La caravana de migrantes centroamericanos y haitianos partió el 23 de octubre desde la ciudad de Tapachula en el estado de Chiapas, frontera con Guatemala, y llegó hace una semana a la capital mexicana tras recorrer más de mil 100 kilómetros.
Por Eduard Ribas i Admetlla
Ciudad de México, 20 diciembre (EFE).- Con un rostro tedioso agravado por las quemaduras del sol bajo sus ojos, Nancy observa a su hija jugar con otros niños del campamento. Es la primera vez que muchos sonríen desde que la caravana migrante, hoy acampada en Ciudad de México con un centenar de menores de edad, emprendió su travesía hacia Estados Unidos.
«Estoy buscando un mejor futuro para mi bebé porque va a crecer y con esas condiciones con las que estábamos allá, no se puede», explica a Efe esta ama de casa hondureña de 23 años que salió de su país, donde malvivía con los paupérrimos ingresos de su esposo en una finca bananera.
Los tres intentaron emprender el viaje en solitario hacia Estados Unidos, pero la niña sufrió una «infección estomacal» y los «agarró» Migración en el sur de México. Tras ello, decidieron integrarse a la caravana y viajar en grupo.
«Ha sido muy duro, la he pasado mal casi todo el camino, hasta me llegaron a internar (en un hospital)», dijo Nancy, quien bajó «una exageración de peso» y sufrió alergias y «quemaduras raras» que todavía no se le han quitado.
Está tan delgada que incluso bromea con que no hay ropa en el campamento que le quede bien.
La caravana de migrantes centroamericanos y haitianos partió el 23 de octubre desde la ciudad de Tapachula en el estado de Chiapas, frontera con Guatemala, y llegó hace una semana a la capital mexicana tras recorrer más de mil 100 kilómetros.
La Policía intentó frenar su entrada a la ciudad, pero tras algunos enfrentamientos, los migrantes fueron ubicados en un campamento improvisado de carpas y colchones en el norte de la capital.
Son cerca de 500 personas, 100 de ellos menores, que reciben alimentos, atención médica y apoyo de personal de Derechos Humanos.
«!Sin hacer trampas!», exclama un dicharachero trabajador de la Alcaldía que organiza juegos para que se entretengan los niños.
Tienen que saltar entre los recuadros de una escalera de cuerdas extendida en el suelo. Algunos con más éxito que otros, pero todos bien sonrientes.
«Nunca había visto a los niños así», comenta Heidy mientras observa la escena.
Con solo 11 meses, su hija Danae todavía no tiene edad para jugar y mama del pecho de su madre, a quien otra compañera de la caravana, también llamada Heidy, le plancha el pelo en una suerte de salón de belleza improvisado al aire libre.
Hacía meses que esta joven de 19 años no se arreglaba el pelo. Salió de Honduras junto a su esposo y su hija por la subida de precios de la canasta básica, pero en Guatemala perdieron todo el dinero que les quedaba y la bebé se puso «bien mala» por una gripe.
«Esa parte fue bien difícil. Lloré cuando miraba a mi niña sin comer y sin nada. Nos íbamos a quedar en la calle», rememora mientras la plancha sube y baja por su cabellera negra.
Recibieron ayuda de un taxista para llegar a México, donde se sumaron a la caravana, con la que avanzaron centenares de kilómetros a pie ya que la Guardia Nacional y los agentes migratorios impedían que se subieran a automóviles o autobuses.
Forma parte de la estrategia de contención aplicada por el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador en coordinación con la Administración del Presidente Joe Biden en Estados Unidos para frenar el histórico flujo migratorio de la región.
Si emprenden el viaje en solitario, los detienen, y si van en grandes grupos, les toca caminar. De los miles que partieron de Tapachula, muy pocos llegaron a la capital.
«(A mi hija) le gusta que la cargue en brazos y se me hace muy difícil, cansada, estresada, debajo del sol. Además me toca amamantarla. Ojalá el presidente tenga respuesta con nosotros, ya no queremos caminar más», suplica.
El objetivo de muchos de los migrantes es llegar a Estados Unidos, pero quieren que su parón en la capital sirva para que el Gobierno les regularice en México, con lo que podrían quedarse a trabajar un tiempo o proseguir su camino hacia el norte sin temor a ser deportados.
Rixi, su pareja, y sus tres hijos viajan hacia Estados Unidos con cierta tranquilidad, dado que las autoridades mexicanas ya les dieron un visado humanitario debido a la persecución que sufrieron por parte de maras en Honduras.
«Nos quemaron el negocio porque no nos daba para pagar. Nos amenazaron y nos quemaron la casa», comenta sentada junto al más pequeño de sus hijos, Emerson, de un año y medio, al lado de su tienda de campaña.
Su visado humanitario mexicano no les servirá para entrar en Estados Unidos, donde se ha reinstalado el programa que obliga a los solicitantes de refugio esperar del lado mexicano de la frontera.
Pero por nada del mundo regresaría a Honduras. «Allí a los niños los agarran y los meten en pandillas», afirma mientras mira a Emerson de reojo.