Fernando Vallejo cumple en la ficción sus más hondas fantasías misántropas. Y no sólo despotrica contra los ex presidentes, sino contra sus compatriotas, a quienes describe como: “Inmorales de nación, nacieron sucios, con el culo sucio y el alma tenebrosa”.
Ciudad de México, 10 de agosto (Langosta Literaria).– Claudio Magris, en su ensayo Utopía y desencanto (Anagrama, 2005), afirmó que la civilización, al inicio del nuevo milenio, tenía ante sí un dilema: “combatir el nihilismo o llevarlo a sus últimas consecuencias”. Fernando Vallejo (Medellín, 1942) abrazó la segunda opción. En su más reciente novela, Memorias de un hijoeputa, se enfunda en el traje de un dictador memorioso, colombiano, para escribir unas memorias desquiciadas, repletas de nihilismo.
“Convertido en el más poderoso señor del país por un golpe militar que lo catapulta al mando supremo, le rebaja una buena parte de su población con una serie de happenings, cómo él los llama, dirigidos al fin que él considera más noble: liberar a su patria, la empecinada Colombia, de sí misma”, se lee en la cuarta de forros.
El dictador memorialista confiesa el fusilamiento de sus antecesores, expresidentes del país andino: Gaviria, Pastrana, Uribe, Santos, quienes, para él —¿para Vallejo? —, “fueron nuestros más dañinos delincuentes”.
Bajo ese mecanismo, Vallejo cumple en la ficción sus más hondas fantasías misántropas. Y no sólo despotrica contra los ex presidentes, sino contra sus compatriotas, a quienes describe como: “Inmorales de nación, nacieron sucios, con el culo sucio y el alma tenebrosa”.
Vargas Llosa, Neruda y César Vallejo (ese poeta peruano que le robó el apellido) son vilipendiados con afilada ironía. Memorias de un hijoeputa es una diatriba contra Colombia, la Iglesia, Dios, todos ellos temas recurrentes en la obra vallejiana. Basta recordar aquella frase lapidaria de su alter ego Fernando, el narrador de La virgen de los sicarios (1994):
“Dios no existe y si existe es la gran gonorrea”.
Pablo Montoya Campuzano, en su texto “Fernando Vallejo: demoliciones de un reaccionario”, publicado en el número 37 de la revista académica Cahiers du Criccal, describe al autor de La Puta de Babilonia como “un iconoclasta que odia toda noción de humanismo y es ajeno a cualquier ideal libertador para los hombres de Colombia y América Latina”.
Maldito que sobrevivió al siglo XX, Vallejo abreva de la obra del Marques de Sade, Celine, Rimbaud y el conde de Lautréamont. En estas falsas memorias reivindica esa tradición.
Y sí, Vallejo —transfigurado en el narrador de su novela— escupe opiniones misóginas, misántropas, calificativos racistas y frases obscenas, pero también deja aflorar al estilista, al maestro del lenguaje.
“Eso sí, como las pérdidas en un área del cerebro se compensan con ganancias en otra, desde el presente veo el pasado y el futuro como uno solo. Como si la Trinidad del Tiempo —presente, pasado y futuro— se me hubiera vuelto la Simultaneidad de Dios. Y me pregunto: ¿El Tiempo gira en redondo como un reloj? ¿O va derecho como una flecha? Si vuelve sobre sí mismo como el reloj, está dando la vuelta del bobo. Si va huyendo de sí mismo como la flecha, ¿a dónde va? No me deja dormir el problemita”.
¿Vallejo —como sostiene Montoya Campuzano— está fascinado con el mal? Discrepo: Vallejo es un polemista puro. No existe en Latinoamérica otro escritor tan obsesionado con disentir como él. ¿Puede un apologista del mal, que declaró su admiración por Hitler, ser un amante de los perros y un opositor férreo al maltrato animal? Misántropo, sí, sin duda; apologista del mal, lo dudo.
Quizá, debajo de sus diatribas, de sus anhelos más sanguinarios, de su deseo perverso de aniquilación de la raza humana, palpita —como escribe Montoya Campuzano— “el desencanto, tan propio de nuestros días, que es una de las formas irónicas y melancólicas de la esperanza. Y tratemos de respirar, si es que existe, el extraño olor de la esperanza vallejiana”.
Respiremos hondo, pues, el tufo nihilista de Memorias de un hijoeputa.