vi a Parménides por ningún lado. Al encaminarme al estacionamiento apenas lo distinguí como un bulto, envuelto en su chamarra y en el humo del cigarro, un ovillo sobre las escaleras laterales».

en Una De Sus Fotos Célebres Nos Mira Hoy Con Los Ojos De Quien Vio El Abismo a Sus Pies Y Decidió Saltar salve Mi Buen <em>par<em> Foto Autor Anonimo Cnl inba

El sino del escorpión saluda a Parménides García Saldaña al cumplirse 40 años de su muerte: nació en Orizaba el 9 febrero de 1944 (con el sol en Acuario) y falleció de pulmonía fulminante en un mínimo cuarto rentado de la colonia Polanco, el 19 de septiembre de 1982. Hace tiempo el alacrán publicó un ensayo largo donde ponderó la obra del legendario escritor; por ello, para recordarlo vivo en su humana contradicción y fugaz genialidad, opta mejor por trazar aquí un breve perfil del buen Par a partir de una tarde compartida en 1978.

–Vengo a ver a Pilar… estoy enamorado de ella –me dijo Parménides mientras ponía la pequeña botella de brandy envuelta en papel estraza sobre uno de los escritorios de la estación de radio cultural de moda a principios de 1978. Los presentes miramos con indulgencia al mítico escritor de la Onda, quien sonreía sentado ante nosotros, un tanto chamagoso y despeinado, con la barba descuidada y crecida a medias.

Me lo había topado al atardecer a mi llegada a la radiodifusora. Los vigilantes de la recepción no lo dejaban entrar: olía a alcohol y estaba un tanto desaliñado y descuidado. Lo había conocido un par de años antes, en alguna conferencia y en una posterior tocada de rock. Tras unos segundos lo reconocí, nos saludamos (no me recordaba del todo) y entró conmigo al área de noticieros. La mencionada Pilar era una célebre locutora de la estación: una mujer hermosa al filo de los cuarenta, anfitriona de un programa nocturno con buena música y mejores invitados.

–El programa de Pilar empieza a las once de la noche –le dije, mientras el escritor daba un trago corto a la botella disfrazada por el papel.

–La espero –contestó decidido–. ¿Qué hacen…?

–Preparamos el noticiero –repuse–. Vamos a la calle a reportear.

Sería un día histórico (pensábamos entonces). La primera huelga telefónica en la historia del país estaba emplazada para esa tarde. Francisco Hernández Juárez y su joven comité sindical habían desplazado al añejo líder charro Salustio Salgado y se empeñaban en democratizar el sindicato de telefonistas. En las oficinas de la empresa –estatal entonces–, se negociaban las condiciones del contrato colectivo. Teléfonos de México se estremecía, la incomunicación telefónica significaría pérdidas enormes para una ciudad sacudida ya por marchas y movilizaciones (los obreros de Spicer, los universitarios del STUNAM, los maestros del SNTE, los electricistas del SUTERM, los trabajadores Nucleares, la continuidad de las protestas por el golpe a Excélsior). Debíamos cubrir la información en las oficinas del sindicato de telefonistas, en las calles de Villalongín.

–Yo voy, los acompaño –se apuntó Parménides inopinadamente, botella en mano, cuando se enteró de la huelga–. Sin más se nos unió a los dos reporteros encargados de cubrir aquella aventura político-sindical.

Antes de llegar al sindicato, Parménides pidió pasar a una vinatería a comprar otra botella riñonera de brandy. Nosotros aguantamos el antojo: debíamos trabajar. Si nada se resolvía, la huelga estaba emplazada para las siete de la noche. ¿Podría suceder? ¿Se cortarían los teléfonos así nada más? ¿Habría acuerdo? Todos nos preguntábamos lo mismo. La legislación establecía la “requisa” para los sindicatos incluidos en el apartado B del Artículo 123 constitucional, como vía de solución temporal a estos conflictos.

A las puertas del sindicato había un contingente de trabajadores uniformados. Nos identificamos y nos dejaron pasar, con todo y nuestro invitado, a las oficinas del comité. Ahí conversamos con algunos asesores. Parménides los instaba a desconectar los teléfonos, a llegar a fondo con el emplazamiento y ponerse en huelga. A las siete se iniciaron suspensiones del servicio telefónico en algunas zonas de la ciudad, según reportaban los trabajadores a la dirigencia. Nosotros hicimos las últimas llamadas a la radiodifusora previendo la posible suspensión de las líneas. Deberíamos llegar con la información directamente a la redacción.

