Las lágrimas, de Pascal Quignard, culmina casi con un canto hermoso, alusivo, evocador.
Por Ricardo Martínez
Ciudad de México, 12 de junio (Culturamas/SinEmbargo).– Estamos, una vez más, lector, ante una de las voces más interesantes y prolíficas de cuanto guarda la narrativa europea actual (el autor nació en 1948). Una prosa culta, transparente, sencilla y educadora en el sentido más generoso caracterizan a Pascal Quignard.
Sus intereses literarios son tan amplios como originales. En conjunto: poemas, aforismos, novela… todo constituye una unidad de explicación del origen, de invocación al dios, de sentido poético (épico, alusivo al amor) de la vida del hombre. Por eso, tal vez, su obra, tan abundante hasta ahora, en realidad no culminará nunca: como el canto, como el sentido del canto, que encierra el sentido del enigma de vivir.
Este libro delicado y hermoso, sugerente, didáctico, reflexivo y evocador, pudiéramos decir que comienza con un himno (simbólico acaso, pero el símbolo estará presente en todo el discurso) que podemos transcribir así: “Grandes bandadas arremolinantes, febriles, que forman extrañas letras en el cielo/ (¡el enigma, la eterna presencia del enigma en el vivir del hombre!) que sólo Dios comprende/ antes de borrarse finalmente en la palidez/ ahora se han perdido en el telón de la lluvia que nos llega del mar”.
Se nos dice en el proemio que estamos ante una novela “que toma la forma de una leyenda o un poema en la que se narra el destino opuesto de dos gemelos, nietos de Carlomagno: Nithard, erudito, literato, y Hartnid, viajero, gerrero, vagabundo”. En el texto leemos: “Si Hartnid amaba los caballos, Nithard se apasionó por los pájaros así como su abuelo apreciaba el águila, el halcón, el azor…”
Lo cierto es que cada uno de los libros de este autor curioso y casi secreto a la vez nos habla siempre del interior del que piensa, del que observa, del que medita. Y todo ello a través de ese don que está en el interior de cada cual y que es esa fuente inacabable, el lenguaje; su obra, así, es un canto a la poesía, al sudor del caballo, a la delicadeza de las pequeñas olas en la orilla, al vuelo del ave… Su obra ejerce de seducción imaginativa y reflexiva, pues la vida, la realidad que nos circunda y nos vive del mismo modo que nosotros, parcialmente, la vivimos a ella, reclama esa unión, esa vinculación, como una propensión a la unidad, que es lo que encierra el propio sueño de vivir.
“Aprende a cantar, en la lengua griega de Bizancio, el poema de aquel que salta por amor al mar” Se refiere a Leandro, que saltó desde la armoniosa torre-faro de Gálata. Y, un poco más adelante, leemos: “La frente que se frunce, las cejas que se acercan, el silencio que se hace, la mano que se suspende, todo se concentra hacia una misteriosa unidad”.
La lectura, aquí, constituye un viaje emocional por, no solo el paisaje que nos define y protege, sino por el interior misterioso y eterno que se manifiesta dentro de cada uno, dentro de cada ser.
Y el libro, al fin podríamos decir que culmina casi con un canto hermoso, alusivo, evocador, cuando dice, como alusión metafórica a ese final necesario que tiene la vida: “Hermanos míos, el sol se apaga/ Ya el sol que ilumina las ciudades, nuestros rostros, los caballos, los barcos, los puertos, los mares, está en su final/ Ha brillado más encima de la naturaleza de lo que brillará todavía encima de las montañas y de los continentes que forman la corteza terrestre/ El sistema que engendró antaño ya se está desensamblando/ La vida que permitió allí el azar comienza a perecer y las grandes civilizaciones se dedican a su destrucción tanto como pueden…”
Vida y muerte, eso sí, complementarios; al fin, necesarios.