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Jorge Javier Romero Vadillo

07/07/2022 - 12:04 am

Política purulenta

La actual coalición de poder no es otra cosa que un intento de reacomodo de una clase política depredadora e inepta.

Y No Es Que Alejandro Moreno Sea Defendible En Ningún Sentido Foto Victoria Valtierra Cuartoscuro

La política mexicana está viviendo un acelerado proceso de putrefacción, sin que existan ni las instituciones ni los actores capaces de contenerlo. Día a día, ya sin escándalo, la sociedad atestigua el cinismo con el que los políticos se reparten los despojos del botín estatal, mientras que la exacción criminal se extiende de manera infecciosa por todo el territorio nacional.

El grotesco espectáculo campechano, donde la gobernadora –hija del cacique que acumuló propiedades y ostentó obscenamente las riquezas obtenidas gracias a sus servicios a la patria durante la época culminante del régimen del PRI– exhibe el mal gusto y el latrocinio de su predecesor de manera arbitraria y dudosamente legal, no es sino el episodio más grotesco del gran guiñol en el que está convertida la vida pública de México, con sus brutales escenas de horror sanguinario. Lamento mucho que un funcionario hasta ahora mesurado y comprometido con el orden jurídico, el fiscal Renato Sales, se preste a la farsa demagógica incitada por Layda Sansores.

Y no es que Alejandro Moreno sea defendible en ningún sentido. Político zafio si los hay, el presidente del PRI –o de sus despojos– ha medrado en las cloacas de la política priista casi desde la infancia. Atrabiliario ejecutor de las vendettas de Antonio González Curi, gobernador campechano de 1997 a 2003, la carrera política de Alejandro Moreno Cárdenas, conocido en su pueblo y ahora en todo el país por su ridículo hipocorístico, es todo un caso de estudio para quienes quieran entender el retorcido sistema de incentivos del priismo tardío, mezcla de redes familiares, disciplina servil y voluntad despiadada.

Uno y otra son ejemplares del tipo de personajes de una política motivada no por el servicio público sino por la captura del botín estatal para beneficio personal y para repartirlo entre validos, parientes, y socios, mientras a las clientelas se les arrojan las migajas necesarias para mantener su fidelidad. Se trata de un mal endémico, con raíces virreinales, pero que se fue institucionalizando gradualmente a lo largo del siglo XIX y adquirió su forma más acabada durante la época clásica del régimen del PRI. Lo que vemos ahora no es otra cosa que el estallido de las pústulas de una enfermedad incubada en el cuerpo social durante dos siglos de fracasos en el proceso de construcción de un orden constitucional capaz de frenar la arbitrariedad y la rapiña.

La estabilidad priista se basó en un pacto de complicidad que implicaba una tolerancia sistémica de la corrupción a cambio de disciplina. Como ahora, la ley solo se aplicaba de manera poco pulcra a los díscolos, a los que no se sometían al arbitraje del señor del gran poder en turno. Para todos los demás había manga ancha, indulgencia plenaria. La base institucional de este arreglo putrefacto ha sido el sistema de botín característico del Estado mexicano, que ha generado un sistema de incentivos donde el objetivo es apropiarse de una parcela de rentas extraída gracias al ejercicio del poder y las habilidades necesarias para lograrlo son la fidelidad lacayuna hasta el momento en el que sea rentable la traición.

Este sistema de incentivos torcidos ha carcomido toda la estructura social mexicana. Los estudiantes universitarios, por ejemplo, saben perfectamente que su paso por la escuela no es más que una simulación para obtener el pedazo de papel que les permita satisfacer el requisito formal de una licenciatura que justifique la obtención de un puesto burocrático, pero que para conseguirlo nadie evaluará los supuestos conocimientos adquiridos, pues en realidad lograrán la prebenda gracias a su pertenencia a alguna red de lealtad política, De ahí el analfabetismo funcional que ostentan la inmensa mayoría de los funcionarios mexicanos, comenzando por el actual Presidente de la República, pero que comparten sus predecesores Fox y Peña Nieto.

La transición a la democracia convirtió a las elecciones en el método para capturar pedazos locales de presupuesto y de mecanismo de extracción de rentas para repartirlos entre las redes de seguidores, compadres y cuates. No hemos visto durante el último cuarto de siglo una mejora en el desempeño de los cargos electos respecto a sus antecesores que ocupaban los puestos por delegación presidencial precisamente porque no se compite por hacer mejor las cosas, sino por el reparto de los cada vez más magros recursos productivos de un país exhausto.

Lo visto durante este gobierno no es más que la rapiña descarnada enmascarada en un discurso de pretendida santidad cada vez más cansino y desgastado. Es necesario reconocerlo: estamos ante la excrecencia del fracaso del pacto político de 1996 que, si bien dio el gran paso de establecer a las elecciones como el método civilizado para competir por el control temporal de la maquinaria estatal, no hizo lo más importante para el cambio: la reforma de la organización con ventaja en la violencia de manera que se convirtiera en un cuerpo profesional y especializado con capacidades técnicas para cumplir con sus funciones esenciales.

Es hoy cuando el viejo régimen ha hecho crisis. La actual coalición de poder no es otra cosa que un intento de reacomodo de una clase política depredadora e inepta que, además, se muestra cada vez más dependiente de la fuerza militar para sostener su precario poder en competencia con los bandidos itinerantes, los cuales poco a poco conquistan los territorios que la vieja mafia ya no es capaz de controlar.

La descomposición parece ya incontenible. Solo se evitará el derrumbe completo del orden social si se da un nuevo arreglo que incluya de una nueva manera a la mayoría de los sectores hoy considerados como mera clientela y excluya a los depredadores que son legión hoy en la clase política. El nuevo pacto necesariamente debe tener como objetivo la reforma completa del Estado, para convertirlo en una organización profesional, especializad en garantizar derechos y proveer servicios de calidad, donde no existan resquicios para la captura privada de las rentas sociales, pero me temo que se trata de una mera utopía.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.
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