Las fallas se comenzaban a extender por la ciudad cuando la negociación se destrabó. Poco después de las ocho de la noche las partes acordaron las condiciones del contrato colectivo y el servicio se reanudó. Hubo una breve conferencia de la comisión sindical, se emitieron sendos boletines de prensa de la empresa y del sindicato, obtuvimos declaraciones de los involucrados y transmitimos la información. Durante todo el proceso Parménides se ausentó. Cerca de las nueve salimos y lo encontramos recargado en el coche. Nos sugirió ir a una cantina por el Monumento a la Revolución, donde tomamos un par de rones apresurados antes de salir corriendo rumbo a la emisora a cerrar las noticias del día. Parménides seguía incólume –mirada vidriosa, lucidez afiladísima–, decidido a confesarle su amor a Pilar.

Poco después de las diez de la noche, luego de una nueva visita rápida a la ventanita metálica de la vinatería y ya con otro cuartito de brandy en la bolsa de Parménides, regresamos a la radiodifusora cultural de moda.

–¿Ya llegó Pilar? –inquirió a los veladores en la recepción, quienes titubearon ante la estampa de nuestro acompañante.

–Chance– respondí yo, indicándole el camino hacia la cabina de transmisión, bajo la mirada preocupada de los vigilantes. Par desapareció por el pasillo en busca de su diva mientras nosotros subíamos al área de noticieros a redactar las notas finales.

A la medianoche la estación estaba semivacía: el personal de turno en cabina, alguien de guardia en noticieros, un par de trabajadores en los estudios de grabación y las rondas de los veladores provocaban el único movimiento perceptible De salida pasé curioso por la cabina de transmisión: no vi a Parménides por ningún lado. Al encaminarme al estacionamiento apenas lo distinguí como un bulto, envuelto en su chamarra y en el humo del cigarro, un ovillo sobre las escaleras laterales.

–¿Hablaste con Pilar? –le pregunté. Parménides chasqueó los labios, disimuló y siguió fumando ahí acostado.

–¿Adónde vas? –me preguntó irguiéndose para quedar sentado en el escalón del estacionamiento.

–¿Quieres un aventón? ¿Vas a la Narvarte? –lo interrogué sabiendo sus rumbos preferidos. Me miró de arriba abajo y se recostó de nuevo sobre el escalón. Recargó la cabeza en el muro, se cubrió hasta los ojos con la chamarra y balbuceó:

–Gracias, aquí voy a esperar… aquí espero… bye.

Fue la última vez que lo vi. Menos de un año después, a principios de 1979, sería llevado a la cárcel de Santa Martha Acatitla (“por pleitos de cantina o no me acuerdo bien qué”) donde permaneció unos meses. En 1980 estuvo en Orizaba y, según rumores, pasó luego algún tiempo en una clínica psiquiátrica en Xalapa o en la ciudad de México.

Parménides murió más o menos solo en la capital en septiembre de 1982, a los 38 años, a causa de una crisis respiratoria provocada por una pulmonía aguda y fulminante; es decir, por descuido y abandono, víctima de circunstancias desafortunadas y de sí mismo. En una de sus fotos célebres, nos mira hoy con los ojos de quien vio el abismo a sus pies y decidió saltar. ¡Salve, mi buen Par! Saluda el escorpión con el aguijón en alto.

Alejandro De la Garza
Alejandro de la Garza. Periodista cultural, crítico literario y escritor. Autor del libro Espejo de agua. Ensayos de literatura mexicana (Cal y Arena, 2011). Desde los años ochenta ha escrito ensayos de crítica literaria y cultural en revistas (La Cultura en México, Nexos, Replicante) y en los suplementos culturales de los principales diarios (La Jornada, El Nacional, El Universal, Milenio, La Razón). En el suplemento El Cultural de La Razón publicó durante seis años la columna semanal de crítica cultural “El sino del escorpión”. A partir de mayo de 2021 esta columna es publicada por Sinembargo.mx
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